La oscuridad se cierne

La habitación era blanca, la cama era blanca y las ventanas eran rectángulos de luz blanca. Un monitor invisible repetía electrónicamente sus latidos.

Bremen gimió y movió la cabeza.

Había un tubo de oxígeno siseando bajo su nariz. Un frasco con suero intravenoso captaba la luz y pudo ver los cardenales en la parte interna de su brazo, por encima de donde la aguja quedaba oculta bajo la gasa. El cuerpo y el cráneo de Bremen eran un enorme dolor integrado.

Los médicos vestían de blanco. Los ojos de Bremen se negaban a enfocar adecuadamente, así que los médicos siguieron siendo poco más que borrones blancos con voz.

—Nos ha dado un buen susto —dijo un borrón blanco con voz de mujer. Cinco días de EEG absolutamente plano, dijo la voz más ronca de sus pensamientos a través de los irregulares agujeros de su escudo mental. Si hubiéramos podido encontrar a algún pariente, te habrían desconectado de la máquina hace días. Qué raro, joder.

—¿Cómo se siente ahora? —preguntó un borrón con la voz de uno de los médicos—. ¿Hay alguien con quien podamos contactar por usted?

Será mejor decirle a la policía que el señor Bremen ha salido de lo que creíamos que era un coma irreversible. No va ir a ninguna parte durante algún tiempo, pero será mejor que avise al detective… ¿cómo se llamaba?

Bremen gimió y trató de hablar. El ruido no tuvo ningún sentido ni siquiera para él mismo.

El borrón del médico se había marchado, pero el borrón blanco que era la mujer se acercó, le hizo algo a sus sábanas y ajustó la intravenosa.

—Tenemos mucha, mucha suerte, señor Bremen. Esa contusión debió ser mucho más seria de lo que imaginaba nadie. Pero ahora estamos bien, unos cuantos días más en cuidados intensivos y…

Bremen se aclaró la garganta y lo intentó otra vez.

—¿Todavía vivo?

El borrón se acercó tanto que casi pudo distinguir los detalles de su cara. Olía a jarabe para la tos.

—Vaya, por supuesto que estamos vivos. Ahora que lo peor ha pasado podemos esperar…

—Robby —jadeó Bremen con una garganta tan irritada que podía imaginar los tubos que le habían metido por ella—. El chico… de mi habitación… antes. ¿Sigue vivo?

El borrón se detuvo, luego empezó a ordenarle eficazmente las sábanas. Su voz era ligera, casi despreocupada.

—Oh, sí, no hay que preocuparse ahora por el pequeño. Está bien. Tenemos que preocuparnos por nosotros mismos si queremos ponernos bien. Ahora… ¿hay alguien con quien nos gustaría contactar… por motivos personales o del seguro?

Y lo que había pensado un segundo antes de hablar: ¿Robby? ¿El chico ciego y retrasado de la 726? Está en un coma mucho más profundo que el tuyo, amigo mío. El doctor McMurtry dice que la lesión cerebral era demasiado extensa… Las heridas internas no fueron tratadas durante demasiado tiempo. Incluso con el respirador, piensan que sólo durará unas cuantas horas más. Tal vez días si el pobre chaval no tiene suerte.

El borrón continuó hablando y haciendo preguntas amistosas, pero Bremen volvió la cara hacia la blanca pared y cerró los ojos.

Hizo el corto viaje en las primeras horas de la mañana, cuando los pasillos estaban oscuros y silenciosos a excepción del ocasional roce de la falda de una enfermera o los graves gemidos entrecortados de los pacientes. Se movió despacio, a veces agarrándose al pasamanos que corría a lo largo de la pared para apoyarse. Dos veces se metió en habitaciones oscuras cuando el suave paso de los zapatos de suela de goma de las enfermeras se le acercaba. La escalera le costó; varias veces tuvo que apoyarse en la fría barandilla de metal para espantar los puntos negros que nadaban al borde de su visión.

Robby estaba en la habitación que Bremen había compartido con él, pero ahora solo, entre las máquinas de soporte vital que lo rodeaban como cuervos carroñeros de metal. Unas luces de colores titilaban en varios monitores y las pantallas parpadeaban silenciosamente. El cuerpo retorcido y ligeramente maloliente yacía encogido en posición fetal, las muñecas torcidas en ángulos extraños, los dedos abiertos sobre las sábanas mojadas por el sudor. Robby tenía la cabeza vuelta hacia arriba, con los ojos entornados y ciegos. Sus labios, todavía hinchados, se movían levemente cuando respiraba de manera rápida y entrecortada.

Bremen pudo sentir que se estaba muriendo.

Se sentó al borde de la cama, temblando. La densidad de la noche era palpable alrededor. En algún lugar, fuera, una sirena ululó por las calles vacías y luego se hundió en el silencio. Un timbre sonó al fondo del pasillo y unos suaves pasos se perdieron en la distancia.

Bremen colocó amablemente la palma contra la mejilla de Robby. Pudo sentir el suave vello.

Podría intentarlo de nuevo. Unirme a ellos en el páramo del mundo de Robby. Estar con ellos al final.

Bremen tocó la parte superior de la cabeza deforme con ternura, casi con reverencia. Le temblaban los dedos.

Podría intentar rescatarlos. Dejar que se unieran a mí.

Tomó aire y acabó reprimiendo un gemido. Su mano acunó el cráneo de Robby como si fuera a bendecirlo. ¿Unirse a mí, dónde? ¿Como frentes de ondas de recuerdos encerrados en mi cerebro? ¿Enterrarlos como enterré a Gail? ¿Llevarlos durante mi vida como homúnculos, sin ojos, sin alma… esperando a que otro milagro como Robby nos ofrezca un hogar?

Las mejillas se le humedecieron de pronto y se las secó burdamente con el dorso de la mano, apartando las lágrimas para poder ver. El pelo negro y liso de Robby se le quedó entre los dedos en mechones cómicos. Bremen miró la almohada que había caído a un lado. Podía poner fin a todo para ellos allí, ahora, para que las dos personas que amaba no quedaran atrapadas en aquel páramo moribundo. Frentes de ondas colapsando a medida que las posibilidades se cancelan. La muerte de las ondas sinuosas en su intrincada danza. Podía acercarse a la ventana y unirse a ellos segundos más tarde.

Bremen recordó de repente el fragmento de un poema que Gail le había leído hacía años, antes de casarse incluso. No recordaba de qué poeta… de Yeats, tal vez. Recordaba sólo parte de él:

Los ojos no están aquí

No hay ojos aquí

En este valle de estrellas moribundas

En este valle hueco

Esta rota mandíbula de nuestros reinos perdidos

En este último lugar de reunión

Nos congregamos

Y callamos

Juntos en esta margen del crecido río

Ciegos, a menos que

Los ojos reaparezcan

Como la estrella perpetua

La rosa multifoliada

Del reino sombrío de la muerte

La única esperanza

De hombres vanos.

Bremen acarició la mejilla de Robby una última vez, les susurró algo a ambos y salió de la habitación.