CAPÍTULO 10

Claire se llevó una desagradable sorpresa aquella tarde, cuando se enteró a última hora de que su marido había invitado a cenar a los Calverson. La señora Dobbs preparó una comida deliciosa, pero como tenía planes para ir al teatro con unos amigos, John contrató a una doncella para que se encargara de servirla.

Eli Calverson parecía preocupado y abstraído, y Diane estaba mostrándose muy atenta con John de forma casi descarada.

Mientras tomaban el café después de cenar, Claire se dio cuenta de que su marido estaba mirándola con ojos fríos y llenos de furia, y que la rubia era la dulzura personificada.

–¡Qué apartamento tan coqueto, Claire! No es lo mismo que tener casa propia, pero supongo que es una alternativa aceptable.

Claire se limitó a observarla en silencio durante un largo momento, y al ver que la afectada sonrisa de la otra mujer empezaba a flaquear bajo el peso de su mirada, se dio por satisfecha y contestó con una sonrisa tan fría como su tono de voz:

–En otras circunstancias, me habría gustado tener una casa propia.

–¿Otras circunstancias?

Como sabía que los hombres estaban enfrascados en su propia conversación sobre asuntos de negocios y no la oían, optó por hablar con total franqueza.

–Sí, si tuviera un marido que me amara a mí –las dos últimas palabras estaban cargadas de amargura, y antes de que Diane pudiera contestar, se volvió para indicarle a la doncella que ya podía empezar a quitar la mesa.

–La cena estaba deliciosa, Claire –comentó el señor Calverson con cortesía.

–Gracias, pero la ha preparado la señora Dobbs.

–Ah. Creía que…

Claire entrelazó las manos antes de admitir sin reparos:

–Habría sido incapaz de apropiarme de la cocina de otra mujer, aún estando enterada de que íbamos a tener invitados a cenar.

–¡John! ¿Nos has invitado a cenar sin que lo supiera tu esposa? –preguntó Calverson, atónito.

Él le lanzó una mirada acerada a Claire antes de contestar con calma:

–Claire es muy bromista.

–¡Ah, ya veo! –Calverson soltó una pequeña carcajada antes de volverse hacia Diane–. Debemos marcharnos ya, querida.

Ella asintió, y se apresuró a decir:

–Le diré a la doncella que nos traiga los abrigos… ¿adónde ha ido, John?

–Por aquí.

Claire no dijo nada al ver que su marido conducía a la rubia hacia la cocina, a pesar de que sabía que la doncella no estaba allí. La había visto salir por la puerta trasera para vaciar fuera un cubo de las cenizas del horno de leña.

–Si me disculpa un momento, voy a llevar estos platos a la cocina –le dijo al señor Calverson.

Después de apilar los platos sucios, los llevó por el pasillo hacia la cocina… y llegó a tiempo de ver a Diane en brazos de John, apartando los labios de los suyos en ese preciso momento.

Se detuvo de golpe, y se quedó paralizada en la puerta. Diane estaba ruborizada y empezó a reírse con nerviosismo, y en cuanto a John, tenía una expresión intensa e indescifrable en el rostro.

–Supongo que no hace falta que te pida que te marches, ¿verdad? –le dijo a la rubia, con toda naturalidad–; como comprenderás, me bastaría con regresar al comedor y contarle a tu marido lo que estabas haciendo con el mío en mi propia casa.

–No te precipites, Claire…

La rubia no pudo acabar la frase, porque Claire no pudo seguir conteniéndose.

–¡Fuera de aquí! ¡Ahora mismo! –sus palabras reflejaban la furia que sentía, y sus ojos grises relampagueaban.

John se acercó a ella, y empezó a decir con tono conciliador:

–Claire…

Ella se apartó con tanta brusquedad, que estuvo a punto de tirar los platos que tenía en las manos. Tenía la respiración agitada y estaba macilenta, pero la furia le daba fuerzas para sobreponerse al aturdimiento.

–Sinvergüenza, ¡eres un sinvergüenza!

Él parecía desconcertado, conmocionado. Diane murmuró una disculpa al pasar corriendo junto a él, y al salir al pasillo se encontró a la doncella y le ordenó que les llevara los abrigos.

–Ahora mismo, señora –la joven se apresuró a obedecer.

Se oyó el murmullo de voces cuando Diane llegó al comedor, pero Claire no se dio ni cuenta. Toda su atención estaba centrada en su marido, al que estaba mirando furibunda como si tuviera ganas de lanzarle los platos a la cabeza. La rabia que sentía era tan grande, el impacto había sido tan fuerte, que estaba temblando.

–Te agradecería que te controlaras hasta que se vayan nuestros invitados –le pidió él, con gélida formalidad.

–Los has invitado tú, no yo –le temblaba la voz, y tenía el rostro encendido–. Si vuelves a traer a esa ramera a mi casa, le contaré al flamante presidente de tu banco lo que hay entre vosotros dos, ¡me importan un cuerno los chismorreos!

–¡Claire!

Ella respiró hondo para intentar calmarse, dejó los platos sobre la mesa, y regresó al comedor sin mediar palabra.

–Gracias por una velada tan encantadora, Claire –le dijo Diane, con una sonrisa forzada, antes de lanzarle una mirada que hablaba por sí sola a John–. Buenas noches, John.

–Buenas noches, gracias a los dos por venir –contestó él, con una sonrisa de lo más natural, antes de acompañarles a la puerta junto con Claire.

Eli Calverson parecía ajeno a lo que estaba pasando, y esbozó una sonrisa distante al despedirse.

–Ha sido un placer volver a verte, Claire. No te preocupes por lo de la fusión con Whitfield, John. No hay que ponerse nervioso por el mero hecho de que unos cuantos no estén conformes.

John estaba luchando por aclararse las ideas, aún estaba intentando asimilar tanto el inesperado comportamiento de Diane como la reacción de Claire.

–He oído algunos comentarios al respecto, y uno de nuestros inversores me ha preguntado esta mañana si somos solventes.

Le llamó la atención ver que las mejillas de su jefe se teñían de un ligero rubor, pero Calverson le dio una palmadita en el brazo y le dijo sonriente:

–Qué ridiculez, ¿crees que Whitfield querría la fusión si hubiera la menor duda sobre la reputación del banco? Además, no hace falta que te recuerde que hemos tenido un cuantioso ingreso gracias a ti, muchacho. ¡La ayuda interesada que le prestaste a la viuda del general nos ha reportado grandes beneficios!

John frunció el ceño al oír aquello, y no dudó en corregirle.

–Fue una ayuda completamente desinteresada.

–Disculpa, no he sabido expresarme bien. Vamos, Diane, ya es hora de regresar a casa. Buenas noches, queridos amigos.

John se despidió con la cortesía de rigor, pero su preocupación seguía latente porque había oído más de un comentario sobre la solvencia del banco. Tomó nota mental de hablar con el jefe de contabilidad sin que Calverson se enterara.

Claire seguía hecha una furia, tenía la cabeza muy lejos tanto de Calverson como del banco. Permaneció junto a John y cumplió con su papel de anfitriona, pero en cuanto el carruaje de la pareja se alejó bajo la fría luz de las farolas, volvió a entrar en la casa temblando de frío y de la rabia que sentía al sentirse traicionada. Se sentía incapaz de mirar a su marido, ver a Diane en sus brazos había acabado con las escasas esperanzas que le quedaban de poder construir una vida con él. No estaba dispuesta a permitir que la arrinconara en beneficio de su querida, era una cuestión de orgullo.

–Voy a hacer las maletas, John. Mañana me marcho de aquí.

–¡Y un cuerno!

Se volvió hacia él de golpe, pero la doncella se asomó al vestíbulo en ese preciso momento y miró al uno y a la otra con indecisión antes de decir:

–Ya he terminado, señor Hawthorn, ¿puedo irme?

–Por supuesto que sí, gracias por tu ayuda.

–Gracias a usted por contratarme, señor. Todd se ha quedado sin trabajo, y el dinero nos vendrá muy bien. Buenas noches a los dos.

–Gracias –Claire tenía la garganta tan constreñida, que fue lo único que alcanzó a decir.

Aunque la doncella vivía a dos casas de allí y el barrio era muy seguro, John salió al porche y esperó a que entrara en el pequeño apartamento donde vivía, que estaba situado detrás de la casa de su casero.

Mientras él cerraba con llave la puerta principal, Claire empezó a subir la escalera y le dijo por encima del hombro:

–Supongo que entenderás que no tengo nada que decirte, te dejo.

–Acabamos de casarnos, no voy a permitir que me abandones.

Ella se volvió a mirarlo con la mano apoyada en la barandilla, y le espetó con frialdad:

–¿Cómo piensas detenerme? A la señora Dobbs le extrañará que me encadenes al suelo, y solo así lograrías evitar que me fuera. No estoy dispuesta a dejar que sigas utilizándome para ocultar tu vergonzosa aventura con esa mujer, ¿cómo te atreves a besarla en mi propia casa? ¡No tendría que haberme casado contigo, fue una locura!

–Las apariencias engañan, Claire. No ha ocurrido como tú crees; además, te doy mi palabra de que no tengo una aventura con ella.

Claire recordó lo que le había dicho su suegra, y pensó en el dolor y la angustia que debían de haberle convertido en un hombre tan taciturno. Él seguía estando enamorado de Diane, así que en cierto modo, era comprensible que se hubiera dejado llevar por sus sentimientos. Ella no soportaba a la rubia, estaba claro que no era su ideal de mujer ni mucho menos, pero a la gente no se la solía amar por sus defectos. Algunas virtudes debía de tener a ojos de John… aunque ella no se las viera por ninguna parte.

–Tu conducta ha dejado de ser de mi incumbencia, haz lo que te plazca –su voz reflejaba lo derrotada que se sentía.

–¿Adónde piensas ir?, ¿a casa de tu amiguito Kenny?

–¿Disculpa?

–Me acusas de tener una aventura, pero te aseguro que a mí no se me ha visto en público con alguien agarrándome la mano… ¡en una condenada heladería, y a plena luz del día!

Claire se preguntó cómo se había enterado, a lo mejor la había visto con Kenny.

–¡Fue un encuentro del todo inocente! Y ya que ha salido el tema, me gustaría saber dos cosas: dónde está el regalo que me envió, y por qué no me dijiste que vino a felicitarme.

–Yo no comparto lo que es mío. Eres mi esposa, y mientras sea así, no vas a aceptar regalos de otros hombres… ¡y eso incluye los helados!

–¿Cómo te has enterado?

–Diane te ha visto y me lo ha contado.

–¡Qué conveniente! –se sacudió la falda con una brusca palmada, y añadió con indignación–: Yo no puedo tomar un helado con un hombre en un lugar público, pero tú sí que puedes besar a otra mujer en mi propia cocina, ¿no?

–¡Ha sido ella la que me ha besado a mí!

–Y tú no has podido defenderte, ¿verdad?

Él se apartó de golpe de la puerta, y antes de que ella pudiera reaccionar, subió la escalera como una exhalación. Le rodeó la cintura con el brazo, y hundió la mano libre en su moño alto antes de decir con aspereza:

–A lo mejor no tendría que besar a otras si tú lo hicieras más a menudo.

Ella luchó como una tigresa. Estaba furiosa consigo misma por tener celos, y con él por su comportamiento. Le odiaba por haber besado a aquella mujer detestable… pero su boca era tan cálida y apasionada, sus brazos tan fuertes y reconfortantes… fue incapaz de mantener los labios cerrados mientras aquel beso lento y profundo seguía y seguía.

Él murmuró algo contra su boca, y se inclinó un poco para alzarla en brazos mientras respiraba jadeante. Acabó de subir la escalera, y al entrar en el apartamento cerró la puerta a su espalda con el pie.

No la soltó, la llevó a su propio dormitorio como la vez anterior y en esa ocasión ni siquiera se molestó en apagar las luces ni en cerrar la puerta. Cayó sobre la cama con Claire debajo, metió las manos bajo su falda larga, y empezó a deslizarlas por la cálida piel de sus muslos.

–John… –fue un intento de protesta muy poco convincente, y dicho con voz estrangulada.

–Shhh… –susurró él contra sus labios. Estaba temblando tanto como ella. Metió las manos entre sus piernas, y fue apartando las barreras de ropa sin vacilar pero con cuidado.

Ella se quedó pasmada cuando la penetró, porque ni siquiera se habían desvestido, pero la protesta que estuvo a punto de brotar de sus labios quedó silenciada cuando él se adueñó de su boca. Fue un beso profundo y ardiente, la saboreó a placer mientras su lengua la penetraba con movimientos rítmicos… movimientos que emulaban las embestidas lentas y profundas de su cuerpo, que no dolían en absoluto.

Claire oía en la distancia el sonido errático de sus respiraciones, el roce de la ropa y de piel contra piel. Las oleadas iban sucediéndose sin cesar, recorrían su cuerpo y su mente una tras otra. Sintió que él la agarraba con fuerza de las caderas mientras iba acelerando cada vez más, mientras el ritmo iba volviéndose casi frenético. No sabía que pudiera existir un placer tan intenso. Le extrañó que aquella pasión tan desatada no le doliera, pero las oleadas de cálido placer iban recorriéndola sin parar.

Saboreó la piel de su marido, inhaló su aroma mientras su cuerpo se sacudía con la fuerza de sus embestidas en el silencio del frío dormitorio. Le oyó gemir, notó que perdía por completo el control y se rendía por completo ante aquella pasión avasalladora, y ella alzó las caderas y se arqueó bajo su cuerpo.

Los dos gritaron cuando el placer estalló de golpe. Aquella pecaminosa oleada de éxtasis fue tan inmensa, que ella pensó que no iba a ser capaz de soportarla…

Se dio cuenta de que su marido estaba tan estremecido como ella misma, de que estaba abrazada a él con brazos y piernas. Yacieron inmóviles durante un largo momento, unidos de aquella forma tan íntima y vestidos, con los corazones martilleándoles en el pecho.

–¿Lo… lo has hecho porque la deseabas a ella? –susurró, con voz entrecortada. Tenía la boca tan seca, que apenas pudo articular las palabras.

Él inhaló con fuerza al oír aquella pregunta, y le contestó con total sinceridad:

–No, lo he hecho porque te deseaba a ti.

Se echó un poco hacia atrás, y contempló en silencio aquellos enormes ojos plateados mientras empezaba a desabrocharle los botones del vestido. Seguían unidos y cada movimiento resultaba estimulante y sensual.

–Voy a desnudarte –susurró, con voz ronca–. Cuando haya dejado al descubierto la tersa piel de tu cuerpo, voy a quitarme la ropa y a disfrutar de ti durante toda la noche. Cuando amanezca, conoceré tu cuerpo de pies a cabeza, no quedará ni un centímetro que no haya besado y saboreado –bajó la cabeza de improviso, y le mordisqueó un pezón con cuidado a través de la tela. Se movió en su interior y se rio con satisfacción al oír su exclamación ahogada, al sentir que se estremecía y ver el deseo que se reflejaba en sus ojos grises–. Sí, sigues estando preparada para mí, Claire –volvió a moverse, y contuvo el aliento al notar que su miembro se endurecía de golpe–. ¡Y yo estoy más que preparado para ti!

Claire permanecía despierta en la oscuridad, era incapaz de conciliar el sueño. Se ruborizaba solo con recordar las caricias de John, las partes de su cuerpo que él había saboreado con la boca, y se sentía avergonzada por haber reaccionado con tanto abandono.

Estaba desnuda del todo bajo una sábana blanca; por suerte, la luz estaba apagada, porque así no tenía que volver a ver la fría expresión de triunfo que se reflejaba en el rostro de su marido. Empezó a ponerse cada vez más furiosa al pensar que la había utilizado, que la había usado como si fuera una cualquiera… y ella no solo se lo había permitido, sino que se había enroscado alrededor de su cuerpo como una serpiente mientras gemía extasiada, mientras le susurraba cosas que prefería ni recordar.

Apartó a un lado la sábana y empezó a incorporarse, pero una mano férrea la agarró del brazo y dio un firme tirón que la hizo caer sobre un cálido cuerpo masculino que aún estaba excitado.

–No, no te vas. Aún no he acabado –le dijo él con aspereza.

–¡Por favor, John, no puedo más!

–¿Te duele?, ¿estás irritada? –susurró contra su boca.

Ella se puso roja como un tomate, pero admitió:

–No, pero… ¡oh!

Había empezado a acariciarla de nuevo en aquel lugar tan sensible, a despertar otra vez aquel placer enloquecedor que la tensó de pies a cabeza contra su cuerpo musculoso.

–Eres el pedacito de cielo más dulce que he probado en mi vida, la miel más dulce del mundo –susurró él, mientras el ritmo de sus caricias iba intensificándose–. Moriría intentando saciarme de ti sin conseguirlo, te deseo con toda mi alma –la instó a que bajara la cabeza, y mientras se besaban la deslizó hacia abajo y la penetró poco a poco–. Eso es… –susurró, con voz llena de ternura–, eso es… ábrete, acaríciame, abrázame, enloquéceme de placer. Olvídate de lo que hayan podido decirte sobre esto viejas reprimidas, y compórtate conmigo como una mujer.

–No… no te entiendo –sollozó, enfebrecida de placer.

–Claro que me entiendes. Siéntate y cabalga, Claire.

Echó a un lado la sábana con brusquedad, la alzó un poco hasta que la tuvo a horcajadas sobre su cuerpo. La sujetó de las caderas, alzó las suyas mientras le mostraba el ritmo adecuado, y ella se arqueó de golpe ante el intenso placer.

–Sí, Claire… –susurró con ardor, cautivado por el balanceo de sus senos–. Ahora, cariño, ahora… eso es, muévete… sigue, sigue así…

Empezó a jadear mientras los sensuales movimientos de su mujer le hacían temblar. Soltó una carcajada llena de satisfacción, y de repente soltó un gemido gutural. La aferró de los muslos con más fuerza mientras la hacía bajar y subir en un ritmo enfebrecido que los llevó directamente al éxtasis.

Ella le cubrió las manos con las suyas mientras su cuerpo parecía moverse con voluntad propia, y se echó a reír también al sentir que el placer se extendía como una oleada de lava por sus venas. El dormitorio estaba bañado por la luz de la luna, y contuvo el aliento cuando bajó la mirada y le vio tan entregado e indefenso. Lo tenía a su merced por completo, estaba rendido al deseo que sentía por ella.

Se movió con deliberación, atormentándole, le miró con ojos enfebrecidos que reflejaban cuánto disfrutaba sabiendo que podía enloquecerlo tanto de placer. Aceleró el ritmo, y al verle gritar extasiado le aferró con más fuerza las manos mientras se iniciaba la espiral ascendente.

Los muelles de la cama chirriaban sin cesar, los postes temblaban, pero ninguno de los dos se dio ni cuenta.

–¡Hasta el fondo, cariño! ¡Hasta el fondo! –gimió él, con voz ronca.

–¡Sí, dámelo todo…! ¡Todo! –sintió los estallidos hasta en la punta de los dedos de los pies, gimió descontrolada mientras su cuerpo se ponía rígido y la recorría una sacudida tras otra.

A través de la neblina de placer que le nublaba la mente notó que él se arqueaba hacia arriba con fuerza. Le oyó soltar un sollozo gutural, vio que su rostro se ponía rígido, y se dijo enfebrecida que aquel hombre era suyo.

Había sido tan breve y hermoso, tan efímero, que se tumbó contra su pecho y lloró con amargura.

–¿Por qué no puede durar?, ¿por qué? –sollozó, enrabietada.

Él empezó a acariciar aquella larga y ensortijada melena de pelo castaño. Sus cuerpos seguían estando unidos, y le sujetó las caderas contra las suyas para que no se apartara.

–No lo sé –susurró, con voz trémula, antes de apoderarse de su boca en un beso lánguido y lleno de ternura; al cabo de un largo momento, admitió contra sus labios–: Es la primera vez que permito que una mujer me monte, me ha encantado.

Claire escondió el rostro en su cuello, y susurró avergonzada:

–¡No digas eso!

–¿Me notas dentro de ti? –deslizó las manos por su espalda con lentitud, le agarró las caderas, y las presionó hacia abajo. Se estremeció de pies a cabeza, y añadió con voz trémula–. Yo siento cómo me rodeas por completo, eres como una funda tersa y cálida.

–No está bien hablar de esas cosas.

–Eres mi esposa, nada de lo que hagamos juntos está mal. No deberías sentirte avergonzada por ninguna de mis caricias, por dónde pueda besarte. Formo parte de ti, al igual que tú formas parte de mí. Somos una misma persona cuando hacemos el amor así, Claire… una misma carne, un mismo corazón, y una sola alma –respiró estremecido, y la apretó con más fuerza contra su cuerpo antes de admitir–: ¡Dios mío, jamás había experimentado un placer parecido al que me has dado esta noche! Ni siquiera consigo recobrar el aliento… y sigo anhelando hundirme una y otra vez dentro de ti para volver a alcanzar ese éxtasis tan increíble.

–John, me… me escuece un poco.

–No me extraña. Perdóname, he sido demasiado exigente.

–No, yo también lo deseaba.

–Ha sido una locura compartida –trazó su acalorada mejilla con la punta de los dedos, y suspiró con resignación–. Duérmete, cariño.

Ella abrió los ojos, y fijó la mirada en su pecho musculoso antes de preguntar:

–¿Así, tal y como estamos?

–Sí, así. Tan íntimamente unidos como pueden llegar a estarlo un hombre y una mujer –la rodeó con los brazos antes de añadir–: No soporto la idea de salir de tu cuerpo… aunque si te duele demasiado…

–No, no me duele –estaba tan impactada por lo que había pasado como él, y se relajó contra su cuerpo mientras saboreaba aquella intimidad compartida tan maravillosa. Soltó una pequeña carcajada cuando sus senos quedaron apretados contra su pecho musculoso, porque aquel pequeño movimiento bastó para excitarla de nuevo.

Él debió de entender lo que le pasaba, porque se rio también y susurró sobre su cabeza:

–Sí, el placer que sentimos al estar piel contra piel es asombroso, pero ya es hora de dormir.

–Tienes razón –se obligó a relajarse de nuevo, cerró los ojos, y a ella misma le habría sorprendido ver que lograba dormirse.

Claire despertó al sentir el contacto del aire frío en el cuerpo. Estaba escocida, y la luz que penetraba por las cortinas bañaba sus párpados hinchados. Parpadeó un poco, y despertó de golpe al ver que un par de ojos negros e intensos estaban contemplando a placer su cuerpo desnudo. John estaba vestido junto a la cama, había apartado la sábana, y estaba mirándola como si fuera la primera vez que veía a una mujer desnuda.

Por extraño que pareciera, no le dio ninguna vergüenza que la viera así… todo lo contrario. Se le endurecieron los pezones bajo aquella intensa mirada, y se estremeció de deseo.

–Tienes un cuerpo exquisito –le dijo él, con voz suave–. A pesar de la noche que acabamos de pasar, me excito solo con mirarte.

Ella se ruborizó al ver que su mirada se oscurecía de deseo y fue entonces cuando empezó a vacilar, porque se avergonzó de lo revelador que había sido su propio comportamiento en la oscuridad; como quería evitar a toda costa que él se diera cuenta de lo esclavizada que la tenía, tanto física como emocionalmente, le espetó con voz gélida:

–Espero que disfrutaras, ¿lo pasaste bien fingiendo que yo era Diane?

El inesperado insulto le hirió en lo más hondo, y soltó una carcajada seca antes de contestar:

–¿De verdad lo crees, o es lo que te gustaría creer? –no entendía cómo era posible que la apasionada amante de la noche anterior se hubiera convertido de repente en aquella desconocida burlona.

–Por supuesto que lo creo. La besaste en la cocina, y en cuanto se marchó me trajiste a tu dormitorio. Dudo mucho que lo hicieras porque te embargara un amor repentino por mí. Tú mismo admitiste que te casaste conmigo para proteger su reputación, no hace falta que finjas que lo de anoche fue algo más que un mero intento de satisfacer conmigo la lujuria que sientes por ella.

Él se enfureció al oír aquello. La miró ceñudo con la mano en el bolsillo y contestó con deliberada crueldad, porque le habían herido aquellas palabras tan injustas.

–Haces bien en llamarlo lujuria, porque nos comportamos como dos animales en celo… aunque debo admitir que nunca antes había tenido una noche así, ni siquiera con una mujer experimentada. Eres muy apasionada, Claire. Apasionada, dispuesta, e incluso más sensual que Diane.

Ella se tapó con la sábana antes de sentarse en la cama y preguntar:

–¿Puedes afirmar eso con certeza?

–Claro que sí. La he visto desnuda… supongo que no eres tan ingenua como para creer lo contrario, ¿verdad?

–¿Ha… has hecho el amor con ella? –tenía el rostro macilento.

Él la miró con ojos centelleantes, y se limitó a darle una respuesta que no afirmaba ni negaba nada.

–Estuvimos comprometidos.

En sus ojos oscuros se vislumbraba el dolor que sentía al lastimarla de forma deliberada, pero Claire estaba demasiado alterada como para darse cuenta. No se le ocurrió pensar en que se había sentido herido por lo que ella le había dicho, no tenía ni idea de que él se sentía muy vulnerable porque acababa de darse cuenta de que lo que sentía por ella iba mucho más allá del cariño, y estaba intentando aferrarse a su orgullo después de que ella le insultara con sus acusaciones. A él le resultaba inconcebible que le creyera capaz de tomarla por Diane.

–Tengo que irme a trabajar, supongo que después de lo de anoche te inventarás alguna excusa para justificar por qué vas a permanecer a mi lado. Puedes tenerme todas las veces que quieras, te haré el amor cada noche si con eso eres feliz… y a lo mejor, con el tiempo, podré dejar de imaginarme en la oscuridad que eres Diane –se sintió fatal consigo mismo por decir aquella barbaridad.

No había peor insulto para Claire. Se quedó mirándolo, aturdida y petrificada. El corazón se le había helado en el pecho, se sentía entumecida y se habían desvanecido todas sus esperanzas.

Él permaneció a la espera con la esperanza de que admitiera que seguía enamorada de él, que la noche anterior le había amado, pero la espera fue en vano.

–Qué comentario tan bajo –dijo ella al fin.

–Igual de bajo que la acusación que has lanzado contra mí. Jamás te usaría para sofocar lo que siento por Diane, los dos sentimientos son tan distintos como el día y la noche.

–Sí que me usaste.

–Y a ti te encantó. ¡Me rodeaste con las piernas, echaste la cabeza hacia atrás, y gritaste de placer cuando te penetré hasta el fondo! –al ver que se ponía roja como un tomate, se inclinó hacia delante y apoyó una mano en el cabecero de latón de la cama, justo encima de su cabeza–. Anoche no te obligué a nada, Claire. Me deseabas, al igual que me deseas ahora. Mira –le apartó la sábana de un tirón, y le acarició un tenso pezón antes de que ella volviera a taparse a toda prisa–. Acudiste corriendo a tu amiguito de la infancia en cuanto me di la vuelta… venga, vete con él ahora, a ver si consigue que le arañes la espalda en la oscuridad como una gata salvaje.

–¡Yo no te he…!

Enmudeció al ver que él se desabrochaba la parte de arriba de la camisa, y soltó una exclamación ahogada cuando le mostró los profundos arañazos que tenía en el hombro.

–Tengo más, algunos de ellos están… más abajo. Fuiste muy fogosa, sobre todo hacia el final –al ver que se cubría la cara con las manos y que parecía muy mortificada, exclamó con sequedad–: ¡Por el amor de Dios, Claire…! Es normal que las mujeres arañen cuando las ciega la pasión, a veces incluso muerden. No hay nada de qué avergonzarse. La pasión es violenta, hacer el amor puede causar dolor además de placer, en especial cuando dos personas se desean tanto como nosotros.

–¿Cómo has sido capaz de…?

–¿De qué? ¿De hacerte el amor?, ¿de obligarte a admitir cómo te comportaste conmigo? –le alzó la barbilla antes de añadir–: El sexo es divertido, los dos disfrutamos juntos. Estamos casados, no hay nada que nos impida gozar el uno del otro mientras estemos juntos.

–No quieres estar casado conmigo.

Él soltó una carcajada antes de admitir con socarronería:

–A veces me encanta estarlo… anoche, por ejemplo –enarcó una ceja al ver que lo miraba enfurruñada, y añadió con toda naturalidad–: Te sugiero que les eches un vistazo a tus caderas después de bañarte, supongo que encontrarás tanto moratones como un par de arañazos. No fuiste la única que perdió el control por completo.

Claire se sintió un poco mejor. A su marido parecía resultarle fácil hablar de aquello con toda naturalidad… aunque había que tener en cuenta que, a diferencia de ella, ya tenía experiencia previa.

–Todo saldrá bien, Claire –le aseguró, mientras se dirigía hacia la puerta–. Voy a mantenerme alejado de Diane, tú no volverás a acercarte a tu amigo Kenny, y haremos el amor todas las noches. Puede que incluso llegues a quedarte embarazada. Con eso debería bastarnos a los dos.

Ella sintió que el alma se le caía a los pies. Lujuria, deseo carente de sentimientos, dos cuerpos en un mismo lecho mientras él pensaba en Diane, deseaba a Diane, vivía por ella. Y un hijo… ¿qué clase de vida le esperaría a ese niño, con unos padres así?

–¿No tienes nada que decir? –insistió él, con voz burlona.

–Nada en absoluto.

–En ese caso me despido de ti hasta esta noche, señora Hawthorn –recorrió con la mirada sus hombros desnudos, y añadió con voz ronca–: Y aunque no pueda hacerte el amor, te desnudaré y te contemplaré a placer hasta que el deseo me enloquezca.

–¡Ni hablar!

Él enarcó una ceja ante aquella respuesta tan vehemente, soltó una carcajada al ver lo ruborizada que estaba, y afirmó con una sonrisa llena de petulancia:

–Vas a dejar que lo haga, te lo aseguro –salió del dormitorio, y cerró la puerta a su espalda.

–Espera y verás –masculló ella, antes de salir de la cama hecha una furia.

Alargó la mano hacia su vestido, pero se detuvo en seco al verse reflejada en el espejo ovalado de cuerpo entero. La voraz boca de su marido le había dejado los pechos un poco enrojecidos, tenía marcas en el vientre y en los muslos, y se ruborizó al verse en las caderas los moratones que él había mencionado.

Tenía un aspecto… sensual. Alzó las manos y las puso bajo sus senos, como si estuviera sopesándolos, y en ese preciso momento la puerta se abrió. Su mirada se encontró con la de su marido, y no pudo evitar que sus ojos grises revelaran todos sus secretos.

Él la contempló con el cuerpo rígido de deseo y admitió:

–Si creyera que estás en condiciones, te tomaría ahí mismo, delante del espejo, y podríamos vernos mientras hacemos el amor –al ver sus mejillas sonrosadas y la mirada intensa y sensual de aquellos ojazos grises, gimió atormentado y exclamó–. ¡Dios, Claire…! ¡Me vuelves loco! –se acercó a ella como una exhalación, la atrajo hacia sí con brusquedad, y se adueñó de su boca enfebrecido de deseo.

–No puedo… lo deseo con toda mi alma, pero estoy demasiado…

Él le agarró las manos y las posó sobre su propio cuerpo, las guió mientras seguía besándola, pero bastaron un par de segundos para que la pasión alcanzara una intensidad abrumadora. La apartó un poco con un esfuerzo titánico que le estremeció, y luchó por sofocar aquel deseo ardiente que le recorría la sangre antes de decir con voz trémula:

–No, no podemos –apenas pudo articular las palabras. Se dio cuenta de que ella parecía desconcertada, casi temerosa, y la agarró de los hombros mientras contenía a duras penas las ganas de gritar por el deseo insatisfecho. Fue soltándola poco a poco, obligándose a sí mismo, y salió a toda prisa del dormitorio sin volver la vista atrás.

Nunca antes había experimentado un deseo tan intenso, tan arrollador. No estaba seguro de poder manejarlo en el día a día, no sabía si podría contener el anhelo de hacerle el amor a su mujer cada noche.

Se preguntó dónde encajaba en todo aquello Diane, la mujer que le amaba y de la que estaba enamorado. Se sentía infiel, sucio, avergonzado de sí mismo… pero no por lo que había hecho con Claire, sino por su comportamiento con Diane.

Se sentía como un canalla, como el tipo más despreciable del mundo, y estaba furioso con Claire porque le trataba con una indiferencia que solo dejaba de lado cuando estaban juntos en la cama. Si ya no le amaba, si le daba igual lo que él pensara de ella, podría haberle rechazado, ¿por qué no lo había hecho?

La respuesta a esa pregunta fue lo que más le dolió. Estaba claro que su esposa no le había rechazado porque le deseaba, porque ambos eran igual de esclavos del deseo que sentían el uno por el otro, pero eso no quería decir que le amara; de hecho, no le había susurrado palabras de amor ni una sola vez durante aquella noche larga y maravillosa.

Él no se había dado cuenta de hasta qué punto ansiaba oírlas salir de sus labios. Su inocente y pura mujer había sufrido durante mucho tiempo, le había amado de forma totalmente desinteresada, y él le había pagado con indiferencia.

Ella le había ofrecido su amor, y él la había rechazado por culpa de Diane… pero en ese momento ni siquiera recordaba lo que había sentido en el pasado por Diane, porque había quedado eclipsado por completo por el deseo, la pasión y el profundo afecto que sentía hacia Claire.

Lástima que jamás bebiera alcohol, porque en ese momento habría agradecido que un buen trago le nublara un poco la mente.

Al llegar al banco fue directo a su despacho y se sentó tras su escritorio con pesadez, cansado del caos emocional que parecía haberse adueñado de su vida en los últimos tiempos; al cabo de unos minutos recordó los comentarios que Calverson había hecho la noche anterior sobre la solvencia de la entidad y decidió ir a ver al jefe de contabilidad, pero se detuvo de camino a su despacho al oír que alguien alzaba la voz. Vio que se trataba de un anciano que estaba hablando con Calverson, que parecía acalorado y nervioso y estaba estrujándose las manos.

–Me he enterado de que este banco no es solvente. Mi amigo tiene cien mil dólares aquí, pero cuando intentó retirarlos le dijeron que no había fondos suficientes.

–Concedemos préstamos además de recibir ingresos, caballero, y a veces hay que recurrir a los depósitos para compensar la diferencia. Acabamos de recibir una suma muy grande…

–¡Está mintiendo! –el anciano alzó el bastón mientras se enfrentaba al director del banco con actitud acusadora, y añadió airado–: No pueden cubrir los depósitos, este banco no es solvente. ¡Quiero todo mi dinero, y lo quiero ya!

La escena había llamado la atención de los otros clientes. Mientras John iba hacia el anciano, que era uno de los clientes que más dinero tenía ingresado en la entidad, oyó que los murmullos iban ganando en intensidad y que empezaban a formarse colas de gente en las ventanillas.

–Yo también quiero mi dinero –dijo una mujer con firmeza.

–¡Yo también, no pienso arriesgar mis ahorros! –apostilló un joven.

John alzó las manos, y exclamó con voz conciliadora:

–¡Esperen, no hay que provocar un colapso! Habrá un desequilibrio si todos ustedes retiran sus fondos, y entonces no estará a salvo el dinero de nadie.

–¿Le han oído? ¡Él mismo lo ha admitido, no hay dinero suficiente para cubrir nuestros depósitos! ¡Queremos nuestro dinero!

Calverson se apresuró a intervenir al ver que la situación estaba desbordándoles.

–¡Fuera todo el mundo! ¡Guardia, saque a todo el mundo de aquí de inmediato!

El guardia, que estaba contratado para proteger las instalaciones de cualquiera que fuera con malas intenciones, se echó a un lado la chaqueta para dejar a la vista su placa y la pistola que llevaba al cinto.

–Regresen a sus casas, por favor. El banco está cerrado –señaló hacia la puerta, y añadió con calma–: Salgan, por favor. Sin amontonarse.

Le obedecieron en un principio, pero justo cuando salían por la puerta, el anciano le propinó al guardia un golpe en la cabeza con el bastón; al ver que el guardia se desplomaba, Eli se apresuró a gritar:

–¡Rápido, cerrad las puertas! ¡Santo Dios!, ¿qué vamos a hacer? ¡Van a echar las puertas abajo! ¡John, sal ahí y asegúrales que el banco es solvente!

–Antes quiero que me des tu palabra de que es la verdad –lo dijo en voz baja, para que nadie más pudiera oírle.

Calverson se acobardó ante el brillo acerado de aquellos ojos oscuros, y bajó la mirada. John le resultaba intimidante, sabía que había estado en el Ejército y que estaba acostumbrado a dar órdenes.

–Por supuesto, claro que es solvente. Sería incapaz de mentir sobre algo así –esbozó una sonrisa conciliadora, y le tocó el hombro vacilante–. Vamos, muchacho, sal a calmarlos. Asegúrales que no hay ningún problema.

John no estaba convencido del todo, pero en ese momento no tenía otra opción. Lo primero era apaciguar los ánimos, pero en cuanto pudiera iba a indagar un poco. No entendía las prisas de Calverson por fusionar el banco con la firma de inversiones financieras de Whitfield… aunque lo cierto era que el banco recibiría una fuerte inyección de capital si esa fusión se llevaba a cabo.

Empezó a plantearse por primera vez si las prisas de Calverson se debían a que sí que necesitaba con urgencia dicha inyección; de ser así, la única explicación posible sería que era cierto que al banco le faltaba dinero.

Fue hacia la puerta sintiendo una inquietud creciente, una inquietud que no se debía a que tuviera miedo a enfrentarse al gentío que vociferaba a las puertas del banco.