Capítulo 6

La policía llegó más de una hora después, sus centelleantes luces brillaron en la gravilla del camino de entrada. La tormenta había pasado, nubes plomizas corrían por el cielo empujadas por el viento. Los agentes, vestidos con uniforme azul, botas de agua y fundas impermeables en sus gorras, se paseaban ante la entrada de piedra dándose aires de importancia. Esterhazy los observó a través de la ventana, desde su sillón, y su aparente falta de imaginación y torpeza lo reconfortó.

El último en entrar fue el que estaba al frente de todos, el único que no iba de uniforme. Esterhazy lo examinó discretamente. Medía alrededor de metro noventa, lucía una gran calva solo interrumpida por unos escasos cabellos rubios y caminaba un poco encorvado, como si se abriera paso a través de la vida. Tenía la nariz lo bastante enrojecida como para poner en entredicho su apariencia de seriedad y de vez en cuando se daba unos toques en ella con un pañuelo. Iba vestido con ropa vieja de caza: pantalón de pana, jersey grueso y una gastada chaqueta Barbour que llevaba sin abrochar.

—Hola, Cromarty —saludó al propietario de la hostería tendiéndole la mano.

Los dos se quedaron en un extremo del salón, hablando en voz baja y lanzando ocasionales miradas a Esterhazy.

Al rato, el policía se acercó, se sentó en el butacón contiguo a Esterhazy y se presentó.

—Soy el inspector jefe Balfour, del Northern Constabulary —dijo tranquilamente, sin tenderle la mano pero inclinándose hacia delante y apoyando los codos en las rodillas—. ¿Es usted el señor Judson Esterhazy?

—En efecto.

Balfour sacó una libreta y un bolígrafo.

—Muy bien, doctor Esterhazy, cuénteme qué ha sucedido.

Esterhazy relató su historia de principio a fin, haciendo frecuentes pausas para contener las lágrimas y sobreponerse, mientras Balfour tomaba notas. Cuando acabó, el inspector cerró su libreta.

—Ahora iremos a la escena del accidente, y usted nos acompañará.

—No estoy seguro de si… —Esterhazy tragó saliva— seré capaz de soportarlo.

—Naturalmente que sí —repuso Balfour con sequedad—. Tenemos un par de sabuesos rastreadores, y el señor Grant vendrá con nosotros. Conoce estas marismas como la palma de su mano. —Se levantó y miró la hora en su reloj de submarinista—. Todavía nos quedan cinco horas largas de luz.

Esterhazy se levantó sin disimular su disgusto y con expresión apesadumbrada. En el exterior, el grupo de policías se estaba equipando con mochilas, cuerdas y otros artilugios. Un poco más allá un adiestrador de perros sujetaba las correas de un par de sabuesos.

Una hora más tarde habían dejado atrás el Beinn Dearg y habían llegado al extremo del Foulmire, el terreno pantanoso que empezaba más allá de una irregular línea de piedras grandes. Un ligero manto de niebla cubría el páramo. El sol empezaba a declinar en el cielo y el monótono paisaje parecía perderse en la grisura. La negra superficie de las charcas brillaba como un espejo, y en el aire se notaba un ligero olor a descomposición vegetal.

Balfour se volvió hacia Esterhazy con los brazos en jarras.

—¿Por dónde, doctor?

Esterhazy contempló con rostro inexpresivo el paisaje que lo rodeaba.

—No lo sé, todo me parece igual —repuso.

No tenía intención de facilitarles la tarea.

Balfour meneó la cabeza, contrariado.

—¡Inspector! —La aguda voz del guardabosques se oyó en el silencio del páramo—. Los perros han encontrado una pista, y creo que yo también he visto algo.

—¿Fue por ahí por donde se adentró en las marismas, doctor? —preguntó Balfour.

—Creo que sí.

—De acuerdo. Los perros irán delante. Señor Grant, usted abrirá la marcha con ellos. Los demás los seguiremos. Doctor Esterhazy, usted y yo cerraremos el grupo. El señor Grant conoce bien el terreno, de modo que sigan sus pasos en todo momento. —El inspector sacó una pipa cargada y la encendió—. Si alguien queda atrapado en el fango, no corran como tontos a salvarlo y queden también atascados. Hemos traído ganchos y cuerdas para sacar a cualquiera que pueda caer en las arenas movedizas. —Dio un par de caladas y miró a su alrededor—. ¿Quiere añadir algo más, señor Grant?

—Sí —dijo el hombre de atezado rostro apoyándose en su bastón—. Si caen en un lodazal, no empiecen a agitar como locos brazos y piernas. Es mejor tumbarse de espaldas, quedarse quieto y procurar flotar. —Miró a Esterhazy con sus ojos de pobladas cejas y expresión de pocos amigos—. Hay algo que quisiera preguntar al doctor: cuando se internó en las marismas, ¿no vio ninguna marca o señal en el terreno?

—¿Como qué? —preguntó Esterhazy en tono dubitativo—. A mí me parecía un paisaje terriblemente desierto.

—Esto está lleno de ruinas y de rocas con formas curiosas.

—Ruinas… Ahora que lo dice, creo que pasamos cerca de unas.

—¿Qué aspecto tenían?

—Si no recuerdo mal —Esterhazy frunció el entrecejo, como si le costara recordar—, me parece que había un corral de piedra y un refugio en lo alto de una loma. Creo recordar que las marismas se extendían a partir de allí.

—Sí. La vieja Cabaña de Coombe.

Sin añadir más, el viejo guardabosques dio media vuelta y echó a caminar a paso vivo entre la hierba y el brezo mientras el adiestrador de perros se esforzaba por seguirle el paso con los sabuesos. Grant caminaba deprisa, con la cabeza agachada y moviendo sus cortas piernas a buen ritmo mientras balanceaba el bastón. Bajo su gorra de tweed su abundante cabello blanco parecía formar un halo.

Caminaron durante un cuarto de hora en silencio, solo interrumpido por los olfateos y ocasionales ladridos de los perros y las órdenes del adiestrador. Las nubes se espesaron de nuevo y una prematura penumbra se posó sobre el páramo. Algunos policías sacaron sus linternas y las encendieron. Los haces de luz penetraron la fría bruma. Esterhazy, que no dejaba de fingir ignorancia y confusión, empezó a preguntarse si no se habrían perdido de verdad. Todo le parecía extraño y desconocido.

Cuando descendieron hacia otra solitaria hondonada, los perros se detuvieron bruscamente y empezaron a olfatear el suelo en círculos, tirando de sus correas.

—Tranquilos —dijo el adiestrador, pero los animales estaban demasiado nerviosos y empezaron a ladrar con unos aullidos guturales que resonaron en el páramo.

—¿Qué les pasa? —preguntó Balfour.

—No lo sé —contestó el adiestrador tirando de las correas—. ¡Atrás! ¡Atrás!

—¡Por el amor de Dios, tire de ellos! —gritó Grant con su voz aguda.

—¡Maldita sea! —El adiestrador tiró de las correas, pero los sabuesos respondieron lanzándose hacia delante con todas sus fuerzas.

—¡Cuidado! —gritó Grant.

Con un grito de puro terror, el adiestrador se vio lanzado a una ciénaga de arenas movedizas y cayó en el lodo con uno de sus animales. El hombre se debatió, moviendo los brazos, mientras el perro agitaba las patas delanteras en el fango para mantener la cabeza sobre la superficie.

—¡Deje de moverse! —le gritó Grant por encima de los gemidos del perro—. ¡Póngase de espaldas!

Pero el hombre estaba demasiado aterrorizado para prestar atención.

—¡Ayúdenme! —gritaba, agitando los brazos y salpicando barro en todas direcciones.

—¡Traigan el gancho! —ordenó Balfour.

Un miembro del equipo de Servicios Especiales ya se había quitado la mochila y estaba desatando un palo telescópico que tenía un mango redondo en un extremo y un lazo de cuerda en el otro. Lo extendió tanto como pudo, se ató el lazo a la muñeca y, arrodillándose en el suelo, tendió hacia el adiestrador el extremo con el mango.

El perro aullaba y pateaba.

—¡Ayúdenme! —gritó el hombre.

—¡Cójalo, maldito idiota! —exclamó Grant.

La aguda voz del guardabosques traspasó el pánico del hombre, y este alargó los brazos y aferró el extremo del palo.

—¡Tiren! —ordenó Balfour.

El agente se echó hacia atrás haciendo fuerza con todo su cuerpo para sacar al adiestrador. Este se agarraba con desesperación y poco a poco fue saliendo entre ruidos de succión hasta quedar tumbado en el suelo, cubierto de pegajoso lodo, temblando y jadeando.

Entretanto, el perro seguía aullando como un poseso y moviendo frenéticamente las patas delanteras.

—¡Atrápenlo por las patas con el lazo! —gritó Grant.

Uno de los agentes había hecho un lazo con su cuerda y lo lanzó hacia el animal, pero se quedó corto. El perro se debatía como un loco, con los ojos desorbitados.

—¡Otra vez!

El agente volvió a intentarlo, y esa vez el lazo cayó encima del animal.

—¡Tense y tire!

El hombre tiró de la cuerda, pero el perro, al notar que el lazo se cerraba a su alrededor, agitó la cabeza para esquivarlo y la cuerda resbaló.

Esterhazy contemplaba la escena con una mezcla de horror y fascinación.

—¡Se está hundiendo! —exclamó el adiestrador, que se recuperaba lentamente del susto.

Otro agente preparó un lazo con un nudo corredizo, se tumbó junto a la ciénaga y lo lanzó con suavidad. Falló. Recuperó la cuerda y volvió a intentarlo, pero el animal se hundía rápidamente. Solo asomaba del cuello para arriba, con todos los tendones en tensión. De la rosada cavidad de su boca salían unos aullidos que parecían de ultratumba.

—¡Hagan algo, por el amor de Dios! —gritó el adiestrador.

Los terribles aullidos se intensificaron.

—¡Otra vez! ¡Lance el lazo otra vez!

El agente lo lanzó y falló de nuevo.

De repente, sin el menor gorgoteo, se hizo el silencio. El postrero aullido del perro resonó en el páramo y se extinguió. En la ciénaga se formó un pequeño remolino que desapareció enseguida; la superficie quedó quieta y lisa.

El adiestrador, que se había puesto en pie, cayó de rodillas.

—¡Mi perro! ¡Oh, Dios mío!

Balfour lo miró fijamente y habló en tono tranquilo pero tajante.

—Lo siento mucho, pero debemos continuar.

—¡No podemos dejarlo aquí!

El inspector se volvió hacia el guardabosques.

—Señor Grant, llévenos hasta la Cabaña de Coombe. Y usted —dijo al adiestrador—, sígalo con el otro sabueso. Todavía lo necesitamos.

Sin añadir nada más, prosiguieron. El adiestrador, cubierto de barro y chapoteando dentro de sus botas, llevaba al perro superviviente de la correa, pero el animal estaba muy asustado y era inútil para el trabajo. Grant caminaba rápido con sus cortas piernas y balanceando el bastón; de vez en cuando lo hundía con fuerza en el suelo y lanzaba un gruñido de disgusto.

Para sorpresa de Esterhazy, resultó que no se habían extraviado. El terreno empezó a elevarse y no tardó en divisar las ruinas en la penumbra que envolvía la loma.

—¿Por dónde? —le preguntó Grant.

—Subimos la colina y bajamos por el otro lado.

Ascendieron y dejaron atrás las ruinas.

—Creo que fue aquí donde nos separamos —dijo Esterhazy señalando el lugar donde se había alejado de las huellas de Pendergast para sorprenderlo por un costado.

Tras examinar el terreno, el guardabosques masculló algo ininteligible y asintió.

—Guíenos —dijo Balfour a Esterhazy.

Este se puso a la cabeza del grupo, le seguía Grant con una potente linterna. El haz de luz atravesaba la bruma e iluminaba los juncales que bordeaban las marismas.

—Aquí —dijo Esterhazy deteniéndose—. Aquí fue donde… se hundió. —Señaló la charca grande y quieta. Su voz se quebró, se tapó la cara con las manos y dejó escapar un sollozo—. ¡Fue como una pesadilla, que Dios me perdone!

—Todo el mundo atrás —ordenó Balfour haciendo un gesto a los miembros de su equipo—. Vamos a instalar unas luces. Usted, doctor Esterhazy, nos explicará exactamente qué ocurrió. Luego el forense examinará el terreno y a continuación dragaremos la charca.

—¿Dragar la charca? —repitió Esterhazy.

Balfour lo miró fijamente.

—Eso he dicho. Para sacar el cuerpo.

Sangre fría
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