CAPÍTULO 6

Claire notó que su relación con su taciturno marido daba un vuelco a lo largo de los días siguientes. Después de la visita de su viejo amigo y de la aventura que habían vivido durante el paseo en carruaje, John parecía mucho más cercano y pendiente de ella, y comían juntos casi todos los días; aun así, la camaradería creciente se desvanecía cada vez que ella le preguntaba si iban a asistir al baile navideño del gobernador, porque él se cerraba en banda como si hubiera intentado sonsacarle secretos de estado.

Lo que ella no sabía era que a su marido le resultaba doloroso pensar en ese evento anual porque sus padres siempre estaban invitados. No les había visto desde que se había marchado de casa dos años atrás, pero a pesar de que era reacio a resucitar viejas heridas en público, se esperaba su presencia en calidad de vicepresidente del banco más grande de la ciudad… un banco con el que el mismísimo gobernador tenía tratos.

Como Claire desconocía gran parte de la vida de su marido, no tenía ni idea de lo mucho que le afectaba que su propia familia le hubiera dado la espalda; de hecho, ni siquiera sabía que existía un problema familiar, y por eso creía que él no quería ir al baile porque se avergonzaba de ella. Era obvio que pertenecían a clases sociales diferentes y, además, jamás la había visto vestida con ropa de gala. A lo mejor estaba habituado a verla manchada de grasa o con la ropa cómoda de estar por casa, y había dado por hecho que no sabía vestir bien.

Estaba convencida de que podía demostrarle que sabía vestirse y arreglarse de maravilla, porque ya tenía listo el diseño del vestido y había comprado la tela. Iba a confeccionar un atuendo que iba a dejar boquiabierta a la gente, algo más espectacular incluso que los vestidos que estaba haciéndoles a Evelyn y a las demás. ¡Estaba decidida a demostrarle a su marido que podía competir con su queridísima Diane!

Él llevaba tiempo sin mencionar a la rubia. No había duda de que coincidían de vez en cuando, porque Diane solía ir al banco con su marido, pero John jamás la mencionaba ni comentaba si había hablado con ella.

El día de la boda le había dado su palabra de que jamás sería un marido infiel y estaba claro que pensaba cumplirlo, el problema radicaba en que no estaba enamorado de ella. Se había casado con él pensando que podría haber un milagro, pero su matrimonio solo había contribuido a causarle más sufrimiento; además, la situación le resultaba mucho más dura desde que había saboreado los besos de su elusivo marido. Él solo podía ofrecerle consideración y afecto, pero ella le deseaba y le amaba incluso más que antes.

Estaba claro que la vida podía llegar a ser muy complicada.

Al llegar el sábado, Claire hizo acopio de valor para pasar la velada con los Calverson y con un posible inversor para el banco. Había estado tan atareada cosiendo los vestidos de Evelyn, Jane y Emma para el baile del gobernador, que no había tenido tiempo de hacerse un traje para aquella ocasión, así que había ido a comprarse uno a la tienda de Whitehall Street que John le había recomendado. El elegante interior en blanco y negro del establecimiento le había encantado, y los escaparates estaban llenos de artículos preciosos.

Exploró la tienda a placer y encontró justo lo que buscaba, un vestido en un intenso tono verde esmeralda con cuentas negras. El escote bajo estaba recubierto con una capa de encaje, los tirantes eran de raso y satén, y el bajo de la prenda estaba ribeteado con las mismas cuentas negras que adornaban el cuerpo. Le había salido bastante caro, pero teñía de verde sus ojos grises y realzaba su complexión.

Se contempló fascinada en el espejo ovalado, la verdad era que no estaba nada mal cuando se arreglaba. Las joyas que se había puesto, un collar de marcasita y ónice que había pertenecido a su madre y unos pendientes a juego, conjuntaban a la perfección con el vestido.

Estaba convencida de que John iba a llevarse una gran sorpresa… y acertó de pleno. La recorrió de pies a cabeza con una mirada penetrante, y le preguntó con sequedad:

–¿De dónde has sacado eso?

–De la tienda de Rich, ¿te gusta?

¿Que si le gustaba? El vestido se amoldaba a la perfección a su perfecta figura curvilínea, y el escote era tan bajo, que dejaba al descubierto las suaves curvas de sus pálidos senos. Llevaba unos guantes blancos y tenía los brazos desnudos… era la primera vez que se los veía, los tenía redondeados, pálidos y tersos… sus preciosos labios tenían color de por sí y no le hacía falta pintárselos, tenía las mejillas sonrosadas, y llevaba en el pelo una peineta color azabache decorada con una pluma de garza. Estaba arrebatadora, y muy elegante para ser una mujer que se había criado en el campo y al margen de la alta sociedad.

–Estás muy guapa –le dijo con formalidad.

Claire pensó para sus adentros que él también estaba muy bien, que la ropa oscura le quedaba de maravilla y que estaba imponente vestido de etiqueta, pero no se lo dijo por timidez. Agarró con fuerza su bolsito, y se limitó a contestar con cortesía:

–Gracias.

–¿Nos vamos? –abrió la puerta, y la acompañó hasta el carruaje que estaba esperándoles.

Ella estaba muy nerviosa, y no dejaba de mover el bolsito de un lado a otro para mantener las manos ocupadas. Eli Calverson no le caía demasiado bien, y le inquietaba pensar en la reacción que podría tener John al ver a Diane; por mucho que llevara un vestido que la favorecía, sabía que no podía compararse con aquella mujer tan elegante y hermosa. Solo habría conseguido aventajarla si contara con el amor de su esposo, y eso era un sueño imposible.

–¿Quién va a la cena? –le preguntó, tras un largo silencio en el que solo se oía el sonido de los cascos de los caballos sobre el empedrado de la calle.

–Solo los Calverson, el señor Whitfield junto con su esposa y su hijo, y nosotros.

–Ah.

–No es una fiesta, sino una pequeña reunión íntima –se quitó una pelusa de la manga, y se inclinó un poco hacia ella antes de decir con una sonrisa traviesa–: Por cierto, será mejor que no menciones el automóvil.

–¿Por qué? –le preguntó, ceñuda.

–Porque Calverson los considera invenciones del demonio, por eso. Los banqueros tienen que respetar los convencionalismos para lograr buenos negocios; por cierto, ¿te acuerdas del perro al que le entablillé la pata?

–Sí.

–Pues la dueña sacó todo el dinero que tenía en el banco de Wolford y lo ha ingresado en el nuestro –soltó una carcajada al ver que se le iluminaba el rostro, y añadió–: Seguro que Wolford circula con más cuidado en su carruaje de ahora en adelante.

–Le está bien empleado, ¡me alegro mucho por tu banco!

–Calverson está muy contento, aunque me habría parado de todas formas si hubiera sido el perro de una mujer pobre.

–Sí, ya lo sé –dijo con voz suave, mientras lo contemplaba sonriente.

John tuvo que obligarse a apartar los ojos de aquel rostro que lo miraba con tanta adoración. Cada vez se acordaba menos de Diane a pesar de que aún le dolía un poco haberla perdido, pero Claire era un encanto y a veces se preguntaba cómo sería tener un matrimonio pleno con ella. Era algo que se planteaba con frecuencia creciente cuando no veía a Diane. Había estado esperando expectante aquella cena, porque solo con verla su corazón recobraba la vida, pero la verdad era que se sentía orgulloso de Claire al verla tan elegante. No había duda de que su joven esposa iba a llamar la atención aquella noche.

No tardaron en llegar a la enorme mansión de los Calverson, que parecía un castillo con torrecillas y elaborada marquetería de estilo victoriano. Claire subió los escalones de entrada del brazo de su marido, consciente de que jamás encajaría en un lugar tan ostentoso… a diferencia de Diane, que necesitaba un escaparate como aquel. La luz de enormes arañas de cristal salía por largas ventanas con delicados cortinajes blancos, y la escalinata interior era de caoba tallada a mano.

Diane la recibió con un saludo cortante antes de centrarse en John por completo. Le puso una mano en el brazo, y le miró con el corazón en los ojos al decir con voz ronca y suave:

–Me alegro mucho de que hayas ve… de que hayáis venido. Es muy importante causarle buena impresión al señor Whitfield, espero que hagáis lo posible por lograr que se sienta como en casa en Atlanta y que se lleve una buena impresión del banco.

–Por supuesto, querida –John la miró con ojos llenos de ardor y de dolor, y se tensó ante la fuerza tan súbita e inesperada de los sentimientos que le embargaban.

Los ojos de Diane se iluminaron al ver su reacción, al notar el tono de voz tan diferente que empleaba con ella, y esbozó una sonrisa llena de coquetería antes de susurrar:

–No me mires así, John –lanzó una mirada furtiva hacia la puerta del salón, pero no parecía preocuparle lo más mínimo la presencia de Claire–. Debemos ser cuidadosos, Eli ha empezado a sospechar… –no pudo acabar la frase, porque su marido apareció en ese momento a saludar a los recién llegados.

Eli Calverson le hizo un gesto lleno de impaciencia a una de las doncellas para que se encargara de los abrigos de los invitados, pero se ruborizó y pareció recobrar el buen humor al ver que su esposa le tomaba del brazo y le sonreía con dulzura.

Le dio unas palmaditas en la mano, y le devolvió la sonrisa antes de decirle a John:

–Me alegra que hayas podido venir a la cena, muchacho… y lo mismo te digo a ti, Claire. Tenéis muy buen aspecto –le estrechó la mano a John antes de volverse a besar la de Claire, pero su expresión se volvió ceñuda y le espetó en tono de advertencia–: Espero que no tengas planeado salir a pasear con ese dichoso automóvil en un futuro próximo, el señor Whitfield se sentiría ofendido. No debemos hacer nada que pueda molestarle, ¿verdad? No favorecería en nada a John.

Claire deseó poder decirle a aquel tipo repulsivo lo que pensaba de él al oír aquella amenaza velada, pero no se atrevió. Ya estaba bastante alterada después de ver el teatral numerito de Diane, que parecía empeñada en representar el papel de reina de la tragedia.

–Últimamente apenas tengo tiempo para automóviles –lo dijo con dignidad, e incluso logró esbozar una sonrisa forzada.

La sonrisa del banquero se ensanchó al oír aquello, y dijo con obvia satisfacción:

–Me alegra saberlo. Venid, quiero presentaros a nuestros invitados.

Los condujo hacia el salón, donde estaban esperándoles los Whitfield y su hijo. El señor Whitfield era un hombre alto y de pelo canoso que parecía cansado y un poco malhumorado, su esposa era una rubia menuda y apocada vestida de rosa que estaba sentada en un sillón tapizado en raso y parecía bastante incómoda, y el hijo era un joven muy apuesto que tenía la mano apoyada en la repisa y parecía aburrido.

Debía de tener la edad de Claire más o menos, y su rostro se iluminó de golpe cuando alzó la mirada al oírles entrar y la vio. Se apresuró a acercarse mientras el señor Calverson se encargaba de las presentaciones de rigor, y la dejó atónita al tomarla de la mano y decir sonriente:

–No sabía que el señor Hawthorn tenía una hija tan encantadora –no pareció darse cuenta de que todo el mundo se había quedado de piedra al oír aquellas palabras, y le besó la mano antes de añadir como si nada–: Soy Ted Whitfield, y espero verla con frecuencia durante mi estancia en Atlanta.

John sintió unos celos viscerales que le tomaron desprevenido. Agarró a Claire del brazo con una mano férrea, y la atrajo hacia sí con firmeza mientras fulminaba con la mirada a aquel jovenzuelo atrevido.

–Soy John Hawthorn, Claire es mi esposa.

A Ted no pareció afectarle en nada aquel dato, porque se limitó a decir con picardía:

–¿Ah, sí? Qué interesante –su amplia sonrisa, sumada al pelo rubio, los ojos azules y el apuesto rostro, enfatizó aún más su imagen de seductor.

–Compórtate como es debido, Ted –le reprendió de inmediato su padre.

–Claro, papi –le contestó el joven, con voz burlona.

–John es nuestro vicepresidente –apostilló Eli, que se había quedado un poco descolocado por el inesperado comportamiento de Ted–. Fue una incorporación muy valiosa para el banco, estudió en Harvard.

–Yo soy de Princeton –comentó Ted.

–¿A qué promoción pertenece? –le preguntó John, con una sonrisa burlona.

–La verdad es que aún no he terminado los estudios.

–Vaya.

A Claire le llamó la atención la facilidad con la que su marido podía reflejar tanto desdén y altivez con una simple palabra. Estaba claro que seguía sin conocerle en muchos aspectos, resultaba sorprendente cómo había intimidado a Ted sin intentarlo siquiera.

La señora Whitfield fulminó a John con la mirada, y se apresuró a decir:

–Pero Ted es el primero de la clase… ¿verdad que sí, cariño? Es muy inteligente –añadió, para recalcarlo aún más.

–Eso salta a la vista –el comentario de John rezumaba sarcasmo.

Eli Calverson optó por intervenir antes de que la situación fuera a peor, y preguntó con voz atropellada:

–¿Alguien quiere tomar algo antes de cenar?

Le lanzó una mirada de advertencia a John, pero este hizo caso omiso y miró con la ceja enarcada el vaso de brandy que Ted tenía en la mano antes de decir con sequedad:

–No creo que sea aconsejable.

Tanto la mirada como la clara indirecta bastaron para que aumentara aún más la incomodidad de todos, en especial la de Diane.

Claire no entendía el comportamiento de su marido hacia Ted. El muchacho era joven e inofensivo, pero daba la impresión de que a John le resultaba ofensivo; Diane, por el contrario, trató al joven con una amabilidad exquisita y se esforzó al máximo por hacerle sentirse como en casa… a lo mejor era una actitud deliberada, y lo que quería era que John se sintiera mal por haber sido tan grosero con él.

La cena fue una pesadilla para Claire. Noah Whitfield parecía un hombre muy rígido, y solo hablaba de asuntos financieros que ella no entendía. Le hizo gracia ver que Diane le escuchaba con mucha atención, porque estaba convencida de que lo único que sabía de dinero era cómo gastarlo… a lo mejor lo que la fascinaba tanto de su invitado no era lo que decía, sino lo adinerado que era.

Las damas se retiraron a conversar a la sala de estar tras la cena, y los hombres fueron al salón y cerraron las puertas correderas para disfrutar a solas de una copa de brandy y un buen puro.

–La cena estaba deliciosa, Diane –comentó la señora Whitfield–. Debe pedirle a su cocinera que le dé a la mía la receta de la sopa de brócoli.

–Se lo diré hoy mismo. El vestido que lleva es una preciosidad, ¿es de alguna casa parisina?

–Naturalmente. Es un diseño de Etienne Dupree, supongo que le conoce.

–Por supuesto.

–No hay duda de que el suyo también tiene el sello de París.

–¡Qué buen ojo tiene! Es un Charmonne.

Estaban haciéndole el vacío a Claire, y de forma magistral. Estaban haciendo que se sintiera como una pueblerina a la que se le había permitido cenar con gente que estaba por encima de ella.

Al final se hartó de aguantar aquel desprecio, y se puso de pie.

–Perdona, Claire, no era mi intención excluirte de la conversación –le dijo Diane, con una sonrisa ladina.

Claire se limitó a mirarla en silencio con una expresión firme y llena de dignidad, y al ver que se ruborizaba y apartaba la mirada dijo con voz serena:

–Mi madre me hablaba en ocasiones de un primo suyo, un ministro baptista que a veces tenía los zapatos muy enlodados porque siempre iba a predicar a pie. Un domingo, al darse cuenta de que un joven que estaba escuchando su sermón no dejaba de mirárselos con expresión de desprecio, se interrumpió en medio del sermón para recordarle que a Dios le interesaba más cómo tenía el alma que lo limpios que llevara los zapatos –sonrió con frialdad al ver que las dos captaban el mensaje, y añadió–: A veces deberíamos recordar que en el Cielo no hay eventos sociales, y que tanto los mendigos como las reinas caminarán por los mismos senderos a ese otro lado de la vida.

–Por supuesto que sí, ¡le aseguro que no pretendía ofenderla! –exclamó la señora Whitfield, que se había puesto roja como un tomate.

–Ni yo –le aseguró Diane, que no podía ocultar la incomodidad que sentía.

Claire se mantuvo firme, y les dijo con la frente en alto:

–No envidio ni su posición social ni sus riquezas –le lanzó a Diane una mirada que hablaba por sí sola antes de añadir–. No codicio nada de lo que tienen –sonrió a pesar de lo enfadada que estaba.

Diane se levantó de la silla a toda prisa, y comentó acalorada:

–¿Verdad que hace bastante calor? Le diré a la doncella que rebaje un poco el fuego de la chimenea.

Claire contuvo por educación las ganas de mandarla a paseo, aquella mujer era una serpiente venenosa que tenía la desfachatez de comportarse como si John le perteneciera. Al principio creía que la pobre le amaba de verdad y estaba destrozada por haberle perdido, pero cada vez tenía más claro que era una farsante que estaba jugando con él como un gato con un ratón.

Diane flirteaba y jugueteaba, pero nada más; por muy guapo y adinerado que fuera John, ella no le consideraba su igual en cuanto a estatus social, así que jamás se había planteado en serio la posibilidad de casarse con él. Seguro que el compromiso no había sido más que un divertimento para ella.

John se merecía a alguien mucho mejor. Ella no tenía ni la belleza ni la clase de Diane, pero le amaba de corazón. Quizás algún día bastara con eso. Mientras tanto iba a andarse con cuidado, procuraría no agobiar a su marido ni hacer cosas que pudieran llevarle a avergonzarse de ella… pero no por eso iba a permitir que gente como Diane y la señora Whitfield la menospreciaran por el mero hecho de no haber nacido en el seno de una familia acomodada.

La conversación se mantuvo tensa y llena de largos silencios hasta que llegó la hora de regresar junto a los caballeros, y John la miró ceñudo al notar el mal ambiente. El hecho de que él diera por sentado que era ella la que tenía la culpa de cualquier posible problema no la tomó por sorpresa, y suspiró resignada.

Justo cuando él estaba a punto de preguntarle con disimulo sobre lo que había pasado, Ted la tomó del brazo y la condujo hacia el sofá. Se sentó junto a ella y sacó el tema del automóvil, que parecía resultarle fascinante.

–Tengo entendido que usted sabe de mecánica y se encarga de reparar el vehículo –comentó, con ojos llenos de interés–. Un amigo mío está estudiando la nueva teoría cuántica de Max Planck… es un tema intrincado que solo está al alcance de los entendidos en Física… pero la cuestión es que le interesan mucho los vehículos a motor y construyó uno eléctrico con el que circula por la ciudad. Es un aparato similar al cuadriciclo que Henry Ford estaba intentando comercializar en Detroit.

–Henry Ford es un chiflado –apostilló con irritación la señora Whitfield, que aún seguía molesta por los anteriores comentarios de Claire–. Esos trastos absurdos no son más que una moda pasajera que desaparecerá en uno o dos años.

–Yo creo todo lo contrario, estoy convencida de que cobrarán una gran importancia en el futuro –le contestó ella con cortesía–. Duran más que los caballos, y no les afecta el mal tiempo ni enferman.

–Estoy de acuerdo con usted –apostilló Ted, que estaba cada vez más animado–. Ford tiene una fábrica en Detroit, y el señor Olds…

–Mi automóvil es un Oldsmobile de salpicadero curvo, y es una delicia conducirlo.

–Tiene que llevarme a dar una vuelta, ¡me encantaría montar en él!

Tanto la madre del joven como John estaban que echaban chispas y el señor Calverson parecía tener ganas de echar a Claire a patadas de su casa, pero el señor Whitfield les sorprendió a todos al decir:

–A mí también. Estoy de acuerdo con Claire, los automóviles son el futuro; de hecho, estoy convencido de que las máquinas acabarán por reemplazar a los caballos de tiro en los sembrados. La mecanización es inevitable, y los más avispados harán inversiones en ese campo y obtendrán fortunas.

El señor Calverson cambió radicalmente de postura al oír aquello, y afirmó sonriente:

–Justo lo que he dicho siempre. Seguro que Claire estará encantada de llevarles de paseo a los dos… ¿verdad que sí, Claire?

El señor Whitfield la miró con una sonrisa sincera al comentar:

–Tendremos que dejarlo para la próxima vez que vengamos a la ciudad, me temo que debemos regresar a Charleston mañana por la mañana. Es un viaje muy largo incluso en tren. Ha sido muy interesante conocerla, jovencita. Una experiencia realmente única –se volvió hacia Calverson, y le dijo con firmeza–: Si esto es una muestra del tipo de ejecutivos que trabajan para usted, será un orgullo para mí ingresar fondos en su banco cuando traslademos nuestra oficina a Atlanta. Su gente tiene una visión de futuro encomiable, y está claro que también aciertan de pleno a la hora de escoger esposa.

Claire contuvo las ganas de mirar a John con petulancia, y se limitó a sonreír sin hacer ni caso a las miradas gélidas que estaban lanzándole tanto la señora Whitfield como Diane.

–Eres una caja de sorpresas, ¿verdad? –comentó John, sonriente, en el trayecto de vuelta a casa.

–Me gustan los automóviles, y hay muchos que comparten mi afición.

–Como ese chalado de Ted, ¿verdad?

Claire le miró por encima del cuello alto del abrigo y contestó con voz firme:

–Ted es como mi tío Will, tiene visión de futuro.

Él se reclinó de brazos cruzados contra la portezuela del carruaje, y le preguntó ceñudo:

–¿Por qué estaban tan enfadadas la señora Whitfield y Diane?, ¿qué les has dicho cuando estabais a solas?

–Les he recordado que cuando uno llega al Cielo da igual el dinero que tuviera en vida.

–No ha sido políticamente correcto hacer ese comentario en la casa de tu anfitriona.

–¿Y lo ha sido que ella se te pegara como una lapa?, ¿te parece bien que flirteara contigo en el vestíbulo mientras su marido estaba en el salón? –logró controlar su genio a duras penas, pero tenía el rostro enrojecido de furia.

–Tú has estado haciéndolo con Ted Whitfield.

–Eso no es verdad, ha sido él el que ha flirteado conmigo. A diferencia de otras, yo sí que tengo el buen gusto de no estar dispuesta a serle infiel a mi marido.

La referencia velada a Diane estaba clara. Él se puso muy serio y dijo con voz gélida:

–No sigas por ahí, Claire.

–Si hubiera querido casarse contigo, lo habría hecho antes de que Eli Calverson apareciera en su vida, pero ella no consideraba que estuvieras a su altura. Ahora ya ha conseguido echarle el lazo a un buen partido, así que puede permitirse ponerte ojitos de enamorada a espaldas de su marido; al fin y al cabo, tú eres demasiado honorable como para aceptar su claro ofrecimiento.

–Diane no es asunto tuyo.

–Eso ya lo sé, y no interferiré… siempre y cuando no te olvides de que eres un hombre casado, claro.

–No hace falta que me lo recuerdes –le espetó con sequedad, antes de reclinarse de nuevo en el asiento–. Dentro de una semana se celebra la fiesta de Acción de Gracias del banco, y tengo entendido que los Whitfield vendrán de nuevo a la ciudad para el evento.

–¡Qué bien! –Claire metió el pañuelo en el bolso antes de añadir con calma–: Supongo que no sería considerado de mi parte recordarte que el señor Calverson y tú no estabais avanzando lo más mínimo hasta que Ted ha mencionado mi automóvil.

–No, no lo sería.

Ella sonrió al verle tan ceñudo. Estaba claro que le había ofendido que hablara mal de su querida Diane, pero cuanto antes se diera cuenta de que ella no estaba dispuesta a echarse atrás, mejor.

John se pasó la semana posterior ignorando a su esposa. Ella pensó que estaba resentido por lo que le había dicho sobre Diane, pero en realidad se mostraba tan esquivo porque tenía la cabeza hecha un lío. No entendía por qué se había puesto tan celoso con Ted Whitfield, su propia reacción le desconcertaba. No estaba dispuesto a plantearse por qué se había sentido tan celoso por Claire, cuando se suponía que estaba enamorado de Diane.

Cuando llegó la noche de la fiesta de Acción de Gracias organizada por el banco, Claire tuvo que bajar sola al vestíbulo, porque él ni siquiera la había esperado en la sala de estar del apartamento. La capa de terciopelo negro con el cuello bordado cubría un vestido de su propia creación que había confeccionado a lo largo de aquella semana… su marido iba a quedarse boquiabierto al verlo, y le estaría bien empleado.

Ella era consciente de que no era tan bella como Diane, pero tenía mejor figura, y aquel vestido era perfecto para realzarla. Era una prenda de satén blanco y organza negra, y tenía un provocativo escote drapeado en satén blanco y negro cuyas capas ascendían hasta convertirse en anchos tirantes que enfatizaban la palidez de sus hombros. Como complemento se había puesto un collar de perlas que había pertenecido a su abuela.

Estaba elegante y sexy a la vez y el vestido ajustado realzaba su esbelta figura, pero John aún no lo había visto… y no iba a verlo hasta que llegaran a la fiesta.

–No es un baile –masculló él con irritación, al ayudarla a subir al carruaje.

–Me alegro, porque no es un vestido de baile. Sé cómo hay que vestir en los eventos sociales a pesar de mi procedencia humilde.

–¡Maldita sea…! ¡No he dicho ni una palabra sobre tu procedencia!

Ella optó por callarse. Estaba tan irritable últimamente, que había que ir con cautela hasta para hablarle.

Eli Calverson les recibió a las puertas del banco junto con Diane, que enarcó una ceja al ver la capa de terciopelo y dejó de lado a Claire como si la considerara insignificante.

–Estás preciosa –le dijo John a su anfitriona, que llevaba un vestido rojo.

Claire se tragó las ganas de comentar que aquel vestido le quedaba demasiado ajustado a la rubia, con lo que le daba a su voluptuosa figura un aspecto que rayaba la vulgaridad. El color tampoco era el adecuado para Diane, aunque estaba muy de moda para las prendas femeninas de la temporada de otoño e invierno; por incomprensible que fuera, había mujeres tan pendientes de las últimas tendencias, que solo se fijaban en el diseñador de una prenda y en si estaba de moda.

Había reconocido de inmediato el diseño de aquel vestido, porque Evelyn le había pedido que le confeccionara uno similar pero con algunas modificaciones. Se preguntó si Diane tenía idea de que era una experta en moda, seguro que se quedaría de piedra si viera algunas de las creaciones que había confeccionado para damas de Atlanta de más categoría social que ella. La verdadera moda era el arte de saber lo que le quedaba bien a una mujer, y lucirlo al margen de las tendencias del momento.

Dejó que una de las doncellas la ayudara a quitarse la capa, y sonrió al ver que soltaba una exclamación de sorpresa y exclamaba maravillada:

–¡Es el vestido más bonito que he visto en mi vida!

–Gracias –se volvió hacia sus anfitriones, y sintió una enorme satisfacción al ver que Diane la miraba boquiabierta. El contraste entre la pureza de un vestido y la chabacanería del otro era brutal.

John contempló desconcertado a su esposa. Era imposible que hubiera comprado aquel vestido en alguna de las tiendas de la zona, ¿cómo había encontrado una prenda que parecía digna de los mejores diseñadores parisinos?

Claire fue hacia él con la frente en alto, pero a medio camino la interceptaron tres jóvenes solteros que trabajaban en el banco y Ted Whitfield, que le dijo admirado:

–Está deslumbrante, Claire –hizo una cortés reverencia que hizo que se sonrojara, y añadió con galantería–: No hay duda de que es la dama más bella de todas las presentes.

Diane se enfureció al oír el comentario, y John permanecía como petrificado mientras intentaba asimilar la situación. Su esposa se había convertido de repente en la sensación de la fiesta, y no tenía ni idea de cómo lidiar con la vorágine de sentimientos que se agolpaban en su interior. Le habían tomado totalmente desprevenido tanto los celos que le quemaban las entrañas como el deseo ardiente que se encendió en su interior al ver a Claire vestida así.