Capítulo 74
Pendergast echó a correr hacia la proa tan pronto como oyó los gritos de Constance. Cuando cruzaba a toda velocidad uno de los pasillos, atisbó un destello blanco en el agua, vio pasar a Constance, y luego desaparecer en la oscuridad tras la estela del barco.
Durante un instante se quedó paralizado por la sorpresa. Entonces lo comprendió.
Oyó una voz procedente de la cubierta de proa: Esterhazy.
—¡Aloysius! —gritó—. ¿Me oyes? Sal con las manos en alto. Ríndete. Si lo haces, daremos media vuelta. De lo contrario, seguiremos navegando. ¡Date prisa!
Pendergast, con su .45 en la mano, no se movió.
—Si quieres que demos la vuelta, sal a donde podamos verte con las manos en alto. Estamos en noviembre…, y sabes mejor que nadie lo fría que está el agua. Le doy quince minutos de vida, veinte como mucho.
Pendergast siguió sin moverse. No podía moverse.
—Tenemos su localización en el GPS —siguió diciendo Esterhazy—. Podemos encontrarla en cuestión de minutos.
Pendergast vaciló durante un último y agónico momento. Casi admiraba el astuto plan de Esterhazy. Entonces levantó las manos y caminó despacio por el costado del barco. Cuando salió a la cubierta de proa, vio a Esterhazy y a los demás de pie con las armas preparadas.
—Camina hacia nosotros, despacio y con las manos por encima de la cabeza.
Obedeció.
Esterhazy se adelantó, le quitó la pistola y se la guardó en el cinturón. Luego lo registró. Fue un registro meticuloso, profesional. Le quitó sus cuchillos, una Walther del .32, paquetes de productos químicos, alambre y varias herramientas. Siguió palpando el forro de la cazadora y encontró más herramientas y objetos cosidos en él.
—Quítatela.
Pendergast obedeció y dejó caer la cazadora en la cubierta.
Esterhazy se volvió hacia los otros.
—Espósenlo, átenlo y amordácenlo. Lo quiero más inmovilizado que una momia.
Uno de los hombres se acercó. Le ató las muñecas a la espalda con una brida de nailon y lo amordazó con cinta americana.
—Túmbese —dijo el otro; hablaba con acento alemán.
Pendergast hizo lo que le decían. Le ataron los tobillos y después le sujetaron con cinta adhesiva las muñecas, los brazos y las piernas, dejándolo boca abajo en la cubierta, incapaz de moverse.
—Muy bien —dijo Esterhazy al alemán—, ahora ordene al capitán que dé media vuelta y recoja a la chica.
—¿Por qué? —objetó el otro—. Ya tenemos lo que queríamos. ¿Qué más nos da?
—Usted quiere que hable, ¿no? ¿Acaso no es esa la razón por la que sigue con vida?
Tras una breve vacilación, el alemán habló con el capitán por el intercomunicador. Al poco, el yate aminoró y empezó a virar.
Esterhazy miró su reloj. Luego se volvió hacia Pendergast.
—Han pasado doce minutos —dijo—. Espero que no hayas gastado demasiado tiempo en decidirte.