CAPÍTULO 13
John sentía que su vida había caído en un pozo sin fondo desde que Claire se había marchado. La echaba de menos, le atormentaba no saber dónde estaba, y por si fuera poco, también estaba preocupado por el banco.
Los rumores de que la institución tenía problemas no se habían acallado; al día siguiente de los disturbios, Eli Calverson se había personado a abrir la puerta y se había marchado a toda prisa con la excusa de que se sentía indispuesto. Era innegable que tenía mal aspecto, que estaba demacrado y parecía tenso y preocupado, pero eso había acrecentado aún más la inquietud de John.
Había tomado la decisión de hablar con Dawes, el jefe de contabilidad, así que fue a verlo sin perder tiempo. Era un tipo menudo que se puso muy nervioso al verle entrar en su despacho y que parecía sentirse intimidado ante su mera presencia.
–Le aseguro que el señor Calverson siempre está muy pendiente de mis libros de cuentas, señor Hawthorn, y jamás he recibido ni una sola queja –tenía el rostro muy acalorado, y carraspeó antes de añadir con voz atropellada–: Le sugiero que trate con él en vez de conmigo cualquier problema que pueda tener.
–Voy a hacerlo, señor Dawes, no le quepa la menor duda de eso; aun así, creo que huelga decir que las sospechas recaerán sobre usted si vienen auditores y se encuentra alguna irregularidad. No será el señor Calverson el que tenga que enfrentarse a un juez y a un jurado.
–¡Qué disparate! ¿Cómo se atreve a decirme semejante cosa? –sus ojos estaban abiertos como platos tras las gafas, y estuvo a punto de volcar el tintero que tenía encima del escritorio.
John enarcó las cejas en un gesto que hablaba por sí solo, y le contestó con calma:
–Estoy decidido a llegar al fondo de este asunto, señor Dawes. Yo en su lugar me plantearía colaborar con las autoridades.
–¿A… a qué autoridades se refiere?
–A la agencia de detectives Pinkerton.
El tipo le siguió hasta el vestíbulo, rogándole frenético en voz baja; al llegar a la puerta de su propio despacho, John se volvió a mirarlo y le dijo con firmeza:
–Si tiene algo que decir, esta es su última oportunidad.
Dawes se mordió el labio hasta hacerse sangre. Hawthorn le intimidaba, y era obvio que estaba hablando muy en serio. Calverson se había largado, así que era obvio que todo el mundo le echaría las culpas al contable.
–Calverson re… retiró dinero varias veces, y falsificó algunas entradas para justificar las irregularidades. Amenazó con… es decir, me… me amenazó, y no tuve más remedio que cooperar con él. Todo esto tiene algo que ver con la razón por la que le urgía tanto conseguir la fusión del banco con la firma de Whitfield, pero no sé nada más. No me tenía la suficiente confianza como para contarme cuál era esa razón.
Durante su etapa en el Ejército, John había visto a hombres que habían sido chantajeados. Daba la impresión de que Dawes era un hombre que ocultaba secretos muy oscuros, y hombres de más valía que él se habían visto obligados a delinquir ante el miedo de que sus trapos sucios salieran a la luz.
–Haré lo que pueda por usted cuando llegue el momento… si coopera, claro.
Dawes soltó el aliento que había estado conteniendo y se apresuró a contestar:
–Haré lo que usted me pida, señor Hawthorn.
–De acuerdo, vuelva al trabajo de momento.
–Como usted diga.
Mientras Dawes se alejaba a toda prisa, John se quedó donde estaba con las manos en los bolsillos, ceñudo y pensativo. Aquella mañana no había vuelto a ver a Calverson después de que este abriera las puertas a las nueve en punto.
Decidió ir a comprobar si estaba en su despacho, pero allí solo encontró a Henderson, el secretario de Calverson, organizando el correo.
–¿Ha venido Eli?
–No, señor. Ha regresado a casa después de abrir la puerta, creo que se sentía indispuesto.
–Sí, eso es lo que ha dicho él. Me parece que voy a pasarme por su casa para ver cómo está –lo dijo con toda naturalidad, porque no quería levantar sospechas–. Si surge cualquier asunto urgente, estoy allí.
–De acuerdo.
Después de recoger el sombrero, el abrigo y el bastón, salió a la calle y subió a un carruaje de alquiler. Durante el trayecto hacia la palaciega mansión de Eli Calverson no pudo dejar de darle vueltas al asunto de la fusión con la firma de Whitfield. Estaba claro que Calverson le había mentido en muchas cosas, y él estaba decidido a averiguar qué era lo que estaba pasando.
En todo caso, su mayor preocupación era el paradero de Claire. Parecía haberse desvanecido de la faz de la Tierra, nadie la había visto ni había sabido nada de ella desde que se había marchado en tren. Él había ido a ver a Evelyn Paine para ver si sabía algo, pero estaba tan preocupada como él y tampoco tenía ni idea de dónde estaba.
Aún seguía pensando atribulado en su mujer cuando llegó a casa de los Calverson. Llamó a la puerta, y pasaron unos segundos hasta que una doncella le abrió.
–Deseo ver a Eli Calverson.
–El señor Calverson no… recibe visitas, señor. ¿Quiere que le pida a la señora Calverson que venga?
–Sí, por favor.
Esperó en el vestíbulo, y poco después Diane salió de una sala del fondo de la casa. Tenía los ojos enrojecidos, pero al verle esbozó una sonrisa forzada.
–¡John! ¡Hola, cuánto me alegro de verte! –alargó las manos hacia él antes de añadir–: Vamos al salón.
Lo condujo hacia allí, y cerró la puerta corredera antes de decir compungida:
–Menos mal que has venido, no sabes lo mal que lo estoy pasando. No sé qué hacer, John –se sacó un pañuelo del bolsillo, y se secó con delicadeza los ojos–. ¡Cielos, qué situación tan complicada!
–¿Qué pasa? –era la primera vez que la veía tan alterada sin teatralidades de por medio.
–Eli está… muy enfermo. El médico acaba de visitarle, y le ha puesto… ¿cómo se llama? Ah, sí, en cuarentena –se secó los ojos y la nariz, y le miró por encima del pañuelo de encaje con un brillo calculador en los ojos que no logró ocultar del todo–. Nunca antes había estado tan enfermo, estoy convencida de que no va a poder ir a trabajar en toda la semana…
–Diane, ¿sabes si ha habido alguna actividad inusual en el banco?
–Por supuesto que no –lo aseguró con los ojos bien abiertos, parecía la viva imagen de la inocencia–. Estoy enterada de lo de los disturbios, por supuesto, ya que lo viví en persona. Eli se quedó muy afectado… por eso ha enfermado, por las infundadas acusaciones que lanzaron esos clientes. ¡Es absurdo pensar que ha habido un desfalco en el banco! Tú sabes que Eli sería incapaz de hacer algo así, ¿verdad?
John se dio cuenta de que aquella pequeña mentirosa estaba tramando algo. Allí estaba pasando algo raro, y ella estaba metida hasta el cuello; por suerte, no tenía ni idea de las acusaciones del contable, y él iba a asegurarse de que no se enterara. Fueran cuales fuesen los tejemanejes que se traía entre manos Eli, no iba a salirse con la suya. No estaba dispuesto a permitir que acabaran echándole las culpas a él.
Diane se le acercó un poco más, y le dijo con una sonrisa almibarada:
–Te he echado mucho de menos, no tendría que haberme casado con él.
A pesar de la dulzura que quería aparentar, parecía nerviosa… y asustada.
–¿Por qué no te quedas un rato conmigo? –mientras hablaba no dejaba de estrujar el pañuelo con las manos–. Me siento tan sola y afligida… además, hace mucho que no tenemos oportunidad de charlar a solas. No sabes cuánto necesito hablar contigo, John.
Tiempo atrás, la cercanía de aquella mujer le habría enloquecido de deseo, pero lo único que despertaba ya en él era irritación.
–Claire te ha abandonado, lo sabe toda la ciudad. Puedes divorciarte de ella y quedarte conmigo, haz las paces con tu familia para que te entreguen tu herencia y viviremos como reyes…
–¿Y qué pasa con tu marido?, recuerda que está enfermo.
Ella vaciló por un instante. Parecía asustada, y era incapaz de sostenerle la mirada.
–Ahora no puedo pensar en él. Aún me deseas, ¿verdad que sí? John, querido, recuerda cuánto disfrutamos juntos cuando estábamos comprometidos –le rozó el cuerpo con el suyo, parecía desesperada–. Debemos vernos de nuevo… ¿te parece bien en casa de mi prima? Y cuanto antes. Hay que guardar total discreción, por supuesto, pero tenemos que planearlo todo lo más rápido posible, antes de que Eli… eh… antes de que… se recupere por completo.
John pensó en lo horrible que habría ido estar casado con una mujer así, alguien que no tenía ningún reparo en abandonar a su marido enfermo… suponiendo que Eli estuviera realmente enfermo, cosa más que dudosa. Diane estaba tan desesperada como su marido por darse a la fuga, pero daba la impresión de que prefería no ir por el mismo camino que él. A lo mejor se sentía incapaz de vivir como una fugitiva.
Los planes descabellados que parecía estar urdiendo la rubia no le interesaban lo más mínimo. Lamentaba la situación en la que se había visto envuelta, porque era inevitable que Eli Calverson acabara en la cárcel por desfalco y ella iba a perderlo todo, pero en ese momento lo principal era averiguar la cantidad que Eli había robado del banco y recobrar ese dinero. Se le caía el alma a los pies al pensar en toda la gente que le había confiado sus ahorros a la entidad, gente que era la que iba a salir perdiendo si aquello no se solucionaba.
Seguro que Calverson llevaba mucho tiempo con el desfalco. Era improbable que Whitfield estuviera compinchado con él, pero cabía preguntarse si estaba enterado de lo que pasaba. Eso era preocupante, sobre todo si había un descubierto y Eli contaba con solventarlo gracias a la fusión.
–Me urge hablar con Eli, Diane. ¿Podría hacerlo a través de la puerta?
Ella se ruborizó y se secó el sudor de la frente con el pañuelo.
–Eso no sería… conveniente. El médico ha dicho que nadie puede verle ni… ni hablar con él. Será mejor que te marches.
–De acuerdo –se zafó de sus manos antes de decir–: Regresaré cuando se haya restablecido un poco.
–Sí, eh… será lo mejor –se mordió el labio, y añadió como para sí misma–: Sí, al menos por ahora. Te avisaré cuando podamos vernos, intentaré que sea lo antes posible. Supongo que vendrás, ¿verdad?
–Por supuesto.
Prefirió no rechazarla de plano al darse cuenta de que le convenía tenerla vigilada hasta que Eli reapareciera, pero no tenía ni el más mínimo interés en tener algún tipo de relación con ella. La única mujer que le interesaba era Claire, y no lograba entender cómo era posible que tiempo atrás hubiera caído en las redes de Diane. Era innegable que la rubia era atractiva, pero Claire era muy superior a ella en todos los aspectos… sobre todo en lo referente a la bondad y al amor.
¿Cómo había podido ser tan necio?, ¿por qué no se había dado cuenta de que a Diane solo le interesaba el dinero y estaba dispuesta a unirse a quien fuera con tal de conseguirlo? A lo mejor se había obsesionado con ella porque la había perdido, y había anhelado conseguirla por el mero hecho de que era inalcanzable.
Dejó a un lado aquellos pensamientos tan inconsecuentes, lo principal en ese momento era evitar que Calverson huyera. Tuvo ganas de subir a escondidas a la planta de arriba para comprobar si era cierto que él estaba en casa, pero no se atrevió a correr el riesgo de que precipitara su huida al saberse acorralado.
Se despidió de Diane, y al salir fue directo a comisaría. Le contó a un inspector todo lo que sabía, le pidió que tratara aquel asunto con toda la discreción posible, y le sugirió que alertara a la agencia de detectives Pinkerton.
–Hemos tenido suerte, varios miembros de la agencia van a venir a la ciudad este fin de semana para participar en una convención –le dijo el inspector–. Va a poder contar con hombres muy capacitados para esclarecer este entuerto, pero… ¿está seguro de lo que me ha contado?
–Del todo; aun así, dudo que el contable se atreva a hablar hasta que se localice el dinero y haya un arresto, porque está muy asustado.
–Lo tendremos en cuenta. Gracias por venir a verme, nos mantendremos en contacto… avísenos si averigua alguna información que pueda resultar de utilidad.
–Por supuesto.
Salió de la comisaría ceñudo y preocupado. No tenía forma de demostrar que había habido un desfalco, la única prueba era la confesión que le había sacado al contable… además del extraño comportamiento de Eli, claro. Habría que iniciar una auditoría de las cuentas para encontrar pruebas fidedignas, y seguro que Calverson aprovecharía para intentar huir… ¡y de ser así, estaba claro quién iba a acabar por cargar con las culpas!
John pasó una semana infernal intentando tranquilizar a los accionistas, vigilando al contable, y estando pendiente de Diane para ver si podía sonsacarle algo. Pasaba todos los días por su casa con la excusa de interesarse por la salud de Eli y tan solo se quedaba unos minutos, pero a pesar de que ella estaba encantada al creer que le tenía encandilado, en realidad él estaba pendiente por si oía o veía algún indicio que revelara que Eli estaba en casa. De momento no parecía haber ni rastro de él.
En medio de aquella pesadilla estaba siempre latente lo mucho que echaba de menos a Claire y la preocupación que sentía al no tener ni idea de su paradero. Podría estar en cualquier parte, podría pasarle algo y él no llegaría a enterarse jamás. Le enfurecía que le hubiera abandonado justo cuando su vida estaba desmoronándose. Su esposa creía que estaba enamorado de Diane, pero se equivocaba por completo. Estaba desesperado por recuperarla a ella, la echaba de menos con toda su alma.
Las cosas empezaron a mejorar un poco a finales de semana. Los detectives de la agencia Pinkerton llegaron a la ciudad un día antes de lo previsto, y uno de ellos resultó ser un viejo amigo suyo llamado Matt Davis. Era indio… sioux, concretamente… y solía despertar o fascinación o miedo en la gente del este que jamás había visto a uno en persona. Él conocía el pasado de Matt, así que le hacía gracia ver aquellas reacciones.
Invitó a cenar a su amigo aquella misma noche, y le explicó lo que pasaba.
–Déjamelo a mí, en cinco minutos le habré sacado toda la información a tu contable –le dijo su amigo.
–No me digas que aún llevas encima aquel cuchillo enorme.
Matt sonrió de oreja a oreja antes de admitir:
–No me hace falta, he aprendido muchos métodos nuevos en estos últimos diez años. Te sorprendería la facilidad con la que puedo obtener información sin recurrir a la violencia.
–Creo que eso de no recurrir a la violencia es lo que más me sorprendería en ti –le dijo él, en tono de broma.
–Veo que llevas un anillo de boda.
–Sí, me casé hace poco más de dos meses… y mi mujer ya me ha abandonado.
–Lo dices en broma, ¿no?
–La verdad es que no –suspiró pesaroso antes de admitir–. No sé dónde está Claire, le hice mucho daño al mostrarme más atento de la cuenta con mi antigua prometida. La verdad es que no me porté bien. Ella se sintió herida y se marchó, y no me extraña. Ni siquiera sé dónde está… oye, se me ocurre una idea: cuando acabes de interrogar a Dawes, podrías ayudarme a localizarla.
–¿Tiene amistades en la ciudad?
–Infinidad de ellas… incluyendo a un tipo llamado Kenny Blake, el propietario de una tienda de ropa de la ciudad. Tengo la impresión de que Claire pasaba mucho tiempo con él últimamente –sus ojos se oscurecieron aún más.
Matt dejó sobre la mesa su vaso de jerez, y se limitó a decir sin inflexión alguna en la voz:
–Ya veo.
–No creas que yo no he metido la pata. No la he tratado bien, así que tenía razones de sobra para abandonarme.
–Pero quieres recuperarla, ¿no?
A John no solo le sorprendió la pregunta, sino lo tajante que fue su propia respuesta.
–Con todo mi corazón.
–De acuerdo, pero lo primero es lo primero. He venido como conferenciante, pero iré a ver a tu contable y ya veremos cómo transcurren las cosas. No tienes de qué preocuparte, yo me ocupo de todo.
–¡Qué modesto eres!
–Pues sí, gracias por darte cuenta.
Antes de nada, Matt se encargó de lo que le parecía más prioritario: fue a comprar un chaleco a la tienda de Kenny Blake.
–¿Puedo ayudarle en algo, caballero? –Kenny se acercó a aquel recién llegado alto y delgado con cautela, porque a pesar de que vestía ropa cara, no parecía civilizado del todo.
Matt pensó al verlo que Claire tenía muy mal gusto si prefería a aquel petimetre antes que a John, y como quería intimidarlo, le miró muy serio por un instante antes de decir:
–Trabajo para la agencia de detectives Pinkerton, tengo entendido que conoce a una mujer llamada Claire Hawthorn.
Kenny empalideció de golpe, y tuvo que tragar saliva para deshacerse del nudo que se le había formado en la garganta.
–Sí.
–Ha desaparecido, y estoy buscando pistas sobre su paradero antes de que tengamos que plantearnos un posible crimen.
Al ver que le miraba como si pensara que él la había asesinado, Kenny se apresuró a decir:
–Claire está perfectamente bien, en este momento se encuentra en Savannah.
–¿En Savannah?
–Sí, está viviendo con la familia Hawthorn. Me pidió que no se lo dijera a su marido, no quiere que él sepa dónde está.
–¿Mantiene una aventura amorosa con ella?
–¡Claro que no! ¿Cómo se atreve a lanzar semejante calumnia?
–En los últimos tiempos se les ha visto juntos muy a menudo.
–¡Sí, pero por asuntos de negocios! Acaba de llegar a un acuerdo con Macy’s, unos prestigiosos almacenes de Nueva York, para diseñar para ellos una línea exclusiva de vestidos de noche. Su marido no sabe que tiene una fuente de ingresos propia. Su firma como diseñadora es Magnolia, y ya tiene mucha fama a nivel local –al ver que Matt se limitaba a mirarlo en silencio, exclamó–: ¡Le juro que es la pura verdad, que solo son asuntos de negocios! ¡Mire! –fue como una exhalación hacia su despacho, sin fijarse siquiera en si él le seguía.
Su secretaria alzó la cabeza, sobresaltada, ante aquella llegada tan súbita, y fue incapaz de apartar los ojos del desconocido que apareció en la puerta tras él. Era un hombre impactante, aunque para su gusto tenía la nariz un poco grande. Estaba fascinada, porque hasta ese momento el único indio al que había visto era el que aparecía en las monedas de cinco centavos.
Matt la miró con frialdad al reconocer su expresión, y tuvo que contener las ganas de sonreír al ver que tragaba saliva y se atusaba el pelo antes de retomar su trabajo a toda prisa.
Kenny regresó en ese momento con una hoja de papel que se apresuró a enseñarle.
–Aquí está, no envié a Nueva York uno de los diseños porque quise guardarlo para ella.
Matt sabía bastante de ropa exclusiva, y asintió al ver las elegantes líneas de aquel vestido tan único.
–Es muy buena.
El rostro de Kenny se iluminó al oír aquello.
–¿Verdad que sí? La conozco desde hace años, desde que se fue a vivir con su tío. Es una muchacha dulce y con un corazón de oro. Su marido no se la merece, es una vergüenza la relación que tiene con esa mujer casada.
–¿A qué mujer se refiere?
–A la señora Calverson, la esposa del presidente del banco. John y ella estuvieron comprometidos, y hay quien piensa que tienen una aventura. Dicen que el señor Calverson está muy enfermo, que está postrado en cama y en cuarentena, así que supongo que ella no va a poder salir demasiado de casa durante un tiempo. Lástima que Claire se haya ido.
–Sí –Matt le devolvió el diseño antes de añadir–: Gracias por su cooperación.
–No le diga a su marido dónde está, por favor –la preocupación de Kenny era sincera–. Claire solo necesita un poco de tiempo para decidir lo que va a hacer, puede que esta separación sirva para que él aprenda a valorarla más. Ella le ama con todo su corazón, y el hecho de que él la ignore y esté encandilado con esa desvergonzada de la señora Calverson ha acabado por hundirla.
Matt había averiguado más de lo que quería, y entendía lo que pasaba en el matrimonio de John más allá de lo que le habían contado al respecto.
–No se lo diré a menos que lo considere necesario.
–Gracias, me conformo con eso. No me gusta romper mi palabra cuando me comprometo a guardar una confidencia.
–A mí tampoco –la opinión que tenía de aquel hombre acababa de mejorar muchísimo.
–¿Puedo ayudarle en algo más?
–La verdad es que sí, necesito un chaleco nuevo –admitió, sonriente.
Kenny le devolvió la sonrisa antes de decir:
–Tengo unos de seda que acaban de llegar de Nueva York, permita que se los muestre.
Al día siguiente, Matt se presentó en el banco bien temprano para interrogar al señor Dawes, y tardó menos de dos minutos en sacarle toda la información que quería y en llevarle a rastras a la comisaría más cercana, donde el tipo lo confesó todo ante un taquígrafo.
Dawes delató de inmediato a Calverson para salvar su propio pellejo, y se enviaron dos agentes a casa del banquero. Tenían órdenes de arrestarlo por muy enfermo que estuviera, pero se llevaron una sorpresa cuando entraron en la casa con una orden de registro y descubrieron que la habitación del supuesto enfermo en cuarentena estaba vacía.
–¡Pero si el médico dijo que estaba demasiado enfermo para levantarse de la cama! –exclamó Diane con teatralidad–. ¿Adónde habrá ido?
–A lo mejor murió y se han llevado el cadáver sin que usted se diera cuenta –comentó uno de los agentes con sarcasmo.
Ella le fulminó con la mirada, y exclamó muy indignada:
–¡No estoy protegiendo a mi marido, se lo aseguro! Él me pidió que no entrara aquí para evitar el riesgo de contagio, y me dio este sobre sellado con órdenes de entregárselo a la policía en caso de que le ocurriera algo –se lo sacó del bolsillo, y miró al agente con sus cándidos ojos azules y una sonrisa dulce–. Tenga, no sé de qué puede tratarse.
El agente era un veterano que no se dejó engatusar, pero se limitó a asentir antes de abrir el sobre y sacar la carta que había dentro. Sus labios se tensaron hasta formar una fina línea mientras leía las líneas manuscritas, y cuando acabó le hizo un gesto a su compañero para indicarle que era hora de marcharse de allí. Se despidieron de la señora Calverson con cortesía, y se apresuraron a regresar a comisaría.
En aquella carta escrita de su puño y letra, Eli Calverson acusaba a John de malversar miles de dólares del banco; según él, Diane no había tenido nada que ver en el robo ni estaba enterada de lo que pasaba, así que no hacía falta que se la interrogara, y él estaba dispuesto a regresar a casa en cuanto John estuviera bajo custodia. También afirmaba que el contable corroboraría su testimonio.
Eli argumentaba que John quería arrebatarle a su esposa, y que, en palabras textuales: Hawthorn sabía que necesitaría muchísimo dinero para mantenerla, y como no lo tenía, decidió robarlo. Alegaba que Dawes jamás testificaría en contra de John, porque este le chantajeaba con sacar a la luz que ocultaba una vida secreta que incluía prácticas sexuales depravadas, y explicaba también que iba a refugiarse en casa de un amigo suyo que vivía en la ciudad hasta que apresaran a John; a modo de colofón, había añadido en una posdata que temía por su vida.
La policía consideró que aquella carta era prueba suficiente para detener a John, ya que el secretario de Eli Calverson confirmó que estaba firmada por el director del banco y escrita de su puño y letra.
John se sintió desmoralizado y furioso cuando se lo llevaron esposado del banco. Negó con vehemencia estar al corriente del desfalco, pero la historia que se había inventado Eli parecía muy convincente; por si fuera poco, el banquero había mandado copias de la misma carta a los periódicos a través de su abogado y había dado instrucciones de que se abrieran «en caso del arresto de John Hawthorn», así que a la mañana siguiente apareció en primera plana de todos los periódicos de Atlanta la noticia de que el joven vicepresidente del Peachtree City Bank estaba encarcelado por desfalco.
John estaba en su celda como una fiera enjaulada, lleno de furia y de impotencia. Había perdido a su esposa y era el principal sospechoso en el desfalco a un banco, no había duda de que estaba en una situación crítica.
Tal y como había prometido, Eli Calverson se presentó en su casa de inmediato; al parecer, se había recuperado por completo de su supuesta enfermedad en cuanto se había enterado del arresto de John. Convocó a varios reporteros, y mientras Diane les conquistaba con sus dulces sonrisas él les contó la triste historia de lo mucho que había sufrido por culpa de aquel vicepresidente violento y sin escrúpulos que no había dudado en cometer semejante desfalco.
Todos le creyeron menos uno muy avispado que le preguntó en voz alta y firme dónde estaba Dawes, el contable.
–Él también ha optado por esconderse, pero tal y como le he dicho a la policía, sé dónde está y regresará a su debido momento para testificar.
–¿No es cierto que se presentaron cargos contra usted por presunto desfalco hace unos años? –insistió el reportero.
Eli se tambaleó un poco fingiendo que se mareaba, y dijo con voz un poco trémula:
–Me siento muy débil, me temo que voy a tener que retirarme. He estado muy enfermo, y aún no me he recuperado del todo. Gracias a todos por venir, estoy seguro de que sabrán tratar de forma debida esta historia. Hay que proteger a los inversores de charlatanes como John Hawthorn… ¡y pensar que era mi protegido y le consideraba un buen amigo!
Los reporteros se tragaron aquella actuación tan convincente, y miraron con desaprobación al compañero que había hecho llorar a la pobre y adorable señora Calverson con sus desconsideradas preguntas.
Cuando todos ellos se marcharon, Eli miró a su esposa con ojos acerados y le dijo con voz fría y amenazante:
–Lo has hecho muy bien, querida. Si sigues haciendo lo que yo te diga, saldremos bien parados de esta.
–No quiero huir…
Él la agarró con fuerza del brazo, y se lo retorció hasta que la hizo gritar de dolor.
–Pero vas a hacerlo, porque tienes tanta culpa como yo. Eras tú la que siempre estaba pidiendo más joyas y más ropa, así que ahora vas a tener que obedecerme. ¿Está claro?
–Sí, por supuesto –se apresuró a contestar ella, temblorosa y muy pálida–. ¡Estoy dispuesta a hacer lo que me digas!
Él soltó un bufido lleno de desdén, pero acabó por soltarla. Su esposa iba a tener que obedecerle si no quería atenerse a las consecuencias. Su única preocupación en ese momento era planear la huida, tenía que llevarla a cabo mientras la atención estaba centrada en John Hawthorn. Su venganza contra el hombre que había intentado convertirle en un cornudo era de lo más dulce… y por si fuera poco, tenía el dinero que había logrado agenciarse.
Solo tenía que ir a Charleston y tomar un barco con rumbo a las Indias Occidentales, donde podría vivir a cuerpo de rey. Hasta entonces iba a usar a su esposa como cortina de humo, pero después… en fin, un millonario podía conseguir a cualquier mujer, y estaba cansado de la frialdad de Diane. La abandonaría y se buscaría a otra que fuera bella y de buen corazón. ¡Que regresara con Hawthorn si le apetecía, a aquel necio le estaría bien empleado cargar con una mujer así!
John estaba sentado en su fría y solitaria celda, preguntándose si Claire pensaba en él alguna vez. Seguro que creía que aún estaba enamorado de Diane… qué idea tan absurda, sobre todo teniendo en cuenta que la rubia debía de estar compinchada con su marido.
Qué lástima, se dijo con amargura, que la obsesión que había sentido por ella le hubiera cegado hasta tal punto que no había sabido ver los verdaderos motivos que habían llevado a Eli a contratarlo. Seguro que aquel tipo llevaba años planeando aquello, que había estado robando pequeñas cantidades del banco mientras Dawes se encargaba de falsificar las cuentas.
Pero al final era él el que estaba en la cárcel, y teniendo en cuenta la desaparición de Dawes y los continuos ataques de Calverson en la prensa, era más que probable que acabaran declarándolo culpable… si no le linchaban antes, claro. Su futuro pendía de un hilo, y ni un solo amigo había ido a echarle una mano; de hecho, seguro que ni siquiera su esposa (suponiendo que se enterara, dondequiera que estuviese, de lo que estaba pasando), estaría dispuesta a acudir en su ayuda.
Era inevitable que los periódicos de Savannah publicaran la noticia de que un joven banquero había sido arrestado por desfalco en Atlanta; aun así, Claire no se enteró por la prensa de lo que sucedía, sino gracias a un telegrama que le envió Kenny Blake: Regresa de inmediato, tu marido arrestado por fraude y en grave peligro. Kenny.
El impacto fue tan fuerte, que se echó hacia atrás en la silla como si acabaran de golpearla.
–¡Dios mío!
Maude y Emily se apresuraron a acercarse a ella, y fue la primera la que leyó el telegrama sin dudarlo y exclamó:
–¡Seguro que lo han publicado en los periódicos! –salió como una exhalación rumbo a la puerta principal, y regresó poco después con el periódico sujeto con fuerza entre sus manos temblorosas–. Sí, aquí está… ¡Dios mío, Claire, dicen que ha robado miles de dólares y que se habla de un posible linchamiento!
–Todo esto es absurdo, John es el hombre más honrado que conozco. Sería incapaz de robar el dinero de sus inversores.
Su suegra la miró con ojos rebosantes de cariño y gratitud al oír sus palabras.
–Sí, ya lo sé, y no sabes cuánto me alegra que tú también estés convencida de su inocencia. ¿Qué vamos a hacer? No sé si contarle a Clayton lo que pasa, el impacto de semejante noticia podría matarle.
–Yo creo que debe contárselo, que esto será el desafío que necesita para volver a ponerse en pie.
–Es un riesgo enorme –dijo Maude, vacilante.
–Sí, pero la recompensa valdrá la pena si sale bien.
Y si salía mal, el resultado sería una tragedia… Maude no acababa de decidirse, pero se tragó sus dudas y la miró durante un largo momento antes de decir:
–De acuerdo, pero tenemos que contárselo con cuidado.
Y así lo hicieron… aunque la verdad era que resultaba difícil suavizar una noticia así. Le enseñaron el periódico, aunque él apenas pudo leer el titular por su problema de visión.
–¡Maldita sea!, ¡esto es un ultraje! –Clayton se disculpó por su lenguaje, y miró a su esposa mientras sacudía el periódico en el aire–. ¡Como agarre al canalla que ha hecho esto y le ha echado la culpa a mi hijo, le… le romperé la crisma con mi bastón!
–John está en la cárcel, querido. ¿Qué quieres que hagamos?
–Yo me encargaré de hacer lo que se debe –masculló, mientras se levantaba poco a poco de la cama–. ¡Iré en persona a asegurarme de que se demuestre su inocencia! Maude, que alisten de inmediato el carruaje para que me lleve al centro. Quiero parar en el bufete de nuestro abogado para pedirle que me acompañe en el primer tren que salga con destino a Atlanta.
–¿Estás lo bastante fuerte como para aguantar un viaje tan largo, Clayton? –le preguntó, vacilante.
–¿Tú qué crees?
–Que sí. De acuerdo, querido, se hará como tú digas.
Claire insistió en ir también… al igual que Maude, que no estaba dispuesta a quedarse en casa mientras su marido hacía un viaje tan largo. Emily también quería ir, pero al final tuvo que resignarse a quedarse allí bajo el cuidado de Jason.
Harland Dennison, el abogado de la familia, accedió a acompañarles, así que compraron los billetes de tren y emprendieron el viaje pertrechados con un mínimo de ropa y de artículos de primera necesidad.
En cuanto llegaron a Atlanta fueron a la comisaría donde estaba preso John sin detenerse siquiera a registrarse en un hotel. Delante del edificio había un pequeño grupo de manifestantes con pancartas en contra de John, y Clayton les fulminó con la mirada antes de ir abriendo paso por delante de Maude y Claire.
–¡Tráiganos a ese ladrón, Stanton, y nosotros nos encargaremos de lincharlo! –gritó un hombre enfurecido.
Clayton y Maude ya estaban entrando en la comisaría, pero Claire se detuvo de golpe al oír aquello y se volvió hacia el gentío. Miró indignada al hombre que acababa de lanzar aquella amenaza, y le espetó con firmeza:
–¡Cualquiera que conozca a mi marido sabe que sería incapaz de robar ni un solo penique aunque estuviera famélico! ¿Por qué no huyó si era culpable?
Se oyó un murmullo generalizado. Estaba claro que a nadie se le había ocurrido plantearse aquello.
–¿Acaso creen que un hombre que ha robado tanto dinero se quedaría aquí? ¿Creen que un hombre inocente se quedaría en la ciudad a la espera de que fueran a por él para lincharle? Ha sido el señor Calverson quien ha acusado a mi marido, pero si él es tan inocente como dice, ¿por qué sigue escondido en su casa? Según los periódicos, ni siquiera sale para ir a trabajar a su propio banco. ¡Se limita a lanzar esas despreciables acusaciones desde su refugio! ¿Les parece que esa es la actitud de un hombre valiente? ¿Dónde estaba él cuando se extendió el pánico entre los clientes del banco? ¡Fue mi marido quien salió a defender la reputación del lugar donde trabaja! ¿Acaso arriesgó su propio pescuezo el señor Calverson? ¡No, no lo hizo! Mi marido fue el único que se atrevió a enfrentarse a la muchedumbre, ¿creen que semejante valentía es propia de un ladrón?
El murmullo de voces se intensificó. Claire alzó la barbilla y les miró con ojos centelleantes al añadir:
–Mi marido ha sido acusado falsamente. Si tienen paciencia y me dan un par de días, podré demostrárselo a todos ustedes.
Hubo un largo momento de silencio que solo se rompió con algunos murmullos, y al final fue el hombre que había hablado antes el que tomó la palabra de nuevo.
–Supongo que no vamos a perder más dinero por esperar un poco –refunfuñó, ceñudo.
–La verdad es que es extraño que no huyera si había sido él; además, la señora tiene razón al decir que tuvo la valentía de enfrentarse a aquella multitud –apostilló otro.
–En este país se considera que un hombre es inocente hasta que se demuestre lo contrario –añadió Claire–. Mi marido será exonerado, y les prometo que se recuperará hasta el último penique del dinero que les han robado.
Hubo otra pausa, y más murmullos; al cabo de un largo momento, un hombre dio un paso al frente y se limitó a decir:
–De acuerdo, ya veremos lo que pasa.
Debía de ser el cabecilla del grupo, porque cuando soltó la pancarta que llevaba y les indicó a los demás que le siguieran, todos obedecieron.
Claire permaneció donde estaba durante unos segundos mientras veía cómo se alejaban, y entró en el edificio justo cuando John estaba cruzando la puerta que conducía a la zona de las celdas. Él se detuvo en seco al ver que estaban allí tanto sus padres como ella; se quedó tan impactado, que pareció quedarse sin habla.
–Hola, hijo –le dijo Clayton con toda naturalidad, como si solo llevaran un día sin verse. Se acercó a él sin vacilar, y extendió el brazo para estrecharle la mano–. He traído conmigo a Dennison, él va a encargarse de sacarte de aquí. Vamos a pagar la fianza, y después nos pondremos manos a la obra para demostrar tu inocencia sea como sea.
John tuvo que hacer un esfuerzo para apartar la mirada de su esposa, y los posó en el padre al que no había visto en dos años. Estaba más delgado y parecía bastante frágil, pero en sus ojos se reflejaba la misma determinación férrea de siempre.
–¿Estás seguro de que soy inocente? –le preguntó, con una sonrisita burlona.
–No digas tonterías. Por mucho que me haya comportado como un necio, sigues siendo mi hijo y no me cabe duda de que eres inocente.
John aceptó el ofrecimiento de paz, y le estrechó la mano con calidez y respeto.
–Me alegra volver a verte –lo dijo con formalidad, pero en su voz se reflejaba una emoción sincera.
–Lo mismo digo –le contestó su padre, con una pequeña sonrisa.
Maude no pudo seguir conteniéndose, y exclamó exasperada:
–¡Qué absurdos sois los hombres!, ¿a qué viene tanta formalidad? –pasó junto a su marido, y le dio un fuerte abrazo a su hijo–. Te has metido en un lío enorme, querido mío, pero no te preocupes… te sacaremos de esta aunque tengamos que sobornar a un juez o amenazarle a punta de pistola.
–¡Mamá! –John se echó a reír mientras seguía abrazándola con fuerza.
–Ahora que lo pienso, un pretendiente que tuve cuando iba al colegio es juez. El problema está en que ejerce en Florida, así que dudo que pueda ayudarnos.
–La verdad será ayuda suficiente –le aseguró su marido–. ¡Y deja de alardear de tus antiguos pretendientes delante de mí, descarada!
Mientras su madre reía como una colegiala, John fijó la mirada en Claire. El corazón se le aceleró solo con verla, y se dio cuenta de lo mucho que la había echado de menos. La contempló con ojos brillantes de emoción, embargado por la felicidad más grande que había sentido en toda su vida, pero su ánimo decayó de inmediato al ver que ella alzaba la barbilla y le miraba con claro resentimiento; a juzgar por aquella actitud beligerante, estaba claro que seguía guardándole rencor por todo lo que había pasado.
Se dio cuenta de que tendría que lograr que ella dejara atrás esos resentimientos, y que eso iba a llevar su tiempo, pero estaba dispuesto a hacer lo que fuera con tal de recuperarla y tenía mucho tiempo por delante… suponiendo que no le lincharan, claro.
–¿Qué haces con mis padres?
–Ha estado viviendo con nosotros en casa –admitió Clayton.
–Supuse que jamás se te ocurriría buscarme allí.
–Y acertaste de pleno, ¡no tenía ni idea de dónde estabas! –exclamó, ceñudo.
–Como recordarás, estabas ocupado con la señora Calverson justo antes de que me marchara, así que pensé que no me echarías de menos –le contestó ella, con voz queda.
Maude se interpuso entre los dos, y les recordó con voz suave:
–Este no es el lugar adecuado para esta conversación.
John cedió a regañadientes, aunque seguía enfadado por el comentario de Claire.
–Tienes razón, mamá. Gracias a todos por venir.
–Las familias deben permanecer unidas en los momentos difíciles –le dijo ella.
Dennison se acercó a ellos en ese momento y comentó con calma:
–Ya he pagado la fianza. Eres libre de momento, John. Venga, vámonos.
Salieron a la calle y tuvieron que apretujarse un poco al entrar en el carruaje que les esperaba, pero se las arreglaron para caber todos. Mientras se dirigían hacia el hotel más grande de la ciudad, Claire miró a su marido y le preguntó:
–¿Sigues viviendo en el apartamento?, ¿Chester está bien?
–La respuesta es afirmativa en los dos casos. La señora Dobbs no me ha echado a pesar de que tengo en contra a la opinión pública, es una mujer de armas tomar.
–Nosotros nos alojaremos aquí –dijo Clayton, cuando el vehículo se detuvo frente al hotel–. Vete con John y haz que se asee, Claire. Venid a cenar esta noche con nosotros.
Claire se sintió incómoda ante aquella situación, y dijo vacilante:
–No creo que…
John se apresuró a intervenir antes de que pudiera inventar una excusa para no ir con él.
–Sí, será lo mejor. Claire y yo tenemos que hablar largo y tendido.
–¿Ah, sí? –le preguntó ella con frialdad.
Maude y Clayton bajaron del carruaje, y John se reclinó en el asiento con la mirada puesta en su mujer cuando el vehículo puso rumbo a la casa de la señora Dobbs. Estaba muy elegante ataviada con un vestido oscuro y el pelo sujeto con un recogido impecable, y a pesar de lo distante que se mantenía y del hecho de que había accedido a acompañarle a regañadientes, era maravilloso volver a tenerla a su lado. ¡Cuánto tiempo había perdido por ser tan necio! Claire había acudido en su ayuda y le apoyaba en aquel momento tan crítico, pero estaba convencido de que Diane en su lugar le habría abandonado.
–Gracias por regresar y por traer a mis padres, estoy en deuda contigo. Llevaba algún tiempo sin hablarme con ellos.
–Sí, ya lo sé.
–¿Te ha hablado mi padre del tema?
Al ver que insistía en hablar, ella se volvió a mirarle y le contestó con calma:
–Me lo contó todo, al igual que tú. Él mismo te dirá cuánto lamenta haberte culparte por algo que no fue más que la voluntad divina. Se ha reconciliado con Dios, y ahora desea hacer lo mismo contigo. Ha estado muy enfermo, pero ha ido mejorando en los últimos tiempos.
–Seguro que gracias a ti –comentó, sonriente, con toda sinceridad–. Tienes un gran corazón, Claire. Habría que ser de piedra para no tomarte cariño.
–Te lo agradezco –lo dijo con formalidad y contempló a través de la ventanilla las casas, que ya tenían las luces encendidas.
–Le pedí a uno de los detectives de la agencia Pinkerton que averiguara tu paradero.
–¿Por qué?
–Pues porque estaba preocupado por ti, por supuesto. No tenía ni idea de dónde estabas, ni siquiera sabía si te había pasado algo –apartó la mirada antes de admitir con rigidez–. Además, te echaba de menos.
–Supongo que Kenny te habría dicho dónde estaba si se lo hubieras preguntado, aunque yo le había pedido que no lo hiciera.
–¿Crees que iría a preguntarle por el paradero de mi esposa a ese mequetrefe remilgado? –sus ojos relampaguearon mientras luchaba por controlar la furia que sentía.
–Puede que sea remilgado, pero es mi amigo; ¡de hecho, ha sido mucho mejor amigo que tú!
–¿Ah, sí?
A Claire no le sorprendió que volviera a hacer gala de su arrogancia, pero lo que sí la tenía desconcertada era que parecía celoso. Se dijo que aquello era imposible, que la mera idea era una absurdez, y suspiró con cansancio antes de decir sin inflexión alguna en la voz:
–No hace falta que finjas que sientes algo por mí. He vuelto por una simple cuestión de lealtad, porque no podía dejarte solo en un momento tan difícil. No tenía ni idea de que te acusarían de cometer un desfalco en tu propio banco, es un disparate. Me vi obligada a regresar para defenderte, es mi obligación como esposa tuya.
Aquellas palabras fueron como una puñalada en el corazón. Le dolió saber que ella había vuelto por obligación, albergaba la esperanza de que hubiera sido por amor.
–Entiendo.
Claire se sintió aliviada al ver que había logrado convencerlo con aquella sarta de mentiras. Estaba convencida de que él seguía enamorado de Diane, y no quería que se diera cuenta de lo mucho que le amaba.
–Tus padres tuvieron la amabilidad de darme alojamiento, y de hacerme sentir como en casa mientras decidía lo que iba a hacer. No te preocupes por mí, ahora sí que puedo salir adelante por mí misma.
–¿Con la ayuda de tu amiguito Kenny? –le preguntó él, con voz gélida.
–Pues… en cierto sentido, la verdad es que sí –alzó la barbilla antes de confesar–: Kenny me presentó a un hombre de Nueva York que estaba interesado en los vestidos de noche que diseño. Voy a tener mi propia fuente de ingresos, así que mi bienestar ya no es de tu incumbencia. A partir de ahora puedes centrar toda tu atención en Diane.
Él la miró sin entender ni una palabra. ¿Quería hacerle creer que un misterioso neoyorquino estaba interesado en los diseños de una desconocida de Georgia? Y por cierto, ¿a qué vestidos de noche se refería? Jamás la había visto confeccionar nada parecido en su máquina de coser… aunque era consciente de que sabía de costura, al igual que la gran mayoría de mujeres; aun así, las mujeres que pertenecían a la clase social de Claire no solían confeccionarse su propia ropa, porque les resultaba mucho más cómodo comprar las prendas hechas.
En todo caso, no se creyó aquella mentira tan elaborada y absurda. Era obvio que se la había inventado para salvaguardar su propio orgullo y convencerlo de que renunciara a ella.
–Diane está casada, Claire.
–No creo que su matrimonio dure mucho más si se confirma que su marido fue el que robó el dinero, ¿crees que estaría dispuesta a seguirlo hasta los confines de la Tierra, al margen de que sea inocente o culpable? Por mucho dinero que haya robado Calverson, ella jamás se conformaría con vivir huyendo de la ley, porque lo que le importa por encima de todo es dárselas de gran dama y presumir de su importante apellido.
A John le sorprendió su perspicacia, la facilidad con la que ella había visto algo que él acababa de descubrir por las malas.
–Eli me ha acusado de haber robado el dinero, y asegura que Dawes era mi cómplice.
–Seguro que el señor Dawes dejará clara tu inocencia, y…
–Dawes ha desaparecido. Estaba en libertad bajo fianza, y dicen que se ha marchado de la ciudad. Nadie sabe dónde está, aunque Calverson ha asegurado que regresará a tiempo de declarar contra mí.
–Has mencionado a un detective…
–Sí, la policía contactó con la agencia Pinkerton por sugerencia mía, y dio la casualidad de que un viejo amigo mío del Ejército que trabaja para ellos iba a venir a la ciudad para participar en una convención. Es el mejor investigador que conozco, consiguió que Dawes confesara ante la policía y estaba recavando pruebas contra Calverson cuando me arrestaron; de hecho, anoche mismo fue a visitarme a la cárcel.
–¿No vive en Atlanta?
–No, en Chicago, pero va a colaborar con los detectives de aquí. Se llama Matt Davis. Seguro que te cae bien, es un tipo bastante inusual.
–¿En qué sentido?
–Espera y verás.
La señora Dobbs salió a recibirlos en cuanto el carruaje se detuvo frente a su casa, y bajó a toda prisa los escalones de la entrada.
–¡Cuánto me alegro de tenerles de vuelta a los dos! Estoy convencida de su inocencia, señor Hawthorn, y así se lo he hecho saber a todo el mundo. ¿Conoce a un tal Davis? Espero que sí, porque está esperándole en la sala de estar –se inclinó hacia delante antes de añadir en voz más baja–: Se parece al hombre que sale en las monedas de cinco centavos, ¡creo que es un indio!
–Lo es… sioux, concretamente.
–¿En serio? –le preguntó Claire, atónita.
–Sí, ven a conocerle.
–Señor Hawthorn, ¿ese amigo suyo no va a…? Es decir, ¿está seguro de que no…?
Al ver lo aturullada que estaba la casera, John sonrió y le dijo en tono de broma:
–Recuerde lo de la hermandad universal, señora Dobbs, lo de perdonar y olvidar. Ahora todos somos amigos.
–¡Eh… sí, por supuesto que sí! –la mujer se remangó la falda para subir los escalones antes de añadir–: Solo espero que él esté enterado de eso.
Matt sonrió al verles entrar en la sala de estar, y se acercó a estrecharle la mano a John.
–Me alegra volver a verte en libertad.
–Y a mí me alegra estar fuera.
Matt procuró que su rostro no reflejara expresión alguna cuando miró a Claire y comentó:
–La elusiva señora Hawthorn, supongo.
–Sí. ¿Cómo está usted, señor Davis? –Claire intentó ocultar la curiosidad que sentía. Davis era un hombre de tez muy oscura y pelo negro, lacio y largo, vestía un traje caro, y llevaba el pelo sujeto en una coleta impecable.
–Muy bien, gracias –la contempló por unos segundos más, y decidió que no hacía falta decirle a John que Kenny Blake le había revelado su paradero. Lo importante era que ella ya había regresado. Se volvió hacia él, y comentó–: Me he enterado en comisaría de que tu padre ha pagado tu fianza, y he venido a decirte que le he echado un vistazo a los archivos de la agencia para ver si encontraba algún dato sospechoso sobre el pasado de Calverson. De momento he averiguado una única cosa que podría servirnos de utilidad, y ha sido gracias al reportero que escribió el único artículo en el que se ponían en duda las acusaciones de ese tipo; al parecer, estuvo bajo sospecha en Maryland por un supuesto desfalco a un banco de allí. Al final se retiraron los cargos por falta de pruebas, pero un joven empleado del banco fue declarado culpable del robo y pasó un tiempo en prisión hasta que se demostró su inocencia. Fue justo antes de que Calverson abriera el Peachtree City Bank aquí.
–Está claro que tiene experiencia a la hora de culpar a otros por sus delitos –masculló John.
–Habrá quien piense que se le acusó injustamente, pero a mí me parece que es una técnica que le resulta muy eficaz. Podría salirse con la suya aquí también si no logramos pillarle con el dinero.
–¿Hay alguien vigilando su casa? –le preguntó Claire de improviso.
–¿Disculpe?
–Dudo que piense quedarse en la ciudad si es culpable, seguro que sabe que la acusación contra John acabará por desmontarse. O tiene el dinero consigo, o lo ha guardado en algún sitio, así que no me extrañaría que intentara escabullirse en medio de la noche. Ya ha conseguido que las sospechas recaigan sobre John, así que es probable que piense que es el momento perfecto para huir; al fin y al cabo, todo el mundo sabe que ha estado en su casa, ha tenido dos reuniones con periodistas allí.
–Tiene parientes en Charleston que estarían dispuestos a darle cobijo, a ayudarle a zarpar rumbo a algún puerto lejano –apostilló John–. Creo que Claire tiene razón, que lo más probable es que intente huir. Habría que vigilar su casa.
–Me encantaría encargarle la tarea a alguno de mis hombres, pero esta es una comunidad pequeña donde todo el mundo se conoce. Los vecinos notarían enseguida la presencia de un desconocido, por muy cuidadoso que fuera. También puedo apostar a alguien en la estación de ferrocarril, pero sería imposible mantenerle allí de forma indefinida.
–Déjelo en mis manos, señor Davis –le dijo Claire, sonriente–. Se me ha ocurrido una forma de mantener vigilada la casa del señor Calverson sin que él se dé cuenta.
–¿Qué piensas hacer? –le preguntó John.
–Espera y verás.