Capítulo 52

Ned Betterton conducía su Chevy Aero por la autopista FDR sintiéndose profundamente desconsolado. Debía devolver el coche en el aeropuerto en una hora y esa noche tomaría un vuelo de regreso a Mississippi.

Su pequeña aventura como reportero de investigación se había acabado.

Le costaba creer que apenas un par de días antes hubiera estado en racha. Había conseguido una pista del «amigo extranjero» llamando a Dixie Airlines y haciéndose pasar por policía. De ese modo había obtenido la dirección del tal Klaus Falkoner, que había volado a Mississippi dos semanas antes: el 702 de East End Avenue.

Fácil. Pero después se había topado con un muro. Para empezar, el 702 de East End Avenue no existía. La calle, situada a lo largo del East River, apenas tenía diez manzanas y su numeración no llegaba tan lejos.

A continuación había seguido el rastro del agente Pendergast hasta un edificio de apartamentos llamado el Dakota. Sin embargo, aquel lugar había resultado ser una especie de fortaleza a la que era imposible acceder. Siempre había un portero en la garita de la entrada y unos cuantos porteros más en la recepción y cerca de los ascensores, y todos ellos habían rechazado, cortés pero firmemente, sus numerosos intentos y estratagemas para entrar en el edificio o conseguir información.

Luego había intentado averiguar algo acerca de la capitán de la Policía de Nueva York, pero resultó que había varias mujeres policía con ese mismo rango y, por mucho que preguntó, no logró saber cuál de ellas había hecho pareja con Pendergast o había viajado a Nueva Orleans; solo que la agente en cuestión debía de haberlo hecho estando fuera de servicio.

La principal dificultad había sido la condenada ciudad de Nueva York. La gente se mostraba reservada hasta el extremo en lo tocante a información y paranoica en lo que consideraban su intimidad. Se hallaba muy lejos del Profundo Sur. No sabía cómo se hacían allí las cosas, ni siquiera cuál era la manera correcta de aproximarse a la gente y hacerle preguntas. Hasta su acento era un problema, les causaba rechazo.

Luego había vuelto a centrarse en Falkoner y casi encontró algo. Apostando a la posibilidad de que este hubiera dado un número falso de su verdadera calle, se había pateado East End Avenue de cabo a rabo, llamando a las puertas, preguntando a la gente de la calle si conocían a un hombre rubio y alto que vivía en el vecindario, un hombre con acento alemán y una fea verruga bajo un ojo. La mayoría —típicos neoyorquinos— se negó a hablar con él o lo mandó a la mierda; pero algunos, los más viejos del lugar, se mostraron más amistosos. Gracias a ellos, Betterton se enteró de que aquel barrio, conocido como Yorkville, había sido un enclave alemán. Le hablaron de restaurantes como el Die Lorelei y el Café Mozart, de los deliciosos pasteles del Kleine Konditorei y de los pintorescos salones de baile donde todas las noches se podía bailar la polca. Pero todo eso había desaparecido, reemplazado por vulgares cafeterías y supermercados.

Y sí, varias personas le dijeron que creían haber visto a un hombre como ese. Un viejo aseguró incluso que lo había visto entrar y salir de un edificio clausurado de East End Avenue, entre las calles Noventa y uno y Noventa y dos, en el extremo norte del parque Carl Schurz.

Betterton se había apostado ante el edificio, pero no tardó en comprobar que era imposible merodear por los alrededores sin llamar la atención o despertar sospechas. Eso lo obligó a alquilar un coche y a observar desde la calle. Pasó tres agotadores días vigilando el lugar. Horas y horas de vigilancia; nadie salió ni entró. El dinero se le estaba acabando, y también el tiempo de vacaciones. Aún peor: Kranston lo llamaba todos los días para preguntarle dónde demonios estaba y lo amenazaba con despedirlo.

Al final, el tiempo en Nueva York se le acabó. Su billete de vuelta no admitía cambio; si perdía el avión, tendría que pagar cuatrocientos dólares, cantidad de la que no disponía.

Por ese motivo, en ese momento, a las cinco de la tarde, Betterton conducía por la autopista FDR, rumbo al aeropuerto, para coger un avión de vuelta a casa. Sin embargo, cuando vio el cartel de salida hacia East End Avenue, una absurda e irreprimible esperanza lo obligó a desviarse. Un último vistazo, el definitivo, y se marcharía.

No encontró donde aparcar, de modo que empezó a dar vueltas y vueltas alrededor de la manzana. Estaba cometiendo una estupidez: iba a perder el avión. Pero cuando dobló la esquina por cuarta vez, vio que un taxi se había detenido ante el edificio. Intrigado, aparcó en doble fila un poco por delante del taxi, sacó un mapa y fingió consultarlo mientras vigilaba por el retrovisor la entrada del edificio.

Pasaron cinco minutos y entonces la puerta principal se abrió. Una figura salió cargando con una bolsa de viaje en cada mano. Betterton contuvo el aliento. Era alto, delgado y rubio. Incluso a aquella distancia pudo ver la verruga bajo el ojo derecho.

—Santa María —susurró.

El hombre metió las bolsas en el taxi, subió a él y cerró la puerta. Segundos más tarde, el vehículo arrancaba y pasaba junto al Chevy de Betterton. Este soltó un suspiro de alivio, se secó las sudorosas manos en la camisa y dejó el mapa a un lado. Luego, armándose de valor, agarró el volante y empezó a seguir al taxi en el momento en que este giraba por la calle Noventa y uno y enfilaba en dirección oeste.

Sangre fría
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