Capítulo 67

A las diez de la noche, el viento había arreciado y levantaba blancas crestas en la superficie del río Hudson. La temperatura se mantenía unos pocos grados por encima de cero. La marea se retiraba y las aguas del río fluían suavemente hacia el puerto de Nueva York. Las luces de New Jersey se reflejaban en la negra corriente.

Diez manzanas al norte del puerto deportivo de la calle Setenta y nueve, una oscura silueta se movió en la orilla, bajo la West Side Highway. Arrastraba una especie de balsa hecha con viejas tablas de madera y fragmentos de espuma de poliuretano atados entre sí. La echó al agua, se subió encima y se cubrió con un trozo de lona vieja. Acto seguido, sacó un palo con un extremo aplanado; en el agua resultaba prácticamente invisible y podía utilizarlo como timón de lo que parecía un montón de basura flotante.

Empujándose con el palo, el hombre se apartó de la orilla, se dejó arrastrar por la corriente y se unió a otros restos que flotaban en la superficie del río.

Siguió alejándose hasta estar a unos cincuenta metros de la orilla y después se dejó llevar y giró despacio hacia un grupo de yates anclados cerca cuyas luces de fondeo atravesaban la oscuridad. Lentamente, los restos flotantes pasaron entre las embarcaciones, golpeando suavemente un casco y luego otro, en su viaje aparentemente azaroso. Poco a poco se fue acercando al yate más grande, chocó ligeramente contra el casco y se deslizó hacia la popa. Al pasar junto a ella se oyó cierto movimiento, un crujido y un chapoteo, y después se hizo de nuevo el silencio mientras los restos flotantes, ya sin su ocupante, dejaban atrás el yate y se perdían en la oscuridad.

Pendergast, vestido con un traje de neopreno, se agachó en la plataforma de baño situada en la popa del Vergeltung y aguzó el oído. Todo estaba en silencio. Al cabo de un momento, levantó la cabeza y se asomó por encima de la borda. Divisó a dos hombres en la oscuridad. Uno estaba tranquilamente sentado en la cubierta de popa fumando un cigarrillo; el otro caminaba por la zona delantera de la cubierta, apenas visible desde aquel ángulo.

Mientras Pendergast observaba, el hombre de la cubierta de popa sacó una botella y dio un buen trago. Unos minutos después, se levantó con paso vacilante, dio una vuelta por la cubierta, se detuvo a menos de un metro de Pendergast, contempló el agua y luego volvió a su asiento y dio otro trago. Apagó el cigarrillo y encendió otro.

Pendergast sacó la Les Baer .45 que llevaba en su bolsa de submarinismo y la comprobó rápidamente. Luego volvió a guardarla en la bolsa y cogió un tubo de goma.

Aguardó y observó. El hombre seguía bebiendo y fumando, hasta que por fin se levantó, fue hacia una puerta, la abrió y desapareció en el interior del yate, cuyas luces brillaban a través de las ventanas.

En un abrir y cerrar de ojos, Pendergast subió a la cubierta trasera y se ocultó tras un par de botes auxiliares.

Gracias a su nuevo amigo Lowe, Pendergast sabía que a bordo solo había unos pocos miembros de la tripulación. La mayoría había bajado a tierra aquella tarde, y el director del puerto creía que en el barco quedaban cuatro personas. Estaba por ver cuán fiable era esa información.

Según la descripción de Lowe, uno de ellos era sin duda Esterhazy. Además, entre los suministros que Lowe había visto cargar había dos grandes cajas estancas lo bastante grandes para esconder en ellas a una persona inconsciente o incluso un cadáver.

Pendergast pensó brevemente qué le haría a Esterhazy si ya había matado a Constance.

Esterhazy estaba sentado en un compartimiento de la sala de máquinas, junto a Falkoner, la mujer pelirroja —cuyo nombre desconocía— y otros cuatro hombres armados con subfusiles Beretta 93R configurados para que dispararan ráfagas de tres tiros. Falkoner había insistido en que se retiraran a la sala de máquinas —el lugar más seguro del barco— mientras durara la operación. Nadie hablaba.

Unos pasos amortiguados se acercaron a la puerta y alguien llamó con tres golpecitos rápidos y luego otros dos. Falkoner se levantó y abrió. Un hombre con un cigarrillo en los labios entró.

—Apague eso —ordenó Falkoner.

El hombre se apresuró a obedecer.

—Está a bordo —anunció.

—¿Desde cuándo?

—Desde hace unos cinco minutos. Lo ha hecho muy bien. Llegó con un montón de restos flotantes. Por poco no lo veo. Trepó a la plataforma de baño y ahora está en la cubierta de popa. Vic lo vigila desde su puesto del flybridge con el sistema de visión nocturna por infrarrojos;

—¿Sospecha algo?

—No. Fingí que estaba borracho, como usted me dijo.

—Perfecto.

Esterhazy se levantó.

—Maldita sea, si ha tenido la oportunidad de matarlo tendría que haberla aprovechado. No pretendan ponerse chulos con él. Ese hombre vale por media docena de ustedes. A la primera oportunidad, disparen.

—No —dijo Falkoner.

Esterhazy lo miró fijamente.

—¿Qué quiere decir «no»? Ya lo habíamos hablado y…

—Lo quiero vivo. Tengo unas cuantas preguntas que hacerle antes de que lo matemos.

Esterhazy le sostuvo la mirada.

—Está cometiendo un grave error. Aunque consiga capturarlo con vida, él no responderá a ninguna pregunta.

Falkoner le regaló una sonrisa brutal que estrechó el repulsivo lunar.

—Nunca he tenido problemas para que la gente respondiera a mis preguntas. Pero me pregunto, Judson, por qué eso supone un problema para usted. ¿Teme que descubramos algo que preferiría mantener en secreto?

—No tiene ni idea de con quién se enfrenta —repuso Esterhazy rápidamente; una familiar punzada de miedo se sumó a su nerviosismo—. Será usted un loco si no lo mata a la primera oportunidad, antes de que él pueda intuir lo que está ocurriendo.

Falkoner lo miró aviesamente.

—Somos una docena de hombres, todos bien armados y entrenados. ¿Qué pasa, Judson? ¿Hemos cuidado de usted durante todos estos años y ahora no confía en nosotros? Me sorprende y me ofende.

Su voz estaba cargada de sarcasmo. Esterhazy notó que el miedo crecía en el fondo de sus tripas.

—Estaremos en aguas abiertas y en nuestro barco —prosiguió Falkoner—. El factor sorpresa está de nuestra parte… Pendergast no sabe que se ha metido en una trampa. Y tenemos a esa mujer maniatada en la sentina. Ese agente del FBI se halla a nuestra merced.

Esterhazy tragó saliva. «Lo mismo que yo», pensó.

Falkoner conectó el intercomunicador portátil.

—Llévenos a alta mar —dijo. Luego, miró a los hombres reunidos en la sala de máquinas y añadió—: Dejaremos que los otros se ocupen de él. Si las cosas se tuercen, intervendremos.

Pendergast, todavía agachado tras los botes auxiliares, notó que una vibración recorría el yate. Los motores se habían puesto en marcha. Oyó voces a proa y que soltaban amarras. Luego vio que la proa giraba en dirección oeste y hacia el canal navegable del río. Los motores aceleraron a plena potencia.

Sopesó si la partida del yate y su llegada podían deberse a una simple coincidencia y llegó a la conclusión de que no.

Sangre fría
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