CAPÍTULO 2
La vida de Claire cambió para siempre en cuestión de dos horas. Su tío no volvió a recobrar la consciencia, aunque el médico había llegado en cuestión de minutos tras su desesperada llamada telefónica desde la casa de un vecino.
El doctor Houston le pasó el brazo por los hombros en un paternal gesto de consuelo, y le dijo con voz suave:
–Lo siento mucho, Claire. Al menos ha sido rápido, él no se ha dado cuenta de nada –al ver que ella se limitaba a mirarlo con ojos vidriosos, se volvió hacia el ama de llaves, que permanecía callada y solemne a un lado, y le pidió con calma–. Gertie, por favor, ve a por una sábana para cubrirlo.
La mujer asintió, y regresó en un abrir y cerrar de ojos con una prístina sábana blanca. Se acercó a Will, y le tapó con gran cuidado y cariño mientras luchaba por contener las lágrimas.
Aquel pequeño acto fue lo que fijó en la mente de Claire la realidad de lo que había pasado. Se secó con las manos las lágrimas que le inundaban los ojos, y susurró sollozante:
–Pero si estaba muy sano, nunca le había pasado nada. Ni siquiera se resfriaba.
–A veces pasan estas cosas –le dijo el médico–. ¿Tienes algún pariente, muchacha? ¿Hay alguien que pueda venir a ayudarte con el papeleo del testamento?
Ella lo miró con la mente en blanco durante unos segundos, y al final alcanzó a contestar:
–Solo nos teníamos el… el uno al otro. El tío Will nunca se casó, y era el único pariente con vida de mi padre. De parte de madre tampoco me queda a nadie.
–Gertie… Harry y tú vais a quedaros con ella, ¿verdad?
–Por supuesto –el ama de llaves se acercó a Claire, y la rodeó con los brazos antes de añadir–: Nosotros la cuidaremos.
–Sí, ya lo sé.
El doctor se puso a redactar el certificado de defunción, y para cuando acabó ya habían llegado el forense y un carro ambulancia que se llevó al fallecido al depósito de cadáveres. Fue entonces cuando Claire tomó plena conciencia de su situación.
Iba a tener que pagar tanto al médico como a la funeraria, y podría costearlo a duras penas con lo que sacara de la venta de la calesa y del caballo. Seguro que el banco ejecutaba la hipoteca de la casa. Se sentó en una silla al sentir que le flaqueaban las piernas, y aferró con fuerza el pañuelo. Acababa de perder al único familiar que le quedaba con vida, al tío al que tanto quería, y no tardaría en quedarse arruinada y sin un techo bajo el que cobijarse. ¿Cómo iba a arreglárselas para salir adelante?
Intentó calmarse, y se recordó a sí misma que había dos cosas que se le daban bien: coser ropa y reparar automóviles.
Diseñaba y confeccionaba vestidos para ricas damas de la alta sociedad de Atlanta, podía seguir haciéndolo… pero lo de reparar vehículos no iba a servirle de mucho, porque nadie poseía uno en aquella zona.
Los ojos volvieron a llenársele de lágrimas mientras la recorría una nueva oleada de pánico, pero Gertie la calmó al recordarle que apenas tenía rival a la hora de usar hilo, aguja, y la máquina de coser Singer que tenía en la habitación. Ideaba y confeccionaba su propia ropa, y la gente solía pensar que había comprado en tiendas aquellas suntuosas prendas decoradas con elaborados bordados y encajes.
–Usted puede trabajar de modista cuando quiera, señorita Claire –le aseguró el ama de llaves–. Hay tanta demanda que la señora Banning, la modista de Peachtree Street, apenas da abasto. Apuesto a que la contratará sin pensárselo dos veces para que la ayude, me dijo que pensaba que aquel precioso vestido azul lo había encargado en alguna tienda de moda de París; además, está enterada de que usted cose para la señora Evelyn Paine.
Claire se sintió un poco mejor al oír aquello, pero aun así, la posibilidad de conseguir un trabajo y un salario no era más que eso: una mera posibilidad. Le daba miedo el futuro, pero intentó ocultar sus temores.
La casa empezó a llenarse en menos de una hora con la gente que conocía y apreciaba al tío Will, y la ronda de condolencias puso a prueba tanto el orgullo como el autocontrol de Claire. Las mujeres llegaron con platos de comida y postres, jarras de té frío y cafeteras, y Gertie se encargó de organizarlo todo en la cocina.
Kenny Blake llegó pronto y estaba dispuesto a quedarse, pero Claire sabía que su tienda dependía del servicio personal que le ofrecía a sus clientes y que la tenía abierta durante muchas horas, así que le aseguró que estaba bien y le pidió que regresara al trabajo. Las visitas fueron sucediéndose durante todo el día, y a última hora de la tarde apareció en la puerta un rostro familiar pero poco grato.
Claire tenía los ojos enrojecidos cuando les dio la bienvenida al señor Eli Calverson, el presidente del banco, y a su esposa, una hermosa y elegante rubia.
–Lamentamos mucho tu pérdida, querida –Diane Calverson hablaba con una dicción culta y refinada. Extendió hacia ella su mano enfundada en un prístino guante blanco, y añadió–. ¡Qué tragedia tan terrible e inesperada, hemos venido en cuanto nos hemos enterado!
–No te preocupes por nada, muchacha –apostilló el señor Calverson, mientras la tomaba de las manos–. Nos aseguraremos de que la casa se venda al precio más alto posible, para que quede un poco para ti.
Claire se quedó mirándolo con la mente en blanco, y lo único que se le pasó por la cabeza fue que aquel hombre tenía los ojos más fríos que había visto en su vida.
–Y también podemos contar con ese infernal automóvil de tu tío, quizás logremos encontrar un comprador…
–No voy a venderlo. La calesa y el caballo están en la caballeriza y sí que están en venta, pero no voy a desprenderme del automóvil de mi tío.
–Aún es pronto para tomar decisiones, querida. Estoy convencido de que cambiarás de opinión –le aseguró el banquero con petulancia–. Ah, ahí está Sanders… Diane, quédate charlando con la señorita Lang mientras voy a hablar con él. Hace tiempo que le tiene el ojo echado a esta casa.
–Espere un momento…
Calverson se marchó antes de que Claire pudiera formular su protesta, y Diane comentó con languidez:
–No te preocupes, querida. Déjales los negocios a los hombres, las mujeres no estamos hechas para lidiar con esos asuntos tan complejos –echó un vistazo a su alrededor antes de añadir–: Pobrecita, qué lugar tan mísero… y ni siquiera tienes un vestido decente, ¿verdad?
Claire había estado tan abrumada, que ni siquiera había pensado en cambiarse y seguía llevando la ropa sencilla que se había puesto para trabajar en el taller con su tío, pero en su habitación tenía vestidos que dejarían por los suelos el atuendo parisino que llevaba aquella mujer.
–Acaba de fallecer mi tío, señora Calverson. No me he parado a pensar en la ropa.
–Para mí no hay nada tan importante como ir bien vestida en cualquier circunstancia. Deberías ir a cambiarte antes de que venga más gente, Claire.
Ella se la quedó mirando sin saber cómo reaccionar, y no pudo evitar alzar un poco la voz al contestar:
–Mi tío ha muerto hace unas horas, no creo que la ropa importe en este momento.
Diane se ruborizó al ver que varias personas se volvían a mirarlas. Hizo un pequeño gesto de nerviosismo con la mano, y soltó una risita antes de decir en tono conciliador:
–Me has malinterpretado, Claire. No pretendía menospreciar tu ropa, y menos aún en circunstancias tan tristes.
–Claro que no –apostilló John con voz suave, al detenerse junto a ellas.
Claire ni siquiera le había visto llegar, y el corazón le dio un brinco al verle a pesar del dolor que la atenazaba.
Él la miró con preocupación, y tomó a Diane del brazo antes de añadir:
–Lamento mucho lo de tu tío, y estoy convencido de que Diane también. Seguro que solo estaba intentando aconsejarte porque se preocupa por ti.
Claire contempló aquel rostro delgado y duro, y deseó con todas sus fuerzas que a ella también la defendiera con tanto celo. Anhelaba apoyar la cabeza en su hombro y desahogarse llorando, pero el hecho de que él pareciera reservar su apoyo para Diane contribuyó a hundirla aún más.
–No he malinterpretado ni una sola palabra… ni un gesto –lo último lo añadió tras lanzar una mirada elocuente hacia la mano que él tenía apoyada en el brazo de Diane.
La pareja pareció incomodarse ante aquella clara indirecta, y John se apresuró a apartarse un poco de la dama; aun así, el señor Calverson se había percatado del detalle y se acercó de inmediato.
–Ven, querida, quiero presentarte a un cliente del banco –la tomó del brazo con una mirada que hablaba por sí sola, y le dijo a John con voz gélida–: Si nos disculpas…
Claire esperó a que se alejaran un poco antes de susurrar:
–Me parece que tendrías que andarte con cuidado, el señor Calverson no está ciego.
Él la fulminó con la mirada antes de decir con rigidez:
–Ten cuidado, no soy un perrito faldero como tu amiguito de la tienda de ropa.
Ella se indignó al oírle hablar así de Kenny, que era un amor pero distaba mucho de ser un hombre de acción, y alzó la barbilla con actitud desafiante.
–¿Tú también quieres atacarme? Venga, hazlo. Diane ya se ha metido con mi ropa, y su marido está muy atareado intentando vender mi casa para que tu banco no pierda ni un penique de los préstamos que le concedió al tío Will. ¿No tienes ningún comentario hiriente para mí? Sería una lástima que perdieras esta oportunidad, ¡hay que aprovechar para machacar a los que ya están medio hundidos! –el temple de sus palabras contrastaba de pleno con el temblor de su voz y las lágrimas que empañaban sus ojos grises–. Discúlpame, no me siento bien –añadió, con voz ronca, antes de alejarse a toda prisa.
Salió del salón, y apoyó la frente contra la fresca pared del vestíbulo mientras luchaba por contener las náuseas. Había sido un día largo y terrible. De repente oyó que la puerta del salón se abría a su espalda, pero las voces de la gente quedaron sofocadas de nuevo cuando volvió a cerrarse. Alguien se le acercó, una mano firme le agarró el brazo y la instó a que se volviera, y unos brazos fuertes y cálidos la apretaron contra un pecho cubierto de áspera tela. Sintió bajo el oído el tranquilizador y rítmico latido de un corazón, y respiró hondo el aroma de aquella familiar colonia masculina mientras se rendía ante la necesidad de sentirse reconfortada. Había pasado mucho tiempo desde que su tío la había abrazado así tras la muerte de sus padres, a lo largo de su vida la habían consolado en escasas ocasiones.
–Pobrecita mía –susurró John contra su sien, mientras le acariciaba la nuca para tranquilizarla–. Eso es, llora hasta que deje de dolerte tanto –la abrazó con más fuerza contra su cuerpo antes de añadir–: Aférrate a mí.
Ella jamás le había oído hablar con tanta ternura, y le resultó tanto reconfortante como excitante. Se apretó más contra él y dio rienda suelta a las lágrimas, lloró de dolor, miedo y soledad en brazos del hombre al que amaba. A pesar de saber que estaba tratándola así por pena, era maravilloso estar entre sus brazos.
Cuando él le ofreció un pañuelo, se secó los ojos y se sonó la nariz. Con John se sentía pequeña y frágil, y le gustaba sentir el contacto de su cuerpo alto y musculoso. Se apartó de él con suavidad al cabo de un momento, y dijo cabizbaja y llorosa:
–Gracias, ¿puedo preguntar qué es lo que te ha impulsado a consolar al enemigo?
El esbozó una pequeña sonrisa al admitir:
–Me sentía culpable… y no soy tu enemigo, Claire. No tendría que haberte hablado así, ya has tenido suficiente por hoy.
Ella alzó la mirada, y le espetó con sequedad:
–Sí, más que suficiente.
–Estás cansada, deja que el médico te dé un poco de láudano para que puedas dormir.
–No necesito tus consejos, dudo que hayas sufrido la pérdida de algún ser querido.
Él se puso rígido al recordar a sus hermanos menores, la frenética búsqueda de los cuerpos en las aguas gélidas y la angustia de tener que decirle a su padre que habían muerto, pero se obligó a dejar a un lado aquellos dolorosos recuerdos y contestó con brusquedad:
–Estás muy equivocada, pero la pérdida forma parte de la vida y hay que aprender a sobrellevarla.
–Mi tío era todo lo que me quedaba –estrujó con fuerza el pañuelo y le miró a los ojos antes de añadir–: De no ser por él habría acabado en un orfanato o en una casa de acogida… ha sido tan repentino, que ni siquiera he tenido tiempo de despedirme de él –los ojos volvieron a escocerle ante una nueva oleada de lágrimas.
Él le alzó la barbilla con suavidad antes de decir:
–La muerte no es un final, sino un principio. No te tortures, tienes por delante un futuro al que vas a tener que hacer frente.
–Hay que darse un tiempo de duelo.
–Por supuesto –le apartó un mechón de pelo de la frente, y al ver que tenía un manchón de grasa le quitó el pañuelo de la mano y se lo limpió–. Manchas de grasa y faldas sucias… necesitas que alguien cuide de ti, Claire.
–No empieces a sermonearme –masculló, antes de arrebatarle el pañuelo.
Él sacudió la cabeza, y sus labios se curvaron en algo parecido a una sonrisa.
–No has crecido nada. Will tendría que haberse dedicado a presentarte a jóvenes y a llevarte a fiestas en vez de enseñarte a reparar motores, acabarás siendo una solterona cubierta de grasa.
–¡Prefiero eso a convertirme en la esclava de un hombre, no aspiro a casarme! –le espetó ella con indignación.
–¿Ni siquiera conmigo? –sonrió de oreja a oreja al ver que se ponía roja como un tomate.
–No, no quiero casarme contigo –lo dijo con rigidez, pero su carácter juguetón resurgió por un instante y añadió–: Eres demasiado vanidoso, y soy demasiado buena para ti.
Él soltó una pequeña carcajada antes de comentar:
–Esa lengua tuya es afilada como un cuchillo, ¿verdad? –respiró hondo, y le dio un suave toquecito en la mejilla–. Sobrevivirás, Claire, nunca fuiste una debilucha. Pero espero que acudas a mí si necesitas ayuda, Will era amigo mío y tú también lo eres. No me gusta que estés sola y sin amigos, en especial cuando se venda la casa –vio la expresión de temor que apareció en su rostro, y supo de inmediato a qué se debía.
–No soy dueña de nada, ¿verdad? El tío Will mencionó que había pedido otro préstamo…
–Sí, el banco va a tener que ejecutar la hipoteca y vender la casa. Tú recibirás lo que quede después de pagar las deudas de tu tío, pero dudo que sea gran cosa. También vas a tener que vender el automóvil.
–Ni hablar.
–Tendrás que hacerlo, Claire.
–¡No tienes derecho a decirme lo que tengo que hacer, no eres ni mi banquero ni mi amigo!
–Claro que soy tu amigo, lo admitas o no. El señor Calverson no va a pensar en tus intereses.
–¿Y tú sí?, ¿piensas ir en contra de los intereses de tu jefe?
–Por supuesto que sí, si es necesario.
Aquellas palabras la tomaron desprevenida, y fijó la mirada en su cara corbata; por alguna razón que no alcanzaba a entender, siempre se había mostrado muy protector con ella.
–No estoy dispuesta a vender el automóvil en ningún caso.
–¿Qué piensas hacer con él?
–Conducirlo, por supuesto –sus ojos se iluminaron, y alzó la mirada de nuevo–. ¡No hace falta que lo venda, puedo alquilárselo a empresarios y trabajar de chófer! ¡Voy a abrir un negocio!
–Eres una mujer –alcanzó a decir, boquiabierto.
–Sí.
–No esperarás que apruebe una idea tan descabellada, ¿verdad? –le espetó con exasperación.
Ella se irguió cuan alta era, pero no le sirvió de gran cosa, porque él seguía siendo mucho más alto.
–Haré lo que me plazca. Tengo que ganarme la vida como pueda, no tengo ninguna fuente de ingresos.
John la contempló con una expresión de lo más extraña. Había varias cosas que tenía cada vez más claras, y una de las principales era que estaba a punto de convertirse en objeto de escándalo por culpa de Diane. Su esposo era muy suspicaz, y si lo que le había dicho Claire era cierto, la gente ya había empezado a murmurar. No podía permitir que el buen nombre de Diane quedara en entredicho.
Por otra parte, Claire no estaba nada mal… tenía agallas y un endemoniado sentido del humor, un buen corazón y modales aceptables, y por regla general disfrutaba mucho estando con ella. Tenía una debilidad por ella que jamás había sentido por ninguna otra mujer, y por si fuera poco, ella le idolatraba.
–Podrías casarte conmigo, así tendrías tanto un marido que se encargaría de defender tus intereses como un techo bajo el que cobijarte.
Claire sintió que la tierra se abría a sus pies. Era una sensación muy rara, como si los pies no estuvieran tocando el suelo.
–¿Por qué querrías casarte conmigo?
–Así se resolverían los problemas de los dos, ¿verdad? Tú consigues al marido de tus sueños, y yo me libraré de las murmuraciones que podrían empañar el buen nombre de Diane –lo dijo con un tono de voz ligeramente burlón, y sonrió al ver que se ruborizaba.
Claire se dio cuenta de que solo había hecho referencia al buen nombre de Diane, estaba claro que seguía anteponiendo la reputación de aquella mujer a la suya propia; además, se sintió dolida por aquel comentario tan hiriente sobre lo de «el marido de sus sueños». Era mortificante que supiera lo que sentía por él.
–¿Que me case contigo?, ¡preferiría comerme un estofado de arsénico aderezado con belladona!
Él se limitó a sonreír antes de decir con calma:
–La oferta sigue en pie, pero dejaré que seas tú la que acudas a mí cuando te des cuenta de que es la mejor solución a tu problema.
–¡Saldré adelante conduciendo el coche!
A pesar de su tono beligerante, Claire sabía que no estaba siendo realista. Estuvo a punto de añadir que podría ganarse la vida igual de bien o incluso mejor trabajando de modista, pero como él no tenía ni idea de ese talento en particular, prefirió callárselo por el momento.
–Condúcelo si quieres, pero no olvides que ningún hombre que se precie va a permitir que una mujer le lleve por las calles de Atlanta –se volvió para marcharse, pero la miró por encima del hombro con una pequeña sonrisa y añadió–: Estaré esperando noticias tuyas, Claire. Ven a verme cuando tu situación se vuelva desesperada.
–¡Jamás lo haré! –le espetó, al ver que se marchaba.
Su negativa era una bravuconada, porque en realidad no sabía en qué situación iba a quedar ni las medidas que iba a tener que tomar, pero estaba indignada ante semejante oferta de matrimonio. Había sido tan fría y calculadora, que solo con pensar en ella le daban escalofríos. Era inconcebible que él creyera que estaría dispuesta a aceptar una proposición así, ¡ni siquiera había intentado fingir un poco de calidez y de afecto, aunque fueran falsos!
La actitud de John tenía una única explicación: lo mucho que quería a Diane. No hacía falta que él se lo dijera, tenía claro que amaba a aquella mujer más que a nada y que estaría dispuesto a sacrificarse y casarse con otra con tal de salvarla de los cotilleos.
Le parecía un gesto noble y heroico de su parte, pero el problema radicaba en que ella también tendría que sacrificarse y casarse con un hombre que no la amaba. Era consciente de lo que sentía por Diane, eso era algo que no iba a cambiar. Sería una necia si accediera a casarse con él.
Aunque a lo mejor podría lograr que se enamorara de ella… quizás podría aprender a amarla por el hecho de vivir con ella, de compartir cosas y de tenerla cerca día a día. Y también era posible que se quedara embarazada (se puso roja como un tomate solo con pensarlo), seguro que él sentiría algo por la madre de su hijo, ¿no?
Se apresuró a dejar a un lado aquella idea absurda. Era de sobra sabido que los hombres eran capaces de acostarse con cualquier mujer, así que por mucho que John hiciera el amor con ella, en realidad estaría pensando en Diane. ¿Cómo podría soportar sus besos y sus caricias sabiendo que él deseaba a otra, incluso si esa otra no compartía dicho deseo?
La respuesta era obvia: no podría soportarlo. Lo que tenía que hacer era recoger los pedazos de su destrozada vida y convertirse en una mujer independiente, seguro que había alguna forma de lograrlo. Si el adorado automóvil de su tío no era la respuesta, ya se le ocurriría otra cosa, y el altanero señor Hawthorn tendría que tragarse sus infames propuestas.
Dos semanas después del funeral, Claire se limitaba a ver la vida pasar. Kenny fue a verla una vez y se ofreció a ayudarla en todo lo que le hiciera falta, incluso a podar los setos, pero ella no accedió porque no quería darle esperanzas. Estaba claro que estaba enamoriscado, pero lo que ella sentía por él no era amor, sino simple amistad.
Echaba muchísimo de menos a su tío y ya había empezado a tener problemas de dinero, por lo que no había tenido más remedio que despedir a Gertie y a Harry. Había sido un duro golpe para los tres, y la despedida había estado marcada por las lágrimas y las promesas de permanecer en contacto; por suerte, en la zona se sabía que eran muy buenos trabajadores, así que habían encontrado otro empleo de inmediato y ella se había quitado ese peso de la conciencia.
La casa se había vendido, el señor Calverson le mandó un aviso informándola de que tenía un comprador que quería instalarse en un mes. Ella iba a recibir doscientos dólares de la venta, pero era un dinero que no iba a tardar en desvanecerse, porque tenía que pagar los gastos del funeral.
Había intentado empezar a trabajar de chófer con el automóvil, pero tal y como John Hawthorn había predicho, los hombres adinerados de la zona no acudieron en masa a su puerta para contratar sus servicios; de hecho, la ignoraron abiertamente. En una ocasión salió a dar una vuelta por el barrio en el vehículo, ataviada con el largo guardapolvo blanco, las gafas protectoras y la gorra que solía ponerse su tío, pero unos críos le tiraron piedras y un caballo se asustó tanto al verla llegar que saltó un seto, así que había guardado bajo llave el automóvil en la cochera y no había vuelto a sacarlo.
Se había planteado trabajar en una tienda de costura de la zona, pero la mujer de la que Gertie le había hablado acababa de contratar a una nueva costurera y no necesitaba más ayuda. La única alternativa era vender sus diseños puerta a puerta, o que alguna tienda de ropa la contratara para hacer los arreglos. Había pensado en Kenny, pero no quería diseñar ropa de hombre, y mucho menos encargarse de los arreglos.
Coser en casa era una buena opción, pero en breve iba a quedarse sin un techo. Los pollos y las gallinas eran suyos, pero no sabía dónde iba a meterlos para seguir vendiéndoles los huevos a sus clientes habituales.
John había predicho que acabaría yendo a pedirle ayuda. Estaba a punto de llegar a ese punto, el orgullo era lo único que la detenía… pero el orgullo era muy caro, y estaba quedándose sin dinero a gran velocidad.
Oyó que llamaban a la puerta justo cuando acababa de ponerse la capa y el sombrero, y al ir a abrir vio que se trataba de John. Se le aceleró el corazón al verlo, pero la furia que la inundó dejó atrás a todo lo demás.
–¡Las mujeres dirigen burdeles y casas de huéspedes! ¡Si pueden estar al frente de ese tipo de negocios, pueden encargarse de muchos otros!
Sus airadas palabras debieron de resultarle divertidas, porque él sonrió y contestó en tono de broma:
–¿Tienes pensado abrir un burdel? No te lo aconsejo, al menos en Colbyville –se inclinó hacia ella antes de añadir en voz baja–: Pero prometo ser tu primer cliente si lo haces.
Claire se sonrojó de pies a cabeza al oír aquello y le flaquearon las piernas al imaginarse en la cama con él, pero se recordó con firmeza que él solo estaba bromeando.
–¡Sabes perfectamente bien que no pienso hacer algo así! ¿Qué es lo que quieres?
–He venido a ver cómo estás –su sonrisa se tiñó de preocupación, y la contempló con ojos penetrantes durante unos segundos–. Me he mantenido al corriente a través de tus vecinos, da la impresión de que las cosas no te van demasiado bien en este momento.
–Encontraré trabajo cuando esté preparada –le aseguró, mientras se rodeaba la cintura con los brazos en un gesto defensivo.
–Te han avisado de que tienes que irte de la casa a finales de mes, ¿verdad?
–Sí.
John había dado por sentado que se derrumbaría tras la muerte de su tío y le pediría ayuda, pero no había sido así; de hecho, Claire no le había pedido ayuda a nadie. A aquellas alturas de su vida no se sorprendía con facilidad, pero que fuera tan orgullosa le había tomado desprevenido. Debido a las experiencias del pasado, era muy cínico a la hora de juzgar la naturaleza humana, y recordaba con claridad el momento preciso en que sus ilusiones se habían desvanecido para siempre. Había sido en Cuba, al ver a los prisioneros hacinados como ganado.
Pero peor incluso que ver a aquellos pobres hombres había sido el horror del hundimiento del Maine en el puerto de La Habana, dos meses antes de que su unidad partiera hacia Cuba. Sus dos hermanos pequeños iban a bordo de aquel acorazado… había sido él, con su cargo de oficial y sus medallas, quien les había influenciado para que se alistaran, y Rob y Andrew habían acabado muriendo.
Su padre le había insultado en el funeral con una sarta de imprecaciones hasta quedarse literalmente sin aliento. En aquel entonces estaba destinado de forma temporal en Tampa, y su oficial al mando le había concedido un permiso para que regresara a Savannah y asistiera al funeral; poco después, su unidad había partido hacia Cuba al estallar la guerra.
Aún podía oír el llanto de su madre, ver las miradas de conmiseración del hermano y la hermana que le quedaban con vida, sentir la mirada gélida y llena de resentimiento de su padre y oírle decir que jamás volvería a ser bien recibido en aquella casa; más tarde, cuando fue herido y le enviaron a Nueva York al darle de baja en el Ejército, él mismo había solicitado que le ingresaran en un hospital de la zona de Atlanta.
Aún seguía odiando a su padre por haber impedido que su madre fuera a verlo, por no haber permitido siquiera que se carteara con ella durante su convalecencia. Posó la mirada en el rostro de Claire al recordar que ella sí que había ido a visitarlo con frecuencia. Había perdido todo lo que amaba, incluso a Diane, y la presencia de Claire había significado muchísimo para él, pero nunca se lo había dicho.
–¿A qué viene esa cara? –dijo ella de repente.
–¿Qué cara?
–La que has puesto ahora, es como si no te quedara ni la más mínima esperanza.
–¿Creías que era un iluso? –le preguntó, con una carcajada carente de humor.
–Creía que… en fin, da igual. Supongo que cualquier hombre se endurecería al perder lo único que ama en la vida. Lamento lo que dije de Diane, ya sé que no puedes evitar lo que sientes por ella.
Él se echó hacia atrás como si sus palabras le hubieran aguijoneado de verdad, y alcanzó a decir:
–Eres demasiado perceptiva.
–Siempre lo he sido, no tengo amigos íntimos porque a la gente le gusta guardar sus secretos –hizo la admisión con una sonrisa cargada de tristeza.
–Sí, imagino que te cuesta conservarlos.
–A veces –soltó un suspiro pesaroso, y recorrió con la mirada el desierto vestíbulo–. ¿Crees que a los nuevos dueños les hará falta un ama de llaves?
–No, ya tienen su propio servicio. ¿En qué quieres trabajar?
–Solo sé cocinar y limpiar… y reparar automóviles, claro. También coso un poco.
–Todas las mujeres cosen, y saber reparar automóviles no es útil porque hay muy pocos; de hecho, creo recordar que tu tío tenía el único de la zona que funciona con gasolina.
–Algún día habrá muchísimos.
–No lo dudo, pero tú necesitas trabajo ahora mismo.
–El mundo en que vivimos es muy injusto, las mujeres tienen que luchar para que se les permita trabajar en algo que no sea lavar, mecanografiar, coser, o ser dependientas.
John suspiró para sus adentros al recordar que Diane le había dicho con languidez que solo aspiraba a ser una buena esposa. ¿Por qué se había casado con Calverson? Ella misma ya se había dado cuenta del error que había cometido, pero era demasiado tarde… ¡demasiado tarde! Lo que más le dolía era que había sido él quien le había presentado a Calverson cuando había entrado a trabajar por primera vez en el banco, recién salido de Harvard.
–¿Tienes adónde ir, Claire? –la casa ya estaba casi vacía, porque la mayoría de los muebles se habían vendido para pagar facturas.
–Encontraré algún sitio antes de tener que marcharme de aquí.
Lo dijo con rigidez, pero él vislumbró el miedo bajo la coraza de orgullo. Su espíritu luchador e independiente le pareció admirable, estaba claro que no iba a darse por vencida por muy mal que estuviera.
Se metió las manos en los bolsillos, y soltó un sonoro suspiro antes de decirle con total seriedad:
–Cásate conmigo, Claire. Así se solucionarán todos tus problemas y la mayoría de los míos.
Ella se negó a ceder ante la dolorosa emoción que la embargó, y le contestó ceñuda:
–Te dije que no la otra vez, y te lo repito ahora. Solo quieres que sea una tapadera, un camuflaje para poder seguir como si nada con tu mujer casada.
–No me conoces en absoluto, ¿verdad? Venga, dale la vuelta al asunto. ¿Me serías infiel con otro hombre si te casaras conmigo?
–Jamás se me ocurriría hacer algo tan deshonesto.
–Y a mí tampoco –al ver la mirada férrea que se reflejaba en aquellos pálidos ojos grises, se dio cuenta de que solo iba a poder convencerla con la pura verdad–. Vamos a dejar las cosas claras: sí, amo a Diane –se sacó las manos de los bolsillos, y dio un paso hacia ella–. Una parte de mí la amará por siempre, pero está casada y no puedo tenerla de forma honorable, y cualquier otro arreglo destrozaría tanto su reputación como la mía. La única opción sensata que me queda es forjarme una nueva vida. Tú y yo no somos un par de desconocidos, fuimos meros conocidos durante años y en los dos últimos hemos entablado una relación más estrecha. Tienes cualidades que admiro, y aunque el nuestro no sea el matrimonio más apasionado del mundo, creo que encajaremos bien. Los dos estamos de más en el mundo en este momento, Claire.
Aquellas palabras la tomaron por sorpresa. Esperaba que recurriera a palabras persuasivas e incluso a una muestra de pasión para intentar convencerla, pero aquella honestidad tan total había acabado con sus defensas.
Él la contempló de forma deliberada con una mirada penetrante, y enarcó una ceja al verla sonrojarse.
–A lo mejor te gusta estar casada.
–Si me caso contigo, solo será… será en calidad de amigos. No pienso… eh… no puedo…
–No puedes compartir mi lecho –su sonrisa se ensanchó aún más–. De acuerdo, lo dejaremos así de momento.
–¡Para siempre!
–Estás roja como un tomate.
–¡Deja de burlarte de mí! Quiero que me lo prometas, John.
Él se llevó una mano al pecho, y dijo sonriente:
–Prometo con toda sinceridad que no te pediré que hagas nada que te incomode. ¿Te basta con eso?
Ella cedió un poco; al fin y al cabo, estaba haciéndole un enorme favor al ofrecerle la protección de su apellido y la seguridad de un hogar.
–Es que no quiero ser la sustituta de Diane –admitió en voz baja.
–Te entiendo, y espero que siempre seas igual de sincera conmigo; por mi parte, te prometo que jamás te mentiré. Creo que nos llevaremos bien.
Al ver la seriedad y la intensidad que se reflejaba en sus ojos oscuros, Claire soltó un suspiro y admitió:
–Todo esto me parece un poco descabellado.
–Puede que con el tiempo resulte ser una bendición para los dos. ¿Qué clase de anillo prefieres?, ¿qué te parece si dejamos boquiabierta a toda la gente de Atlanta y nos casamos a finales de mes?
–¿A finales de mes?, ¡se armaría un escándalo!
–Sí, puede que sí, pero un escándalo positivo.
–¿Quién va a entregarme en la ceremonia? –se mordisqueó el labio y le miró con expresión interrogante sin darse cuenta de que estaba capitulando–. Seguro que tú tienes familia, ¿crees que querrán asistir?
–Mis parientes viven lejos de aquí, no van a poder venir –le contestó él con rigidez. No quería contarle por qué no podía invitarles a la boda.
–Ah. Bueno, tendré que ir sola al altar.
–Serás una novia preciosa, Claire. Te prometo que va a ser una boda muy sencilla, solo asistirán las personas necesarias.
Ella no le dio más vueltas al asunto en ese momento; por alguna extraña razón, no se le ocurrió pensar en quiénes serían esas «personas necesarias»… y para cuando se dio cuenta, ya era demasiado tarde.