CAPÍTULO 12
Claire no tardó nada en tener las maletas listas para partir. Jamás olvidaría que había sido Diane la que había corrido a estar junto a John tras el incidente en el banco, que era a ella a la que él había querido tener a su lado en aquel difícil momento.
Que se quedara con su adorada Diane, ella estaba harta de luchar por un hombre que amaba a otra. Estaba decidida a cumplir con su amenaza de marcharse de allí. Él se encontraba bien, y si tanto amaba a Diane, a ella no le quedaba más remedio que dejarle vía libre. Él le había dicho que quería hablar… ¿hablar de qué?, ¿del divorcio? Seguro que eso era lo que quería.
Se planteó por un instante ir a Savannah montada en Chester, pero se dio cuenta de que eso sería una locura demasiado grande. Recorrer un par de calles por Atlanta era muy diferente a cruzar el estado entero, y al coche ya le había costado lo suyo realizar sin problemas el trayecto desde Colbyville hasta Atlanta.
En el largo y accidentado camino hasta Savannah podría perderse una correa, pincharse una rueda, romperse un eje, o haber un fallo del motor. Sin tener piezas de recambio ni espacio suficiente para llevar la gasolina necesaria para el viaje, sería una insensatez; de hecho, ni siquiera sabía si encontraría gasolina en las tiendas que había a lo largo de la ruta. Los caminos eran más adecuados para viajar en coche de caballos que en automóvil, así que iba a tener que ir en tren con la esperanza de que todo saliera bien.
Fue a ver a Chester una última vez, consciente de que era más que probable que John se deshiciera de él en su ausencia. En ese momento no veía ninguna posible solución para su matrimonio.
Dio unas suaves palmaditas en la puerta del vehículo, y se despidió de él con voz llena de afecto.
–Esta mañana has sido muy valiente, Chester. Estoy muy orgullosa de ti. Algún día volveré a buscarte, mi viejo y querido amigo.
Mientras el cochero del carruaje que iba a llevarla a la estación se encargaba de subir las maletas al vehículo, Claire se despidió de la señora Dobbs.
–Cielos, se va después de lo de esta mañana… ¿qué voy a decirle a su esposo cuando llegue y descubra que se ha ido?
–Le he dejado una nota –mintió, intentando aparentar naturalidad–. En realidad no pasa nada, señora Dobbs. Hemos tenido un ligero malentendido y necesito alejarme por un tiempo, pero solo voy a pasar unos días con mi prima y regresaré pronto.
–¿Solo van a ser unos días? ¡Qué alivio!, me tranquiliza saber que no ha tenido una desavenencia grave con el señor Hawthorn.
–No ha sido nada grave –se sentía culpable por mentirle, pero no tenía otra opción–. Vuelva a sus quehaceres, estaré de vuelta antes de que se dé cuenta.
Mientras se dirigía hacia el carruaje pensó que a lo mejor sí que tendría que haberle dejado una nota a John, pero lo cierto era que no se le había ocurrido; en cualquier caso, ya le había dejado claro lo que pensaba. Estaba claro por qué le abandonaba, así que no hacía falta dar más explicaciones.
Cuando John Hawthorn llegó a casa aquella noche, se encontró con un apartamento vacío. Se asomó a la habitación de su esposa, y al ver que no había ni rastro de ella y que su mejor abrigo no estaba en el armario, se apoyó en el marco de la puerta y se quedó allí con la mirada perdida.
Era algo más o menos previsible, pero aun así, el impacto fue brutal. Había tardado demasiado en comportarse como un marido de verdad, y cuando lo había hecho había mentido sobre sus motivos… y después, aquella misma mañana, no había encontrado la forma de explicar que hubiera preferido mil veces que hubieran sido las manos de Claire, y no las de Diane, las que le limpiaran las magulladuras de la cara.
Había sido incapaz de pensar con claridad, sobre todo después de la apasionada noche que había compartido con su esposa, y los celos que había sentido cuando ella había admitido haber ido a ver a Kenny le habían distraído.
La señora Dobbs asomó la cabeza por la puerta del apartamento, y exclamó:
–¡Buenas noches, señor Hawthorn! He imaginado que se sentiría muy solo mientras su mujer está fuera visitando a su prima, así que he invitado a cenar a mis hermanas. He pensado que le apetecería pasar la velada acompañado.
Así que eso era lo que Claire le había dicho a la casera, que se iba a visitar a una prima… se preguntó si era cierto, ella nunca había mencionado que tuviera una.
–Creo que tenía pensado marcharse en tren –no tenía ni idea de si eso era cierto, pero lo dijo para intentar sonsacar algo de información.
–¿Ah, sí? Ella no ha mencionado nada a ese respecto, pero seguro que habrá tomado el tren si se trata de un viaje largo; en cualquier caso, su pequeño automóvil aún está en la cochera. Voy a servir la cena a la hora de siempre. Si desea algo especial de postre, solo tiene que pedírmelo.
–Gracias, señora Dobbs, pero estoy un poco desganado; además, tengo que ir a la estación –no especificó que iba a ir para intentar seguir el rastro de su mujer. No sabía lo que iba a hacer si no lograba encontrarla.
Las indagaciones que hizo en la estación fueron infructuosas. El vendedor de la ventanilla había enfermado de repente y se lo habían llevado a una enfermería, y el sustituto no tenía ni idea de a qué mujer se refería aquel hombre de ojos negros que parecía tan desesperado por encontrarla.
John fue a trabajar al banco al día siguiente alicaído y taciturno. Había pasado la noche entera en vela, y seguía sin tener ni idea de dónde estaba Claire. Tuvo la repentina idea de hacer que el cochero condujera el carruaje por delante de la tienda de Kenny para comprobar que aquella pequeña comadreja aún estaba en la ciudad, y al verle con claridad a través del escaparate se reclinó en el asiento y se sintió un poco avergonzado por haber pensado mal. Claire era demasiado honesta como para marcharse con otro sin avisarle siquiera, pero al menos podría haber esperado a hablar con él antes de marcharse sola; además, no tenía parientes ni amigas íntimas a las que acudir.
Suspiró atormentado al imaginársela sola por ahí. Ni siquiera tenía algo de dinero con el que mantenerse… a menos que se hubiera llevado la asignación que él le daba para los gastos de la casa, en cuyo caso podría permitirse pagar la estancia en un sitio decente.
La idea de que su mujer no tuviera con qué subsistir le preocupaba tanto, que en cuanto regresó al apartamento fue directo a la estantería donde ella guardaba el bote que contenía el dinero, y sintió un alivio enorme al ver que estaba vacío… tan vacío como el apartamento. Antes de casarse jamás le había importado estar solo, pero las cosas habían cambiado de forma radical. Vivir sin Claire era un suplicio, ¿adónde habría ido?
Claire llegó a Savannah agotada y llena de desesperanza. Alquiló una habitación en un hotel del centro, pero firmó el registro usando su apellido de soltera como precaución.
–Bienvenida, señorita Lang. ¿Piensa quedarse mucho tiempo? –el recepcionista la miró con cierta suspicacia. Las damas jóvenes de cierta posición social nunca viajaban solas en el Sur, solían ir acompañadas de una tía de mayor edad o de una prima.
–Espero que no. Tengo parientes en la ciudad, y vengo desde Atlanta para visitarles.
–Entiendo. ¿Cómo se apellidan esos parientes?
Ella le miró a los ojos sin dejarse amilanar antes de contestar con voz firme:
–Es usted muy curioso para ser recepcionista, ¿le haría tantas preguntas a un caballero?
Él se ruborizó de golpe, y carraspeó antes de decir con formalidad:
–Le ruego que me disculpe, no ha sido mi intención inmiscuirme en sus asuntos.
Claire alzó la barbilla, y esbozó una sonrisa llena de altivez.
–Ya veo que el movimiento sufragista necesita más estímulo en esta comunidad.
El hombre abrió los ojos alarmado al darse cuenta de quién era… una de aquellas seguidoras de Susan B. Anthony y Margaret Sanger, una de aquellas mujeres «modernas» que pensaban y se comportaban con la misma libertad que tenían los hombres. Sentía aversión hacia ellas, pero no podía correr el riesgo de enfadar a una por miedo a que invadieran el hotel en protesta por cómo había sido tratada una de las suyas.
–Le he asignado la habitación doscientos dos –esbozó una sonrisa conciliadora antes de añadir–: Es muy acogedora y tiene vistas a la bahía, y además… –vaciló por un momento mientras intentaba encontrar las palabras adecuadas, y al final optó por decir–: además, hay una aseo para señoras justo al fondo del pasillo.
–¿Tienen teléfono?
–Por supuesto. El que hay en el despacho está a su entera disposición, solo tiene que solicitar usarlo.
–Gracias –le dijo con cortesía, antes de que el botones que se encargaba de sus maletas la condujera a la habitación.
Cuando estuvo a solas, descorrió las cortinas y contempló la bahía. Savannah era una ciudad preciosa, se dijo, antes de abrir la ventana y de inhalar el fresco aroma del mar. En otras poblaciones de la costa de Georgia, lejos de la ciudad, había fábricas que soltaban humo y generaban un olor desagradable, pero en aquel lugar el aire era salado, fresco y limpio.
Pensó en John, en cómo se habría sentido al regresar a casa y encontrarse el apartamento vacío. Sabía que iba a preocuparse por ella a pesar de que no la amara y lamentaba causarle aquel quebradero de cabeza, pero no podía regresar. Había demasiados problemas y necesitaba un respiro, quizás él aprovecharía aquel tiempo para tomar las decisiones necesarias. Iba a tener que renunciar a ella si aún seguía amando a Diane, sería lo mejor para los dos a pesar de las habladurías que se generarían. Ella tenía un trabajo, así que podía salir adelante sin su ayuda.
Después de volver a correr la cortina, se acercó a la silla que había junto a la cama y deslizó la mano por el respaldo de nogal tallado. Tenía que decidir lo que iba a hacer. Aquel hotel estaba bastante bien, pero no le gustaba estar allí sola.
Tenía la esperanza de que Maude la invitara a alojarse en su casa, pero como existía la posibilidad de que a su suegro no le hiciera ninguna gracia su inesperada llegada, prefería tener un lugar alternativo donde quedarse por si acaso.
Lo primero de todo era hacerle saber a Maude que estaba en la ciudad, así que dejó las demás consideraciones a un lado y bajó a hacerlo sin más dilación. El recepcionista la condujo hasta la centralita donde estaba sentada la operadora, que por suerte conocía el número de los Hawthorn. La mujer pasó la llamada de inmediato, y la miró con evidente curiosidad mientras esperaban a que se estableciera la conexión.
–Ya está, puede hablar –le dijo al cabo de un momento.
Claire agarró el auricular, y dijo vacilante:
–Buenos días, ¿con quién hablo…? ¿Maude? Soy Claire…
–¡Claire! ¿Dónde estás, querida? ¿Está John contigo?, ¿se encuentra bien?
–Está perfectamente bien. He venido a verles, me alojo en el Hotel Mariner…
–¿Que estás en un hotel? ¡Por Dios, Claire!, ¿cómo se te ocurre? Haré que nuestro cochero aliste el carruaje y voy a buscarte de inmediato… y no quiero oír ni una sola protesta, ¡no puedo permitir que te alojes en un hotel! Tardaré una media hora. No sabes cuánto me alegra que hayas venido.
La conexión se cortó, y Claire esbozó una pequeña sonrisa de alivio. El recepcionista iba a llevarse una grata sorpresa al saber que no iba a quedarse en el hotel; después de darle las gracias a la operadora, se despidió del perplejo recepcionista, y regresó a su cuarto.
Mientras el botones volvía a bajar las maletas, ella se encargó de pagar la pequeña suma que debía por la habitación, y menos de media hora después Maude llegó al hotel con una entrada digna de una gran dama. Iba ataviada con un elegante vestido negro, y llevaba un voluminoso sombrero en el mismo color adornado con una pluma.
Fue hacia Claire en cuanto la vio, y le dio un cálido abrazo.
–¡Hola, querida! Harrison, por favor, lleva las maletas de Claire al carruaje.
–Ahora mismo, señora –el cochero de librea se llevó la mano al sombrero en un gesto de saludo, y se apresuró a obedecer.
–Harrison es un miembro más de la familia, lleva con nosotros desde siempre –Maude miró ceñuda al recepcionista al ver que no dejaba de mirarlas, y el tipo se apresuró a fijar los ojos en su libro de reservas–. Ven, querida. Vámonos.
–Le he enfadado –le explicó Claire, cuando salieron a la calle–. He mencionado el movimiento sufragista al ver que me hacía demasiadas preguntas, y se ha vuelto muy servicial.
Maude soltó una carcajada antes de admitir:
–El movimiento es muy activo en esta zona. Algún día conseguiremos el derecho al voto, Claire… y entonces les enseñaremos a los hombres cómo debe construirse un gobierno de verdad.
–Claro que sí. Había pensado en unirme a las sufragistas de Atlanta, pero no quise hacer nada que pudiera dañar la reputación de John.
–Qué considerada eres, querida… –Maude la miró con una amplia sonrisa cuando subieron al carruaje con la ayuda de Harrison, y esperó a que la portezuela se cerrara antes de añadir–. John no es tan convencional como crees, estoy convencida de que le sorprendería saber que dudaste en hacer algo por miedo a avergonzarle. Hazme caso, querida. No hay forma humana de avergonzarle… te lo digo yo, que soy su madre y le conozco.
–Supongo que tiene razón.
–¿Por qué has venido, Claire?
–Me apetecía un cambio de aires.
–Y no quieres hablar del tema. De acuerdo, no voy a presionarte, ya sabes que puedes quedarte en mi casa todo el tiempo que quieras.
–Es usted muy amable. Me encantaría llegar a conocer bien a la familia de John, gracias por darme la oportunidad de hacerlo.
–Y a nosotros nos encantará llegar a conocer a su esposa. Han sido dos años muy largos para mí, sin poder tener ningún tipo de contacto con mi hijo. Creo que Clayton siente lo mismo, pero es demasiado orgulloso y terco para admitirlo. Puede que tu visita llegue a ser más productiva de lo que esperamos, ruego para que así sea.
–¿Cree que voy a ocasionarle problemas con su marido? Usted me comentó que está delicado de salud…
–Para él será un placer tener en casa a la mujer de John. Estaría dispuesto a hacer lo que fuera con tal de solventar las diferencias que les separan, te lo aseguro, así que tu presencia será para él como un paso en esa dirección. Te recibirá con los brazos abiertos, ¡espera y verás!
Claire se sintió alentada al oír aquello, y dejó a un lado sus preocupaciones.
Al cabo de unos minutos, Claire subió junto a Maude los escalones de entrada de una elegante mansión de estilo colonial. Se encontraba en la esquina de una de las muchas plazas que conformaban aquella pintoresca ciudad situada a orillas del Atlántico, y al igual que la mayoría de las mansiones de la zona, tenía un jardín tapiado que la rodeaba por completo.
Como las fiestas navideñas estaban por llegar, en la puerta principal había una alegre corona en un tono rosa victoriano y adornada con lazos azules, y en el portón exterior varias guirnaldas de acebo y ramas de abeto.
Harrison abrió la puerta, y se apartó a un lado para que pasaran antes de seguirlas con las maletas. Claire alcanzó a ver la aldaba de latón con forma de cabeza de león que había en la puerta antes de entrar al vestíbulo.
–Estás en tu casa –le dijo Maude; al ver que una de las doncellas permanecía a la espera, le indicó sonriente que podía retirarse y fue a asomarse a la sala de estar–. ¡Emily, ni te imaginas quién está aquí!
La joven salió al pasillo, y su rostro se iluminó al verla; después de saludarla con un afectuoso abrazo, las tres fueron a un saloncito y Maude ordenó que les sirvieran té con pastas.
–¿Te lo puedes creer? ¡Estaba en un hotel!, ¡en un hotel! En cuanto me he enterado, he ido a por ella para traerla a casa.
–Bien hecho, mamá. ¡Cuánto me alegro de volver a verte, Claire!
–Yo también me alegro de veros a las dos.
–¿Sabe John que estás aquí? –le preguntó Maude, después de que se sirvieran la primera taza de té.
–No.
–Ha pasado algo, ¿verdad?
–No puedo entrar en detalles –decidió que sería mejor no mencionar el incidente que había habido en el banco, porque haciéndolo solo iba a conseguir preocuparlas–. Baste decir que él ha puesto nuestro matrimonio al borde del abismo, y que he tenido que marcharme para pensar con calma.
–No estarás planteándote el divorcio, ¿verdad? –le preguntó Emily, con voz lastimera.
–Por supuesto que no, sería incapaz de manchar su reputación con un segundo escándalo en otros tantos meses. A lo mejor debemos vivir separados, pero no voy a mancillar ni su buen nombre ni el de su familia.
–Tienes muy buen corazón, Claire –le dijo su suegra.
–Además, a lo mejor llega a entrar en razón algún día. Puede que incluso me eche de menos –su sonrisa cargada de tristeza revelaba lo poco probable que le parecía esa posibilidad.
–Dicen que la ausencia afecta al corazón –comentó Emily, con una sonrisa de aliento.
–En ese caso, aún tengo esperanzas. Emily, he traído la tela para tu vestido. He pensado en aprovechar mi visita para tomarte las medidas.
–¡Qué sorpresa tan maravillosa!
–¿Seguro que mi presencia aquí no será una molestia? –preguntó, vacilante.
Maude le tomó las manos en un gesto lleno de afecto, y le contestó sonriente:
–Eres más que bienvenida, querida; de no ser así, te aseguro que no dudaría en echarte… de hecho, no habría ido a buscarte al hotel si no quisiera tenerte aquí.
Claire se sintió aliviada al oír aquello.
–Gracias, espero poder devolver algún día esta hospitalidad.
–Sería maravilloso –era obvio que Maude estaba pensando en su hijo mayor.
Claire iba a poder mantenerse ocupada trabajando en el vestido de su cuñada; por suerte, ya había acabado y entregado los que le habían encargado Evelyn y las demás para el baile del gobernador, así que esa era una preocupación menos.
Claire no supo nada de su suegro hasta después de cenar, cuando la condujeron a su dormitorio para presentárselo. El coronel Clayton Hawthorn era un hombre alto y delgado de pelo canoso y porte digno, llevaba bigote y perilla, y yacía en la cama de inmaculadas sábanas blancas demacrado y debilitado. El dormitorio tenía vistas al océano, y la enorme ventana estaba entreabierta para dejar entrar la suave brisa que soplaba en aquel agradable día de diciembre.
Clayton la contempló en silencio con sus penetrantes ojos oscuros antes de decirle con voz suave a su esposa:
–No me habías avisado de que teníamos una invitada, Maude.
–No he querido despertarte –le contestó ella, sonriente–. Te presento a Claire Hawthorn, querido.
Al ver que él fruncía el ceño y permanecía callado, Claire se acercó a la cama y le explicó con calma:
–Estoy casada con su hijo John.
–¿Por qué ha venido hasta aquí?
Claire alzó la barbilla en un gesto desafiante, y contestó sin andarse por las ramas:
–¡Porque él no valora la suerte que tuvo al tomar la sabia decisión de casarse conmigo!
Su suegro soltó una débil carcajada antes de preguntar con ojos chispeantes:
–¿Ah, sí?
–Espero que con mi ausencia se dé cuenta de las equivocaciones que ha cometido, aunque la verdad es que mi presencia aquí se debe también a que estoy confeccionándole un vestido a Emily para el baile de primavera.
–¿Es costurera?
–Diseñadora, querido. Ni más ni menos que la Magnolia de la que se habló con tanto entusiasmo en las páginas de sociedad recientemente.
Aquello fue una grata sorpresa para Claire, que preguntó atónita:
–¿En serio?
–En nuestra página de sociedad se describió el vestido que le confeccionaste a la señora Evelyn Paine para el baile del gobernador, el artículo se deshacía en elogios y comentaba lo único que era el diseño. Aparecía también una ilustración bastante buena de Evelyn luciéndolo, y se añadía que la diseñadora empezaría a trabajar en breve para la tienda Macy’s de Nueva York. ¿Es eso cierto?
–Pues sí –sonrió ante las muestras de entusiasmo de su familia política, y esperó a que amainaran las felicitaciones antes de añadir–: Me han encargado que diseñe vestidos de noche para una colección de alta costura. Para mí fue como un sueño que mi trabajo les pareciera tan bueno, es todo un honor.
–¡Claro que sí! ¿Lo sabe John?
La pregunta de su suegra apagó de golpe su entusiasmo, y contestó vacilante:
–No he tenido ocasión de.. de decírselo.
Se sintió incómoda hablando de John delante de su suegro sabiendo que padre e hijo llevaban dos años sin hablarse. Saltaba a la vista que Clayton estaba frágil y enfermo, y ella no quería empeorar aún más la situación. Decidió no mencionar ni el altercado que había habido en el banco ni a Diane, y se sentó en el borde de la silla que había junto a la cama antes de decir:
–John me ayudó cuando me quedé sola y desamparada tras la muerte de mi tío. Nuestro matrimonio no le ha hecho feliz, pero es un buen hombre. Siempre está colaborando con causas benéficas que ayudan a los necesitados, y a veces concede préstamos llevado por su buen corazón.
Clayton contempló con atención a la esposa de su hijo, y al ver la desesperanza que se reflejaba en sus ojos grises le dio unas suaves palmaditas en la mano.
–Si se casó contigo, está claro que tiene algo de sentido común –esbozó una sonrisa llena de melancolía antes de añadir–. Soy un hombre viejo, Claire. Me arrepiento de algunas de las cosas que le dije a mi hijo cuando fallecieron mis gemelos, el dolor afecta a la mente. John no tuvo culpa de nada, pero aún estaba enfadado con él por su encaprichamiento con aquella cazafortunas y porque estaba empecinado en tener una carrera militar; en fin, al menos cambió de opinión sobre lo segundo.
–Es un banquero muy bueno.
–También era muy buen oficial –apostilló Maude–. Creo que le habría gustado permanecer en el Ejército y viajar allá donde le destinaran, aún recibimos cartas que le envían antiguos compañeros con los que sirvió en Cuba.
Clayton Hawthorn admitió que aquello era cierto antes de comentar:
–Quería que siguiera mis pasos, que al menos un hijo mío siguiera la tradición familiar de trabajar en la banca. No debería haberle tratado con tanta intransigencia, John tiene derecho a vivir su propia vida como considere oportuno.
–A él le encantaría oírle decir eso –le aseguró Claire.
–No es nada fácil admitir los propios errores. A lo mejor algún día llegamos a un entendimiento, pero ahora ni siquiera se mantiene en contacto con nosotros por carta.
–Porque tú se lo prohibiste, querido, al igual que me prohibiste a mí que contactara con él –le recordó Maude con firmeza.
–Me equivoqué; además, antes nunca solías hacer lo que yo te decía.
Maude sonrió al oír aquello y admitió:
–No quise ir en contra de tu voluntad porque estabas enfermo, pero no estaba de acuerdo con tu decisión.
–Ahora ya estoy un poco mejor –Clayton respiró hondo antes de añadir–: El aire del mar me sienta bien. Cartéate con John si así lo deseas, Maude… si quieres, incluso puedes invitarlo a venir a la cena de Navidad.
–¡Qué alegría, papá! –exclamó Emily, entusiasmada, antes de abrazarle.
–Jason también estará encantado –comentó Maude, sonriente–. Echa mucho de menos a John, son muy parecidos.
–Jason es un constructor naval, es muy emprendedor –le explicó Emily a Claire.
–Algún día le conocerás, querida. No vive en casa, pero nos visita con frecuencia. Todos estamos muy unidos, seguro que querrá conocer a su nueva cuñada.
–¿Se parece a John físicamente?
–No, se parece a mí –le contestó Clayton, con una carcajada.
–Es tan alto como John, pero más fornido –apostilló Emily–. Tiene el pelo rubio, pero los ojos oscuros como papá y John.
–Y también tiene el mismo geniecito, por supuesto –añadió Maude; al ver que su marido la miraba ceñudo, añadió–. Y a veces es un gruñón.
Su marido soltó un sonido de irritación, pero entrelazó los dedos con los suyos cuando ella le tomó de la mano. Claire deseó que algún día John y ella llegaran a mirarse como lo hacía aquella pareja, pero por desgracia, daba la impresión de que eso no sucedería nunca.
Jason era muy distinto a su hermano; a diferencia de John, que era callado y estoico, él era extrovertido y afable. Parecía saberse de memoria todas las historias de pesca que había desde Maine hasta Florida, y fue contándolas en el salón ante un entusiasta público que estaba de lo más entretenido.
A juzgar por su cálida sonrisa, Claire le cayó bien de inmediato, y el sentimiento fue mutuo. Era cierto que en el aspecto físico se parecía a su hermano mayor a pesar de que uno era rubio y el otro moreno.
–¿Por qué no ha venido John contigo?, ya es hora de que en esta familia se cierren algunas heridas –le dijo él.
Fue Maude quien contestó:
–Él no sabe que Claire está aquí, hijo. Ha habido un… malentendido.
–¿Tiene su antigua prometida algo que ver en eso?
Claire se quedó boquiabierta al oír aquella pregunta en boca de su cuñado.
–¿Cómo sabes…?
–La conocí cuando estaban prometidos –no hacía falta que Jason agregara nada más–. ¿No le dijiste a mi hermano que pensabas venir aquí?
–En ese momento me pareció innecesario.
–¿Qué fue lo que sucedió?
Ella se lo contó, aunque optó por omitir muchos detalles.
–Mi hermano no me ha mandado ni una simple postal en dos años.
–Nosotros tampoco lo hemos hecho –le recordó su madre con sequedad–. Tu padre estuvo tan enfermo al principio, que no me atreví a ir en contra de sus deseos, y a estas alturas aún permanece postrado en cama a pesar de que ha mejorado en algunos aspectos. Se limita a yacer allí día y noche, como si estuviera esperando a que le llegue su hora. Ni siquiera lee, a pesar de lo mucho que le han gustado siempre los clásicos.
–Puede que Claire logre rejuvenecerlo –dijo Jason.
–Lo cierto es que se ha mostrado más animado cuando se la hemos presentado.
–Es la primera vez en meses que muestra interés en algo, ha sido maravilloso verle sonreír de nuevo –comentó Emily.
–En mi sala de estar hay una máquina de coser que puedes usar cuando quieras, Claire –dijo Maude–. Espero que te quedes con nosotros una temporada, solo faltan poco más de dos semanas para Navidad.
–Sí, es verdad. Estaba ilusionada ante la idea de celebrar estas fiestas con John, habrían sido nuestras primeras navidades juntos –se le rompía el corazón al pensar en todos los planes que había hecho, en sus sueños truncados. Iba a celebrar el día de Navidad en casa de sus suegros, mientras que él… él seguro que iba a casa de los Calverson, ¿adónde si no?
–Puedes pasarlas con nosotros. El día de Navidad tendremos invitados, a lo mejor podríamos conseguir que Clayton vuelva a mostrar algún interés por la vida. Tómate las cosas día a día, querida… y confía en que Dios hará que todo salga tal y como debe ser.
–Lo intentaré, Maude.
Con el paso de los días, Claire fue encajando a la perfección en el círculo de los Hawthorn. Echaba de menos a John, por supuesto, y aún se sentía culpable por haberle abandonado justo cuando él tenía problemas en el banco, pero las cosas habían surgido así.
Adoptó la costumbre de llevarle pequeños tentempiés a Clayton para mantenerse ocupada, y él empezó a tener más apetito y mejor cara; además, averiguó por qué había dejado de leer.
–Es que tengo problemas de visión –le confesó él, avergonzado–. Tengo una especie de película sobre los ojos que me impide leer, aunque distingo a la gente con claridad.
–¿Quiere que le lea en voz alta?
El rostro de su suegro se iluminó al oír aquel ofrecimiento.
–¿No te importa hacerme ese favor?
–Claro que no, solo tiene que decirme qué libro le apetece oír.
Y así fueron pasando los días. Claire se sentaba todas las tardes junto a su cama y le leía novelas como Billy Budd, de Herman Melville, y clásicos como los relatos de Flavio Josefo, Tácito, y Heródoto. Al principio no estaba segura de que fuera buena idea mantener la ventana abierta para que entrara el salado aire del mar, pero no tardó en darse cuenta de que a su suegro parecía sentarle bien e iba mejorando día a día.
–¿Siempre se ha dedicado a la banca? –le preguntó una tarde, después de leer un capítulo de Heródoto sobre los egipcios.
–No, en mi juventud fui marinero. Siempre me ha encantado el mar, y Jason heredó de mí esa fiebre marinera. A veces sale a navegar con alguno de los barcos de su flota pesquera –soltó un suspiro pesaroso antes de admitir–: Me encantaría poder ir con él, echo de menos caminar por la cubierta de un barco. Tuve un yate hasta que me vi obligado a dejar de usarlo por culpa de mi enfermedad, lo echo mucho de menos… tanto como echaría de menos a Maude si algún día llegara a perderla, Dios no lo quiera.
–¿No puede salir a navegar con Jason?
–No lo sé, la verdad es que he mejorado desde que estás aquí. A lo mejor puedo intentarlo en unos meses, al llegar la primavera.
–¿A John le gusta el mar? –le preguntó, con la mirada gacha.
–No lo conoces en absoluto, ¿verdad? –le preguntó, pesaroso.
–Debo admitir que no, jamás hablaba de temas personales con él.
–Qué horror. Maude somos buenos amigos desde la infancia, nos conocemos desde siempre –se tapó mejor antes de añadir–: Sí, a John le gustaba el mar, pero no lo suficiente como para entrar en la Marina. Cuando era niño solía salir a navegar conmigo, así que sabe manejar un barco tan bien como Jason. Yo soy el culpable de que no venga a casa, se lo prohibí. ¿Estás enterada de lo que les sucedió a mis gemelos?
–Sí, no sabe cuánto lo lamento.
–Yo también lo lamento… y también lamento haber culpado injustamente a John. Mis hijos menores ansiaban entrar en el Ejército, y no conseguí que cambiaran de opinión por mucho que me enfurecí y despotriqué. No tuve más remedio que dejarles ir, y pagué con John la culpa que me embargaba.
–Los designios de Dios no se corresponden siempre con lo que a nosotros nos gustaría. Él necesitaba tener a Robert y a Andrew a su lado, y por eso se los llevó. Debe aceptar que no tenemos control alguno sobre la vida y la muerte, y que esta última es algo ineludible por lo que todos vamos a pasar. No se puede culpar a otros seres humanos por los actos divinos.
–Eso he llegado a entenderlo con el tiempo, pero en aquel momento estaba furioso con Dios. No he tenido más remedio que darme cuenta de que su voluntad es más fuerte que la mía, y ahora creo que ya estoy en paz con él. Lo que quiero es hacer también las paces con mi hijo antes de que sea demasiado tarde… ¿crees que aún estoy a tiempo, Claire? ¿Te ha hablado de mí alguna vez?
Ella tragó con fuerza antes de admitir:
–Solo me habló de todos ustedes aquella única vez, cuando me explicó por qué no se hablaban. Lo siento. Pero ya le he comentado que por regla general nunca hablábamos de temas personales.
–Sí, es verdad –cerró los ojos, y tardó unos segundos en volver a abrirlos–. ¡Qué dura es la vida, Claire! Más dura incluso para la gente mayor como yo, cuando dejamos de seguirles el paso a los jóvenes. Me acuerdo de cuando los convencionalismos eran lo principal, cuando los hombres trataban como reinas a las mujeres y las idolatraban. Ahora están tan cargadas de excusas y de quejas, que uno no sabe cómo tratarlas… por no hablar de todas esas modernidades como el teléfono, la electricidad y los automóviles… ¿adónde vamos a llegar?
–El progreso es imparable, y en cuanto a los automóviles, le aseguro que son muy excitantes. Yo tengo uno que pertenecía a mi tío, lo conduzco e incluso me encargo de las reparaciones.
Él se sentó en la cama de golpe, y la miró con ojos que parecían a punto de salírsele de las órbitas.
–¿Te encargas de repararlo tú misma? ¡Dios mío!, ¿no te da miedo?
–Claro que no.
–Jamás había oído algo semejante, ¡pero si eres una mujer! –frunció el ceño, y añadió contrito–: ¿Lo ves?, ya empiezo otra vez. Jamás lograré habituarme a los cambios, a la vida moderna. Luché en la Guerra de Secesión, Claire. He visto a hombres hechos pedazos y a niños famélicos, pero también a familias unidas y la camaradería que se respira dentro de una comunidad sin necesidad de todas estas supuestas mejoras modernas. Mi mundo es el de los caballos y las calesas, pero los motores y las máquinas están abriéndose paso con una rapidez alarmante. No deseo vivir en un mundo que me ha dejado tan atrás, incluso mis actitudes están desfasadas.
Ella le dio unas palmaditas en la mano antes de decir sonriente:
–Su desfasamiento me parece muy bien, usted siga siendo tal y como es y deje que toda esta gente moderna tome el rumbo que le parezca. Siempre habrá un sector de la sociedad que considerará sagradas las viejas costumbres y se aferrará a ellas.
–Eres un verdadero tónico, Claire. La luz que aportas dispersa los nubarrones que ensombrecen mi vida.
Ella se echó a reír.
–Me alegra mucho oír eso, creo que como recompensa me merezco que me cuente más cosas sobre mi marido.
–Claro que sí, ¿qué te interesa saber? –le preguntó él, sonriente.
–¿Cómo era de niño?
–Ese tema puede llevarme días y días –comentó, en tono de broma.
Claire se reclinó en la silla antes de contestar sonriente:
–En ese caso, será mejor que empiece cuanto antes.
Claire averiguó muchas cosas sobre su marido a través de su suegro, tanto sobre su genio vivo como sobre su buen corazón… se enteró, por ejemplo, de que en su infancia le había dado todas las monedas que llevaba en el bolsillo a un niño al que unos bravucones acababan de quitarle la merienda; al parecer, su marido ayudaba mucho a los pobres sin decírselo a nadie, y jamás ignoraba una petición de auxilio aunque pudiera correr algún peligro al prestar su ayuda.
También había averiguado que sabía nadar a pesar de que era una actividad que detestaba, y que había sido campeón de tenis en el grupo de jugadores de la zona al que pertenecía; a pesar de ser muy buen jinete, a raíz de su estancia en Cuba no había vuelto a montar a caballo, y sabía navegar a pesar de que no sentía especial adoración por el mar.
Averiguó un montón de cosas sobre su marido que quizás no le servirían de nada en el futuro, porque él no tenía ni idea de dónde localizarla y ella no quería regresar a casa por miedo a encontrarlo con Diane; aun así, no podía evitar echarle de menos y preguntarse cómo estaría.
También estaba nerviosa por lo de los diseños que había hecho para Macy’s, quería saber si habían llegado sanos y salvos a Nueva York. Le mandó un telegrama a Kenny, y recibió de inmediato su respuesta: no había habido problema alguno, los diseños ya estaban en Nueva York y ella iba a recibir el pago en breve a través de Western Union. Sintió un gran alivio al saber que por fin iba a tener dinero para poder ganarse la vida por sí misma; pasara lo que pasase, en adelante no iba a tener que depender de John.
Un día, mientras le echaba un vistazo a su armario, se probó un sencillo vestido de crepé diseñado por ella que había llevado consigo por si tenía que asistir a algún evento social, y tuvo que quitárselo porque le quedaba estrecho de la cintura.
Maude se apropió de la prenda y la llevó a una tienda de ropa de Savannah, y días después llegó a casa con una fantástica noticia: el vestido había llamado la atención hasta tal punto que algunas mujeres habían llegado a pelearse por él, y la dueña de la tienda quería más diseños exclusivos.
–Si quieres trabajo, aquí lo tienes, Claire –le dijo, con una sonrisa de oreja a oreja.
–Puede que lo necesite si mis diseños para Macy’s no se venden… me extraña que ese vestido de crepé se me haya quedado estrecho, no me había dado cuenta de que había ganado tanto peso. Supongo que como más por culpa de los nervios y la ansiedad.
–Yo no te veo con sobrepeso, querida –le dijo su suegra, con una cálida sonrisa.
Claire se llevó las manos al vientre, que aún estaba plano. Tenía sus sospechas sobre la posible causa de ese aumento de peso tan súbito, pero prefería callárselas. No le había contado a nadie que últimamente había perdido el apetito, ni que había despertado varias mañanas con náuseas.
Decidió no pensar en ello hasta que no tuviera más remedio que hacerlo.