CAPÍTULO 15
Estuvieron a punto de perder el tren, pero llegaron justo a tiempo y consiguieron dos asientos en un compartimento vacío. Claire dejó el guardapolvo a un lado, y se sacó del bolsillo un pañuelo con el que intentó limpiarse un poco tanto la cara como el vestido oscuro que llevaba.
John la contempló sonriente desde el asiento opuesto, y al final comentó:
–No entiendo por qué te pasas los días cosiendo, pero siempre te pones la misma ropa. Y no me digas que trabajas para Macy’s, Claire, porque está claro que eso es mentira.
–Ya sabes que nunca miento.
Él frunció el ceño y se inclinó hacia delante.
–¿Estás diciendo que es verdad?, ¿que realmente le has vendido vestidos a Macy’s?
–Por supuesto que sí –empezó a sentirse molesta al verlo tan incrédulo–. Tú no has oído hablar de mis creaciones, pero la verdad es que han ido ganando bastante popularidad. Un representante de Macy’s me contrató hace poco para diseñar un colección exclusiva… y también confecciono vestidos para algunas damas de Atlanta, como Evelyn Paine y sus amigas; ah, y además estoy haciéndole a Emily su vestido para el baile de debutantes que se celebra esta primavera en Savannah.
–¿Cuánto tiempo llevas con esto? –le preguntó, perplejo.
–Empecé justo después de que nos casáramos –hizo la confesión con cierto nerviosismo, y empezó a juguetear con el pañuelo–. Tenía tiempo de sobra, y quería contar con mi propia fuente de ingresos –alzó la mirada para mirarle a los ojos antes de añadir–: Durante un tiempo dio la impresión de que acabarías por pedirme el divorcio para poder casarte con Diane, así que me pareció sensato convertirme en una mujer autosuficiente cuanto antes.
John se sintió avergonzado al saber que se había sentido tan insegura por su culpa.
–Bueno, eso explica por qué coses tanto.
–Kenny y yo fuimos a tomar un helado para hablar de cómo íbamos a realizar los envíos de los diseños a Nueva York, él acababa de presentarme al comprador de Macy’s.
–Ah, por eso estabas en el centro con él. Y supongo que también fuiste a verlo por ese tema el día de los disturbios en el banco y el incendio, ¿no?
–Exacto. Le llevé unos diseños para que se encargara de enviárselos al señor Stillwell, el comprador de Macy’s.
–¿Y no se te ocurrió explicarme todo esto ni cuando te acusé de serme infiel? –le preguntó él, con voz suave.
–No me pareció el momento apropiado para decirte que estaba a punto de convertirme en una mujer con recursos propios. Debes admitir que tenía razones de sobra para no confiar en ti, John.
–Soy consciente de que tienes razón, pero sigue resultándome igual de duro.
–¿Te molesta que pueda llegar a ser independiente?
Él se echó hacia atrás, cruzó sus largas y poderosas piernas mientras la contemplaba pensativo, y admitió al fin:
–La verdad es que no. Me parece buena idea que tengas tus propios ingresos… –para que no hubiera ninguna duda, se apresuró a aclarar–: y no porque piense divorciarme de ti, sino porque así podrás valerte por ti misma en caso de que me sucediera algo.
–Dios no lo quiera.
Él sonrió al ver su reacción.
–¿De verdad que te importaría? A veces me daba la sensación de que te daría igual que me cayera por un precipicio; de hecho, estoy convencido de que desde que nos casamos has tenido ganas de tirarme tú misma por uno varias veces.
Ella bajó la mirada y la fijó en su larga y polvorienta falda antes de admitir con voz queda:
–Por mucho que pueda enfadarme a veces contigo, no quiero que te pase nada –alzó de nuevo la mirada antes de añadir–: Habéis registrado los baúles, ¿verdad? Ni el señor Calverson ni el dinero estaban dentro.
–¿Has visto cómo lo hacíamos?
–Estaba asomada por la esquina –admitió, con una pequeña sonrisa–. Tenía los bolsillos llenos de piedras por si hacía falta que os echara una mano.
Él se echó a reír, complacido a más no poder por las agallas de su esposa.
–Me alegra saber que te preocupas por mi bienestar.
–Eres mi marido –le miró en silencio durante un largo momento antes de preguntar–: ¿Qué contenían los baúles?
John prefirió no contarle aún que lo que había dentro era ropa de Diane, así que apartó la mirada y se limitó a contestar:
–Ropa, nada más. Está claro que Eli piensa pasar una larga temporada en Charleston o en el extranjero mientras yo cargo con las culpas de su delito.
–Lamento que te hayas llevado esta desilusión con él.
–Debo admitir que todo esto no me ha sorprendido del todo, porque Eli siempre fue de los que anteponen los beneficios a la amistad y la compasión. El dinero tiene muy poca importancia en el contexto global de la vida, Claire. He tenido dinero y he pasado etapas sin un centavo, y te aseguro que no he notado ninguna diferencia sustancial. Prefiero salir adelante por mí mismo, depender de mi inteligencia y mi ingenio para mantenerme a flote. Tú sabes lo que es vivir sin apenas recursos, así que supongo que me entiendes.
–Claro que sí, tenía al tío Will y poco más… aparte del automóvil, claro –sonrió de oreja a oreja, y exclamó con ojos chispeantes–: ¡A tu amigo Matt Davis le dan miedo los coches!
John se echó a reír.
–Sí, ya me he dado cuenta. Te haría incluso más gracia si estuvieras enterada de su pasado.
–¡Cuéntame!
–Otro día, quizás. Ahora no es el momento.
–Dijiste que es sioux.
–Sí.
–Tiene alguna relación con la muerte del general Custer, ¿verdad?
–Alguna. Hubo mucho resquemor hacia su gente tras la muerte de Custer, y tiempo después de marcharse de Dakota del Sur aún seguía poniéndose a la defensiva ante cualquier mención a su ascendencia. Cualquiera que le conozca sabe que es mejor no arriesgarse a tocar ese tema delante de él, porque en algunos aspectos sigue siendo bastante susceptible en cuanto a su identidad. Le enfurece la falsa imagen tan popular del indio tonto o salvaje, porque es un hombre que tiene una amplia formación.
–Sí, eso salta a la vista, pero da la impresión de que no le gustan las mujeres.
–No le gustan las blancas –comentó, antes de lanzar una mirada hacia la ventanilla.
–¿Por qué?
–No lo sé. Servimos juntos en unidades distintas cuando nos destinaron a Cuba, pero Matt era un tipo muy reservado que apenas hablaba de su pasado. Estoy convencido de que su nombre es inventado y en la reserva se llama de otra forma.
–¿Tienes más amigos, aparte de él? Y del militar que vino a verte a casa aquel día.
–Sí, bastantes. Algunos viven en Texas y otros en Florida, en Charleston, y en Nueva York.
–¿Todos son antiguos compañeros del Ejército?
–No, a algunos de ellos los conocí en la universidad.
–Espera, acabo de darme cuenta de algo… como estudiaste en La Ciudadela, seguro que conoces Charleston bastante bien.
–Sí, pero eso no va a sernos de ayuda a la hora de encontrar a Calverson.
–Podríamos revisar el tren ahora mismo.
–¿Y cómo se lo explicamos a los empleados? No soy agente de la ley.
–Podrías decir que trabajas para la agencia Pinkerton.
–Y telegrafiarían a la oficina más cercana, y averiguarían en un abrir y cerrar de ojos que no es cierto; por suerte, las comunicaciones modernas se lo ponen muy difícil a los delincuentes.
–¡Estamos aquí sentados, charlando como si nada, cuando lo más probable es que Calverson esté escondido junto con el dinero robado en este mismo tren!
–Sí, es casi seguro que está aquí, pero me temo que vamos a tener que esperar a llegar a Charleston para comprobarlo –él se reclinó de nuevo en el asiento y añadió con calma–: Te aconsejo que aproveches para descansar un poco, tiéndete en el asiento si quieres.
–Hace bastante frío.
–Ten, tápate con mi abrigo –al ver que ella aceptaba la prenda sin demasiado convencimiento, le dijo con sequedad–. No va a contaminarte.
–Eso ya lo sé, es que estaba pensando en el disgusto que va a llevarse Diane cuando se entere de que su marido ha huido y la ha dejado expuesta a las murmuraciones.
Como prefería no contarle aún que sospechaba que Diane y Eli estaban compinchados en aquella huida, se limitó a contestar con vaguedad:
–Sí, le espera una temporada difícil.
Claire notó un extraño matiz en su voz y le miró con curiosidad, pero sus ojos negros eran impenetrables.
–Cuánto te preocupas por los demás, Claire, incluso por la gente con la que no simpatizas –le acarició la mejilla con ternura, y admitió con voz suave–: Hasta que nos casamos no llegué a darme cuenta de hasta qué punto llega la bondad de tu corazón… y su fragilidad.
El corazón al que estaba haciendo referencia empezó a martillear en el pecho de su dueña.
–Y aún me deseas, por mucho que te cueste admitirlo –añadió él, sonriente. Se inclinó hacia delante, y añadió en un susurro de lo más sensual–: Me resulta… tranquilizador –se adueñó de sus labios con ternura antes de que ella pudiera articular palabra.
El beso la tomó tan desprevenida, que fue incapaz de resistirse o protestar… bueno, eso fue lo que ella se dijo para intentar justificarse, pero dicha justificación no explicaba el anhelo súbito que la embargó de apretarse contra él todo lo posible, de enloquecerlo de deseo.
Le abrazó a ciegas, y tiró hasta que él se cambió de asiento y se colocó a su lado. La alzó hasta colocarla sobre su regazo mientras el guardapolvo y el abrigo caían al suelo, y la besó con pasión desenfrenada sin pensar en las posibles consecuencias, sin pensar en que la ventanilla del compartimento estaba abierta y cualquiera podría verlos.
–Nunca consigo saciarme de tu boca, Claire –susurró contra sus labios, con la voz quebrada–. Moriría feliz besándote sin parar, ¡acércate más!
Ella soltó un gemido gutural mientras le besaba y recordó enfebrecida los placeres que habían compartido en la intimidad de su dormitorio, el deseo visceral con que la había poseído, su propio abandono al entregársele por completo, el impactante placer del éxtasis…
Él apartó la boca un poco, y la miró con ojos llenos de pasión al susurrar con voz trémula:
–Te deseo… aquí, en el asiento, en el suelo, ¡donde sea! Dios mío… ¡Claire! –volvió a adueñarse de su boca mientras deslizaba una mano por un seno, mientras jugueteaba con él y lo recorría con el pulgar y el índice.
Ella soltó un jadeo seguido de un gemido, y le cubrió la mano con la suya para apretarla más contra su cuerpo. Él aún tenía en la boca el sabor del café del desayuno, olía a la delisciosa colonia de malagueta que solía ponerse, su rostro era cálido y raspaba un poco por la barba incipiente.
El matrimonio aún era nuevo y excitante, y ella guardaba un secreto del que su marido no tenía ni idea: en su vientre, bajo el corazón sobre el que él tenía posada su mano, crecía ya el hijo que habían engendrado juntos.
Deseó con todas sus fuerzas decírselo en ese mismo momento, pero aún no estaba segura de lo que él sentía. Quería esperar a que Eli fuera arrestado y llevado de regreso a Atlanta, a que quedara claro lo que John sentía por Diane.
Los dos estaban a punto de perder el control por completo cuando la puerta se abrió y una señora mayor se quedó mirándolos boquiabierta.
–¡Esto es inconcebible! ¡Qué comportamiento tan vergonzoso en público! –iba vestida de negro de pies a cabeza, llevaba un sobrio vestido y un sombrero con velo.
John sintió que le flaqueaban un poco las piernas al ponerse de pie, y dijo con voz un poco trémula pero respetuosa:
–Esto no es un lugar público, señora; además, la dama que me acompaña es mi esposa, y hemos pasado unas semanas separados.
La mujer se relajó un poco, y esbozó una pequeña sonrisa al ver las mejillas ruborizadas de Claire y lo mortificada que parecía.
–Ya veo –miró del uno a la otra antes de preguntar–. ¿Están de luna de miel?
–Nos casamos hace varios meses –le contestó Claire.
–¡Qué suerte tienen! El que ha sido mi marido durante cincuenta años viaja en este momento en el vagón de carga, metido en un ataúd. Le llevo a Charleston para que le entierren en el viejo cementerio junto a nuestras familias –a pesar del velo, la tristeza que se reflejaba en sus ojos era evidente–. Lamento importunar con mi dolor a una pareja tan joven que rebosa felicidad, pero el tren está lleno y este es el único compartimento donde queda sitio.
–Siéntese, por favor –John se sentó junto a Claire, recogió el guardapolvo y el abrigo del suelo, y no tuvo reparos en tomar la mano de su esposa. Miró a la anciana con una sonrisa cortés, y le dio una explicación inventada–. Mi esposa y yo estamos de vacaciones y decidimos pasarlas en Charleston. Es una ciudad que conozco bien, porque estudié en La Ciudadela.
Aquellas palabras parecieron animar a la mujer, que se echó hacia atrás el velo y lo miró con unos ojos oscuros llenos de calidez.
–¿En serio? Mi hijo también estuvo allí, a lo mejor le conoce… Clarence Cornwall.
John contuvo una sonrisa al oír aquello, y contestó con corrección:
–Sí, sí que le conozco, estaba un año por detrás de mí. Yo me llamo John Hawthorn y esta es mi esposa, Claire.
–Encantada de conocerles, yo soy Prudence Cornwall. A mi pobre Clarence no le gustaba estudiar en La Ciudadela, y lamento decir que no completó sus estudios allí. Mi marido se llevó una gran decepción.
–¿A qué se dedica ahora su hijo?
–Es capitán de un barco pesquero… qué ironía, ¿verdad?
–Sí –John miró a Claire, y comentó–: Clarence no soportaba el mar, no sabía nadar.
La viuda Cornwall soltó una carcajada antes de admitir:
–Y sigue sin saber hacerlo, pero se le da muy bien su trabajo y se gana bien la vida. Está casado, Elise y él tienen seis hijos.
Fue Claire la que comentó con una cálida sonrisa:
–Qué bien, seguro que está muy contento con semejante familia.
John se movió con cierto nerviosismo en el asiento, porque la verdad era que ni siquiera se le había pasado por la cabeza lo de tener hijos.
–A mí me impone bastante respeto la idea de tener hijos, aunque supongo que no es algo que nos corra prisa.
Quizás fue una suerte que optara por no mirar a su esposa al decir aquello, porque ella tuvo la impresión de que estaba aliviado ante la idea de posponer lo de tener hijos y empezó a preocuparse. ¿Qué iba a hacer si resultaba que él no quería tenerlos?, ¿qué pasaría si él decidía quedarse con Diane?
Mientras su marido y la viuda charlaban sobre Charleston y los viejos tiempos, ella se limitó a mirar por la ventanilla con la mente llena de dudas y preocupaciones. Los problemas se agolpaban, y no parecía haber ninguna solución a la vista.
La anciana volvió a colocarse bien el velo antes de decir pesarosa:
–Ojalá regresara a Charleston por una razón más agradable, pero es un viaje muy triste para mí… al igual que para la joven que se niega a apartarse del féretro de su difunto esposo. Pobrecilla, debe de estar muy incómoda en el vagón de carga. Parece una dama refinada, pero el féretro es de pino y muy sencillo… la verdad es que jamás había visto uno tan grande, su esposo debía de ser un hombre muy corpulento; en fin, supongo que la tarifa de transporte no habrá sido excesiva.
John se había puesto alerta de inmediato a oír lo de la otra pasajera, y se apresuró a preguntar:
–¿Esa otra dama también ha tomado el tren en Atlanta?
–Yo no lo he tomado en Atlanta, sino en Colbyville. Mi hermana vive allí, estaba visitándola junto con mi esposo cuando él falleció de improviso; ahora que lo dice, es cierto que a la joven viuda le han subido varios baúles en el vagón de carga durante la parada en Atlanta, pero el féretro lo subieron en Colbyville. Por eso he tardado tanto en encontrar un asiento, porque no me sentía cómoda dejándola sola allí a pesar de que ella insistía en querer quedarse a solas con su pena.
Al ver la expresión tensa de su marido, Claire se dio cuenta de golpe de lo que estaba pensando.
–No creerás que…
–Sí, claro que lo creo. ¿Te apetece salir a dar un pequeño paseo, querida?
–Será un placer. Si nos disculpa… –le dijo con voz suave a la viuda, mientras se ponían de pie.
–Por supuesto, vayan a estirar un poco las piernas. Nunca me ha gustado realizar trayectos tan largos metida en estos compartimentos tan pequeños, ¡me temo que acabaremos cansados de nuestra mutua compañía mucho antes de llegar a nuestro destino!
–Estoy convencido de que no será así –le aseguró John, sonriente.
La mujer se rio ante aquella galantería.
–Es usted un adulador, joven, ¡su esposa va a tener que tenerlo bien vigilado!
–Eso no lo dude –Claire tomó la mano de su marido para intentar mantener aquella ficticia apariencia de matrimonio unido.
Él no dio muestra alguna de que le hubiera sorprendido aquel gesto espontáneo; de hecho, entrelazó los dedos con los suyos, y no la soltó mientras salían del compartimento y echaban a andar por el pasillo.
–¿Crees que se trata de Diane? –le preguntó ella, cuando ya habían recorrido un buen trecho. El hecho de que él siguiera sin soltarla la llenaba de ilusión.
–Claro que sí –estaba mirando hacia delante, así que no se dio cuenta de que ella le miraba con una mezcla de sorpresa y alegría al verle hablar con tanta indiferencia de la rubia–. Cuando he ido a hablar con ella, he visto que tenía dos baúles en el vestíbulo, que son los que Matt y yo hemos registrado en la estación de Atlanta. No te lo he dicho, pero lo que había dentro era ropa de Diane, así que la conclusión lógica es que tenía planeado huir con su marido –soltó una carcajada antes de añadir con sorna–: Bueno, con su marido y con el dinero, por supuesto. Seguro que no estaba dispuesta a dejar que él se marchara con todo el botín.
–Lo siento mucho, soy consciente de que ella es… muy importante para ti.
Él aminoró la marcha, y la miró con ternura antes de admitir con firmeza:
–Lo era.
Ella lo miró con el aliento contenido, esperando a que se explicara mejor, pero en ese momento pasó un revisor junto a ellos y John lo detuvo.
–Disculpe, ¿podría decirnos dónde está el vagón de carga? Una amiga nuestra está allí con su difunto marido, y querríamos darle nuestro pésame.
–Van en la dirección correcta, señor. Solo tienen que atravesar la puerta que hay al fondo de este vagón de pasajeros, el de carga es el siguiente. Tengan cuidado al pasar de un vagón al otro, por favor.
–Lo tendremos, gracias.
Pasaron entre las hileras de asientos hasta llegar al fondo, y salieron a la plataforma externa.
–Ojalá estuviera aquí Matt, no sé lo que va a decir Diane cuando nos vea –murmuró él.
–No hace falta que nos vea, ¿por qué no te limitas a asomarte por la ventanilla de la puerta para comprobar si realmente se trata de ella?
–Porque no voy a ver nada si la cortinilla está echada, pero voy a intentarlo. Tú quédate aquí.
Después de lanzar una rápida mirada a su alrededor para asegurarse de que nadie estaba observándoles, cruzó al otro vagón y se colocó junto a la puerta. La cortinilla estaba echada, pero el traqueteo de los vagones hacía que se balanceara de un lado a otro y alcanzó a ver dos féretros, uno ornamentado y otro que no era más que una caja de pino.
La tapa de este último estaba abierta, y por encima asomaba la calva de Eli Calverson. Diane estaba sentada junto al féretro, vestida de luto y con el velo del sombrero echado hacia atrás; a juzgar por lo preocupada y nerviosa que estaba, la conversación que estaba manteniendo con su marido no debía de resultarle demasiado agradable.
Regresó junto a Claire a toda prisa, y la instó a entrar de nuevo en el vagón de pasajeros antes de decirle con una sonrisa de oreja a oreja:
–¡Son ellos! Espero que el detective al que Matt iba a avisar esté esperándonos en la estación de Charleston… –se interrumpió de golpe, y chascó los dedos antes de añadir–: ¡Espera, no hace falta esperar tanto, hay un cambio de máquinas en Augusta! En la próxima parada bajaré un momento para enviar un telegrama a la oficina de la agencia Pinkerton, les pediré que haya alguien esperando en esa estación. ¡Si el dinero está en ese féretro, habremos atrapado a Eli con las manos en la masa!
–¿Y qué pasa si no está? A lo mejor lo ha enviado en otro tren, o lo tiene guardado en otro sitio…
–Vamos a tener que correr ese riesgo, dudo que haya dejado atrás todo ese dinero; además, ¿de verdad crees que Diane estaría con él si no lo llevara consigo?
–Lo dices con amargura.
–Porque es lo que siento –la miró con ojos llenos de arrepentimiento antes de admitir–: Estuve obsesionado con ella durante años, y en todo ese tiempo no me di ni la más mínima cuenta de cómo es en realidad. He desperdiciado parte de mi vida persiguiendo una quimera.
Ella sintió que sus esperanzas resurgían al oír aquello, y le dio un brinco el corazón.
–Ningún tiempo está desperdiciado si de él hemos aprendido una lección, John; aun así, debe de resultarte muy duro saber que van a arrestarla.
–Sí, en cierto sentido sí, pero la gente suele recibir su merecido tarde o temprano.
Claire se quedó pensativa durante un largo momento antes de preguntar:
–¿Hay alguna recompensa por capturar a un malversador?
–Sí, en este caso la pagaría nuestro banco.
Ella sonrió al oír aquello y dijo con ojos chispeantes:
–Perfecto, pues déjame intentar una cosa.
–¿El qué?
–Quiero hablar con Diane.
–Ni hablar, no quiero que corras ningún peligro. Eli podría estar armado.
Se sintió dichosa al ver su preocupación. Pensó en la pequeña vida que llevaba en su interior, una vida de la que él no tenía ni idea y que quizás ni siquiera deseaba, y le aseguró con calma:
–Jamás haría nada que me pusiera en peligro, te lo aseguro. Creo que a lo mejor puedo hablar con ella a solas, se me ha ocurrido una idea que podría funcionar. Me sentaré en la parte trasera del vagón de pasajeros, y esperaré a que salga.
–¿Quieres quedarte sola? No, ni pensarlo –le apretó la mano con más fuerza antes de añadir–: No voy a perderte de vista, señora Hawthorn. Esperaré contigo.
Ella le miró exultante de alegría, y le preguntó en tono de broma:
–¿No prefieres ir a charlar con la señora Cornwall?
–¡Claro que no!
Claire soltó una carcajada antes de decir:
–En ese caso, será un placer contar con tu compañía. Supongo que muchos pasajeros están en el vagón restaurante, mira cuántos asientos libres hay. Puede que no tarden en volver.
–En ese caso, esperemos que Diane salga pronto.
Claire contaba con ello, porque en el vagón de carga no había servicios. A lo mejor los había en la otra parte del tren, pero el compartimento más cercano era ese; con un poco de suerte, Diane llegaría mucho antes de que algún pasajero regresara y quisiera recuperar su asiento.
John se sintió fascinado con lo pequeña y fuerte que era aquella mano enguantada que estaba entrelazada con la suya, y no la soltó ni cuando se sentaron.
–Me encantan tus manos. Son delicadas y muy competentes… tanto, que incluso son capaces de reparar automóviles.
Ella le miró sonriente, con el rostro radiante y ojos llenos de adoración.
–También saben cocinar –su sonrisa flaqueó un poco y apartó la mirada antes de añadir–: Aunque no hace falta, claro, porque la señora Dobbs cocina de maravilla.
Él la contempló con desazón al ver lo alicaída que parecía de repente, y le apretó la mano con suavidad cuando vio el dolor que se reflejaba en su rostro.
–Nunca te he preguntado si preferirías que tuviéramos casa propia, ¿es así? –al ver que ella intentaba hablar pero no podía, susurró contrito–: Dios, claro que lo preferirías –le besó los párpados antes de añadir con firmeza–: Empezaremos a buscar una en cuanto regresemos. Sé de dos no muy grandes cercanas a la de la señora Dobbs… ¿o prefieres una mansión? –la miró con una enorme sonrisa, y añadió con entusiasmo apenas contenido–: Podríamos comprar una con marquetería de estilo victoriano y arañas de luces, lo que tú quieras.
Ella se echó a reír, rebosante de felicidad.
–¡No, las arañas de luces son demasiado ostentosas para mí! Me gustaría que compráramos una casa que no fuera demasiado grande… si es que estás realmente seguro de querer vivir en ella conmigo, claro.
Él le pasó un brazo por los hombros, la atrajo hacia su cuerpo, y la instó a que echara la cabeza un poco hacia atrás. Contempló aquel rostro tan radiante con ojos penetrantes y posesivos, y susurró con fervor:
–Sí, claro que quiero vivir contigo, pero no como hasta ahora. Quiero un matrimonio de verdad, que tengamos una relación mucho más íntima y estrecha. Quiero ser tu esposo en todos los sentidos, cariño. Quiero tenerte entre mis brazos cada noche, despertar a tu lado todas las mañanas de mi vida.
–¡Yo también lo quiero! –admitió ella, con voz ronca y los ojos inundados de lágrimas. Le acarició la boca con dedos que temblaban por la emoción que la embargaba, y susurró–: ¡Te amo tanto, John!
Le dio igual que aquello fuera un vagón de pasajeros, que no estuvieran solos. Se inclinó hacia ella y la besó con una ternura que la dejó temblorosa de pies a cabeza. Sonrió contra sus labios, ebrio de felicidad y sin aliento tras oír aquellas palabras, y susurró contra su boca:
–Y yo te amo a ti con todo mi corazón y con toda mi alma, Claire. Con todo lo que soy y lo que seré –el beso que le dio en ese momento era mucho más que la unión de sus labios: era una promesa.
El sonido distante de alguien que se reía en voz baja le devolvió a la realidad, y al alzar la cabeza vio que algunos pasajeros estaban mirándoles con sonrisitas indulgentes. Sintió que se ruborizaba, y soltó una pequeña carcajada mientras se sentaba bien sin soltar las manos de su esposa.
–El resto va a tener que esperar, este no es lugar para hablar de nuestro futuro –le susurró, con una sonrisa traviesa.
–Ya hablaremos cuando salgamos de aquí –le dijo ella, radiante de felicidad–. Espero que sea cuanto antes…
Se interrumpió de golpe al ver que Diane entraba en el vagón; al ver que la rubia no miraba ni a derecha ni a izquierda y pasaba junto a ellos sin notar que estaban allí sentados, le apretó la mano a John en un gesto tranquilizador y se apresuró a seguirla por el pasillo.
Pasó a la acción en cuanto vio que Diane entraba en el servicio. La empujó para entrar justo tras ella, y cerró la puerta con cerrojo como una exhalación.
–¿Qué…?
–No te asustes, soy yo. Te has metido en un buen lío, Diane. Sabemos que tu esposo está escondido en un féretro que hay en el vagón de carga, y un detective de la agencia Pinkerton estará esperándoos en la próxima estación. Lo hemos organizado todo antes de salir de Atlanta –soltó aquella mentira con toda naturalidad.
Diane apoyó la cabeza contra la pared y soltó un sollozo antes de exclamar con voz lastimera:
–¡Sabía que pasaría esto, le dije a Eli que su plan no iba a funcionar! Me metió en este embrollo y me obligó a ayudarle, no ha vuelto a ser el mismo desde que robó el dinero. Me obligó a colaborar con él… me dijo que me daría una buena cantidad de dinero si le ayudaba, pero que si no lo hacía le ordenaría a ese tipejo que trabaja para él que me lastimara –la miró a los ojos antes de confesar–: Me dio mucho miedo, Eli ha sido muy cruel. Fui débil y accedí a ayudarle, ¡estoy perdida! ¡Tanto mi buen nombre como el de mi familia están por los suelos, y todo porque no soportaba la idea de ser pobre!
–Escúchame… hay una recompensa por la captura de tu marido y la devolución del dinero robado, una recompensa muy grande.
–Dinero sucio –los ojos de Diane se llenaron de lágrimas.
–No, es una recompensa por capturar a un criminal que les robó dinero a los inocentes inversores de su banco –lo dijo con convicción y firmeza, porque el futuro entero de su marido dependía de si lograba granjearse la ayuda de la que había sido su gran rival–. Piensa en ello, Diane. Serías una heroína, la gente te apoyaría y se compadecería de ti por todo lo que has tenido que soportar. Te respetarían por haber tenido el valor de entregar a tu marido a pesar de temerle.
Diane dejó de sollozar y se quedó mirándola con perplejidad con aquellos ojos azules enrojecidos por el llanto.
–¿En serio?
–Por supuesto.
–¿Es una recompensa muy grande? –le preguntó, con la cabeza gacha, mientras jugueteaba con su pañuelo.
–Sí, mucho.
–Pero he huido con él, soy su cómplice… ¡iré a la cárcel!
–No, si le entregas podrás contar la verdad, que te tuvo amenazada para obligarte a que le ayudaras. Es la pura verdad, Diane.
–Sí, la verdad es que sí –la miró con suspicacia al preguntar–. ¿Por qué estás dispuesta a ayudarme? ¿Sabes que tu marido está enamorado de mí? Te abandonará y se casará conmigo en cuanto yo me divorcie de Eli.
Claire sabía que, gracias a Dios, aquello no era cierto, pero no se atrevió a decírselo en aquel momento tan delicado.
–John irá a la cárcel si no entregas a tu marido –inspiró hondo y se limitó a esperar mientras pensaba en el hijo que llevaba en su seno, en la expresión que se reflejaba en el rostro de su marido cuando le había confesado que la amaba.
Ella habría estado dispuesta a sacrificar su propia felicidad, a dejarle libre para que se fuera con Diane si eso fuera lo que deseaba, porque le amaba con toda su alma; por suerte, no iba a tener que hacer aquel sacrificio, pero al ver que la rubia dudaba decidió presionar un poco más.
–Prefiero verle contigo, si eso es lo que él desea de verdad, que ver cómo le encarcelan por el delito de otro hombre –lo dijo con una sonrisa llena de abatimiento para enfatizar más sus palabras.
Diane la contempló en silencio durante un largo momento antes de comentar:
–Eres muy generosa… yo no. A mí me gusta ser rica y tener cosas bonitas. Creía que John sería un pobretón y estaba harta de vivir con lo básico, de que mis hermanas vivieran a mi costa entre amante y amante. Me casé con Eli porque era rico, pero a quien amaba en realidad era a John –soltó un suspiro, y alzó la mirada–. Pero a diferencia de ti, jamás llegué a amarle lo suficiente, ¿verdad? Lamento que él no te corresponda.
Claire no pudo darse la satisfacción de decirle lo equivocada que estaba, y se limitó a contestar:
–Eso no importa, lo único que deseo en este momento es evitar que vaya a la cárcel. ¿Vas a ayudarnos?
Diane vaciló, pero se dio cuenta de que no tenía otra opción.
–Sí, de acuerdo. ¿Qué tengo que hacer?