Capítulo 51
El hombre que se hacía llamar Klaus Falkoner estaba tranquilamente sentado en la cubierta superior del Vergeltung. Hacía una tarde agradable, y el puerto deportivo de la calle Setenta y nueve, iluminado por un tardío sol de otoño, estaba en calma. En una mesita que tenía al lado había un paquete de Gauloises, una botella sin abrir de Cognac Roi de France Fine Champagne y una copa de coñac.
Sacó un cigarrillo del paquete, lo encendió con un mechero Dunhill de oro, dio una larga calada y contempló la botella. Con un cuidado exquisito retiró el sello de lacre del siglo XIX y lo dejó en el cenicero. El coñac brillaba al sol del atardecer como caoba líquida, un tono notablemente oscuro para ese licor. En las bodegas del Vergeltung había una docena más de botellas como esa, un minúsculo porcentaje del botín amasado por los antecesores de Falkoner durante la ocupación de Francia.
Exhaló el humo y miró alrededor con satisfacción. Otro pequeño porcentaje de aquel botín —joyas, oro, obras de arte, cuentas bancarias y antigüedades requisadas hacía más de sesenta años— había servido para pagar el Vergeltung. Y era un yate realmente especial: tres cubiertas, cuarenta metros de eslora de flotación, ocho metros de manga y seis lujosas suites. Sus depósitos de gasoil alimentaban dos motores de ochocientos caballos que le permitían cruzar sin escalas todos los mares del mundo salvo el Pacífico. Esa autonomía, esa facultad para moverse al margen de la ley y de los radares eran decisivas para las tareas a las que se dedicaban Falkoner y su organización.
Dio otra calada al cigarrillo y lo aplastó a medio terminar en el cenicero. Estaba impaciente por catar el coñac. Vertió con suma delicadeza una pequeña cantidad en la copa tulipa —que por su delicadeza había escogido en lugar de la habitual copa balón—, se la llevó a los labios y tomó un sorbo. El licor estalló en su paladar con toda su aromática complejidad, sorprendentemente robusto para tratarse de una botella tan antigua: el legendario Comet Vintage de 1811. Cerró los ojos y tomó un sorbo mayor.
Unos discretos pasos sonaron sobre el suelo de teca, seguidos de un carraspeo respetuoso a su espalda. Falkoner miró por encima del hombro. Se trataba de Ruger, uno de los miembros de la tripulación. Sostenía un teléfono.
—Tiene una llamada, señor —dijo en alemán.
Falkoner dejó la copa en la mesita.
—A menos que se trate de herr Fischer, no quiero que me molesten.
Herr Fischer. Ese sí que era un hombre que inspiraba miedo de verdad.
—Es el caballero de Savannah, señor. —Ruger mantenía el aparato a una prudente distancia.
—Verflucht! [3] —maldijo Falkoner cogiendo el teléfono—. ¿Sí? —La irritación porque le hubieran interrumpido su ritual añadió un tono de aspereza a su voz. Aquel tipo estaba dejando de ser una molestia para convertirse en un problema.
—Me dijo que me ocupara de Pendergast definitivamente —dijo la voz al otro extremo de la línea—, y estoy a punto de hacerlo.
—No me interesa saber lo que va a hacer. Lo que quiero es oír que ya lo ha hecho.
—Usted me ofreció ayuda. El Vergeltung.
—¿Y?
—Tengo pensado llevar una visita a bordo.
—¿Una visita?
—Una visita a la fuerza. Una persona muy próxima a Pendergast.
—¿Debo suponer que se trata del cebo?
—Así es. Atraerá a Pendergast a bordo. Una vez allí podremos acabar con él definitivamente.
—Suena arriesgado.
—Lo tengo todo controlado hasta el último detalle.
Falkoner dejó escapar un suspiro.
—Espero discutir todo esto con usted en persona, no por teléfono.
—Muy bien, pero entretanto necesitaré material. Ya sabe, bridas de plástico, mordazas, esas cosas.
—Guardamos todo eso en nuestro piso franco. Tendré que mandar a buscarlo. Pase por aquí esta noche y revisaremos los detalles.
Falkoner colgó, devolvió el teléfono a Ruger y esperó a que el tripulante desapareciera. Luego, volvió a coger la copa y la expresión de satisfacción reapareció lentamente en su rostro.