CAPÍTULO 3

Como Claire había estado tan unida a su tío y se había centrado tanto en ayudarle, nunca había intentado entablar amistad con las escasas mujeres solteras de la zona. Notó profundamente ese vacío cuando una emocionadísima Gertie la ayudó a prepararse para la boda, pero al menos tenía a alguien a quien consideraba como de su familia en el acontecimiento más importante de su joven vida.

–Ojalá pudiera verla ahora su tío, señorita Claire. Está preciosa.

–Claro, porque el velo me cubre la cara –le contestó ella, sonriente, en tono de broma.

No llevaba un vestido de novia tradicional, sino uno muy elaborado de seda blanca y encaje. Lo había confeccionado ella misma para la puesta de largo de una debutante que había decidido a última hora que no lo quería, y como era de su talla, había tenido el acierto de quedárselo. Llevaba también un voluminoso sombrero blanco con velo, y un pequeño ramo de flores otoñales que Gertie había recogido y atado con un lazo plateado y encaje blanco, así que era la viva estampa de una novia moderna.

–Sabe perfectamente bien que no me refería a eso –la reprendió Gertie con voz suave, mientras le ponía bien uno de los pliegues de la larga falda con vuelo–. Bueno, está perfecta. El señor John va a sentirse muy orgulloso al verla.

«El señor John» la había visto fugazmente en la puerta principal, y a ella no le había dado la impresión de que se sintiera nada orgulloso. Se había mostrado muy atento y cortés a lo largo de las tres últimas semanas, la había llevado a recitales de poesía y conciertos cada noche y había sido un acompañante encantador, pero a pesar de que el afecto que sentía por ella era tan evidente como siempre, la cosa no había ido más allá. La pura verdad era que no había nada más.

No había habido ni besos ni el más mínimo esfuerzo de que la relación avanzara más allá de la amistad, y en ese preciso día, poco antes de que se celebrara la ceremonia, parecía angustiado… se preguntó temerosa si él sería capaz de echarse atrás en medio de la boda, y se imaginó a sí misma quedándose plantada en el altar.

–¡Le tiemblan las manos! –Gertie se las cubrió con las suyas para calentárselas, y añadió–: No se ponga nerviosa, muchacha, le aseguro que estar casada tiene muchas cosas buenas. Harry y yo llevamos treinta años juntos y hemos sido muy felices, ya verá como usted también lo será.

Claire alzó la mirada hacia aquellos ojos rebosantes de cariño y buen humor, y contestó sin inflexión alguna en la voz:

–Sí, pero Harry te quiere.

Gertie se mordió el labio antes de asegurarle con voz suave:

–Hay veces en que el amor llega después.

–Y otras veces no llega nunca –le recordó ella, al recordar que John había invitado a los Calverson a la boda.

A lo mejor le preocupaba que algunos de los asistentes estuvieran en la boda por curiosidad, por los chismorreos que le relacionaban con Diane… claro, seguro que estaba tan taciturno por eso, y no porque estuviera arrepentido de haberle propuesto matrimonio… si no se convencía a sí misma de que él estaba contento con la boda, iba a volverse loca.

Lo cierto era que John estaba intentando no mirar a Diane, no ver lo hermosa y elegante que estaba con un espectacular vestido blanco y negro. Parecía demacrada a pesar de la sonrisa que no abandonaba su rostro, y su marido estaba muy serio.

Estaba preocupado por ella desde el día del funeral del tío de Claire, porque Eli se había mostrado cortante con ella y hostil con él; aun así, a pesar de lo mucho que anhelaba hablar con ella para averiguar si su marido la maltrataba a causa de los rumores, no se había atrevido a acercársele por miedo a empeorar aún más la situación.

Y justo ese día, en un instante en que se habían quedado solos en el fondo de la iglesia, ella le había mirado con ojos llorosos y le había agarrado de la manga para instarlo a que la siguiera hasta una sala lateral.

–¡Jamás pensé que serías capaz de hacerlo, John! ¡No lo hagas…! ¡Por favor, no lo hagas! –le había suplicado, mientras se aferraba desesperada a sus brazos–. ¡No puedes casarte, no puedes! Me equivoqué, admito que cometí un terrible error. Me casé para hacerte daño, nada más, pero ¿qué pasaría si mi matrimonio se rompiera de repente y tú estuvieras atado a Claire? ¡Tienes que detener la boda!

–¿De qué estás hablando? –la había agarrado con fuerza de los brazos, y había añadido con rigidez–: Sigues siendo mi amiga…

Ella se había envalentonado aún más al ver el fuego que se reflejaba en sus ojos. Se había apretado contra su cuerpo hasta apoyar todo su peso en él, y había alzado la cabeza antes de admitir:

–Lo que quiero no es amistad, ¡te amo!

Oír aquellas palabras le había dejado sin aliento.

–Pero si me dijiste que…

–¡Te mentí! La situación era tan terrible que intenté facilitarte un poco las cosas, pero ahora no puedo permanecer callada. Debo decir toda la verdad. No puedes seguir adelante con la boda, John. Estoy dispuesta a prometerte lo que sea, cualquier cosa, si te echas atrás y sales de la iglesia –lo había mirado incitante, y había susurrado con tono seductor–: Te daré lo que tú quieras, querido…

Él había tenido ganas de echarse a gritar. Los ojos de Diane le prometían el paraíso, y sus labios… se había inclinado hacia ellos como arrastrado por cuerdas invisibles, pero de repente había tomado conciencia de nuevo de quién era él, de quién era ella y de dónde estaban.

Se había echado hacia atrás poco a poco, con renuencia y el labio superior perlado de sudor, y había dicho con aspereza:

–Ya es demasiado tarde.

–¡No, puedes echarte atrás!

–¿Cómo? –la angustia que se reflejaba en aquel rostro tan hermoso le había desgarrado por dentro. Diane le amaba, seguía amándolo… ¡y él estaba a punto de casarse!–. Media Atlanta está ahí fuera, Diane. ¡No puedo hacerlo!

Ella lo había mirado a través de una cortina de lágrimas antes de exclamar:

–¡Fui una necia, no me di cuenta de lo mucho que te amo hasta hace poco! No hay razón alguna para que tú también eches a perder tu vida. ¡No la amas a ella, me amas a mí!

–Ya lo sé –lo había admitido con un gemido lleno de dolor, y le había agarrado las manos con fuerza mientras sus ojos negros la miraban con adoración–. ¡Te amo más que a mi vida!

Ella se había apretado aún más contra su cuerpo, y había susurrado con apremio:

–Puede que mi matrimonio no dure mucho más. No puedo decir nada más al respecto, pero es muy posible que quede libre antes de lo que crees. Tienes que detener la boda, no puede haber dos cónyuges entre nosotros. Debo decirte algo sobre Eli… –se había apartado de golpe de él al ver que su marido se acercaba por el pasillo, y para cuando Calverson había llegado junto a ellos, ella ya estaba riendo como si nada.

A John le había parecido sorprendente que fuera capaz de recobrarse con tanta rapidez, porque a él le había costado mucho más esfuerzo.

–¡Qué historia tan graciosa, John! ¡Tienes que contársela a Eli! –había exclamado ella, mientras se secaba los ojos.

Calverson se había relajado al verla llorar de risa, y había contestado con naturalidad:

–Después, querida. Este muchacho tiene que casarse –sin más, la había tomado del brazo y había salido con ella al pasillo.

Mientras se alejaba con su marido, Diane le había lanzado una mirada por encima del hombro con ojos suplicantes y llenos de desesperación, y John aún seguía luchando por aclararse las ideas. Ella llevaba semanas sin dirigirle la palabra, pero justo en el día de su boda le declaraba su amor y le suplicaba que no se casara, le prometía que podían tener un futuro juntos e insinuaba que… ¿el qué? Y él, que la amaba y acababa de saber a ciencia cierta que ella sentía lo mismo, estaba a punto de casarse con otra. Ya les separaba una barrera, su matrimonio con Calverson, y él estaba creando otra más.

¿Iba a casarse con Claire a pesar de que no la amaba? Buscó con la mirada los ojos de Diane, que estaba al otro lado de la sala, y ella esbozó una sonrisa triste pero tranquilizadora al verle tan acongojado. Se obligó a dejar de mirarla, el tormento era demasiado grande. Diane era su amor, su vida, y estaba a punto de perderla para siempre porque estaba empeñado en evitar que la gente chismorreara sobre ella y porque Claire le daba lástima. ¿Por qué no se había dado cuenta a tiempo de hasta qué punto estaría atado si se casaba? No tenía ni idea de que existía la posibilidad de que el matrimonio de Diane se rompiera, y se enteraba justo cuando ya era demasiado tarde. Él no podría divorciarse con rapidez de Claire ni pedir la anulación del matrimonio ni en el caso de que Diane quedara libre de repente, porque eso daría pie al doble de chismorreos… aunque tendrían la opción de marcharse lejos…

Se dijo que aún estaba a tiempo, que podía parar aquello en ese mismo momento. Podía ir a ver a Claire, decirle que se había precipitado, que por mucho que lamentara la situación en la que se encontraba tras la muerte de su tío, no la amaba y no podía casarse con ella… ¡sí, claro que podía hacerlo!

Lo cierto era que llegó a intentarlo. Fue a su encuentro cuando ella entró en la iglesia, abrumado por la maraña de sentimientos que se arremolinaban en su interior, y ella le contempló con una mirada límpida y directa, con ojos en los que brillaba algo parecido a la adoración y el rostro ruborizado de dicha.

Abrió los labios para pronunciar las palabras que acabarían con aquella farsa, pero fue incapaz de hacerlo al ver aquellos dulces ojos grises a través del velo. Se quedó allí plantado, enmudecido. Parecía tan pura, tan dulce e inocente… tan enamorada, se dijo con amargura.

De repente, la mera idea de lastimarla le resultó insoportable.

–¿Le… le pasa algo a mi vestido? –le preguntó ella con preocupación.

–No –fue una respuesta cortante, y al mirar por encima del hombro hacia la gente que abarrotaba la iglesia resopló con impotencia–. Espera a que empiece la música –lo dijo con rigidez y regresó por el pasillo hacia el altar, hacia el sacerdote que esperaba ya para casarles.

Estaba avergonzado de sí mismo, la lástima no era una excusa para casarse. Su corazón siempre le pertenecería a Diane, y en ese momento más que nunca.

Se preguntó angustiado si llegaría a olvidar alguna vez la confesión que ella acababa de hacerle, el tormento que había visto en aquellos hermosos ojos. ¿Cómo se le había ocurrido casarse con Claire si un simple préstamo habría bastado? La cordura no había llegado a tiempo de salvarle, no podía salir de la iglesia ante la mirada de la mitad de los habitantes más prominentes de Atlanta. El escándalo hundiría tanto su vida como la de Claire, no tenía más remedio que seguir adelante con la boda.

Claire empezó a avanzar sola por el pasillo de la iglesia cuando empezó a sonar la música. No tenía a nadie que la entregara, ni damas de honor ni invitados personales; a pesar de ser una boda, el ambiente se asemejaba más al de un funeral.

John parecía enfadado, desdichado, y a través del velo alcanzó a ver que Diane estaba mirándolo con expresión tensa y contenida. Estaba claro que seguía sintiendo algo por él… y un instante después vio la mirada llena de impotencia que John le lanzó a aquella mujer, vio el tormento que se reflejaba en sus ojos negros.

Se detuvo junto a su futuro marido con el corazón martilleándole en el pecho, y apenas fue consciente de que el sacerdote iniciaba la ceremonia. John estaba enamorado de Diane, y a juzgar por cómo le miraba ella, estaba claro que el sentimiento era recíproco. ¡Diane también le amaba!

Se sintió atrapada, víctima de sus propios sentimientos… al igual que John de los suyos. Estaba enamorada de él, pero jamás bastaría con eso. Aunque John viviera con ella, incluso en el caso hipotético de que llegaran a hacer el amor y a tener hijos, él seguiría soñando con Diane, amándola y deseándola cada minuto de su vida… y viceversa.

Iba a ser un triunfo vacío y un matrimonio baldío y carente de sentimientos, pero había estado tan abrumada por el dolor de la pérdida de su tío y por el amor imposible que sentía hacia John, que se había dado cuenta demasiado tarde.

El sacerdote le preguntó a John si la tomaba por esposa, y él contestó que sí con voz seca y forzada.

Claire vaciló cuando le tocó el turno de responder, pero al ver que John le agarraba con fuerza la mano se sonrojó y contestó que sí de forma instintiva. Él le puso el anillo en el dedo, y el sacerdote dio por finalizada la ceremonia y dio permiso para que el novio besara a la novia.

Se sintió aliviada al ver que John no la dejaba en evidencia y cumplía con la tradición, pero al alzarle el velo la miró con una expresión que reflejaba lo tenso que estaba. Se inclinó hacia ella, y sus labios firmes rozaron apenas los suyos… fue un beso muy diferente al que ella había anhelado, al beso con el que había soñado y que había deseado con todo su ser.

La tomó del brazo y avanzaron por el pasillo de la iglesia mientras oían las felicitaciones y las muestras de alegría de los invitados, que se habían puesto en pie. John miró a la mujer a la que acababa de tomar por esposa, y el corazón se le heló al ver lo abatida que estaba. Salió con ella de la iglesia sin volver la vista atrás ni una sola vez.

Llegaron al apartamento de John bastante tarde tras el animado banquete de boda. Claire habría disfrutado en otras circunstancias, pero Diane se había comportado como una doliente y las sonrisas forzadas de John le habían crispado los nervios, así que había acabado deshecha.

Era un apartamento bonito situado en Peachtree Street, en el piso superior de una enorme casa victoriana. El barrio era muy agradable, había árboles tanto a lo largo de la calle como en el jardín delantero de la casa, y ella deseó que no fuera tan de noche para poder verlo todo con más detenimiento. John le había comentado que tenía una cochera donde podría guardar el automóvil de su tío, y decidió que iría a echarle un vistazo al día siguiente.

Vaciló por un instante al entrar en el apartamento y recorrió con la mirada los sofás y las sillas de diseño, las cortinas que cubrían las ventanas, el cenicero que contenía un puro a medio fumar y la chimenea, que estaba encendida; a pesar de estar tan al sur del país, algunas noches de septiembre eran bastante frías.

Él se dirigió hacia una de las puertas que había en el salón, y giró el pomo de cristal antes de decir con voz apagada:

–Este será tu dormitorio.

Ella entró sin decir palabra en la habitación, que era pequeña pero estaba bien decorada. La cama blanca estaba cubierta con un cobertor de damasco, había un aguamanil con su jarra de agua y su palangana, un tocador con espejo, y un armario. Iba a tener de todo… menos un marido, claro.

–Gracias por no pedirme que compartamos la misma habitación –le dijo con voz queda, sin atreverse a mirarle.

–No me importa lo más mínimo, el nuestro no es un matrimonio normal –dio un puñetazo contra el armario en un arrebato de furia y culpabilidad, y el dolor le proporcionó una pequeña satisfacción–. ¡Esto ha sido una insensatez!

Se volvió a mirarla, y Claire se sintió herida en lo más hondo al ver la amargura y la angustia que se reflejaban en aquellos ojos negros. Se aferró con fuerza a la cortina de encaje, y le recordó con voz cortante:

–Yo no te he obligado a nada, fuiste tú el que me convenciste de que sería por el bien de los dos.

Él logró controlar sus emociones a duras penas antes de admitir:

–Eso es cierto, pero vamos a arrepentirnos toda la vida de haber dado este paso –cerró los ojos, y tardó unos segundos en volver a abrirlos. Se sentía como si hubiera envejecido veinte años de golpe.

Ella no supo qué contestar al verle tan hundido, y finalmente fue él quien rompió el silencio al añadir:

–En fin, ya está hecho y tendremos que arreglárnoslas lo mejor que podamos. No hace falta que nos veamos mucho, tú puedes encargarte de mantener el apartamento limpio y yo seguiré yendo al banco a diario. Suelo quedarme a trabajar hasta tarde muchos días, incluso los sábados. Tendremos que ir juntos a misa los domingos, y a veces voy a jugar al tenis a mi club.

Estaba claro que no quería que lo acompañara, que quería verla lo menos posible, así que hizo acopio de su maltrecho orgullo y contestó con la frente en alto:

–Me gustaría traer el automóvil de mi tío.

Él soltó un sonoro suspiro y se limitó a decir:

–Bueno, si insistes… –no tenía ganas de discutir, seguía sin poder quitarse de la mente la imagen de los hermosos ojos de Diane inundados de lágrimas.

–Sí, sí que insisto. Y también quiero mi bicicleta.

–No sabía que tuvieras una.

–La mayoría de muchachas tienen una hoy en día. Ir en bicicleta es un ejercicio muy beneficioso, en el pueblo hay un club ciclista.

–Es peligroso –le preocupaba que tuviera actividades tan descabelladas–. Una ciclista se hirió al caerse en una carrera, y tengo entendido que hay una ciudad como mínimo donde es ilegal ir en bicicleta de noche a menos que se lleve una iluminación apropiada para no asustar a los caballos.

–Estoy enterada de todo eso, John. Voy a cumplir con todas las normas, y en cualquier caso, no monto de noche.

Él se metió las manos en los bolsillos y la contempló en silencio al darse cuenta de que la verdad era que no la conocía lo más mínimo. Sí, era su amiga, pero también era una desconocida con la que iba a compartir su vida en adelante, y a pesar de que no iban a tener un matrimonio en el pleno sentido de la palabra, no estaba seguro de hasta qué punto iba a gustarle aquella situación.

La propia Claire estaba pensando más o menos lo mismo, a pesar de lo mucho que le amaba.

–¿Hay agua corriente?

–Por supuesto, el baño está al fondo del pasillo. La cocina está a tu disposición, pero la señora Dobbs se encarga de cocinar. Puedes consultarle el menú y pedirle que te haga lo que te apetezca, es muy complaciente.

–De acuerdo –se quitó el sombrero, y volvió a clavar en la tela el alfiler de perlas con el que se lo había sujetado al pelo.

Sin la prenda parecía frágil y muy joven, y a John le dolió verla así. Ella no tenía la culpa de nada… se sintió mal al darse cuenta de lo decepcionada que debía de sentirse por cómo había trascurrido aquel día. Él no había intentado siquiera facilitarle las cosas; de hecho, se había mostrado hostil gran parte del tiempo por lo que Diane le había dicho, por la expresión de angustia que había visto en su hermoso rostro. El dolor le resultaba casi insoportable.

–Lo siento, John. En la boda me he dado cuenta de que querías echarte atrás cuando ya era demasiado tarde. No habías pensado la cosas con calma, ¿verdad?

Estaba claro que no tenía sentido intentar mentir, así que soltó un suspiro pesaroso y se limitó a decir:

–Lo que pensara o dejara de pensar carece de importancia a estas alturas, Claire. Debemos amoldarnos a las circunstancias y seguir adelante lo mejor posible.

Ella tuvo ganas de echarse a reír como una histérica, pero sabía que sería una reacción inútil. Contempló pesarosa aquel rostro tan apuesto y tan amado. Tenía por delante una vida estéril y sin amor, una vida en la que lo único que cabía esperar de él era resentimiento y tolerancia. Había sido una locura por parte de los dos llegar a un acuerdo tan descabellado.

–¿Por qué te has casado conmigo si aún la amas a ella? –las palabras salieron de su boca antes de que se diera cuenta de que iba a pronunciarlas.

–Por lo que tú misma has dicho, porque no pensé las cosas con calma. Me dabas lástima, y puede que también me tuviera lástima a mí mismo. ¿Qué más dan nuestros sentimientos? Ella está casada y yo también, y ninguno de los dos es tan mezquino como para quebrantar los votos que hemos hecho ante Dios –se sentía hundido, resignado, derrotado. Le dio la espalda antes de añadir–: Pienso irme a dormir pronto, te sugiero que hagas lo mismo.

–Sí, creo que será lo mejor. Buenas noches.

Él se sentía tan culpable, que fue incapaz de volverse a mirarla antes de salir de la habitación.

Más tarde, sola en la oscuridad, Claire dio rienda suelta a las lágrimas. Había depositado grandes expectativas en aquel matrimonio, pero todo se había desmoronado al darse cuenta de que su marido estaba lleno de arrepentimiento y amargura. A lo mejor las cosas habrían sido distintas si Diane no hubiera asistido a la boda, pero al final había acabado unida a John en un matrimonio que él no deseaba, y ya era demasiado tarde para remediarlo. El divorcio era una posibilidad que no quería ni plantearse, porque ninguna mujer quería vivir con semejante estigma, pero un matrimonio baldío y sin amor iba a ser mucho peor. No iba a haber besos ni placer mutuo, ni siquiera el consuelo de tener un hijo.

Se llevó el puño a la boca para sofocar otra oleada de lágrimas, y se dijo que tenía que dejar de llorar. Todo el mundo tenía sueños rotos, pero daba la impresión de que en su vida habían ido sucediéndose uno tras otro en los últimos tiempos.

Claire ya estaba de mejor ánimo para cuando llegó el viernes, porque había acabado de limpiar la cochera que había tras el edificio y ya podía guardar allí el automóvil. Le había costado bastante conseguir el permiso de la señora Dobbs, la dueña de la casa; al igual que muchos otros, le daban miedo las invenciones nuevas, sobre todo las que se autopropulsaban.

Le pidió al cochero de John que la llevara a la casa que había pertenecido a su tío, y limpió un poco el vehículo antes de subir y ponerse las gafas protectoras. Un vecino había tenido la amabilidad de ayudarla a atar la bicicleta a la parte trasera, y sin más dilación dijo adiós con la mano y se puso en marcha.

Fue como si acabaran de liberarla de golpe. Sonrió de oreja a oreja mientras recorría las polvorientas calles hacia Atlanta a toda velocidad, sentada en el asiento elevado del vehículo y ataviada con el guardapolvo largo, las gafas y la gorra que completaban el atuendo que solía usar su tío al conducir. Las prendas le quedaban un poco grandes, pero gobernaba el vehículo con soltura. Cada vez que veía un carruaje reducía la velocidad un poco, porque los caballos se ponían nerviosos al oír que se acercaba el coche y no quería causar un accidente. Los atropellos con carruajes descontrolados causaban bastantes muertes, pero no solo se debía a los automóviles, sino al hecho de que la gente compraba sin saberlo caballos que no eran de tiro. Había que saber seleccionar un animal adecuado.

La caricia del viento en la cara hizo que riera por primera vez en la semana que llevaba de casada. John la ignoraba por completo, solo se veía obligado a prestarle algo de atención a la hora del desayuno y de la cena porque compartían la mesa con la señora Dobbs. La anciana no era consciente de la verdad, así que solía bromear y soltar claras indirectas sobre el tema de ampliar la familia con hijos.

Daba la impresión de que a John no le molestaban aquellos comentarios bienintencionados (de hecho, siempre estaba tan circunspecto, que daba la impresión de que ni siquiera los oía), pero a ella la incomodaban mucho. Resultaba agotador tener que fingir a todas horas.

Pero en ese momento, mientras circulaba como una bala por los caminos a unos treinta kilómetros por hora, no tenía que fingir ni preocuparse por las apariencias. Estaba tan tapada con el atuendo que llevaba, que ni siquiera sus conocidos la habrían reconocido, y se sentía libre, poderosa e invencible; al ver que no había vehículos en el camino y tenía vía libre, soltó una exclamación de entusiasmo y aceleró aún más.

El coche tenía un elegante salpicadero curvo y ruedas de radios, y el conductor controlaba la dirección con una larga palanca de mando que surgía de la caja que había entre las ruedas delanteras. El motor estaba entre las ruedas posteriores, y la caja de cambios bajo el pequeño asiento.

En ese momento iba como la seda por los caminos de tierra, pero Claire había tenido que lidiar junto a su tío con la multitud de problemas que habían ido surgiendo casi a diario: el carburador tenía tendencia a calentarse demasiado, así que había que pararse cada kilómetro y medio más o menos para dejar que se enfriara; la banda de transmisión se rompía con una regularidad exasperante; había que lubricar con aceite los cojinetes para evitar que el sobrecalentamiento se extendiera a los aros del pistón y se estropearan las bujías, y por si fuera poco, los frenos solían tener problemas.

Pero el motor funcionaba a las mil maravillas durante cortos periodos de tiempo a pesar de todos esos pequeños dolores de cabeza puntuales, y ella se sentía en la cima del mundo mientras conducía.

Le encantaba conducir por Atlanta, dejar atrás las tartanas y los pesados carruajes. Era una ciudad cargada de historia, y ella misma había vivido las recientes celebraciones de 1898: la primera había sido la reunión de la Unión de Veteranos Confederados en julio, en la que los antiguos combatientes habían desfilado por Peachtree Street vestidos de uniforme ante cerca de cinco mil asistentes.

Se le había quedado grabada en la memoria la imagen del general Gordon, inmóvil bajo la lluvia a lomos de su imponente caballo negro mientras el desfile pasaba frente a él, en el trigésimo cuarto aniversario de la batalla de Atlanta. Había sido un momento tan emocionante, que a ella se le habían saltado las lágrimas.

Los periódicos norteños habían tratado el desfile con desprecio, como si los sureños no tuvieran derecho a mostrar respeto hacia hombres normales y corrientes que habían muerto defendiendo sus hogares en una guerra que, en opinión de muchos, habían desencadenado los adinerados hacendados que no querían renunciar a sus esclavos por pura codicia.

Pero la controversia había amainado en diciembre del mismo año, cuando se había celebrado en Atlanta el Jubileo de la Paz en conmemoración a la victoria norteamericana en la guerra de Cuba. Ella había alcanzado a ver al presidente William McKinley, que había asistido a las celebraciones, y al ir a ver a John al hospital le había contado lo emocionante que había sido ver juntos a los veteranos de la Confederación y de la Unión.

De hecho, aquel mismo mes de julio su tío y ella habían ido junto con John a un hotel donde se celebraba una reunión de veteranos de ambos bandos, y había sido muy emotivo ver cómo aquellos viejos enemigos rememoraban lo sucedido e intentaban enterrar el pasado.

El trayecto de regreso a casa en el automóvil se le hizo muy corto, en un abrir y cerrar de ojos ya estaba rodeando la enorme casa victoriana de la señora Dobbs camino de la cochera y aparcando con cuidado. Frunció la nariz al notar el olor a gasolina y a aceite, y agitó la mano para despejar un poco el ambiente.

Era consciente de que se había manchado tanto el guardapolvo de su tío como la cara, pero bajó como si nada y le dio unas palmaditas cariñosas al asiento de aquella criatura mecánica a la que amaba con todo su corazón.

–Bien hecho, Chester. Por fin estás en casa, después vendré a limpiarte las bujías –hizo una mueca al ver las cuerdas que sujetaban la bicicleta, y añadió en voz baja–: Supongo que tendré que traer un cuchillo para soltarla.

Era muy improbable que John la ayudara a deshacer los intrincados nudos marineros que había hecho el vecino del tío Will, porque nunca pasaba tiempo con ella; de hecho, solía mostrarse especialmente esquivo por la noche, tras la jornada laboral.

Después de cerrar la puerta de la cochera, se dirigió hacia la parte posterior de la casa mientras iba quitándose el guardapolvo y las gafas protectoras. Aceleró el paso mientras iba camino del apartamento de John, que estaba en el piso de arriba, porque no quería que la vieran con aquellas fachas. Tenía la falda y la blusa manchadas de polvo y grasa, la cara sucia, y se había despeinado por culpa de las gafas y la gorra.

Sus esperanzas de pasar desapercibida se desvanecieron de golpe cuando llegó al vestíbulo y se encontró de improviso con su marido, que estaba acompañado de dos caballeros trajeados.

Por un momento, dio la impresión de que él no la reconocía… no, aún peor: de que no quería reconocerla. Sus ojos negros se oscurecieron aún más, y respiró hondo de forma visible antes de decir:

–Hola, Claire. Ven a conocer a Edgar Hall y Michael Corbin, dos compañeros de trabajo. Caballeros, os presento a mi esposa Claire.

–Encantada –lo dijo sonriente, y alargó la mano. Ninguno de los dos se mostró reacio a estrechársela, a pesar de lo sucia que la tenía–. Disculpen mi aspecto, acabo de traer el automóvil de mi tío desde Colbyville. He pasado casi toda la mañana fuera.

–¿Lo conduce usted, señora Hawthorn? –le preguntó uno de los dos, claramente sorprendido.

–Sí, mi tío me enseñó –no ocultó lo orgullosa que se sentía por ello.

El hombre le lanzó a John una mirada más que elocuente antes de comentar:

–Qué… eh… interesante e inusual.

–¿Verdad que sí? Si me disculpan, debo subir a asearme.

–Sí, será lo mejor –apostilló John, que parecía estar conteniendo las ganas de añadir algo más.

Ella se apresuró a subir, mortificada al ver que la miraban como si fuera un bicho raro, y al llegar al rellano de arriba oyó que uno de los hombres decía a su espalda:

–No es recomendable permitir que tu esposa conduzca esa cosa, John. ¿Qué va a decir la gente?

Aquellas palabras la indignaron, y no esperó a oír lo que contestaba su marido. Los hombres eran unos necios, se escandalizaban si a una mujer se le ocurría quitarse el delantal y hacer algo inteligente… ¡pues ella iba a hacer lo que le diera la gana, así que su marido ya podía prepararse para llevarse más de una sorpresa!

Su valentía duró hasta que John entró en el apartamento y cerró la puerta con una firmeza y una rigidez que la pusieron nerviosa.

–No quiero que conduzcas ese cacharro por la ciudad –le espetó él con voz cortante.

–¿Porque no es propio de una dama y a tus amigos no les parece bien? –le contestó, retadora y con ojos relampagueantes.

–Porque ese endemoniado trasto es peligroso, no vuelvas a conducirlo sola.

–No te pongas gallito, haré lo que me dé la gana. No soy tu esclava ni tu propiedad.

–Eres mi esposa, por mucho que me pese, y tengo la responsabilidad de cuidarte. ¡Ese artilugio es una trampa mortal!

–¡Es igual de peligroso que un caballo, y la opinión de tus amigos no me importa lo más mínimo!

–A mí tampoco. Lo que me preocupa no es la opinión de los demás, sino tu seguridad.

–¿Lo dices en serio?

–Sí; además, no quiero que la gente hable de ti –lo admitió con voz más serena, y la miró a los ojos antes de añadir–: Hay que mantener cierto decoro, Claire. Ahora tienes una posición social más elevada que cuando vivías con tu tío, así que vas a tener que ceder un poco.

Ella sintió que el alma se le caía a los pies al darse cuenta de que los días de libertad de su juventud parecían haber muerto junto con su tío. ¿Cómo iba a soportar una vida tan tediosa después de los maravillosos años que había pasado junto a su alocado tío?

Se aferró al respaldo de un elegante sillón al sentir que le flaqueaban las piernas, y solo alcanzó a decir:

–Ya veo.

En ese momento vio con claridad el giro tan radical que había dado su vida, y el impacto fue tremendo; y por si fuera poco, también se dio cuenta de la diferencia de actitud de su esposo… seguro que no habría sido así de autoritario con Diane, que no habría protestado siquiera si a aquella mujer se le hubiera antojado circular desnuda en un coche por las calles de Atlanta.

Pero la diferencia radicaba en que a Diane la amaba, y por ella solo se preocupaba porque no quería que pusiera en peligro su buen nombre. Él no quería que su esposa diera pie a chismorreos que pudieran avivar aún más los que ya había.

John se sintió culpable al verla empalidecer de golpe, y soltó un sonoro suspiro antes de decir:

–En un matrimonio como el nuestro hay que hacer ciertos sacrificios.

–Claro, pero soy yo la que tiene que hacerlos mientras tú sigues como siempre, trabajando quince horas al día y penando por Diane.

Aquel ataque le tomó desprevenido.

–¡Maldita sea, Claire!

Ella tuvo la impresión de que estaba viéndole implosionar, pero no se dejó amilanar por su mirada fulminante ni por su actitud amenazadora. Alzó la barbilla en un gesto de rebeldía, y dio un paso hacia él sin miedo alguno.

–¿Quieres golpearme? Adelante, hazlo. No me das miedo, haz lo que te dé la gana. He perdido a mi tío, mi hogar y mi independencia, pero aún me quedan mi orgullo y mi amor propio, y jamás podrás arrebatármelos por mucho que lo intentes.

–Yo no agredo a mujeres, pero no pienso permitir que sigas yendo sola en ese automóvil. Como vuelvas a intentarlo, le rajaré las ruedas a ese condenado trasto.

–¡John!

Él esbozó una sonrisa gélida antes de decir:

–¿Crees que por trabajar en un banco no reacciono como cualquier hombre si me enfado? Llevé uniforme durante varios años después de licenciarme en La Ciudadela, antes de entrar en Harvard. Cuando volví a alistarme y luché en Cuba ya estaba trabajando en el banco, pero hubo una época en que jamás me planteé una vida al margen del Ejército. Aprendí a habituarme a ser un civil porque no tuve más remedio, igual que tú acabarás amoldándote a la vida de la alta sociedad. No quiero que haya más habladurías sobre nosotros.

Ella tuvo la sensación de que estaba ante un desconocido, era la primera vez que le hablaba así. Tuvo que carraspear un poco para aclararse la garganta antes de decir con voz carente de inflexión:

–Tenía que traer a Chester, ¿no?

–¿Quién es Chester?

–Mi automóvil.

John contuvo una sonrisa, porque era una mujer peculiar… tenía agallas y podía mostrarse quisquillosa, pero le daba un nombre a una máquina.

–De acuerdo, no volveré a conducirlo –fue como si estuviera renunciando a una parte de sí misma; al parecer, iba a tener que reprimir su propia personalidad como pago por tener un hogar–. Supongo que puedo conformarme con ir en bici.

–No hace falta que te lo tomes tan a pecho. Lo único que te pido es que dejes de comportarte como una niñita a la que le gusta entretenerse con juguetes peligrosos, y empieces a tener el comportamiento que se espera de la esposa del vicepresidente de uno de los bancos más prestigiosos del Sur.

–Un automóvil no es ningún juguete –le espetó ella con indignación.

–Para ti sí que lo es. Da la impresión de que tienes mucho tiempo libre, ¿por qué no lo empleas en cultivar amistades, haer visitas, o comprarte ropa nueva? Ahora vives en la ciudad, ya no tienes que dar de comer a las gallinas ni lavar la ropa como una pueblerina.

En otras palabras: tenía que comportarse como si estuviera a la altura del vicepresidente de un banco, de un hombre que había estudiado en Harvard. En ese momento sintió que le detestaba con todas sus fuerzas, y contestó con actitud altanera:

–Intentaré estar a la altura de mi ilustre marido –añadió una teatral reverencia para rematar.

Tuvo la impresión de que él estaba a punto de soltar una sarta de imprecaciones, pero como no estaba dispuesta a oír más sandeces, se fue a toda prisa a su dormitorio y cerró de un portazo… aunque al cabo de un momento volvió a abrir, acalorada, y dijo furibunda:

–Quiero que quede claro que he traído a Chester desde Colbyville junto con la bicicleta para ahorrarte los gastos de transporte, y que no tengo intención alguna de aterrorizar a Atlanta ni de escandalizar a tus amigos con él. ¡A partir de ahora iré en la calesa! –sin más, volvió a cerrar de un portazo.

John se quedó mirando la puerta cerrada sin saber cómo reaccionar. La actitud de Claire le había hecho gracia, estaba claro que era una mujer con genio… encajaba a la perfección con él en muchos aspectos, lástima que ya estuviera enamorado de Diane.

En realidad no le molestaba que se entretuviera con el automóvil, pero quería que lo hiciera cuando él estuviera presente para protegerla de su tendencia a ser temeraria; además, tenía que aprender a amoldarse al estilo de vida que él llevaba, le iría bien que la amansaran un poco…

A pesar de todo, tuvo que contener el fuerte impulso de entrar en su dormitorio para continuar la discusión. Claire le resultaba muy estimulante cuando estaba enfadada, ¿sería igual de apasionada en la cama que a la hora de discutir? Quizás algún día se sintiera impelido a averiguarlo.