Fuera de la tierra de los muertos

El capitán había apagado la señal de mantener abrochado el cinturón de seguridad y anunció que ya podían moverse con tranquilidad por la cabina… aunque les aconsejó no desabrochárselo mientras estuvieran sentados, sólo por precaución. Entonces la verdadera pesadilla empezó para Bremen.

Durante un instante estuvo seguro de que el avión había explotado, que había estallado alguna bomba terrorista, tan brillante fue el destello de luz blanca, tan fuerte fue el súbito grito de ciento ochenta y siete voces en su mente. La repentina sensación de caída aumentó su convicción de que el avión se había roto en diez mil pedazos y que él era uno de ellos e iba dando vueltas por la estratosfera con el resto de los pasajeros que gritaban. Bremen cerró los ojos y se preparó para morir.

No estaba cayendo. Parte de su conciencia percibía el asiento bajo su cuerpo, el suelo bajo sus pies, la luz del sol que entraba por la ventanilla a su izquierda. Pero los gritos continuaban. Y se hacían más fuertes. Bremen se dio cuenta de que estaba a punto de unirse al coro de gritos, así que se metió los nudillos en la boca y mordió con fuerza.

Ciento ochenta y siete mentes recordaron súbitamente su propia mortalidad por el simple hecho de que un avión estaba en el aire. Algunos la asumieron aterrados, algunos la negaron rotundamente tras sus periódicos y bebidas, algunos se regodearon en la rutina de todo aquello mientras un centro más profundo de sus cerebros se ahogaba en el miedo de estar encerrados en este largo ataúd presurizado y suspendido a kilómetros sobre el suelo.

Bremen se rebulló y se agitó en el aislamiento de su fila vacía mientras ciento ochenta y siete mentes lo pisoteaban con cascos de hierro.

Jesús, tendría que haber llamado a Sarah antes de despegar…

El hijo de puta sabía lo que decía el contrato. O tendría que haberlo sabido. No es culpa mía si…

Papi… papi… lo siento… papi…

Si Barry no quería que me acostara con él, tendría que haber llamado…

Ella estaba en la bañera. El agua estaba roja. Tenía las muñecas tan blancas y abiertas como un tubo cortado…

¡A la mierda Frederickson! ¡A la mierda Frederickson! ¡A la mierda Frederickson y Myers y Honeywell también! ¡A la mierda Frederickson!

Y si el avión se cae, oh, mierda, Jesús, maldición, y si se cae y encuentran lo que hay en la maleta, oh, mierda, Jesús, cenizas y acero quemado y trozos míos, y si encuentran el dinero y la Uzi y los dientes en la bolsa de terciopelo y las bolsas como si fueran salchichas dentro de mi culo y mis tripas, oh, por favor, Jesús… y si el avión se cae y…

Y éstos eran los fáciles, los fragmentos de lenguaje que se clavaban en Bremen como si fueran esquirlas de acero templado. Eran imágenes que laceraban y cortaban. Las imágenes eran los escalpelos. Bremen abrió los ojos y vio que la cabina estaba normal, a su izquierda la luz del sol se filtraba por la ventanilla, dos azafatas de mediana edad empezaban a repartir desayunos veinte filas por delante, la gente mataba el tiempo y leía y dormitaba… pero las imágenes de pánico seguían llegando, el vértigo de todo aquello era demasiado grande, así que Bremen se soltó el cinturón, plegó el brazo del asiento y se enroscó en el sitio vacío de su izquierda, todavía asaltado por los sonidos y texturas y colores discordantes de un millar de pensamientos sin invitación.

Dientes arrastrándose por una pizarra. El ozono quemado y el olor del torno de un dentista dejado demasiado tiempo sobre un diente podrido. ¡Sheilaaa! Cristo, Sheila… yo no pretendía… Dientes arrastrándose lentamente por una pizarra.

Un puño aplastando un tomate, la pulpa rezumando entre dedos manchados. Sólo que no es un tomate, sino un corazón.

Fricción y lubricación, el lento y rítmico empuje del sexo en la oscuridad. Derek… Derek, te lo advertí… Pintadas en los lavabos de penes y vulvas, en tecnicolor, húmedas y tridimensionales. Lento primer plano de una vagina abierta como una caverna entre portales húmedos. Derek… ¡te advertí que ella te consumiría!

Gritos de violencia. La violencia de los caballos. Violencia sin límite ni pausa. Una cara golpeada como una figura de barro que se vuelve a aplastar, sólo que la cara no es de barro… el hueso y el cartílago se agrietan y se abren, la carne se hincha y se rompe… el puño no cesa.

—¿Se encuentra bien, señor?

Bremen consiguió incorporarse, apoyar la mano derecha en el reposabrazos y sonreírle a la azafata.

—Sí, bien.

La mujer de mediana edad era toda arrugas y carne cansada bajo el maquillaje y el bronceado. Le tendió una bandeja con el desayuno.

—Puedo comprobar si hay un médico a bordo si no se encuentra usted bien, señor.

Maldición. Justo lo que nos hacía falta esta mañana… un tío con epilepsia o algo peor. Nunca terminaremos de dar de comer a toda esta gente si tengo que tener a este tipo sujeto de la mano mientras se retuerce y suda todo el camino hasta Miami.

—Con mucho gusto haré que el capitán compruebe si hay un médico a bordo si está usted enfermo, señor.

—No, no. —Bremen sonrió y aceptó el desayuno que le ofrecía, desplegó la bandeja del asiento delantero—. Me encuentro bien, en serio.

Maldición, hijo de puta, si el puñetero avión se cae y encuentran las salchichas en mi culo, el cabrón de Gallego le cortará a Doris las tetas y se las dará de comer a Sanctus en el desayuno.

Bremen cortó un trozo de tortilla, alzó el tenedor, tragó. La azafata asintió y pasó de largo.

Bremen se aseguró de que nadie estuviera mirando y escupió la suave masa de tortilla en una servilleta de papel que dejó junto a la bandeja de comida. Las manos le temblaban cuando volvió a apoyar la cabeza en el asiento y cerró los ojos.

Papi… oh, papi… lo siento mucho, papi…

Golpeando la cara hasta convertirla en una masa informe, golpeando la masa hasta que las marcas de los nudillos en la carne tumefacta fueron los únicos rasgos, golpeando la masa aplastada para darle de nuevo la burda forma de una cara para volver a golpearla…

Veintiocho mil de Pierce, diecisiete mil de Lords, cuarenta y dos mil de Unimart-Selex… la muñeca blanca como una tubería cortada en la bañera… quince mil setecientos de Marx, nueve mil del avalista de Pierce…

Bremen bajó el reposabrazos izquierdo y lo agarró con fuerza. Ambos brazos le dolían por la tensión. Era como colgar de una pared vertical… como si su fila de asientos estuviera atornillada a la cara de un precipicio y sólo la fuerza de sus antebrazos le impidiera caer. Podía colgar durante un minuto más… quizá dos minutos más… aguantar tres minutos más antes de que la ola de imágenes y obscenidades y el tsunami de odios y temores lo barriera. Quizá cinco minutos. Allí dentro del largo tubo sellado, a kilómetros por encima de la nada, sin escapatoria ni sitio adonde ir.

—Les habla el capitán. Sólo quería hacerles saber que hemos alcanzado nuestra altura de crucero de treinta y cinco mil pies y que el tiempo estará despejado hasta que lleguemos a la costa. Nuestra hora de llegada a Miami será… ah… a las tres y quince minutos. Por favor, comuníquennos cualquier cosa que podamos hacer para que su vuelo sea más agradable… y gracias por volar con United.