CAPÍTULO 9

Claire recibió al día siguiente la inesperada visita de Evelyn Paine, que quería pedirle un favor. La dama estaba tan elegante como siempre, llevaba una falda color burdeos con una blusa blanca con volantes y un sombrero de ala ancha a juego con la falda.

–Ya sé que te lo pido con muy poco tiempo de antelación y que estás muy atareada con los vestidos que Jane, Emma y yo te encargamos para el baile del gobernador, pero una amiga mía que vive en Savannah ha venido a visitarme junto con su hija, y le encantaría que hicieras un vestido para la puesta de largo de la joven.

–Lo haré encantada, ¿por qué no me has mandado una nota en vez de venir en persona?

–¿La señora Dobbs está aquí? –le preguntó, mientras lanzaba una mirada a su alrededor.

–No, ha salido a comprar.

–Gracias a Dios. Se trata de un asunto muy delicado que deseaba tratar con discreción, así que tenía que venir a contártelo en persona.

Evelyn se inclinó hacia delante antes de añadir:

—La amiga que viene a visitarme es la madre de tu marido.

Su propio esposo le prohibió que se pusiera en contacto con John y ella le prometió que respetaría sus deseos, pero nada le impide contactar con su nuera.

–¡No sé qué decir!

–Di que sí, Claire. Se aloja en mi casa… al igual que Emily, su hija. Son unas personas encantadoras y están deseando conocerte, vente conmigo a casa ahora mismo.

Claire vaciló por un instante, consciente de que John se enfurecería si se enteraba; además, ¿cómo iba a justificar su ausencia?

Alzó la mirada y suspiró con resignación. Su marido y ella ya estaban tan distanciados, que un problema más no supondría demasiada diferencia.

–De acuerdo –le dijo a Evelyn con firmeza.

Claire no habría sabido decir qué esperaba encontrar. John era alto, moreno y elegante, así que se había hecho una imagen mental de cómo serían sus parientes, pero se equivocó de pleno. La madre de su marido era menuda, rubia y de aspecto frágil, y su hermana Emily era alta y elegante, pero a pesar de ser rubia como su madre, tenía los ojos oscuros.

Se quedaron mirándola durante tanto tiempo, que empezó a sentirse un poco incómoda, pero al final fue su suegra, Maude Hawthorn, quien rompió el silencio al preguntarle vacilante:

–¿Es usted la esposa de John?

–Eso me temo. Supongo que esperaba ver a una mujer bella…

–No diga tonterías –Maude se le acercó sonriente, y la tomó de las manos. La expresión que se reflejaba en sus ojos era tan cálida como sus dedos–. Si algo me sorprende es el buen gusto que ha demostrado tener mi hijo. Evelyn me ha enseñado una muestra de su talento con la aguja, querida, y esa ha sido una excusa más que suficiente para hacerla venir. De verdad que nos encantaría que le hiciera a Emily el vestido para su puesta de largo.

La joven en cuestión se acercó con una enorme sonrisa, y comentó con entusiasmo:

–Sí, nunca antes había visto unos bordados tan elaborados y unos diseños con cuentas tan intrincados –se echó a reír, y añadió con ojos chispeantes–: ¡No esperaba que mi hermanito mayor fuera tan inteligente a la hora de elegir esposa!

–Me temo que no lo hizo por inteligencia, sino por lástima –Claire no se dio cuenta de la amargura que se reflejaba en sus palabras–. Tras la muerte de mi tío Will me quedé sin medios para subsistir. John y él habían mantenido una buena amistad, así que se interesó por mi bienestar.

Maude conocía a su hijo a la perfección, y que ella supiera, jamás había hecho nada tan drástico solo por pena; a juzgar por lo que Evelyn le había contado, aquella joven tenía carácter e integridad y no era ni una interesada ni una cazafortunas… a diferencia de aquella otra, la que había tenido un comportamiento tan escandaloso con su hijo que las murmuraciones habían llegado a sus oídos en Savannah.

–Supongo que John le habrá hablado de nosotras, aunque sea un poco.

Claire no supo qué contestar al verla tan esperanzada, y Evelyn malinterpretó su silencio y apostilló sonriente:

–Si me disculpáis, voy a pedir que nos sirvan té y pastas –al salir cerró la puerta corredera de la sala de estar para darles más intimidad.

Claire se volvió de nuevo hacia Maude Hawthorn, y admitió muy a pesar suyo:

–No sé casi nada de ustedes, John apenas me habla de su familia.

–Ah –la mujer parecía muy dolida.

–Por favor, no se ponga así. John y yo pasamos muy poco tiempo juntos, nuestro matrimonio es de conveniencia –se sentó en el sillón tapizado de terciopelo antes de admitir con tristeza–: Lo cierto es que se casó conmigo para evitar que hubiera más habladurías dañinas que pudieran afectar al banco, al señor Calverson, y a él mismo. Había sido un poco indiscreto, y la gente ya estaba chismorreando al respecto. Yo conseguí un techo bajo el que cobijarme gracias a nuestro matrimonio, y él, protegerse de las habladurías.

Maude se sentó junto a ella, abatida. Había albergado la esperanza de que su hijo se hubiera casado por amor.

–Así que sigue sin poder alejarse de esa mujer, ¿verdad? ¡Tenía la esperanza de que hubiera superado por fin esa atracción tan nefasta!

–Todos la teníamos –admitió Emily, antes de sentarse en la silla de palisandro que había frente al sofá.

–Supongo que ya se ha dado cuenta de que la señora Calverson no es un tema que agrade en mi casa –añadió Maude–. Fue ella la que tuvo la culpa de las primeras fricciones entre mi hijo y mi marido al exigir que John recibiera de inmediato la herencia que le pertenecía. Era imposible que mi marido accediera, y mi hijo lo sabía. Los noventa fueron unos años pésimos para la industria de la banca, ahora es cuando vamos recuperándonos.

A Claire le costaba asimilar todo aquello, y preguntó llena de curiosidad:

–¿Ustedes… su familia… son banqueros?

Maude sonrió con calidez al ver su reacción, y no dudó en explicarle la situación.

–Sí. Mi padre era el presidente del banco más grande de Savannah, y mi marido ostenta en la actualidad la presidencia de la junta de dirección… también pertenece a las juntas de otros tres bancos muy prominentes, uno de ellos de Atlanta. Mi hijo Jason tiene una gran empresa de transporte marítimo y una flota de barcos pesqueros. Estamos muy unidos a él, pero echamos muchísimo de menos a John.

Emily optó por pasar a un tema menos triste, y apostilló sonriente:

–Mi puesta de largo será en el baile benéfico de primavera que se celebra en Savannah, tendría tiempo de sobra para diseñarme un vestido.

–¿Accede a hacérselo? Hemos visto los que ha hecho para Evelyn, y no hay duda de que tiene mucho talento.

–¿Qué pasa si John se entera? Pensará que lo he hecho a sus espaldas, y con razón.

–Está enamorada de él, ¿verdad? –le preguntó Maude con perspicacia.

Claire fue incapaz de mentir, y admitió abatida:

–Con todo mi corazón, aunque eso no me ha servido de nada. Él pasaría por encima de mi cuerpo moribundo con tal de llegar junto a la hermosa señora Calverson. No me hago ilusiones respecto a lo que pueda sentir por mí, porque sé que no siente nada –al ver que su suegra parecía impactada por aquellas palabras, se apresuró a añadir–: Lo lamento si la he escandalizado.

–Ha comentado que John apenas le ha hablado de nuestra familia, ¿está enterada de lo de Robert y Andrew?

–¿Quién…? Ah, sí, sus hermanos.

–Sí, querida –Maude entrelazó las manos en el regazo, y en su rostro empezó a reflejarse el peso de la edad–. Robert y Andrew eran mis dos hijos menores. Se alistaron en la Marina poco después de que John viniera de permiso a casa vestido de uniforme, tan digno y entusiasmado ante la idea de ayudar a los cubanos –recorrió el dorso de una mano con los dedos de la otra en un gesto de nerviosismo antes de añadir–: Estaban a bordo del Maine cuando se produjo la explosión, y fallecieron los dos.

–John me contó lo sucedido, para él debe de ser un recuerdo muy doloroso. Le costó mucho hablar del tema conmigo.

–Es igual de doloroso para nosotros, pero mi marido le culpó a él. Le lanzó un sinfín de insultos y lo desheredó, y por si fuera poco, prometió que jamás volvería a dirigirle la palabra; por desgracia, nos impuso ese mismo silencio tanto a Jason y Emily como a mí. Siempre he acatado sus deseos hasta ahora, pero está muy enfermo del corazón y sé que lamenta esta situación. Lo que pasa es que el orgullo le impide contactar con John, y yo albergaba la esperanza de que usted lograra convencer a mi hijo de que venga a vernos a Savannah.

–Supongo que después de oír mis explicaciones se habrá dado cuenta de que no tengo ninguna influencia en él. John y yo somos como un par de desconocidos en casi todo –lo dijo con una sonrisa agridulce.

–Esperaba encontrar una situación muy distinta.

–Lo siento de veras, ¿tan mal está su marido?

–Tiene el corazón debilitado, aunque yo creo que se debe a su distanciamiento con John. A veces, cuando se está enfadado, se dicen cosas de las que uno se arrepiente después. Mi marido sufrió mucho con la pérdida de nuestros hijos, y se negó a creer que su muerte fuera por designio divino. Tenía que echarle la culpa a alguien, y John resultó ser el blanco más fácil. Pero la culpa no fue de mi hijo, se lo aseguro. Robert y Andrew tenían pensado alistarse desde niños, pero la mala suerte quiso que lo hicieran al poco de la visita de John, y que les destinaran a aquel barco en concreto.

Claire abrió los ojos como platos al entender algo de repente, y no pudo contener las palabras que brotaron de sus labios.

–¡Es por eso por lo que John no quiere asistir al baile navideño del gobernador, porque no quiere coincidir allí con su padre!

–Mi marido no va a asistir, no puede realizar un viaje tan largo. Y ni Emily ni yo vendremos sin él.

–Ya, pero si se lo digo a John, se preguntará cómo me he enterado.

–Es verdad. Lamento que no vaya a asistir, Claire. Estoy convencida de que lo habría pasado muy bien.

–Sí, pero no siempre se consigue lo que se quiere; en fin, díganme lo que tienen pensado para el vestido de Emily.

Estuvieron hablando animadamente del vestido para la puesta de largo, y Claire hizo varios bosquejos; al final se decidieron por uno con escote tipo «ojo de cerradura» con mangas cortas y abullonadas y cintura imperio.

–Es muy poco convencional, ¡me encanta! –exclamó Emily, con una sonrisa de oreja a oreja.

–Si por algo me distingo, es por ser poco convencional, ¡debería oír lo que dicen los hombres de la zona cuando me ven pasar con el automóvil de mi tío! He tenido que dejar de usarlo, porque dos compañeros de trabajo de John se escandalizaron muchísimo.

–¿Tienes un automóvil? –le preguntó Maude, que ya había empezado a tutearla con familiaridad–. ¡Tengo que verlo, Claire! ¿Podríamos ir a dar un paseo en él?

–Me encantaría, pero si vienen a casa… por otro lado, la señora Dobbs no va a reconocerlas y John no está allí, así que… ¡sí, claro que pueden!

Tanto Maude como Emily se mostraron entusiasmadas ante la idea de dar un paseo en el coche, y la primera admitió que desearía tener uno propio… y que estaba decidida a convencer a su marido de que le comprara uno.

–Entonces sí que tendrás una excusa para venir a visitarnos, Claire, porque tendrás que enseñarme a manejarlo y a repararlo.

–Antes de eso tendré que unirme a las sufragistas de la ciudad, para que los caballeros dejen de criticar mi afición por la mecánica.

Claire lo dijo en tono de broma, pero su suegra le contestó con naturalidad:

–Por supuesto. Tanto Emily como yo pertenecemos a las sufragistas de Savannah, no estamos dispuestas a permitir que los hombres sigan imponiéndonos sus normas.

A Claire le resultaba muy interesante su familia política, pero por desgracia, no podía comentárselo a su marido.

Consiguió sacar el automóvil de la cochera sin que el barrio entero saliera a la calle a ver qué pasaba. La señora Dobbs estaba en casa, pero para evitar las presentaciones de rigor hizo que sus invitadas permanecieran fuera, junto al carruaje de Evelyn, que estaba esperando a media calle de distancia.

El coche solo tenía dos plazas, así que tuvieron que apretujarse un poco cuando Maude y Emily se colocaron junto a ella, pero se las apañaron como pudieron. Fueron de un extremo a otro de la calle entre gritos de entusiasmo, y tuvieron la suerte de no encontrar ningún caballo en su camino… y el anciano señor Fleming, que vivía en la esquina, no salió a amenazarlas a gritos con avisar a la policía.

Cuando paró el vehículo y vio que su suegra y su cuñada tenían la ropa manchada de grasa, Claire se dio cuenta de que tendría que haberles dado algún trapo con el que cubrirse.

–Ir en coche ensucia bastante –les dijo, en tono de disculpa.

–No pasa nada, vamos vestidas en tonos oscuros y podemos lavarnos la cara –le contestó Maude, con ojos chispeantes–. ¡Qué invención tan maravillosa, querida! Debo admitir que resulta muy estimulante.

–Sí, es verdad –apostilló Emily.

Maude miró hacia la casa donde vivían su hijo y su nuera, y mientras se dirigían hacia el carruaje de Evelyn admitió:

–Ojalá hubiera podido ver a John.

–A mí también me habría encantado, pero al menos nos hemos conocido –Claire le dio un abrazo, y después le dio otro a Emily.

–Nos mantendremos en contacto a través de Evelyn –le aseguró su suegra con firmeza.

–Por supuesto… y mientras tanto trabajaré con ahínco en su vestido, Emily.

–Ven a visitarnos algún día si puedes –añadió Maude, con sincero aprecio–. Siempre serás bien recibida en nuestra casa, incluso sin John.

–Lo tendré en cuenta. Que tengan un buen viaje de vuelta.

–Cuídate, Claire.

Su suegra le indicó al cochero que las llevara de vuelta a casa de Evelyn, y Claire esperó a que el carruaje se alejara antes de entrar en casa. Volvía a estar manchada de grasa y polvo, así que era una suerte que John tuviera que quedarse a trabajar hasta tarde.

Aquellas largas veladas a solas sin su marido se habían convertido en algo bastante habitual, pero no había querido plantearse la posibilidad de que él no estuviera trabajando, sino con Diane. No estaba segura de poder soportar la verdad.

En aquella ocasión, John sí que llegó a tiempo de cenar, y fue inevitable que la señora Dobbs mencionara la visita de las dos desconocidas mientras los tres estaban sentados a la mesa.

–Esperaba que las invitara a entrar, Claire. He cortado un pastel, y tenía el té a punto.

–Lo lamento, pero llegaban tarde a un compromiso previo y no ha habido tiempo. Evelyn les ha hablado de mi automóvil, y han querido venir a verlo con sus propios ojos.

–¿Evelyn Paine? –le preguntó él.

–Sí, viene con frecuencia junto con algunas de sus amigas a visitar a Claire –saltaba a la vista cuánto se enorgullecía la casera de que pisaran su casa damas tan distinguidas.

–Así que por eso tienes una relación tan cordial con las damas más prominentes de Atlanta, ¿no? Las invitas a tomar el té –apostilló John.

A Claire le dolió el sarcasmo que se reflejaba en las palabras de su marido, y le contestó con la frente bien alta:

–Y ellas me invitan a mí.

–Sí, y muy a menudo. Son unas personas encantadoras –apostilló la señora Dobbs.

Él dejó a un lado el tenedor antes de comentar con frialdad:

–Es una lástima que nunca se te haya ocurrido mencionarme esas visitas.

–¿Cuándo he tenido ocasión de hacerlo? –Claire se dio cuenta de que a la casera parecían sorprenderle aquellas cáusticas palabras, así que se apresuró a añadir–: Trabajas mucho y hasta muy tarde, John, y por la noche estás cansado y no te apetece hablar de la jornada.

–Supongo que esos eventos sociales a los que asiste son agotadores, señor Hawthorn. Mi cuñada asistió a la velada en casa de los Calverson anteanoche con su marido, y tengo entendido que usted fue solo. A ella le extrañó un poco que un recién casado asistiera a un evento así sin su esposa –le lanzó una mirada de disculpa a Claire mientras se ponía de pie, y se fue a la cocina sin esperar respuesta.

Claire empezó a enfurecerse, y al mirar a su marido con expresión gélida notó que se había puesto tenso.

–Está claro que no consideraste oportuno llevarme a esa velada –le espetó, sin andarse por las ramas.

–No fue más que una reunión de negocios.

–¿La señora Calverson estaba presente?

Él lanzó la servilleta sobre la mesa antes de exclamar, airado:

–¡Sí, sí que estaba!

–Y también estaba la cuñada de la señora Dobbs.

John se puso de pie. Se sentía culpable, y por eso optó por parapetarse tras un arranque de mal genio.

–También estaban los Whitfield, y teniendo en cuenta algunas cosas que han pasado, me pareció prudente mantenerte alejada de Ted.

–¿Estás acusándome otra vez de flirtear con Ted?

–¿Acaso no es verdad? –su sonrisa era tan burlona como su tono de voz–. Recuerdo que estuve a punto de pegarme con él por tu culpa la última vez que coincidisteis, y eso no habría sucedido si no hubieras coqueteado con él… y con aquellos jóvenes empleados del banco.

Claire se levantó de la silla con deliberada lentitud, y le dijo con voz gélida:

–Y lo que tú sientes por la elegante señora Calverson no va más allá de lo que cabría esperarse de un banquero respecto a la esposa de su colega de negocios, ¿verdad?

Él la miró con ojos oscurecidos de ira, y apretó el puño contra su musculoso muslo antes de advertirle con voz suave:

–Ten cuidado, Claire.

–¿Por qué? Te consideras con derecho a pasarte el día babeando por ella y a asegurarte de que yo no haga nada que pueda aguarte la diversión, pero resulta que yo no puedo ni acercarme a Ted.

–¡No babeo por la señora Calverson!

–¡Pues eso es lo que parece! Nuestro matrimonio no logrará acabar con los chismorreos si sigues empeñado en avivarlos aún más con tu comportamiento.

John se tragó la respuesta que tenía en la punta de la lengua al ver que la señora Dobbs volvía a entrar en el comedor, visiblemente preocupada y nerviosa, y se limitó a preguntar con voz cortante:

–¿Continuamos esta discusión arriba?

Estaba convencido de que su esposa le diría que sí, así que se quedó de piedra cuando ella le contestó con sequedad:

–No, no tengo ningún deseo de hablar contigo de un tema tan desagradable; en cualquier caso, está claro que mi opinión no te interesa lo más mínimo, porque te da igual lo que pienso de tu infidelidad.

–¡Nunca te he sido infiel! –exclamó, indignado.

–¡Ja!

John dio media vuelta, salió del comedor, y se detuvo el tiempo justo en el vestíbulo para agarrar el abrigo, el sombrero y el bastón del perchero antes de marcharse de la casa con un sonoro portazo.

–Los primeros días de cualquier matrimonio pueden llegar a ser difíciles –comentó la señora Dobbs, tras una ligera vacilación, para intentar animarla un poco.

–Este matrimonio ha sido difícil desde el principio. No tendría que haberme casado con él, la culpa la tengo yo por pensar que podría conseguir que sus sentimientos cambiaran. La verdad es que no puede evitar que la señora Calverson le resulte atractiva, y yo no tengo ni la belleza ni el encanto necesarios para competir con ella.

La casera se acercó a ella y la tomó de las manos antes de decirle con firmeza:

–Usted tiene muchísimas cualidades encomiables, Claire. Por favor, no permita que esa mujer rompa su matrimonio.

–¿Cómo voy a luchar contra la influencia que ejerce sobre John? No tenía ni idea de que él asistía a eventos sociales sin mí.

–No tendría que haber dicho nada, pero es que me molestaba que él se lo callara. Usted tenía derecho a saberlo.

–Por supuesto que sí. Le agradezco que me lo haya dicho, habría sido horrible enterarme al oír algún rumor al respecto.

–Los rumores pueden resultar muy dañinos.

–Sí, eso es algo que he descubierto por experiencia propia. Buenas noches, señora Dobbs. Gracias por apoyarme.

–No cometerá ninguna insensatez, ¿verdad? –le preguntó la mujer, muy preocupada.

–Ya lo he hice… me casé con él.

Claire recibió al día siguiente un mensaje de su amigo Kenny Blake, que le pedía que fuera a verlo a su tienda. Optó por ir en un carruaje de alquiler y se sorprendió cuando llegó y le encontró acompañado de un hombre alto, delgado y de pelo blanco que estaba observando con atención una de sus creaciones, un vestido en seda blanca y negra con un intrincado diseño de cuentas negras.

–He traído este vestido de la boutique para que lo viera el señor Stillwell –le explicó Kenny, sonriente.

El tal Stillwell la saludó con una cortés inclinación de cabeza antes de decir:

–Encantado de conocerla, señora Hawthorn. Esta es la creación más hermosa que he visto en muchos años, y me gustaría poder exponerla en mi tienda.

–Se refiere a los almacenes Macy’s de Nueva York, Claire –la sonrisa de Kenny se ensanchó aún más.

Ella soltó una exclamación ahogada, y solo alcanzó a decir:

–Se… se trata de una broma, ¿verdad?

–Estoy hablando muy en serio, se lo aseguro, y debo decirle que el precio que usted pide es demasiado bajo para semejante original.

Mencionó un precio que la dejó sin habla, y Kenny se apresuró a acercarle una silla al verla tan impactada.

–Ven, siéntate. Ya le advertí que no iba a creerle, señor Stillwell.

El hombre se echó a reír antes de comentar, sonriente:

–Sí, ya lo veo. Es una mujer con mucho talento, señora Hawthorn, y creo que podemos hacer muy buenos negocios juntos. Un taller de costura podría encargarse de confeccionar sus diseños para nosotros, y los pondríamos a la venta en nuestra tienda. Le aseguro que las prendas tendrían la máxima calidad, y que se venderían bajo su sello personal y tan solo a un nivel de alta costura. Usted solo tendrá que aportar el tiempo necesario para plasmar sus ideas en papel y confeccionar un modelo de cada prenda.

–¡No puedo creérmelo!, ¡no puedo! ¡Jamás soñé con algo así! –le caían por las mejillas lágrimas de pura felicidad.

–Yo sí –admitió Kenny, muy satisfecho de sí mismo.

–Podré valerme por mí misma, seré una mujer independiente económicamente hablando –lo dijo casi para sí misma, aún le costaba asimilar todo aquello.

–Más que eso, será una mujer adinerada… y mucho, si estos diseños tienen tanto éxito como espero.

–Solo tengo una condición: mi esposo no debe enterarse.

–No tengo razón alguna para decírselo –le aseguró Stillwell.

–Y yo soy una tumba, así que nadie va a enterarse. Se te conocerá como Magnolia, nada más.

–Exacto –apostilló el señor Stillwell.

–En ese caso estoy a su disposición para empezar cuando quiera, señor Stillwell.

El hombre sonrió de oreja a oreja.

Claire ardía en deseos de contarle a alguien, a quien fuera, el golpe de suerte que acababa de tener, pero sabía que no podía hacerlo; por muy dignas de confianza que fueran tanto la señora Dobbs como Evelyn, serían incapaces de guardar un secreto de tamaña magnitud, así que iba a tener que guardarse la noticia para sí sola.

–¡Nunca podré agradecértelo lo suficiente, Kenny! –exclamó, entusiasmada, cuando el señor Stillwell se marchó después de que intercambiaran sus respectivos datos de contacto.

–Ha sido un placer. Te he echado de menos desde que te casaste, Claire. Fui a verte varias veces a tu casa, pero tu marido me dijo que no podías recibirme.

–¿Cuándo fue eso? –le preguntó, atónita.

–La primera vez fue una mañana justo después de tu boda, y la segunda hace dos semanas.

–John no me dijo nada al respecto.

–Bueno, supongo que un recién casado tiene derecho a celar un poco a su mujer, pero me habría gustado poder felicitarte al menos –hizo una pequeña pausa antes de preguntar–. ¿Tampoco sabes que te envié un regalo de boda?

–No, ¿qué era?

–Un juego de dedales de porcelana, porque sé cuánto te gusta coser a mano.

–No los recibí –estaba cada vez más enfadada.

–Claro que no, tu marido me los envió de vuelta. Es un hombre muy posesivo, ¿verdad?

–Eso parece –él podía ver a Diane Calverson cuando le diera la gana, pero a ella no se le permitía recibir el regalo de boda de un viejo amigo… ¡era indignante!

–¿Te apetece que vayamos a tomar un refresco antes de que regreses a casa?

–Sí, me encantaría.

Él respondió a su sonrisa con otra incluso más amplia. Fueron a una heladería que estaba a una calle de allí, y Claire se dio el gusto de pedir una deliciosa copa de helado de vainilla con nata montada y chocolate caliente. Se sintió como en los viejos tiempos charlando con Kenny, que había ido a visitarla a menudo cuando vivía con el tío Will. Solo eran amigos, pero aun así, le había echado de menos desde que estaba casada. Con Kenny sí que se podía hablar… en eso era muy diferente a John.

–Me encanta que hayas aceptado este trabajo como diseñadora, espero que no te cause problemas en casa.

–No pasará nada mientras John no se entere, y tú te has comprometido a no decirle ni una palabra.

–Por supuesto.

–Es como un sueño hecho realidad –admitió, sonriente–. Siempre había querido hacer algo así, y de repente me lo dan en bandeja. Estoy deseando empezar, ¡tengo muchísimas ideas!

–Envíame los diseños con alguien si quieres, o tráemelos tú misma cuando vengas al centro. Yo me encargaré de enviárselos al señor Stillwell, así no habrá nada que te relacione con él.

–Eres un buen amigo, Kenny. Tengo mucha suerte de tenerte en mi vida.

–Lo mismo digo –la miró sonriente, y le tocó brevemente la mano.

Fue un gesto inocente, pero la mala suerte quiso que Diane Calverson lo viera al pasar por delante de la ventana de la heladería en ese preciso momento.