CAPÍTULO 5

Claire averiguaba cosas nuevas sobre su marido día a día. Era un hombre estudioso y callado en gran medida, le gustaba jugar al ajedrez y le encantaban las vías férreas y los ferrocarriles. Cuando estaba en casa le encontraba a menudo en el balcón, viendo cómo avanzaban poco a poco por las vías camino de las zonas de carga y descarga. A lo mejor había soñado de niño con llegar a ser maquinista.

Él nunca le hablaba de su pasado, pero de vez en cuando se le escapaba algún comentario sobre cosas que había aprendido durante su estancia en el Ejército. Sabía, por ejemplo, cuáles eran los diferentes tipos de medallas, y cómo distinguir un uniforme de otro. También tenía amplios conocimientos sobre historia militar, leía bastante sobre estrategias y tácticas, y parecía encantarle revisar su colección de biografías sobre grandes líderes militares.

Era muy puntilloso en cuanto a su aspecto, siempre llevaba el pelo limpio y peinado, las uñas inmaculadas y bien cortadas, los zapatos relucientes, y la raya del pantalón perfecta. A lo mejor nunca iba desarreglado o con la ropa arrugada por influencia de aquel pasado en el Ejército del que nunca quería hablarle.

Ella era consciente de que había muchas cosas que desconocía de su marido. Sentía curiosidad por saber si había habido otras mujeres aparte de Diane en su pasado, pero había deducido por lógica que sí… a veces la miraba con una expresión sensual que la derretía, y estaba claro que no había aprendido a mirar así en el banco.

Siempre le abría las puertas y la ayudaba a subir a los carruajes, y en las escasas veces en que habían salido a pasear juntos, se colocaba en el lado de la acera que daba a la calle. Estaba claro que su familia le había inculcado unos modales exquisitos. También tenía un concepto muy firme del bien y del mal, y era muy honesto.

Pero, a pesar de todo, mantenía las distancias con ella y no había vuelto a besarla ni a acariciarla. No parecían marido y mujer, se había apartado de ella justo cuando empezaban a tener un acercamiento.

Entendía en parte su actitud, porque estaba enamorado de Diane y a lo mejor había sentido que estaba siéndole infiel al besarla a ella, por mucho que fuera su esposa. Era muy triste que se hubiera casado con ella estando tan enamorado de otra, pero lo trágico de verdad era el hecho de que ella le amara con todo su corazón. Él era consciente de que jamás había habido ningún otro ni en su vida ni en sus pensamientos, quizás se sintiera halagado por ello… aunque, por otro lado, debía de resultarle muy desagradable ser responsable de la felicidad de una mujer por la que no sentía nada, alguien a quien no podía amar.

A pesar de la cortesía con que la trataba, los detalles del día a día que tanto valor tenían para una mujer brillaban por su ausencia. Nunca le regalaba flores ni pequeñas naderías, nunca la buscaba para charlar y pasar un rato a su lado. No la había llevado ni a la ópera ni al teatro, solo la llevaba a algún restaurante cuando se trataba de una comida de negocios. Jamás hacía comentarios positivos sobre su ropa, ni la piropeaba.

Solo en una ocasión llegó a vislumbrar al John de verdad, al hombre que se ocultaba bajo una máscara intangible: cuando un hombre alto, delgado, moreno y de ojos verdes vestido de uniforme llegó a la casa preguntando por él.

–Mi marido está trabajando, en… en el Peachtree City Bank –alcanzó a decir, desconcertada.

El desconocido, que había adoptado una pose muy formal con la gorra bajo el brazo, esbozó una sonrisa y comentó con ojos chispeantes:

–¿Es usted su esposa? Debo admitir que me alivia ver que no es rubia y menudita, señora. La última vez que vi a John, estaba sufriendo por la pérdida de su antigua prometida y amenazando con pegarle un tiro a su marido.

Claire no tenía ni idea de aquello, y sintió que se le caía el alma a los pies; el hombre debió de darse cuenta de que había metido la pata, porque se apresuró a decir:

–Discúlpeme, por favor. Permita que me presente: soy el teniente coronel Chayce Marshal, del Ejército de los Estados Unidos –le entregó su tarjeta de visita, y la saludó con una reverencia formal–. Estuve destinado en Filipinas, pero me hirieron y he estado convaleciente hasta hace poco. Me incorporaré en breve a mi siguiente destino, pero he querido venir a ver a John antes de marcharme de la ciudad. Me temo que tengo muy poco tiempo.

–¿Le apetece tomar un té o un café conmigo? –ni ella misma se dio cuenta de lo esperanzada que parecía. Llevaba una vida muy monótona, solo se relacionaba con el pequeño círculo de mujeres con las que colaboraba para causas benéficas.

–Será un placer. ¿Tiene alguna forma de avisar a John de que estoy aquí?

–Sí, la señora Dobbs tiene un teléfono. Le pediré que llame al banco.

–Perfecto –le contestó él, con una enorme sonrisa.

La señora Dobbs se ofreció a servirles la comida del mediodía, porque ya era bastante tarde, pero el recién llegado declinó la oferta y les aseguró que un café le parecía suficiente. La casera entró minutos después al saloncito con una bandeja que contenía el café y unas porciones de bizcocho, y comentó:

–El señor Hawthorn se ha alegrado mucho al saber que está aquí, ya viene de camino.

–Gracias… y gracias también por este festín.

–No es más que bizcocho y un poco de pan recién horneado, pero espero que le resulte pasable.

Claire se echó a reír, y comentó sonriente:

–No diga tonterías, señora Dobbs. Todo lo que prepara está delicioso.

–Gracias, Claire, se lo agradezco. Si necesitan cualquier cosa, estaré en la cocina.

–¿Cuánto hace que John y usted se casaron? –le preguntó el coronel a Claire, mientras esta servía el café.

–A ver… ya estamos en la segunda semana de noviembre, así que pronto harán dos meses.

–Ah. ¿Esta casa les pertenece?

–No, John tiene en alquiler unas habitaciones de la segunda planta –tenía la mirada fija en las delicadas tazas de porcelana que estaba llenando de café, así que no vio la expresión de sorpresa que puso su invitado–. Me dijo que no hacía falta comprar una.

–Gracias –aceptó la taza que ella le alargó, y no le añadió leche ni azúcar. La contempló con expresión pensativa durante unos segundos, y notó lo pálida que estaba–. ¿Hace mucho que le conoce?

–Varios años. Mi tío falleció hace poco, pero les unía una buena amistad además de la relación que tenían como banquero y cliente. Me quedé desamparada tras su muerte, y acepté la proposición de matrimonio de John –alzó la mirada, y añadió con una pequeña sonrisa llena de melancolía–. Como ya habrá supuesto, el nuestro no es un matrimonio por amor, sino un mero acuerdo de conveniencia.

Él optó por tragarse el comentario que tenía en la punta de la lengua, y permaneció callado.

–Discúlpeme, pero es que me ha dado la impresión de que le sorprendía que John se hubiera casado con una mujer tan anodina como yo.

Su franqueza le sorprendió, y contestó con galantería:

–No me parece nada anodina, se lo aseguro –la observó con una mirada penetrante antes de añadir–: Me cuesta creer que John se casara con alguien por pura lástima.

–Ese no fue su único motivo. Circulaban rumores escandalosos sobre su relación con su antigua prometida, que está casada.

–Entiendo. Me complace que confíe en mí lo suficiente como para ser tan sincera conmigo, a pesar de que acabamos de conocernos.

–La sinceridad es uno de mis defectos, no considero necesario rehuir los temas desagradables. A lo mejor puedo resultar un poco ofensiva, pero la gente siempre sabe a qué atenerse conmigo.

Él se echó a reír antes de admitir:

–John y yo nos hicimos amigos cuando coincidimos en el Ejército justo por eso, porque los dos dejábamos claro lo que pensábamos. En eso somos idénticos. Nunca le he oído decir una mentira, dudo que sea capaz de hacerlo.

Claire tuvo que admitir para sus adentros que con ella había sido sincero en cuanto a lo que sentía por Diane. Tomó un poco de café antes de preguntar:

–¿John era un buen soldado?

–Un buen oficial, y sí, sí que lo era. La vida militar estaba hecha a su medida. Creo que le dolió mucho renunciar al Ejército, pero no podía soportar los recuerdos.

–¿A qué recuerdos se refiere?

–No puedo revelarle los secretos de su marido, eso le corresponde a él.

–En ese caso, tenga por seguro que jamás llegaré a enterarme. Nunca me cuenta nada sobre sí mismo.

–Se casaron hace muy poco, espere unos años.

–¿Cree que el paso del tiempo hará que se abra más?, no sea iluso. Todo lo que sé lo he averiguado observándole. Le gusta la historia militar, y también las biografías y los trenes.

–Eso es cierto –admitió él, sonriente–. John conoce casi todas las líneas férreas de esta parte del país y sus rutas, y también se sabe los nombres de algunos de los maquinistas. Es todo un experto en la historia de la Georgia colonial, y posee conocimientos básicos sobre los enfrentamientos entre la milicia georgiana y los creeks, los cherokees y los seminolas.

–¡Qué interesante!

–Le sugiero que algún día, cuando le haga falta un tema para matar el tiempo, le pregunte sobre los «bastones rojos».

Claire se inclinó hacia delante, y le preguntó con interés:

–¿Quiénes eran?

–Renegados que abandonaron sus tribus y formaron una confederación para intentar derrotar a los blancos que estaban adueñándose de las tierras de sus ancestros, ¿sabía que Baton Rouge significa «bastón rojo»?

–¡Qué interesante! A John también le gustan los barcos, tiene una maqueta muy detallada del Cutty Sark dentro de una botella.

–Sí, él mismo la construyó.

–¡Pero si es pequeñísima! –exclamó, atónita.

–Le encanta navegar. El océano le fascina, pero no quiso entrar en la Marina porque habría tenido que pasar demasiado tiempo en alta mar. Siempre ha sido un gran jinete y ya montaba a caballo antes de alistarse, fue oficial de caballería.

–Me parece que ahora no monta nunca.

–Tuvo una mala experiencia en Cuba con un caballo, el animal se encabritó en plena batalla y le derribó. A John se le quedó atrapada la pierna, y el ejército enemigo se acercó demasiado. Varios compañeros fuimos a rescatarle, pero jamás olvidó el incidente y creo que ahora detesta a los caballos.

–No sabía que hubiera caballos en Cuba.

–Se enviaron monturas para los oficiales, pero por desgracia, muchos acabaron sirviendo de alimento después de la guerra, cuando la comida escaseaba y la gente estaba hambrienta.

–En el periódico local se publicaron muchos artículos sobre historias tristísimas durante la guerra, y tengo la impresión de que la cosa fue incluso peor en Filipinas.

–Sigue siéndolo –los horrores que había presenciado en aquel conflicto, que aún no había acabado, se reflejaron por un instante en sus ojos. Lo que había visto no era apto para contárselo a una mujer. Lo de Cuba había sido horrible, pero lo de Filipinas era un verdadero infierno–. Lamento no haber podido regresar allí para apoyar a mis hombres, el destino me jugó una mala pasada al decidir que me hirieran.

–¿No va a regresar?

–No, tengo un genio vivo y la valentía que me dan mis convicciones –sonrió de oreja a oreja al admitir–: Me he granjeado la enemistad de quien no debía, y me han asignado el puesto de instructor de un grupo de cadetes inexpertos. Le pido a Dios que consiga entrenarles bien para que no mueran al entrar en batalla, tal y como les pasó a muchos de los jóvenes cadetes que tenía bajo mi mando.

–Debió de ser una época horrible.

–Lo fue. La guerra no tiene nada de gloriosa, señora Hawthorn. No es más que una máscara reluciente que oculta una terrible herida ensangrentada –soltó una carcajada, y añadió sonriente–: Disculpe que me ponga tan poético.

–Podría escucharle todo el día, ¡cuánto sabe! –exclamó, con el rostro iluminado por una sonrisa.

Él dejó de bombardearla con información, y la contempló en silencio mientras pensaba para sus adentros que se ponía muy guapa cuando estaba animada; además, jamás había encontrado una mujer que escuchara con tanto interés.

–John tiene suerte de tener a alguien tan dispuesto a escucharle –comentó.

–Supongo que nunca le han faltado mujeres dispuestas a hacerlo –contestó ella con amargura.

Él carraspeó un poco y tomó un poco más de café, porque no estaba dispuesto a meter el pescuezo en esa trampa.

–Le he incomodado, ¿verdad? Discúlpeme, tiendo a hablar más de la cuenta –se apresuró a decir ella, contrita.

–He pasado la mayor parte de mi vida en el Ejército, así que dudo que haya algo que pueda incomodarme a estas alturas… pero puede intentarlo si quiere –añadió, con ojos chispeantes.

–¿Está flirteando conmigo, coronel? –le preguntó, ruborizada.

Por desgracia, John apareció en la puerta en ese preciso momento, y su estado de ánimo no mejoró lo más mínimo al ver las mejillas sonrosadas de Claire y la expresión traviesa del coronel. Había tenido una mañana complicada, y el día parecía ir a peor; aun así, se tragó la irritación que sentía y se acercó a saludar a su antiguo compañero con fingida alegría.

–Hola, Chayce –le estrechó la mano, y le dio unas palmaditas en la espalda con afecto sincero–. Dios, hacía mucho tiempo que no nos veíamos.

–Dos años. Me alegra verte, amigo mío. Voy camino de Charleston, pero se me ocurrió pasar a saludarte al pasar por Atlanta.

–¿Te han destinado a Charleston?

–Sí, voy a ser instructor de cadetes –Chayce esbozó una sonrisa carente de humor al añadir–: Qué ironía, ¿verdad? ¡Después de años en las líneas de combate! Es que me granjeé algunos enemigos en Washington por expresar mi opinión.

–No me extraña, nunca te callaste lo que pensabas.

–Mostré mi apoyo a William Jennings Bryan demasiado abiertamente, y me uní al movimiento antiimperialista. Los oficiales de mayor edad pensaron que tendría que haberme quedado callado, y ahora que McKinley acaba de ganar las elecciones estoy desacreditado.

–Tus opiniones políticas deberían ser asunto tuyo y de nadie más, y que conste que lo digo a pesar de que yo apoyé a McKinley.

–Sí, porque Roosevelt ganó la vicepresidencia. Serviste a su lado, ¿verdad? –al ver que John asentía, añadió sonriente–. En fin, cada cual puede tener las convicciones que quiera.

–¡Exacto! –John se sentó y aceptó la taza de café que Claire le ofreció, pero estaba demasiado indignado como para mirarla a la cara. Nunca había flirteado con él, pero parecía encantada de hacerlo con Chayce, que sí que era un mujeriego–. ¿Qué es lo que vas a enseñar? –le preguntó a su antiguo compañero.

–Estrategia y tácticas. He aprendido mucho de algunos de los soldados de carrera que conocí mientras servía en Arizona y en Filipinas, muchos de ellos eran veteranos de las guerras indias del Oeste. Ni te imaginas la astucia que mostraban en las batallas esos indios de las llanuras, y Gerónimo fue un quebradero de cabeza para el Ejército hasta que se rindió al fin en el ochenta y seis. Yo estuve destinado en Arizona, pero nunca luché contra los indios… aunque serví con hombres que sí que lo hicieron.

–Me acuerdo de uno de ellos… Jared Dunn, vive en Nueva York. El año pasado me envió una postal navideña.

–A mí también. Era todo un personaje, espero que haya guardado el arma para siempre.

–¿Su arma reglamentaria?

–No, el revólver que usó tanto en su época de pistolero como después, cuando fue ranger de Texas. Podría decirse que llevó una vida pintoresca antes de sentar la cabeza y dedicarse a la abogacía en Nueva York.

–No sé hasta qué punto lo ha hecho, sigue teniendo fama de disparar con una puntería endemoniada cuando le hace falta; además, acepta muchos casos fuera de la ciudad.

–A mí no me gustaría tener un trabajo como el suyo, la ley es árida y seca. Prefiero la vida militar, ¿tú no la echas de menos?

–No hay ni un solo día en que no la eche de menos, pero sabes bien por qué no puedo retomarla –le contestó John con sequedad.

–El tiempo cura todas las heridas, y tenías una hoja de servicios ejemplar. Un viejo coronel me comentó que aún lamentaba que decidieras no volver a alistarte después de que te hirieran, cuando decidiste ingresar en Harvard.

–¿Te refieres al coronel Wayne?

–Exacto. Era un comandante excepcional, jamás lograré aprender todo lo que sabe sobre escaramuzas en primera línea de batalla. Ahora vive en su rancho de Montana, y no tiene intención alguna de mudarse al Este.

–¿Cómo va a sentarte vivir en Charleston después de estar en Arizona?

–Pues supongo que igual que les sentó a Gerónimo y a sus apaches chiricahua que les recluyeran en el fuerte Marion. A la gente de secano no nos gusta la humedad.

–Charleston tiene cosas buenas, yo viví varios años allí y me encantó –le aseguró John.

–Lo que te encantó era el mar, me acuerdo de cuando me contabas que solías salir a navegar con tu padre y tus hermanos de niño. Pero yo lo detesto.

–Vas a tener muchos años para acostumbrarte.

–Espero que no.

–Dale tiempo, acabarás por ganarte de nuevo un buen puesto.

–Eso me han dicho.

Al cabo de un rato, Chayce comentó que tenía que marcharse para no perder el tren, y le acompañaron a la calle. Le estrechó la mano a John antes de subir al carruaje que iba a llevarle a la estación, y le dijo sonriente:

–Cuida de tu esposa, es un verdadero tesoro.

–Gracias, coronel. Ha sido un placer haberle conocido, venga a visitarnos de nuevo cuando vuelva a pasar por la zona.

–Puede que para entonces ya tengáis una casa propia y un montón de hijos jugando en el jardín –lo dijo sin mirar a Claire, con los ojos fijos en su antiguo compañero, pero se volvió hacia ella al añadir–: Dele las gracias a la señora Dobbs por el delicioso pastel, Claire. Cuídese, hasta la vista.

John le echó un vistazo a su reloj de bolsillo antes de decir:

–Voy contigo hasta el banco, tengo que regresar al trabajo. Llegaré tarde, Claire. No me esperes para cenar –subió al vehículo tras Chayce, y cerró la portezuela sin más.

Ella se quedó allí plantada, siguiéndolo con la mirada. Había averiguado algo más sobre su marido, pero no iba a servirle de nada. John le habría explicado todo aquello por sí mismo si sintiera algo por ella, pero había tenido que enterarse por medio de un viejo amigo suyo.

John la sorprendió al día siguiente al ofrecerse a sacarla a pasear. Llegó del banco justo al mediodía, y alquiló un carruaje con cochero.

–He pensado que te gustaría salir un rato de casa –le explicó, al ver lo sorprendida que estaba.

–Pe… pero si nunca vamos juntos a ningún sitio.

–Fuimos a la velada social del sábado que organizó el banco.

–Sí, es verdad.

Después de ayudarla a subir al carruaje, hizo lo propio y contempló con aprobación el traje sastre negro ribeteado en blanco y el sombrero a juego que se había puesto. Claire sabía vestir increíblemente bien… cuando no estaba trasteando con aquel automóvil absurdo ni montando aquella dichosa bicicleta. A pesar de que solo circulaba con ella por el jardín de la casa, se caía a menudo y aquel trasto era muy alto, pero se sentía un poco culpable porque le había pinchado una rueda a propósito y se había negado a repararla con la excusa de que estaba muy ocupado. Ella no entendería que estaba preocupado por su bienestar, pero lo cierto era que la mera idea de que pudiera resultar herida física o mentalmente le aterraba cada vez más.

Mientras paseaban en el carruaje se pusieron a charlar sobre Atlanta y su tempestuoso pasado, sobre acontecimientos recientes como la inusual casa de Peachtree Street, «la casa que construyó Jack», y sobre el famoso coche de cuatro caballos del Club de la Conducción en el que un militar retirado paseaba a jóvenes debutantes y a dignatarios extranjeros. Era un vehículo de aspecto regio con un tiro de cuatro caballos blancos, y tocaba a su paso una trompeta de plata.

–Es una ciudad fabulosa –comentó Claire.

–Sí, y con un futuro muy prometedor. En el banco concedemos préstamos tanto a largo como a corto plazo a multitud de negocios, y las cifras muestran grandes beneficios –era cierto, al menos sobre el papel, pero había empezado a tener algunas dudas sobre las finanzas del banco que no iba a comentar con ella.

–¡John! –le agarró el brazo de forma instintiva al ver que un carruaje que tenían justo delante golpeaba a un perro y continuaba como si nada–. ¡Pobrecito, lo han dejado tirado en la cuneta! ¡Corre, dile al cochero que pare!

–Por supuesto –estaba tan indignado como ella por lo que acababa de presenciar. Golpeó el techo del carruaje con el bastón antes de quitarse la chaqueta, dejó la prenda a un lado del asiento, y fue tras su mujer mientras se remangaba la camisa.

Al llegar junto al animal, que estaba aullando de dolor, se arrodilló junto a él y palpó con cuidado para ver si tenía rota una costilla o una pata. El pobre perro gruñó un poco e intentó morderle, pero sin muchas fuerzas.

–Es la pata, necesito una tablilla y algo para vendársela.

–Le duele mucho.

–Sí, ya lo sé, pero eso no puedo evitarlo.

–¡Beauregard! –el grito procedía de una anciana menuda de pelo blanco y bastón que se acercaba sollozante por el camino de entrada de una mansión imponente–. ¡Dios mío!, ¡Dios mío! –se secó las lágrimas antes de preguntarle a John con resignación–: ¿Va a morir?

–No, solo tiene una pata rota que le duele mucho. ¿Tiene vendas y algo con lo que pueda entablillarle la pata?

–¿Es usted doctor?

–No, pero he atendido a unos cuantos heridos a lo largo de mi vida y sé lo que hay que hacer. No se preocupe, yo lo meteré en su casa.

–Va a mancharse, joven.

Él soltó una carcajada antes de contestar sonriente:

–Sí, es lo más probable –alzó con mucho cuidado al pobre animal, que seguía gimoteando pero no intentó morderle.

Claire miró con adoración a su marido. Siempre le había considerado un hombre considerado, pero le llegó al corazón verle comportarse con tanta ternura. Mientras iban hacia la casa, ella se encargó de intentar calmar a la anciana hablándole de mascotas suyas que habían sobrevivido a percances peores, y para cuando llegaron la mujer ya había dejado de llorar.

–No saben cuánto les agradezco que se hayan parado a ayudarle –les dijo, mientras subían los escalones de la entrada–. Beauregard fue un regalo de mi difunto marido, es todo lo que tengo. He visto lo que ha pasado, el carruaje que le ha atropellado y ha seguido como si nada pertenece a un banquero, un tal Wolford.

–Lo conozco, es la competencia de mi banco –apostilló John.

–Ese hombre no le prestaría ni un centavo a un mendigo hambriento. ¿En qué banco trabaja usted, joven?

–Soy el vicepresidente del Peachtree City Bank.

–Ah.

A John le llamó la atención la sonrisa que esbozó la mujer, pero estaba demasiado ocupado con el perro como para intentar descifrarla. Tumbó al animal en el porche, y le entablilló la pata cuando la anciana se encargó de que le llevaran todo lo necesario.

–Beauregard vive dentro de la casa. Me aseguraré de que esté calentito y no le falte ni comida ni bebida, y no permitiré que camine más de lo necesario. Jamás podré agradecerles lo que han hecho por él.

–No se tome a mal mis palabras, pero puede que se le alivie un poco el dolor si le da un traguito de whisky.

La mujer sonrió al oír la recomendación de John, y comentó:

–Seguiré su consejo, aún conservo varias de las mejores botellas de mi marido –acarició con ternura al perro, que temblaba un poco pero había dejado de gimotear.

–¿Dónde quiere que lo ponga? –le preguntó John, antes de volver a alzarlo en brazos.

La mujer les condujo al interior de la casa. Claire se ruborizó al reconocer a la persona que aparecía en un enorme retrato que colgaba sobre la chimenea encendida, pero permaneció callada mientras su marido tumbaba al perro sobre la alfombra con mucho cuidado.

–Los huesos viejos se enfrían con facilidad, estará muy cómodo cerquita de la chimenea –la anciana le ofreció la mano a John, y se ruborizó cuando este se la besó con sofisticación.

Él sonrió al ver su reacción, y se limitó a decir:

–Espero que se recupere pronto.

–Gracias de nuevo por su ayuda, joven. No olvidaré lo que ha hecho.

–Es lo mínimo que podría haber hecho cualquiera.

–Sí, pero nadie más lo ha hecho –los acompañó hasta la puerta, y permaneció sonriente mientras les veía alejarse.

Claire miró de reojo a su marido poco antes de que llegaran al carruaje, y le preguntó acalorada:

–¿Sabes quién es?

–Por supuesto que sí, pero no tenía ni idea cuando nos paramos. Es todo un personaje y aún se cuentan historias sobre su marido, que fue general en la Guerra de Secesión.

–Sí, ya lo sé, he leído sobre él –también sabía que la anciana era la viuda más rica de toda la ciudad.

Él se echó a reír antes de comentar:

–No sabía de quién eran la casa y el perro. Pobre Wolford, si supiera a quién le pertenece el perro que ha dejado tirado en la cuneta…

–¿Te has fijado en cómo te ha sonreído?

–Sí. Está claro que es una mujer cordial pero vengativa, me temo que el banco de Wolford va a sufrir una gran pérdida.

–¡Le está bien empleado, no tendría que haber seguido adelante como si nada después de golpear a ese pobre animal!

Al llegar al carruaje, John le agradeció al cochero que hubiera esperado con tanta paciencia, y el hombre contestó con pragmatismo:

–No se preocupe, señor. He visto lo que ha pasado, hay que ser muy desalmado para abandonar a un animal que está sufriendo.

–Muy cierto –ayudó a Claire a subir, y subió tras ella. Tenía la camisa manchada y húmeda, y se desabrochó varios botones para poder apartar a un lado la tela mojada.

Claire no pudo evitar fijar la mirada en aquel pecho ancho y cubierto de vello, era la primera vez que veía a un hombre con la camisa desabrochada.

Él enarcó una ceja al darse cuenta de cómo le miraba, y comentó sonriente:

–La vida está llena de lecciones, ¿verdad? –le agarró la mano, y la instó a que la posara contra su musculoso pecho.

Ella no supo cómo reaccionar al hundir la mano en aquel espeso vello oscuro, pero él se la cubrió con la suya y fue guiándola con sensualidad. Mientras deslizaba la palma de la mano por aquella piel cálida notó que a él se le aceleraba la respiración, y al alzar la mirada se quedó atónita al ver el deseo que se reflejaba en aquellos ojos oscuros.

–¿Te… te gusta? –le preguntó, vacilante.

–Sí.

John le agarró la otra mano para que le acariciara con las dos, pero los guantes que ella llevaba le estorbaban, así que se los quitó con rapidez y se los dejó sobre el regazo. Inspiró con fuerza al sentir el contacto de sus manos desnudas contra la piel, y dijo con voz ronca:

–Sí, así es como quería sentir las caricias de tus manos –se inclinó hacia ella y la besó con la boca entreabierta, juguetón y ardiente.

–¡John! –exclamó ella, con un hilillo de voz.

–¡Claire!

La alzó hasta colocarla sobre el regazo, y el beso se volvió profundo e intenso mientras le guiaba las manos. El corazón le martilleó con una fuerza que les sacudió a los dos cuando ella entendió lo que estaba pidiéndole, y al cabo de unos segundos se apartó un poco y la instó a que le acariciara el pecho con los labios. Se arqueó hacia atrás, enfebrecido, y se estremeció al sentirlos contra su piel desnuda.

El carruaje dio una súbita sacudida que les devolvió a la realidad. Se miraron en silencio, y al notar que el vehículo aminoraba la marcha se dieron cuenta de que ya estaban llegando a casa; al ver que ella se apartaba de golpe, acalorada y desconcertada, él le dijo con más compostura de la que tenía en realidad:

–No pasa nada.

Ella recogió su sombrero del suelo y John se bajó las mangas, se abrochó la camisa húmeda y se puso la chaqueta y el sombrero. Estaban hechos un desastre, pero no tuvo más remedio que admitir para sus adentros que le encantaba verla así. Tenía el cuerpo dolorido por el deseo insatisfecho, pero le embargó una mezcla de afecto y diversión al verla tan mortificada.

–Nadie va a regañarnos por nuestro aspecto, Claire. Estamos casados –le aseguró, en tono de broma.

–Ya lo sé –lo dijo con la cabeza gacha, mientras luchaba por volver a ponerse los guantes.

Él le acarició la mejilla con ternura, y le dijo con voz suave:

–Es una delicia besarla, señora Hawthorn. Estás adorable –al ver que ella se ruborizaba y sonreía pero parecía más desconcertada que nunca, soltó una carcajada y añadió sonriente–. Será mejor que entremos ya.

Pagó al cochero, y la ayudó a bajar sin dejar de mirarla con una ternura inusual. Incluso la tomó del brazo mientras entraban en la casa, y solo se detuvieron para intercambiar unas palabras con la señora Dobbs antes de subir al piso de arriba.

Pero cuando llegaron al apartamento se puso esquivo y taciturno de golpe al darse cuenta de que no había pensado en Diane en toda la tarde, le parecía incomprensible haberse comportado así; después de despedirse de Claire con una sonrisa distante, fue a su propio dormitorio con la excusa de que tenía que asearse, y cuando volvió a salir volvía a ser el mismo de siempre… cortés y amable, pero distante, y Claire se preguntó si había soñado lo que había sucedido en el carruaje.

Fue un triste final para un día tan maravilloso.