Ojos con los que no me atrevo a…

Salen juntos del bosque justo cuando las brumas de la mañana se dispersan. A la rica luz, las colinas, al fondo del bosque, dan la impresión de ser parte de un torso humano bronceado y aterciopelado. Gail extiende una mano como para acariciarlas.

Hablan en voz baja, enlazando los dedos ocasionalmente. Han descubierto que el contacto mental pleno les provoca los cegadores dolores de cabeza que los han acuciado desde que despertaron, así que hablan… y se acarician, y hacen el amor sobre la suave hierba con sólo el ojo dorado del sol como testigo. Después, se abrazan y se susurran tonterías, sabiendo que el contacto mental es posible por medios distintos a la telepatía.

Más tarde, echan a andar, y a media tarde contemplan más allá de un promontorio un pequeño huerto y el brillo vertical de una casita blanca.

—¡La granja! —Exclama Gail, con asombro—. ¿Cómo puede ser?

Jeremy está sorprendido. Conserva el equilibrio mientras dejan atrás el granero y los otros edificios y se acercan a la casa. Está en silencio, pero intacta, sin ningún signo de incendio. El camino de acceso sigue necesitando grava nueva, pero ya no va a ninguna parte porque no hay ninguna carretera al fondo. La larga fila de alambre de espino paralela a la carretera es sólo la frontera de más hierba y otra suave colina. No hay ningún rastro de las lejanas casas de los vecinos ni de los molestos tendidos eléctricos que colocaron detrás del huerto.

Gail llega al porche trasero y se asoma furtivamente a la ventana, como un ladrón que ha encontrado una casa que podría o no estar habitada. Abre la puerta de rejilla y da un respingo cuando chirría.

—Lo siento —dice Jeremy—. Sé que prometí engrasarla.

Dentro hace fresco y está oscuro. Las habitaciones están tal como las dejaron, no como las dejó Jeremy después de semanas de soledad mientras Gail estaba en el hospital, sino como estaban antes de su primera visita al especialista aquel otoño de hace un año, hace una eternidad. Arriba, la luz del sol ilumina la claraboya que Gail y él lucharon por colocar aquel lejano agosto. Jeremy asoma la cabeza al estudio y ve las abstracciones del caos aún apiladas en la mesa de roble y una transformación largamente olvidada todavía garabateada en la pizarra.

Gail va de una habitación a otra, a veces emitiendo ruiditos de aprobación, con más frecuencia tocando levemente las cosas. El dormitorio está tan ordenado como siempre, la manta azul bien colocada y la colcha de la abuela doblada al pie de la cama.

Después de volver a hacer el amor, se quedan dormidos entre las frías sábanas. De vez en cuando una vaharada de brisa hincha las cortinas. Gail se vuelve y murmura en sueños, y extiende frecuentemente la mano para tocarlo. Bremen despierta justo después de oscurecer, aunque el cielo ante la ventana del dormitorio conserva la luz crepuscular de finales de verano.

Algo ha sonado en el piso de abajo.

Jeremy se queda inmóvil un momento, tratando de no perturbar la tranquilidad ni siquiera con su respiración. Por el momento no se mueve nada. Oye un sonido.

Jeremy se levanta sin despertar a Gail. Ella está acurrucada en su lado de la cama con una mano en la mejilla; sonríe levemente. Jeremy camina descalzo hasta el estudio, se acerca al escritorio y con cuidado abre el cajón inferior de la derecha. Está allí, envuelto en trapos viejos, bajo los clasificadores vacíos que le puso encima el día que se la regaló su cuñado. El Smith & Wesson del calibre 38 es el mismo que Jeremy arrojó al agua aquella mañana en que se topó con Vanni Fucci en Florida (la mella en la caja y el alisado de la parte inferior del cañón son los mismos), pero está aquí. Lo saca, abre el tambor y ve los círculos de latón de los seis cartuchos colocados firmemente en su sitio. La áspera culata encaja en su palma, el metal del gatillo está ligeramente frío.

Jeremy intenta no hacer ningún ruido mientras pasa del estudio a las escaleras y de las escaleras al comedor y la puerta de la cocina. Hay muy poca luz, pero sus ojos se han adaptado. Desde donde se encuentra distingue el pálido fantasma blanco del frigorífico y da un salto cuando el sistema se reinicia. Jeremy baja el revólver y espera.

La puerta de rejilla está levemente entornada. Se abre y vuelve a cerrarse. Una sombra cruza el suelo.

El movimiento sobresalta a Jeremy, que da un paso adelante y alza el 38 antes de volver a bajarlo. Gernisavien, la protestona gata, cruza la cocina para frotarse impaciente contra sus piernas. Luego retuerce la cola, regresa junto al frigorífico, mira significativamente a Jeremy y vuelve para frotarse contra él aún más impaciente.

Jeremy se arrodilla para acariciarle el cuello. Se siente como un idiota con la pistola en la mano. Tras un largo suspiro, deja el arma en la encimera y usa ambas manos para acariciar a la gata.

La luna sale a la noche siguiente cuando están cenando, tarde. Las luces de la casa no se encienden, pero el sistema eléctrico funciona. Los filetes provienen del congelador del sótano, las cervezas heladas del frigorífico y el carbón de una de las muchas bolsas que guardan en el garaje. Se sientan cerca de la vieja bomba mientras los filetes chisporrotean en la parrilla. Gernisavien se agazapa expectante al pie de uno de los grandes sillones tapizados, a pesar de que le han dado de comer bien sólo momentos antes.

Jeremy lleva sus pantalones de algodón favoritos y su camiseta de trabajo celeste; Gail se ha puesto el vestido blanco, también de algodón, que suele llevar cuando van de viaje. Los sonidos esta noche son los mismos que han oído en este patio trasero tantísimas veces: grillos, aves nocturnas en el huerto, ranas en la oscuridad cerca del arroyo y el ocasional aleteo de gorriones en el granero. Colocan una de sus dos lámparas de queroseno sobre la mesa de picnic mientras preparan la comida y Gail enciende velas. Más tarde, mientras comen, bajan la luz de la lámpara para ver mejor las estrellas.

Jeremy ha servido los filetes en platos de papel gruesos y sus cuchillos trazan pautas entrecruzadas sobre el blanco. Su cena consiste en los filetes, vino del sótano todavía bien surtido y ensalada con un montón de rábanos y cebollas frescas.

Incluso con la luna en cuarto creciente las estrellas son increíblemente claras. Jeremy recuerda la noche en que se acostaron juntos en la hamaca y esperaron para ver la lucecita de la lanzadera espacial cruzando el cielo como un ascua impulsada por el viento. Se da cuenta de que las estrellas son aún más claras esta noche porque no hay luces reflejadas de Filadelfia ni de la autopista para empañar la gloria del cielo.

Gail se inclina hacia delante incluso antes de terminar de comer. ¿Dónde estamos, Jerry? Su contacto mental es lo más suave posible, para no provocar dolores de cabeza.

Jeremy toma un sorbo de vino.

—¿Qué tiene de malo estar en casa, nena?

No tiene nada de malo estar en casa. Pero ¿dónde estamos?

Jeremy se concentra en el rábano que tiene en las manos. Sabe salado y fresco.

Gail contempla la oscura línea de árboles en el borde del huerto, donde parpadean las luciérnagas. ¿Qué es este lugar?

Gail, ¿qué es lo último que recuerdas?

—Recuerdo que me morí —dice ella en voz baja.

Las palabras golpean a Jeremy como un puñetazo en el plexo solar. Durante un momento no puede dar forma a sus pensamientos.

Gail continúa, aunque su voz suave es ronca.

—Nunca creímos en la otra vida, Jeremy.

El tío Buddy… «Después de morir, ayudamos a que crezcan la hierba y las flores, Beanie. Todo lo demás es un montón de basura».

—No, no, nena —dice Jeremy, y aparta el plato y la copa. Se inclina hacia delante y le acaricia el brazo—. Hay otra explicación…

Antes de que pueda empezar a darla, las compuertas ceden y se inundan con las imágenes que le ha ocultado: quemar la casa… la cabaña de pesca en Florida… Vanni Fucci… los días muertos en las calles de Denver… la señorita Morgan y la despensa…

—Oh, Jerry, Dios mío… Dios mío… —Gail ha retrocedido en su asiento y se cubre el rostro con las manos.

Jeremy rodea la mesa, la agarra con firmeza por los brazos y acerca su mejilla a la suya. La señorita Morgan… sus dientes de acero… la despensa… la anestesia del póquer… el vuelo al este con los matones de Don Leoni… el hospital… el chico moribundo… el contacto de un instante… la caída.

—¡Oh, Jerry! —Gail solloza contra su hombro. Ha sufrido estos meses de infierno en un violento instante de dolor. Sufre la propia pena de Jeremy y la locura reflejada de esa pena. Lloran juntos un momento. Luego Jeremy la besa en los ojos para secarle las lágrimas, le seca la cara con un faldón de la camisa de trabajo y se aparta para servir más vino para ambos.

¿Dónde estamos, Jerry?

Él le tiende una copa y se detiene un instante para tomar un sorbo de la suya. Los insectos canturrean detrás del granero. La casa palidece a la luz de la luna, las ventanas de la cocina cálidas con la luz de la otra lámpara de queroseno que hay dentro.

—¿Qué recuerdas de cuando despertaste aquí, nena? —Susurra.

Ya han compartido algunas de las imágenes, pero intentar expresarlo con palabras agudiza sus recuerdos.

—Oscuridad —susurra Gail—. Luego la luz suave. El sitio vacío. Mecerme. Ser mecida. Ser abrazada. Y luego caminar. El amanecer. Encontrarte.

Jeremy asiente. Pasa el dedo por el borde de la copa. Creo que estamos con Robby. El chico. Creo que estamos dentro de su mente.

Gail echa atrás la cabeza como si la hubieran abofeteado. ¿El niño ciego…????? Mira alrededor y agarra con una mano temblorosa el borde de la mesa. Las copas vibran. Cuando se suelta, es sólo para alzar la mano y tocarse la mejilla.

—¿Entonces aquí nada es real? ¿Estamos en un sueño?

¿Estoy realmente muerta y tú sólo estás soñando que estoy aquí?

—No —dice Jeremy, tan fuerte que Gernisavien corre a esconderse bajo una silla. El ve su cola retorciéndose a la suave luz de las velas y las estrellas—. No —repite en voz más baja—, no es eso. Estoy seguro de que no es eso. ¿Te acuerdas de la investigación de Jacob?

Gail está demasiado conmocionada para hablar. . Incluso su contacto mental es leve, casi perdido en los graves sonidos nocturnos.

Bien, continúa Jeremy, manteniendo su atención con fuerza de voluntad, entonces recordarás que Jacob estaba seguro de que mi análisis era correcto… que la personalidad humana era un frente de ondas firme complejo… una especie de metaholograma que contiene unos cuantos millones de hologramas más pequeños…

Jerry, no veo cómo esto puede servir…

—¡Maldición, nena, sí que sirve! —Se acerca otra vez y le frota los brazos, sintiendo la carne de gallina—. Escucha, por favor…

De acuerdo.

—Si Jacob y yo teníamos razón… y la personalidad es este frente de ondas complejo que interpreta una realidad que consiste en frentes de ondas de probabilidad que se colapsan, entonces la personalidad desde luego no podría sobrevivir a la muerte cerebral. La mente puede funcionar a la vez como generador e interferómetro, pero ambas funciones se extinguirían con la muerte cerebral…

Entonces, ¿cómo… cómo puedo yo…?

Se sienta de nuevo junto a ella, rodeándola firmemente con un brazo. Gernisavien sale de debajo de la silla y salta al regazo de Gail, ansiosa por compartir su calor. Los dos acarician con una mano a la gata mientras Jeremy continúa hablando en voz baja.

—Muy bien, pensemos un momento en esto. Tú no eras sólo un recuerdo o una impresión para mí, nena. Durante más de nueve años fuimos esencialmente una persona con dos cuerpos. Por eso cuando tú… por eso me volví loco después, traté de desconectar mi habilidad por completo. Sólo que no pude hacerlo. Era como si estuviera sintonizado con longitudes de onda cada vez más y más oscuras de pensamiento humano, que caían en espiral a través de…

Gail alza la mirada mientras sigue acariciando a Gernisavien. Mira temerosa la oscuridad que hay junto al arroyo. La oscuridad que hay bajo la cama.

—Pero ¿cómo puede ser tan real si es sólo un sueño?

Jeremy le acaricia la mejilla.

—Gail, no es sólo un sueño. Escucha. Tú estabas en mi mente, no sólo como un recuerdo. Estabas allí. La noche que tú… la noche que fui al faro de Barnegat… la noche que tu cuerpo murió… te uniste a mí, saltaste a mi mente como si yo fuera un salvavidas.

No, ¿cómo podría…?

—Piensa, Gail. Nuestra habilidad funcionaba bien. Era el contacto mental definitivo. Ese complejo holograma que eres tú no tenía que perecer… Simplemente saltaste al otro único interferómetro del universo que podía contenerlo: mi mente. Sólo que mi sentido del ego o del id o del superyó o de lo que demonios sea que nos mantiene cuerdos y separados del aluvión de nuestros sentidos, por no mencionar que nos separa del parloteo de todas esas mentes, esa parte de mí siguió diciéndome que sólo sentía un recuerdo de ti.

Permanecieron sentados en silencio un momento, cada uno recordando. Gran Río de Dos Corazones, ofreció Gail. Jeremy comprendió que ella recordaba efectivamente fragmentos del tiempo que él había pasado en el campamento de pesca de Florida.

—Eras fruto de mi imaginación —dijo él en voz alta—, pero sólo en el sentido en que nuestras propias personalidades son fruto de nuestra imaginación.

Ondas de probabilidad colapsando en una playa de puro espacio-tiempo. Curvas de Schrödinger cuyos trazos hablan en una lengua más pura que el habla. Atractores Vagos de Kolmogorov que serpentean en torno a islas de resonancia de cordura cuasiperiódica entre espumosas capas de caos.

—Piensa en un lenguaje humano —susurra Gail. Le da un pellizco en el costado.

Jeremy esquiva el pellizco, sonríe y retiene a la gata cuando se dispone a escapar.

—Quiero decir que los dos estábamos muertos hasta que un niño ciego, sordo y retrasado nos sacó de un mundo y nos ofreció otro en su lugar.

Gail frunce levemente el ceño. Las velas se han apagado, pero su vestido blanco y su piel pálida continúan brillando a la luz de la luna y las estrellas.

—¿Quieres decir que estamos dentro de la mente de Robby y es tan real como el mundo real? —Vuelve a fruncir el ceño por cómo suena eso.

Él niega con la cabeza.

—No del todo. Cuando entré en Robby, conecté con un sistema cerrado. El pobrecillo casi no tenía ningún dato que usar para construir un modelo del mundo real… El tacto, supongo, el olor y un infierno de dolor, por lo que las enfermeras sabían sobre su pasado… Así que probablemente no dependía mucho de lo poco que podía sentir del mundo exterior para definir su universo interior.

Gernisavien saltó y trotó hacia la oscuridad como si tuviera algo urgente que hacer allí. Conociendo a los gatos, Gail y Jeremy supusieron de qué se trataba. Además, Jeremy no podía seguir quieto; se levantó y empezó a caminar de un lado a otro en la oscuridad, sin alejarse nunca tanto de Gail como para no poder extender la mano y tocarla.

Mi error, continuó, fue subestimar… no, fue no pensar en absoluto en el poder que Robby podía tener en ese mundo. Este mundo. Cuando entré en él… planeando sólo compartir unas pocas imágenes de visión y sonido… me atrajo, nena. Ya ti conmigo.

El viento se levanta un poco y mueve las hojas del huerto. Su suave rumor trae consigo el regusto de un triste fin de verano.

—Muy bien —dice Gail al cabo de un momento—. Los dos existimos como un par de tus retorcidos hologramas de personalidad en la mente de este chico. —Golpea la mesa con fuerza—. Y parece real. Pero ¿por qué está aquí nuestra casa? ¿Y el garaje? Y… —Hace un gesto hacia la noche que los rodea y las estrellas del cielo.

Creo que a Robby le gustó lo que vio en nuestras mentes, nena. Creo que prefirió nuestro contaminado paisaje de Pensilvania al paisaje que había construido para sí mismo durante sus años de soledad.

Gail asiente lentamente.

—Pero en realidad no es nuestro paisaje, ¿no? Quiero decir, no podemos ir en coche hasta Filadelfia por la mañana, ¿verdad? Chuck Gilpen no va a aparecer con una de sus nuevas novias, ¿verdad?

No lo sé, nena. No lo creo. Deduzco que ha habido algunos recortes juiciosos. Somos «reales» porque nuestra estructura holográfica está intacta, pero todo lo demás es un artificio que Robby permite.

Gail vuelve a frotarse los brazos. Un artificio que Robby permite. Hablas como si fuera Dios, Jerry.

Él se aclara la garganta y mira hacia el cielo. Las estrellas siguen allí.

—Bueno —susurra—, en cierto modo es Dios ahora mismo. Al menos para nosotros.

Los pensamientos de Gail se escurren como los ratoncillos de campo que Gernisavien probablemente está cazando.

—Muy bien, es Dios y yo estoy viva, y los dos estamos aquí… pero ¿qué hacemos ahora, Jerry?

Nos vamos a la cama, susurró Jeremy, y la tomó de la mano y la condujo al interior de su casa.

OJOS CON LOS QUE NO ME ATREVO A ENCONTRARME…

Jeremy sueña que se mece adelante y atrás en una oscuridad más profunda de lo que puede mostrar su sueño; sueña que duerme con sábanas enmohecidas contra la mejilla, con áspera lana contra la piel lacerada, y que manos invisibles lo golpean. Sueña que yace desmadejado y apaleado en un pozo lleno de mierda humana mientras la lluvia cae sobre su cara vuelta hacia arriba. Sueña que se ahoga.

En el sueño de Jeremy ve con creciente curiosidad cómo dos personas hacen el amor en una colina dorada. Flota a través de una habitación blanca donde la gente no tiene forma, sólo son voces, y donde los cuerpos-voz titilan con el latido del corazón de una máquina invisible.

Está nadando y siente el tirón de inexorables fuerzas planetarias en el impulso de la marea. Jeremy apenas es capaz de resistir la terrible corriente ejerciendo toda su fuerza, pero nota que se cansa, nota la marea atrayéndolo hacia aguas profundas. Cuando las olas se cierran sobre él deja escapar un grito final de desesperación y pérdida.

Grita su propio nombre.

Jeremy despierta con el grito todavía resonando en su mente. Los detalles del sueño se quiebran y huyen antes de que pueda agarrarlos. Se sienta rápidamente en la cama. Gail no está.

Casi ha llegado a la puerta del dormitorio cuando oye su voz llamándolo desde el patio. Regresa a la ventana.

Va vestida con un traje azul y agita los brazos. Para cuando él baja las escaleras ha metido media docena de cosas en su vieja cesta de mimbre y está hirviendo agua para hacer té.

—Venga, dormilón —dice, sonriéndole—. Tengo una sorpresa para ti.

—No estoy seguro de que necesitemos más sorpresas —murmura él. Gernisavien ha vuelto y se mueve entre sus piernas, frotándose de vez en cuando contra la pata de una silla, como si le ofreciera su afecto al mueble.

—Esta sí —dice ella. Sube las escaleras canturreando y rebusca en el armario.

—Déjame que me duche y tome un poco de café —dice él, y se para. ¿De dónde viene el agua? Las luces eléctricas no funcionaban ayer, pero los grifos sí.

Antes de que pueda seguir reflexionando sobre la pregunta, Gail vuelve a la cocina y le tiende la cesta de picnic.

—Nada de duchas. Nada de café. Vamos.

Gernisavien los sigue reacia mientras Gail los guía más allá de la colina, hasta donde antes estaba la carretera. Cruzan prados hacia el este y luego suben una última colina más empinada que ninguna que recuerden en esa zona de Pensilvania. En la cima, Jeremy deja caer la cesta, la mano súbitamente flácida.

—Santo cielo —susurra.

En el valle donde antes estaba el peaje hay un océano.

—Santo cielo —dice de nuevo en voz baja, casi con reverencia.

Es la curva de la playa, tan familiar para ellos por sus viajes al faro de Barnegat en la costa de Nueva Jersey, pero sin ningún faro, ninguna isla, y la costa que se extiende al norte y al sur se parece más a unos remotos acantilados del Pacífico que a nada que Jeremy haya visto jamás en el Atlántico. La colina que acaban de coronar es en realidad la pendiente trasera de una montaña cuya cara este cae varias docenas de metros en picado hasta la playa y los rompientes de abajo. La cima rocosa en la que se hallan le resulta a Jeremy extrañamente familiar, y poco a poco la reconoce.

La montaña Gran Pendiente, confirma Gail. Nuestra luna de miel.

Jeremy asiente. Todavía tiene la boca abierta. No le parece necesario recordarle que la montaña se encontraba en las Adirondacks de Nueva York, a cientos de kilómetros del mar.

Deciden almorzar en la playa al norte de donde la cara pelada de la montaña recibe el sol de la mañana. Tienen que llevar en brazos a Gernisavien el último tramo de cuesta y, una vez en el suelo, echa a correr para cazar insectos en la hierba. El aire huele a sal y vegetación podrida y brisa de verano. En el mar, las gaviotas revolotean mientras sus gritos crean contrapuntos menores al sonido de la marea.

—Santo cielo —dice Jeremy por última vez. Suelta la cesta y coloca la manta sobre el suelo.

Gail se ríe y se quita el vestido. Debajo lleva un oscuro bañador de una sola pieza.

Jeremy se desploma sobre la manta.

—¿Por eso has ido al piso de arriba? —Consigue decir entre risas—. ¿Para ponerte un bañador? ¿Es que temes que los socorristas te detengan si te ven nadar en pelotas?

Ella le arroja arena de una patada y echa a correr hacia el agua. Se zambulle de manera limpia y perfectamente cronometrada y corta las olas como una flecha. Jeremy la mira nadar veinte metros, detenerse un momento mientras las olas la mecen y luego nadar hasta donde hace pie. Por la manera en que encoge los hombros y sus pezones abultan bajo la fina licra sabe que se está helando.

—¡Ven! —Llama, y consigue sonreír sin que le castañeteen los dientes—. ¡El agua está buena!

Jeremy vuelve a reírse, se quita los zapatos, se despoja de la ropa en tres rápidos movimientos y corre por la playa húmeda. Ella le está esperando con los brazos abiertos, aunque con la carne de gallina, cuando él sale chorreando agua tras su zambullida.

Desayunan cruasanes y té helado del termo, y después se tienden entre las dunas para librarse del viento. Gernisavien regresa para mirarlos, no encuentra nada interesante y vuelve a perderse entre la alta hierba. Desde donde están tendidos ven el sol ascender cada vez más y proyectar nuevas sombras sobre la irregular cara de la montaña que hay al sur.

Gail se ha quitado el bañador para tomar el sol y se queda dormida. Jeremy está amodorrado con la cabeza apoyada en su muslo y, de pronto, es súbita y absolutamente consciente del limpio olor de su piel y de la fina película de humedad que brilla entre los suaves huecos, a pocos centímetros de su cara, donde la curva del muslo se une a su entrepierna. Se da la vuelta, apoya los codos en la manta y mira más allá de las montañas comprimidas de sus pálidos pechos la curva de su barbilla, la sugerencia de vello oscuro bajo los brazos y la corona de luz que el sol crea alrededor de su pelo.

Gail empieza a sacudirse, a cuestionar su movimiento, pero él la contiene con la palma de la mano contra el estómago. Sus párpados aletean y luego permanecen cerrados. Jeremy cambia de postura, se alza y se coloca entre sus piernas, le separa los muslos con las manos y baja la cabeza hacia el calor de Gail humedecido por el sol. Pensando en una frase que ella compartió con él, de una novela de John Updike, imagina a un gatito aprendiendo a lamer leche.

Momentos más tarde ella lo hace subir por su cuerpo, sus manos y su respiración rápidas contra él. Hacen el amor con más violencia que nunca y lo que comparten va más allá de la pasión y el contacto mental. Más tarde, cuando Jeremy se tiende junto a ella con la cabeza en su hombro, la respiración de ambos calmándose finalmente, los latidos de sus corazones apaciguándose de modo que pueden volver a oír la marea, busca una toalla y le seca a Gail el sudor y los restos de arena.

—Gail —susurra por fin, justo cuando los dos están a punto de dormirse a la sombra de las dunas de hierba—. Tengo que decirte algo.

Pero incluso mientras habla siente el resto de su escudo mental tensarse y enroscarse en un reflejo protector. El secreto del varicocele ha permanecido oculto demasiado tiempo para rendirse fácilmente. Lucha por buscar las palabras, o los pensamientos, pero ninguna de las dos cosas acude.

—Gail, yo… oh, Jesús, nena… no sé cómo…

Ella se vuelve y le acaricia la mejilla. ¿El varicocele? ¿El hecho de que no me lo dijeras? Lo sé, Jerry.

La conmoción es para él como un golpe físico.

—¿Lo sabes?

¿Cuándo? ¿Cuánto hace que…?

Ella cierra los ojos y él ve la humedad en sus pestañas. Aquella última noche de mi enfermedad. Mientras dormías. Sabía que había… algo… lo sabía desde hacía mucho tiempo. Pero el secreto te había hecho daño durante tanto tiempo que tenía que saberlo antes de…

Jeremy se pone a temblar, como si estuviera enfermo. Al cabo de un momento no intenta ocultar los temblores, pero se agarra a la manta hasta que se domina. Gail le toca la cabeza. No importa.

—¡No! —El grita la sílaba—. No… no entiendes… yo lo sabía…

Gail asiente, la mejilla casi tocando la suya. Su susurro se mezcla con el viento en las dunas.

—Sí. Pero ¿sabes por qué no me lo dijiste nunca? ¿Por qué tuviste que crear un escudo mental como un tumor en tu propia mente para ocultarlo?

Jeremy se estremece. Por vergüenza.

No, por vergüenza no, lo corrige Gail. Por miedo.

El abre los ojos para mirarla. Sus caras están separadas apenas unos centímetros.

¿Por miedo? No, yo…

Por miedo, envía Gail. No hay condena en su voz, sólo perdón. Estabas aterrado.

¿De qué? Pero incluso cuando forma este pensamiento se agarra de nuevo a la manta mientras la sensación de resbalar, de caer, lo inunda.

Gail cierra de nuevo los ojos y le muestra lo que le había quedado oculto dentro del tenso tumor de su secreto.

Miedo a la deformidad. El bebé podría no ser normal. Miedo de tener un hijo retrasado. Miedo de tener un hijo que nunca compartiera su contacto mental y siempre fuera un extraño entre ambos. Miedo de tener un hijo con la misma habilidad que enloqueciera por el choque de sus pensamientos adultos contra su conciencia de recién nacido.

Miedo de tener un hijo normal que destruyera el perfecto equilibrio de su relación con Gail.

Miedo de compartirla con un bebé.

Miedo de perderla.

Miedo de perderse.

Los temblores comienzan de nuevo y esta vez agarrarse a la manta y la arena no lo salva. Se siente a punto de ser barrido por oleadas de vergüenza y terror. Gail lo rodea con un brazo y lo abraza hasta que se le pasa.

Gail, querida, lo siento tanto. Lo siento.

Su contacto mental se extiende más allá de su mente hacia algún lugar más profundo. Lo sé. Lo sé.

Se quedan dormidos en la oscuridad de las dunas, con Gernisavien cazando saltamontes y el viento soplando entre la hierba. Jeremy sueña entonces, y sus sueños se mezclan libremente con los de Gail, y en ninguno, por primera vez, hay el menor atisbo de dolor.

OJOS CON LOS QUE NO ME ATREVO A ENCONTRARME EN…

Jeremy entra en el huerto en medio del frío del atardecer y trata de hablar con Dios.

—¿Robby? —Susurra, pero la palabra parece resonar con fuerza en el silencio del crepúsculo. ¿Robby? ¿Estás ahí?

Las últimas luces han abandonado la colina y en el cielo no hay nubes. El color abandona el mundo hasta que todo lo sólido adquiere una sombra de gris. Jeremy se detiene y mira hacia la granja, donde se ve a Gail preparando la cena en la cocina iluminada por las lámparas. Puede sentir su suave contacto mental: está escuchando.

¿Robby? ¿Puedes oírme? Hablemos.

Hay un súbito aleteo de gorriones en el granero y Jeremy da un respingo. Sonríe, sacude la cabeza, agarra una rama baja de un cerezo y se apoya en él, la barbilla en las manos.

Oscurece junto al arroyo y distingue el parpadeo de las luciérnagas contra la negrura. ¿Todo esto es de nuestros recuerdos? ¿Nuestra visión del mundo?

Silencio a excepción de los sonidos de los insectos y el leve murmullo del arroyo. En el cielo asoman las primeras estrellas entre las oscuras geometrías de las ramas de los árboles.

—Robby —dice Jeremy en voz alta—, si quieres hablar con nosotros, agradeceríamos la compañía.

Eso es sólo cierto en parte, pero Jeremy no trata de ocultar la parte que niega su verdad. Tampoco trata de negar la cuestión de fondo, la que yace bajo todos sus otros pensamientos como la falla de un terremoto: ¿Qué se hace cuando el Dios de tu creación se está muriendo?

Jeremy espera en el huerto hasta que la oscuridad es completa, apoyado en la rama, viendo salir las estrellas y esperando la voz que no llega. Finalmente, Gail lo llama y regresa colina arriba para cenar.

—Creo que sé por qué se mató Jacob —dice Gail mientras terminan el café.

Jeremy suelta con cuidado su taza y le dedica toda su atención, esperando que sus pensamientos se conviertan en lenguaje.

—Creo que tiene que ver con esa conversación que él y yo tuvimos la noche en que cenamos en Durgan Park —dice Gail—. La noche después de que nos hiciera las resonancias magnéticas.

Jeremy recuerda la cena y gran parte de la conversación, pero coteja sus recuerdos con los de Gail.

Jauntear, envía ella.

—¿Jauntear? ¿Qué es eso?

¿Te acuerdas de que Jacob y yo hablamos de Las estrellas son mi destino, de Alfred Bester?

Jeremy sacude la cabeza mientras comparte el recuerdo.

¿Una novela de sci-fi?

Ciencia ficción, le corrige Gail automáticamente.

El intenta recordar. Sí, creo que me acuerdo. El y tú erais aficionados a la sci-fi. Pero ¿qué tiene que ver «jauntear» con nada de todo…? Era una especie de teletransporte, como lo de «adelante, Scotty» o algo parecido, ¿no?

Gail lleva algunos platos al fregadero y los friega. Se apoya en la encimera y cruza los brazos.

—No —dice, levemente a la defensiva, como siempre que discuten de ciencia ficción o religión—. No era nada de «adelante, Scotty». Era una historia de un hombre que aprende a teletransportarse él solo…

¿Por «teletransportarse» te refieres a pasar instantáneamente de un sitio a otro, nena? Bueno, tienes que saber que eso es tan imposible como…

—Sí, sí —dice Gail, ignorándolo—. Bester lo llamó jaunteo personal… pero Jacob y yo no estuvimos hablando de jauntear, en realidad, sino de cómo el escritor hacía que la gente aprendiera a hacerlo.

Jeremy se acomoda y toma un sorbo de café. De acuerdo. Te escucho.

—Bueno, creo que la idea era que tenían un laboratorio en un asteroide o algo por el estilo, y algunos científicos intentaban averiguar si la gente podía jauntear. Resulta que no podía…

Eh, magnífico, envía Jeremy, añadiendo la imagen de la sonrisa del gato de Cheshire, volvamos aponerla ciencia en la ciencia ficción, ¿eh?

—Cállate, Jerry. Los experimentos no tuvieron éxito, pero entonces hubo un incendio o algún tipo de desastre en una sección cerrada de un laboratorio y un técnico o lo que fuera se teletransportó… jaunteó a un lugar seguro.

Ojalá la vida fuera tan sencilla. Trata de mantener a raya los recuerdos en los que escala por un cadáver congelado mientras la señorita Morgan se acerca con los perros y una escopeta.

Gail se concentra.

—No, la idea era que un montón de gente tenía la habilidad para jauntear, pero sólo una persona entre mil podía usarla, y podía cuando su vida corría peligro. Así que los científicos preparaban esos experimentos…

Jeremy atisba los experimentos. Jesús de mi vida. ¿Ponían una pistola cargada en la cabeza a los sujetos y apretaban el gatillo después de hacerles saber que jauntear era la única forma de escapar? La Academia Nacional de Ciencias tendría mucho que decir sobre esa investigación, nena.

Gail niega con la cabeza.

De lo que Jacob y yo hablamos, Jerry, era de cómo ciertas cosas surgen solamente en ese tipo de situaciones desesperadas. Fue entonces cuando él empezó a hablar de ondas de probabilidad y de árboles de Everett, y me perdí. Pero recuerdo que dijo que sería como el experimento de las dos rendijas definitivo. Por eso me interesé en lo que me decías cuando volvíamos a casa en el tren… sobre realidades alternativas y todo eso…

Jeremy se levanta tan rápidamente que su silla cae al suelo. No se da cuenta.

—Dios mío, nena, Jacob no se mató por desesperación. Estaba intentando jauntear.

Pero si has dicho que el teletransporte es imposible.

—No se trata de teletransporte…

Jeremy se pone a caminar, frotándose la mejilla. Luego rebusca en el desorden del cajón y saca un boli, endereza la silla, la acerca a la de Gail y empieza a dibujar en una servilleta.

—¿Recuerdas este diagrama? Te lo enseñé justo después de mi primer análisis de los datos de Jacob.

Gail contempla el garabato de un árbol con ramas y más ramas. No, yo… oh, sí, esa idea de los mundos paralelos que tuvo un matemático. Te dije que en la ciencia ficción era una idea antigua.

—No son mundos paralelos —dice Jeremy, todavía sacando ramas de las ramas—, son variantes de probabilidad que Hugh Everett elaboró en los años cincuenta para dar una explicación más racional a la interpretación de Copenhague. Verás, cuando haces el experimento de las dos rendijas y lo miras a la manera de Everett sin las paradojas de mecánica cuántica intactas, cada uno de los elementos de una superposición de estados obedece a la ecuación de ondas, completamente indiferente a la actualidad de los otros elementos… —Está anotando ecuaciones junto al árbol.

¡Eh! Espera. Para. Piensa en palabras.

Jeremy suelta el boli y vuelve a frotarse la mejilla.

—Jacob solía escribirme sobre su teoría de las ramas de la realidad…

¿Como lo de tus ondas de probabilidad? ¿Que todos somos como surferos en la cresta de la misma ola porque nuestros cerebros rompen los mismos frentes de ondas o algo así?

—Sí. Ésa fue mi interpretación. Era la única teoría que explicaba por qué todos estos frentes de ondas holográficos diferentes… todas estas mentes diferentes veían la misma realidad. En otras palabras, me interesaba por qué todos veíamos la misma partícula u onda atravesar la misma rendija. Pero, aunque me interesaba lo micro, Jacob quería hablar sobre lo macro…

Moisés, Gandhi, Jesús y Newton, ofreció Gail, rebuscando en su amasijo de pensamientos. Einstein y Freud y Buda.

—Sí. —Jeremy sigue escribiendo ecuaciones en la servilleta, pero no presta atención a lo que escribe—. Jacob creía que había unas cuantas personas en la historia (los llamaba los perceptivos definitivos), unas cuantas personas cuya nueva visión de las leyes físicas, o las leyes morales o lo que fuera era tan exhaustiva y poderosa que esencialmente causaban un cambio paradigmático para toda la raza humana.

Pero ya sabemos que los cambios paradigmáticos se deben a ideas grandes y nuevas, Jerry.

No, no, nena. Jacob no creía que se tratara sólo de un cambio de perspectiva. Estaba convencido de que una mente capaz de concebir un cambio tan importante de la realidad podía cambiar literalmente el universo… hacer que las leyes físicas cambiaran para encajar con la nueva percepción común.

Gail frunce el ceño.

—¿Quieres decir que la física newtoniana no funcionaba antes de Newton? ¿O la relatividad antes de Einstein? ¿O la auténtica meditación antes de Buda?

Algo así. Las semillas estaban ahí, pero el plan en su conjunto no encajó en su sitio hasta que una gran mente se concentró en él… Jeremy abandona el lenguaje cuando empieza a ver los diagramas matemáticos. Atractores Vagos de Kolmogorov serpenteando como cables de fibra óptica increíblemente complejos, llevando su mensaje de caos mientras los pequeños nódulos de islas de resonancia de funciones lineales clásicas cuasiperiódicas se acunan como diminutas semillas en la sustancia de la probabilidad no colapsada.

Gail comprende. Se acerca temblorosa a la mesa y se desploma en una silla.

—Jacob… Su obsesión con el Holocausto… su familia…

Jeremy le acaricia la mano.

—Supongo que estaba tratando de concentrarse totalmente en un mundo donde el Holocausto nunca tuvo lugar. La pistola no era sólo un instrumento de muerte para sí mismo, sino el medio por el que podía forzar el experimento. Era un nexo de probabilidad… El acto definitivo de observación en el experimento de las dos rendijas.

La mano de Gail se enrosca en la suya.

Entonces… ¿jaunteó? ¿Fue a una de esas otras ramas? ¿A algún lugar donde su familia está todavía viva?

—No —susurra Jeremy. Toca su diagrama garabateado con un dedo tembloroso—. Mira, las ramas nunca se entrecruzan… No podría haber un modo de pasar de una a otra. El electrón A nunca puede convertirse en el electrón B, sólo crear al otro. Jacob murió.

Cuando siente el arrebato de pena en Gail, lo bloquea porque un nuevo pensamiento lo asalta. Momentáneamente la intensidad de la idea es tal que levanta un escudo mental entre ambos.

¿Qué?, exige saber Gail.

Jacob lo sabía, envía él, los pensamientos vienen casi demasiado rápido para formularlos. Sabía que no podía viajar a una rama-Everett de realidad superposicional distinta… a un mundo donde el Holocausto nunca se hubiera producido… Pero él podía existir allí.

Gail sacude la cabeza. ????

Jeremy la agarra por los brazos.

Verás, nena, él podía existir allí. Si su concentración era total… si lo abarcaba todo… entonces un microsegundo antes de que la bala le quitara la mente haría que la contrarrealidad de Everett existiera. Y esa rama… Golpea al azar una de su diagrama. Esa rama podría contenerlo a él… y a su familia muerta en el Holocausto… y a todos los otros millones de personas.

—¿Y su hija, Rebecca? —Dice Gail en voz baja—. ¿O su segunda esposa? Hubo partes de su… de nuestra realidad causadas por el Holocausto.

Jeremy está mareado. Se acerca al fregadero por un vaso de agua.

—No lo sé —dice por fin—. No lo sé. Pero Jacob debió de haberlo pensado.

Jerry, ¿qué clase de mente haría falta para… cómo has dicho… abarcar toda una contrarrealidad? ¿Podría hacerlo realmente cualquier persona?

Él se detiene. Aun sabiendo lo poco aficionada que es Gail a las metáforas religiosas, debe intentar explicarlo con una. Tal vez en eso consistía el huerto de Getsemaní, nena. Y tal vez incluso el jardín del Edén.

No siente el destello de furia con el que Gail suele responder a un concepto religioso. Siente en cambio un gran cambio en su pensamiento mientras ella encuentra una profunda verdad religiosa sin que se interpongan los absurdos de la religión. Por primera vez en su vida Gail comparte un poco con sus padres el asombro por el potencial espiritual del universo.

Jerry, susurra mentalmente, el jardín del Edén… Lo importante no era la fruta prohibida, ni el conocimiento del pecado que se supone que representa… ¡Es el Árbol! ¡El Árbol de la Vida es exactamente esto… tu árbol de probabilidad… las ramas de realidad de Jacob! Mi madre siempre solía citar a Jesús diciendo: «La casa de Mi Padre tiene muchas habitaciones». Mundos sin fin.

Durante un rato no hablan ni comparten el contacto mental. Cada uno sigue a solas sus propios pensamientos. Ambos tienen sueño, pero ninguno quiere irse todavía a la cama. Apagan la lámpara y salen a mecerse en la hamaca del porche un rato, escuchan a Gernisavien ronroneando desde el regazo de Gail y contemplan las estrellas brillar sobre la colina, al este.

OJOS CON LOS QUE NO ME ATREVO A ENCONTRARME EN SUEÑOS

Almuerzan en la orilla al día siguiente, tras rodear la montaña para descender a la playa situada al norte de su punto anterior. El cielo es inmaculadamente blanco y hace mucho calor. Gernisavien se ha despertado de su siesta al mediodía para mirarlos con ojos soñolientos y faltos de curiosidad y no ha demostrado el menor interés por acompañarlos. La han dejado con la orden de proteger la casa. La gata ha parpadeado en respuesta a su estupidez.

Después de almorzar Jeremy declara que va a seguir el consejo de su madre y esperar una hora antes de meterse en el agua, pero Gail se ríe de él y corre hacia las olas.

—¡Hoy está calentita! —Grita desde doce metros de distancia—. De verdad.

—Ya, ya, claro —se burla Jeremy. Pero no quiere echarse una siesta. Se pone en pie, se quita el bañador y empieza a caminar hacia ella.

¡¡¡NO!!!

El rugido brota del cielo, la tierra y el mar. Derriba a Jeremy al suelo y empuja a Gail bajo el agua. Ella se agita, nada para ganar la orilla y sale arrastrándose de entre las olas.

¡¡¡NO!!!

Jeremy cruza tambaleante la arena mojada para llegar hasta Gail, la ayuda a incorporarse y la sujeta contra la súbita violencia. El viento ruge alrededor y lanza la arena a treinta metros por encima de sus cabezas. El cielo se retuerce, se arruga como una hoja de papel al viento y cambia de azul a amarillo limón y luego a gris mortífero. Jeremy se agarra a Gail cuando los dos caen de rodillas mientras el mar se repliega en una ola gigantesca que deja atrás terreno muerto y seco. La tierra se agita y tiembla a su alrededor. En el horizonte destellan relámpagos.

¡¡¡NO!!! ¡POR FAVOR!

De repente las dunas desaparecen, los acantilados desaparecen y el mar desaparece. Donde estaba un segundo antes, una sombría extensión de llano salado se extiende ahora hasta el infinito. El cielo continúa cambiando a tonos cada vez más oscuros de gris.

Hay un súbito destello al este, como si el sol volviera a salir. No, advierten Jeremy y Gail, la luz se mueve. Algo cruza el páramo hacia ellos.

Vuelven a ponerse en pie y Gail empieza a apartarse, pero Jeremy la agarra con fuerza. No hay ningún sitio adonde huir. La playa y la montaña y los acantilados han desaparecido… Sólo hay desolación extendiéndose hasta el infinito en cualquier dirección, y la luz se mueve sobre la tierra muerta hacia ellos.

El brillo aumenta, cambia, produce destellos que obligan a ambos a protegerse los ojos. El aire huele a ozono y se les eriza el vello de los brazos.

Jeremy y Gail se inclinan hacia la llamarada de luz pura como si los empujara un fuerte viento. Sus sombras saltan veinte metros tras ellos y la luz golpea sus cuerpos como una onda de choque producida poruña explosión atómica. Miran a través de los dedos mientras el resplandor se acerca y se convierte en una figura doble envuelta en un halo.

Es una figura humana a lomos de una gran bestia. Si un dios fuera en efecto a venir a la Tierra, entonces ésta sería la perfecta forma humana que elegiría para hacerlo. La bestia que cabalga el dios carece de rasgos, pero de su halo emana una sensación de… calor, suavidad, infinito solaz.

Robby está ante ellos, montado en su osito de peluche.

¡DEMASIADO DÉBIL! NO PUEDO MANTENER…

El dios no está acostumbrado a limitarse al lenguaje, pero hace el esfuerzo. Cada sílaba golpea a Gail y a Jeremy como descargas eléctricas en el cerebro.

Jeremy trata de alcanzarlo con su mente, pero no sirve de nada. Una vez, en Haverford, acompañó a un prometedor estudiante al coliseo, donde iban a celebrar un concierto de rock. Se plantó delante de un montón de altavoces cuando estaban probando los amplificadores al máximo volumen. Esto es mucho peor.

Se encuentra de pie en una llanura lisa y reticular. No hay horizontes. Sobre ellos, los niveles de nada transparente y grisácea los cubren como los fríos pliegues de una mortaja de plástico. Blancos bancos de bruma se acercan de todas direcciones. La única luz procede de la figura apolínea que tienen delante. Jeremy vuelve la cabeza para ver el avance de la niebla: lo que toca se borra.

—Jerry, ¿qué…? —Grita Gail por encima del viento que ahoga su contacto mental.

De repente los pensamientos de Robby vuelen a golpearlos con fuerza física. Ha renunciado a cualquier intento de estructurar el lenguaje, y las imágenes caen en cascada sobre ellos. Las imágenes visuales y auditivas son vagamente distorsionadas, con los colores equivocados y teñidas de un aura de asombro y novedad alrededor de un núcleo de pena. Jeremy y Gail retroceden ante su impacto.

una habitación blanca

el latido de una máquina

la luz del sol sobre las sábanas

el pinchazo de una aguja

voces y formas moviéndose

una corriente tirando, tirando, tirando

Con las imágenes llega la carga emocional, casi insoportable por su aguda intensidad: descubrimiento, soledad, fin de la soledad, asombro, fatiga, amor, tristeza, tristeza, tristeza.

Gail contempla aterrorizada la niebla que se rebulle y extiende sus tentáculos hacia ellos. Se cierra alrededor del dios, oscureciendo su brillo.

Gail aprieta el rostro contra el de su marido. Dios mío, ¿por qué está haciendo esto? ¿Por qué no puede dejarnos en paz?

Jeremy eleva el volumen de sus pensamientos por encima del rugido que los envuelve. ¡Tócalo! ¡Alcánzalo!

Avanzan juntos y Gail tiende una mano temblorosa. La niebla lo oscurece todo menos el evanescente halo. Se estremece con la descarga eléctrica cuando su mano se hunde en el resplandor, pero no la aparta.

Dios mío, Jerry, es sólo un bebé. Un niño asustado.

Jeremy tiende la mano hasta que los tres forman un círculo de contacto. Está muriendo, Gail. Me ha estado manteniendo aquí contra fuerzas terribles… Ha estado luchando por mantenernos juntos, pero no puedo quedarme. Está demasiado débil para mantenerme… no resiste más.

¡Jerry!

Jeremy se aparta, rompiendo el círculo. Si me quedo más, lo destruiré todo. Con ese pensamiento avanza un paso y acaricia a Gail en la mejilla. Gail ve lo que planea y va a protestar, pero él la acerca y la abraza ferozmente. Los dos sienten a Robby como parte del abrazo, mientras el contacto mental de Jeremy lo amplía, añadiéndole todos los matices de sensación que ningún contacto humano ni ningún lenguaje humano pueden comunicar en plenitud.

Luego se aparta de ambos y se vuelve antes de poder cambiar de opinión. La niebla lo rodea casi al instante. Durante un segundo Robby es visible sólo como un brillo evanescente en la bruma blanca, un niño Apolo agarrado al cuello de su osito de peluche, y Gail es poco más que una sombra gesticulante a su lado, y luego desaparecen y Jeremy se hunde más y más en la fría blancura.

Cinco pasos en la niebla y no ve nada, ni siquiera su propio cuerpo.

Tres pasos más y el suelo desaparece bajo sus pies.

Y entonces cae.