Capítulo 4

Esterhazy se quedó muy quieto.

—Sostén el rifle con la mano izquierda y el brazo extendido y levántate.

Sin embargo, Esterhazy era incapaz de reaccionar. ¿Cómo podía haber ocurrido?

¡Bang! La bala se hundió en el suelo y removió un puñado de tierra entre sus piernas.

—No lo repetiré.

Sosteniendo el rifle alejado del cuerpo, Esterhazy se puso en pie.

—Suelta el arma y date la vuelta.

Dejó caer el rifle y se volvió. Allí estaba Pendergast, a menos de veinte metros de distancia, empuñando una pistola mientras se alzaba entre los juncos, aparentemente dentro del agua. En ese momento Esterhazy vio que bajo los pies del agente había una losa granítica rodeada de fango.

—Solo tengo una pregunta —dijo Pendergast con una voz apenas audible sobre el gemido del viento—. ¿Cómo pudiste asesinar a tu propia hermana?

Esterhazy lo miró fijamente.

—Exijo una respuesta.

El otro apenas era capaz de articular palabra. Contemplando el rostro de su adversario, sabía que era hombre muerto. Sintió que el miedo a la muerte lo envolvía como un frío sudario y, con él, una mezcla de espanto, alivio y remordimiento. No podía hacer nada, pero al menos no concedería a Pendergast la satisfacción de una muerte indigna. Él iba a morir, pero en los meses venideros de la vida de Pendergast habría dolor más que suficiente.

—Acaba de una vez —dijo.

—¿Sin explicaciones? —preguntó Pendergast—. ¿Sin lacrimógenas justificaciones ni abyectas súplicas de comprensión? Qué decepción…

El dedo del agente acarició el gatillo. Esterhazy cerró los ojos.

Entonces, algo ocurrió de repente: un ruido ensordecedor, acompañado de una explosión de piel rojiza y el centelleo de una gran cornamenta. El ciervo surgió inesperadamente entre los juncos y derribó a Pendergast de una cornada, la pistola voló por los aires y cayó en el agua. El agente trastabilló y agitó brazos y piernas mientras el animal se alejaba a grandes saltos. Esterhazy se dio cuenta de que lo había arrojado a una poza de barro cuya superficie estaba apenas cubierta de agua. Recogió rápidamente el rifle, apuntó y disparó. El balazo acertó a Pendergast en el pecho y lo lanzó de espaldas a la poza. Esterhazy cargó otra bala y se dispuso a disparar de nuevo, pero se contuvo. Un segundo disparo, una segunda bala, resultaría imposible de explicar… en el caso de que hallaran el cuerpo.

Bajó el rifle. Pendergast, atascado en el lodazal, se debatía, pero sus fuerzas menguaban rápidamente. Una mancha oscura se extendía por su torso. El disparo lo había alcanzado en el costado, pero bastaba para causarle daños irreparables. El agente ofrecía un aspecto lastimoso: la ropa sucia y desgarrada, el rubio cabello salpicado de barro y oscurecido por la lluvia. Tosió y un borbotón de sangre le manchó los labios.

Estaba acabado. Como médico que era, Esterhazy sabía que la herida era mortal. La bala le había perforado un pulmón, creando un herida succionante. Además, por su posición, había muchas posibilidades de que le hubiera seccionado la arteria subclavia, y en ese caso esta le llenaría rápidamente de sangre el pulmón. Aunque no se estuviera hundiendo irremisiblemente en aquel lodazal de arenas movedizas, Pendergast sería hombre muerto en cuestión de minutos.

Hundido hasta la cintura en la temblorosa ciénaga, Pendergast dejó de debatirse y miró fijamente a su asesino. El gélido destello de sus ojos grises habló con mayor elocuencia de su odio y desesperación que cualquier palabra que hubiera podido pronunciar. Esterhazy se sintió profundamente impresionado.

—Quieres una respuesta a tu pregunta, ¿verdad? —dijo—. Pues aquí la tienes: yo no asesiné a Helen. Ella sigue viva.

Era incapaz de quedarse para ver el final. Dio media vuelta y se marchó.

Sangre fría
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