Capítulo 38

Fort Meade, Maryland

Aloysius Pendergast entró en el vestíbulo de un anodino edificio del complejo de la Agencia de Seguridad Nacional. Entregó su arma y su placa al soldado de la entrada, pasó a través del detector de metales y fue hasta el mostrador de recepción.

—Me llamo Pendergast. Tengo una cita con el general Galusha a las diez y media.

—Un momento.

La secretaria hizo una llamada y luego activó un pase de seguridad temporal. Hizo un gesto con la cabeza y otro soldado se acercó con la pistola al cinto.

—Sígame, señor.

Pendergast se colgó la tarjeta de identificación en el bolsillo del pecho de su chaqueta y lo siguió hasta una hilera de ascensores. Entraron en uno de ellos y bajaron varias plantas. Las puertas se abrieron y salieron a un laberinto de corredores de un monótono color gris que los llevó hasta una puerta en la que se leía: gen. galusha.

El soldado llamó a la puerta con suavidad y una voz dijo: «Pase».

Abrió la puerta y Pendergast entró, luego el soldado cerró y se dispuso a esperar fuera hasta que la reunión hubiera concluido.

Galusha era un hombre de aspecto pulcro y marcial vestido con uniforme de combate. La solitaria estrella negra que llevaba prendida con velcro en el pecho era el único distintivo de su rango.

—Por favor, siéntese. —Dijo. Su actitud era fría.

Pendergast tomó asiento.

—Antes de nada, agente Pendergast, quiero decirle que no podré atender su solicitud hasta que usted y sus superiores del FBI la presenten a través de los canales habituales. Y, en todo caso, no veo en qué podría ayudarlo.

Pendergast no respondió inmediatamente, y antes de hacerlo se aclaró la garganta.

—Siendo usted uno de los… guardianes de M-Logos, puede serme de gran ayuda, general.

Galusha permaneció muy quieto.

—¿Y qué sabe usted de M-Logos, agente Pendergast, suponiendo que tal cosa exista?

—Sé bastante. Sé, por ejemplo, que es el ordenador más potente construido por el hombre y que se halla en un búnker blindado oculto en los cimientos de este edificio. Sé que consiste en un gigantesco sistema de procesamiento paralelo que funciona con un sistema de inteligencia artificial conocido como Stutter-Logic y que ha sido diseñado con un único propósito: sondear información acerca de cualquier amenaza potencial a la seguridad nacional. Dichas amenazas pueden ser de cualquier tipo: terrorismo, espionaje industrial, actividad desestabilizadora de grupos locales, manipulación de mercados, evasión de impuestos e incluso aparición de pandemias.

Pendergast cruzó las piernas con delicadeza.

—Para la consecución de sus objetivos —prosiguió—, M-Logos dispone de una base de datos que contiene todo tipo de información, desde registros de llamadas de teléfonos móviles y correos electrónicos hasta el rastreo de los peajes de las autopistas, de expedientes médicos y judiciales, de las redes sociales y de las bases de datos de los departamentos de investigación de las universidades. Se dice que M-Logos contiene el nombre y la información de prácticamente todos los individuos que se hallan dentro de las fronteras de Estados Unidos, todos ellos referenciados y cruzados. Desconozco cuál es el porcentaje en cuanto a los individuos de fuera del territorio nacional, pero no creo equivocarme si digo que M-Logos posee toda la información que existe en formato digital de la mayoría de los habitantes del mundo industrializado.

El general había permanecido en silencio e impasible durante toda la exposición. Al fin habló.

—Eso ha sido casi un discurso, agente Pendergast. Dígame, ¿cómo ha obtenido semejante información?

Pendergast se encogió de hombros.

—Mi trabajo en el FBI me ha llevado a varias áreas de investigación que podríamos calificar de «singulares». Pero permítame que le responda con otra pregunta: si los ciudadanos de este país tuvieran alguna idea de lo rigurosa y lo exhaustiva que es y lo extremadamente bien organizada que está la base de datos de M-Logos y de cuánta información dispone el gobierno acerca de los estadounidenses de bien, ¿cuál cree que sería su reacción?

—Pero no lo sabrán, ¿verdad? Porque esa revelación constituiría un delito de alta traición.

Pendergast inclinó la cabeza.

—No me interesan las revelaciones. Me interesa una única persona.

—Entiendo. Y desea que nosotros encontremos a dicha persona en nuestra base de datos de M-Logos.

Pendergast descruzó las piernas y miró fijamente al general. No dijo nada.

—Puesto que sabe tanto, también debe de estar al corriente de que el acceso a la base de datos de M-Logos es sumamente restringido. No puedo abrirlo para cualquier agente del FBI que se presente aquí…, ni siquiera para uno tan intrépido como usted parece ser.

Pendergast siguió sin decir nada. Su repentino silencio, tras su prolija exposición, pareció irritar a Galusha.

—Soy un hombre muy ocupado —dijo.

Pendergast volvió a cruzar las piernas.

—General, le agradecería que me confirmara que tiene autorización para aceptar o denegar mi petición sin tener que recurrir a instancias superiores.

—La tengo, pero no voy a entrar en sus jueguecitos. No existe la menor posibilidad de que acepte su petición.

Pendergast dejó que el silencio se inflara hasta que Galusha se hartó.

—No pretendo ser grosero, pero creo que esta reunión ha terminado.

—No —dijo sencillamente Pendergast.

Galusha alzó las cejas.

—¿No?

Con deliberada lentitud, Pendergast sacó un documento del bolsillo interior de su americana y lo dejó en la mesa del general. Este lo cogió y lo examinó.

—Pero… ¿qué demonios…? ¡Es mi currículum vitae!

—Lo es. Impresionante.

Galusha lo miró con suspicacia.

—General, veo que es usted un buen oficial, leal a su país y que ha prestado servicios realmente distinguidos. Por estos motivos, lamento muchísimo lo que voy a hacer.

—¿Me está amenazando?

—Me gustaría que me respondiera a otra pregunta: ¿por qué creyó que era necesario mentir?

Se hizo un largo silencio.

—Usted sirvió en Vietnam. Ganó una Estrella de Plata, una Estrella de Bronce y dos Corazones Púrpura. Fue subiendo en el escalafón por méritos propios y sin que nadie lo ayudara. Sin embargo, todo eso se construyó sobre una mentira: usted nunca se licenció en la Universidad de Texas como dice en su currículo. Usted abandonó los estudios cuando cursaba el tercer trimestre de su último año. Y eso significa que no podía ser admitido en la Escuela de Oficiales. Sorprendentemente, nadie se molestó en comprobarlo. ¿Cómo lo consiguió? Me refiero a ingresar en la Escuela de Oficiales…

Galusha se levantó, tenía el rostro como la grana.

—Es usted un maldito cabrón.

—No soy ningún cabrón, soy alguien desesperado que está dispuesto a hacer lo que sea con tal de conseguir lo que necesita.

—¿Y qué necesita?

—Temo decírselo porque, después de haberlo conocido, me parece que es usted un hombre con la integridad suficiente para no ceder a la coacción que yo tenía en mente. Creo que sería capaz de inmolarse antes que permitirme tener acceso a la base de datos de M-Logos.

—Puede estar seguro de eso.

Pendergast se dio cuenta de que el general conservaba el dominio de sí mismo y de que estaba preparándose para lo que pudiera suceder. Había sido mala suerte encontrar en aquel puesto a un hombre como Galusha.

—Muy bien, pero antes de que me marche permítame explicarle por qué estoy aquí. Hace diez años, mi mujer murió de una manera especialmente horrible. Al menos eso creí. Pero ahora me he enterado de que sigue con vida. Ignoro por qué no me lo ha dicho. Puede que la estén coaccionando o esté retenida en contra de su voluntad. Sea lo que fuere, debo encontrarla, y M-Logos es el mejor camino.

—Haga lo que le parezca, señor Pendergast, pero nunca le daré acceso a esa base de datos.

—No le estoy pidiendo que lo haga. Lo que le pido es que lo compruebe usted mismo. Y que si la encuentra, me lo diga. Eso es todo. No quiero información confidencial. Solo un nombre y una dirección.

—O me delatará.

—O lo delataré.

—No lo haré.

—Medite su decisión, general. He investigado cuáles pueden ser las consecuencias: perderá el cargo actual, será degradado, aunque lo más seguro es que lo licenciarán. Su distinguida carrera militar quedará reducida a una mentira, y para su familia se convertirá en una cuestión incómoda, de esas sobre las que no se puede hablar. Volverá a la vida civil, pero será demasiado tarde para que empiece una nueva vida profesional porque la mayoría de las salidas al alcance de los oficiales retirados le estarán vedadas. Quedará marcado para siempre por esa mentira. Algo de lo más injusto: todos hemos mentido alguna vez, y usted es mejor que la mayoría. Pero el mundo es un lugar muy feo. Hace mucho que yo dejé de luchar contra ese hecho y acepté que formaba parte de su fealdad. Eso me hizo la vida mucho más fácil. Si no hace lo que le pido, que es algo que no perjudicará a nadie y que ayudará a otro ser humano, pronto descubrirá cuán feo puede ser este mundo.

Galusha miró fijamente a Pendergast, y este vio tanta tristeza y autorreproche en sus ojos que estuvo a punto de dejarlo correr. Era un hombre que ya había visto mucho del lado oscuro de la vida.

Cuando el general habló, su voz fue apenas un susurro.

—Necesitaré información sobre su mujer para consultar la base de datos.

—Le he traído toda la que puede necesitar. —Pendergast sacó un sobre de su chaqueta y se lo entregó—. Aquí encontrará el ADN, muestras caligráficas, un historial médico, radiografías dentales, características físicas y demás. Mi mujer está viva en algún rincón del planeta. Le ruego que la encuentre.

Galusha alargó la mano hacia el sobre, como si fuera algo maloliente, pero fue capaz de cogerlo. Sus dedos permanecieron temblando en el aire.

—También tengo un incentivo para usted, general —añadió Pendergast—. Cierto amigo mío, que tiene un talento especial para la informática, se ocupará de modificar los archivos de la Universidad de Texas para que usted tenga ese título cum laude que sin duda habría conseguido si su padre no hubiera muerto inesperadamente.

Galusha inclinó la cabeza y cogió el sobre sin mirarlo.

—¿Cuánto cree que tardará? —preguntó Pendergast con un hilo de voz.

—Cuatro horas, tal vez menos. Espere aquí. No hable con nadie. Yo me ocuparé de esto.

Tres horas y media después, el general regresó. Tenía una expresión gris y derrotada. Dejó el expediente sobre la mesa y se sentó; arrastró la silla lentamente, como un viejo. Pendergast permaneció inmóvil, sin dejar de mirarlo.

—Su mujer está muerta —dijo Galusha en tono fatigado—. Tiene que estarlo, porque todo lo referente a ella se desvanece hace diez años. Después de que… —Alzó sus tristes ojos hacia Pendergast—. Después de que ese león la matara en África.

—No puede ser.

—Me temo que no solo es posible sino inevitable. A menos que viva en Corea del Norte o en alguna zona de África, en Papúa Nueva Guinea o en algún remoto rincón por descubrir. En estos momentos, lo sé todo sobre ella…, y también sobre usted. Todas las informaciones concernientes a su esposa, todas las pistas, todas las pruebas se acaban en África. Está muerta.

—Se equivoca.

—M-Logos no se equivoca. —Galusha empujó el expediente hacia Pendergast—. Ahora lo conozco lo suficiente para saber que cumplirá su palabra. —Respiró hondo—. Lo único que nos queda por decir es adiós.

Sangre fría
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