6


Tardó cuatro horas en llegar a Londres. Cuatro horas en la M4 amortajada por la lluvia y bajo un cielo pizarra.

Mientras los limpiaparabrisas batían rítmicamente, Natalie caviló en el ritual del asesino. De todos los casos que había estudiado, éste era el más infrecuente. ¿Qué le había hecho empezar a actuar? Alguien era responsable de haber sembrado la semilla que luego se había convertido en cizaña. Había muchas posibilidades de que el nombre del Carpintero constara en alguna parte. Podía estar en un archivo policial, en el registro de abusos de un asistente social, en el dossier de algún psiquiatra. ¿No había leído muchas veces que en el pasado de todo asesino sádico había una llamada de auxilio, una oportunidad de ver las señales delatoras? Quizá a ella misma, como profesional, se le había escapado el próximo asesino. Fue una idea desagradable.

Llegó al barrio de Highbury a las siete y aparcó junto a una farola. Al abrir la puerta del coche oyó un ruido. Miró hacia su derecha y vio un resplandor blanco amarillento en el cielo, los focos del campo de fútbol del Arsenal. Por lo visto esa noche había partido. «Los gunners[2] también jugaban en primera división», pensó. Mirando nerviosamente a derecha e izquierda, cruzó la calle rápidamente y subió a su piso.

Preparó café, se duchó, se puso una sudadera y un pantalón limpios, buscó en un cajón unos calcetines de lana y se puso una cinta en la cabeza para que el pelo no le fuese a la cara. Ataviada de esta guisa, fue con una humeante taza de café al pequeño dormitorio que utilizaba como estudio.

Estuvo trabajando dos horas en los informes de Tindal, buscando los rasgos de conducta que pudieran darle algún indicio sobre la manera de enfocar el problema de Meredith.

Entendía que Tindal creyera que Meredith era la clave, pero leyendo los informes se dio cuenta de que la policía estaba dando palos de ciego. Buscaban alguna pauta en espera de hallar un tema común, que cotejaban tantos datos como les era posible, que trabajaban lentamente con métodos que habían funcionado muy bien en otras investigaciones. Métodos que en este caso era inútiles.

Pese a todas las referencias cruzadas, no había modo de relacionar a las víctimas entre sí. Habrían sido escogidas de entre el común de la población no por otra razón que la manera de sonreír, el color de los ojos, el tinte del pelo, un gesto concreto. Según los informes parecía haber una predilección por las chicas de pelo oscuro, menudas y de rasgos delicados, salvo en el caso de Jilly Grant y ahora de Alison Terry. Aparte de estas dos, pudo haber sido esa constitución pequeña lo que le había atraído de entrada, lo que le había facilitado el someterlas por la fuerza, pero Natalie no creía que fuera así. La descripción de Meredith, pese a sus limitaciones, indicaba una estatura sólo un poco por encima de la media. Un metro setenta y cinco, quizá. Eso, y el hecho de que usara gas para dominarlas, hacía improbable que el asesino dependiera de la fuerza bruta para sus planes. Así, el tipo podía ser significativo; necesario si sus víctimas tenían que cumplir el papel que él les preparaba.

Las autopsias confirmaban su teoría del ritual, su convicción de que se enfrentaban a la incontrolable violencia episódica característica de estos asesinos.

Volvió a mirar el informe de la autopsia de Grant. Examinó la hoja por enésima vez, tratando de imaginar lo que Meredith habría sentido al verse forzado a mirar.

Treinta y cinco puñaladas en el abdomen y perineo penetrando a una profundidad media de 3,5 milímetros. Dos de las heridas parecen simétricas y se diferencian claramente de las cuchilladas. Éstas se extienden desde media ingle, describiendo una curva hacia la parte superior y las costillas inferiores. Por las contusiones y laceraciones en las estructuras subyacentes a estas heridas, se deduce que fue utilizado un instrumento grande, posiblemente con un movimiento de vaivén. La hemorragia de los órganos internos indica un traumatismo extensivo…

La escueta exposición de Meredith describía con toda claridad las armas empleadas y la metodología.

Estaba inclinado sobre ella. No paraba de mirar hacia atrás para asegurarse de que yo pudiera verlo. Yo no podía, o no muy bien. Procuré apartar la vista, pero él no paraba de decir: «Mírame, mírame». Como un niño perverso. Primero pensé que la estaba violando, pero no se apreciaba movimiento en su cintura, sólo meneaba las manos y los hombros. Ella estaba gimiendo… Quizá eran gritos, pero la mordaza ahogaba su voz… Y entretanto, él no dejaba de mirar hacia mí… para que le contemplara. Yo no podía, no quería ver nada, hasta que él sacó la mano. Lo primero que percibí fue el ruido, un sonido aceitoso, antes de que él levantara la mano. Roja y brillante. Entonces vi que goteaba sangre del abdomen de Jilly y supe que él había estado metido dentro todo el rato, violándola.

Natalie pasó a sus libros de texto descartando buena parte de las obras antiguas por imprecisas y disparatadas. Nadie había conseguido avanzar una verdadera explicación de los asesinos sádicos, etiquetándolos como esquizofrénicos fronterizos y aplicando erróneamente toda clase de teorías psiquiátricas que sirvieran a sus propósitos. Curiosamente, había sido un asesino convicto quien había proporcionado, a partir de su propio autoanálisis, una mejor compresión de la mentalidad sádica. E incluso así, sólo de un modo parcial. La descripción que un asesino sádico hacía de sus propios crímenes solía ser irregular y poco sólida. La falta absoluta de empatía en su mente le permitía deshumanizar a sus víctimas, realizar el acto sólo por satisfacer el impulso irresistible. Le permitía asimismo proceder con el ritual que tan necesario era para su propia supervivencia psicológica y luego olvidar los detalles. Esta válvula de seguridad amnésica explicaba por qué muchos de ellos se llevaban recuerdos y perseveraban en grabar el acontecimiento.

Natalie miró el párrafo que había subrayado. Lo miró e intentó asimilarlo:

Dominio absoluto sobre otra persona; ése es el objetivo. Hacer de esa persona un objeto indefenso de mi voluntad, convertirme en su Dios para hacer de ella lo que me plazca. Humillación o esclavismo, dos medios para el mismo fin. El objetivo primordial es provocar sufrimiento y no hay modo mejor que causar dolor, infligir sufrimiento sin capacidad de defensa. El placer exquisito de la dominación completa es, en esencia, lo que me mueve.

Y sin embargo no era posible generalizar un motivo. ¿Era el Carpintero como una rata enjaulada que reaccionaba a presiones intolerables, golpeando violentamente a la sociedad que había permitido la existencia de tales presiones? ¿O se trataba de la manifestación de un impulso primordial, la cara oscura de la naturaleza humana que el intelecto mantiene normalmente a raya? Había precedentes en la naturaleza, el placer con que los gatos atormentaban a los ratones, por ejemplo, pero esa respuesta sólo aparecería retrospectivamente, una vez atrapado y si, sólo si él estaba dispuesto a dejar que alguien ahondara en su oscuro pasado. Pues oscuro hubo de ser para generar semejante intelecto.

El timbre sonó a las nueve. Natalie atisbó por la mirilla, exclamó «Mierda» para sí y abrió la puerta.

El hombre le sonrió, lánguidamente apoyado en la jamba. Unos rizos castaños naturales bailaban sobre la frente olivácea directamente heredada de sus ancestros toscanos, la nariz larga y recta entre sendos pómulos arqueados. Sus dientes mostraban un brillo juvenil en todo su esplendor. Detrás de la espalda, ocultaba algo, como un niño.

Natalie habló primero. Su saludo tenía un deje de desagrado.

—Hola, Mo.

—Hola, Nat —dijo Mo, mirándola de arriba abajo con su descarada lascivia—. Bonito conjunto —añadió sonriendo sarcásticamente.

Entró en el piso sin que le invitaran. Incapaz de pronunciar la protesta que le atascaba la garganta, Natalie se apartó para evitar su contacto. Al ver que subía escaleras arriba, se dio la vuelta y corrió tras él.

Mo se había quitado el abrigo, dejándolo sobre una silla. Sabía que ella iría a colgárselo. Era algo que las mujeres, sus mujeres, hacían siempre. Hacerlo él habría sido impensable. Mo ya estaba en la cocina, sirviéndose una cerveza de la nevera.

—Bueno, Nat, ¿cómo va todo? —Fue al cajón donde estaba el abrebotellas, y extrajo la tapa con destreza.

Natalie se quedó en el umbral, mirándolo, consciente de que aún le atraía físicamente, sorprendida aún del acento wellingtoniano que tan mal se acoplaba a su aspecto, odiándose por haberle abierto la puerta.

—Mo —dijo exasperada—, ¿qué estás haciendo aquí?

Él, con la cerveza en los labios, dejó caer los hombros con remisa resignación.

—Oye, Nat, no me vengas otra vez con ese rollo.

—Mo —dijo ella, conteniéndose—. Estábamos de acuerdo. Quedamos en dos meses. Sólo han pasado tres semanas.

—Tres semanas son demasiado, nena —dijo él, mirándola provocativamente. Bebió un trago de cerveza y desvió su atención hacia uno de los artículos fotocopiados que ella había dejado en la cocina. Lo cogió y esbozó una mueca—. Jo, Nat. ¿Realmente lees esta mierda?

Natalie se acercó rápidamente y le arrebató el papel.

—Quiero que te marches. Ahora mismo.

—Por Dios, Nat. He llamado para ver si estabas bien. Pensaba que tal vez te gustaría tomar unas cervezas, podríamos ir a Galliano’s, ¿eh? O bien… —Le pasó un brazo por la cintura, atrayéndola hacia él— quedarnos aquí y desnudarnos.

Natalie le apartó con ambas manos. Sin resistirse, Mo dejó que ella diera un paso atrás para luego atraerla con más fuerza. Ella se apartó otra vez, notando cómo la primera oleada de pánico bajo la cólera inundaba su mente. Le fulminó con la mirada, distorsionado el rostro por el forcejeo, y él se relajó, soltándola antes de echar un generoso trago de su Becks.

—Bien —dijo él, mirando la pared del fondo con repentino interés—. ¿Has estado fuera? Probé de llamarte.

—He estado en Gales. Una investigación.

—Gales —dijo Mo con asco.

—Y puede que tenga que irme allí un tiempo. Lo cual, por el modo en que te comportas, tal vez sea una buena idea.

—¿Por qué?

—¿Es que no escuchas, Mo? Necesito tiempo para reflexionar.

—Tú siempre estás reflexionando, Nat. Ése es tu problema, joder. Relájate. —Avanzó hacia ella pero Natalie meneó la cabeza y retrocedió. Ella vio que movía los ojos con esa lentitud propia del alcohol, y entonces su cara cambió de expresión, la sonrisa juvenil adoptó un puchero, los ojos se achicaron de dolor—. ¿Qué te pasa, Nat? ¿Ya no te gusto?

Un mes atrás habría caído fácilmente presa de aquellos ojos, se habría dejado arrastrar. Pero ahora veía la trampa. La verdad era que ya no le gustaba, y tampoco la sensación de miedo que había tenido estando en sus brazos hacía un momento. La asustaba él y la asustaba aún más lo que su presencia sacaba a relucir en ella.

Su relación se había iniciado de forma inesperada en una fiesta a la que ella no había querido asistir. Iba de carabina de una amiga suya, habiendo sido presentada como «una brillante psiquiatra». De inmediato había reparado en la fascinación y la intimidación que aquellas palabras habían causado en los demás. Buena parte de los invitados eran jóvenes pudientes, y todos se habían ido a fijar en su muñeca para comprobar si el reloj que lucía era genuinamente suizo o una copia barata hecha en Corea o Malaysia. A ella le había fascinado la sofisticación del ambiente. Hasta la cerveza había sido japonesa. Luego se había enterado de que todos los hombres (¿chicos?) eran agentes de bolsa, el pequeño club exclusivo de Mo. Pero él se había portado de otra manera, desinhibido y en nada intimidado por su título o su aspecto. La había bautizado «loquera de pacotilla». Y ella, para expiar sus pecados, había reaccionado con una prontitud que todavía hoy le sorprendía.

La vida de Mo estaba dominada por la idea del éxito. El sueño de todo ejecutivo de publicidad. Porsche, Rolex y Armani eran sus contraseñas. Ella se había burlado de él, pero él no le había visto la gracia. Peor aún, Natalie había tardado un mes en comprender que ella era un símbolo más de su éxito como podía serlo su Vodafone. Sin embargo, Natalie había querido aguantar todo aquello como un delicioso interludio físico hasta que él había empezado a insinuar que fueran a vivir juntos. Ella había interpretado mal las señales. Mo empezó a presentarse a todas horas, siempre ansioso de saber dónde estaba o había estado. Ella se dio cuenta de que su educación le había convertido en un niño caprichoso habituado a hacer lo que le venía en gana. Los veranos en la villa de su madre cerca de Florencia, la Semana Santa en Nueva York y las Navidades en Suiza no podían haber producido un chico tímido y reservado. Cosa que, desde luego, William Peter Mowatt Mo Alberini no era.

Natalie había intentado enfriar las cosas, pero él sabía manipular a la gente, sabía exactamente qué decir para que ella se rindiera. Mo hubiera sido un magnífico consejero de no ser por su insufrible ego. Sin embargo, en el fondo, había algo que la había impulsado a volver por más. Algo en su carácter, una veta sin explotar que la fascinaba y le causaba repulsión a la vez. No era sólo el aura de chico malo, ni su forzada vulgaridad aparente. La única excusa que encontraba para no haber analizado críticamente la situación en su primera etapa era que eso había estado oculto. Pero al final había salido a la superficie con el mareante perfume de un cadáver mal conservado.

Ocho semanas después de conocerse, Natalie se vio metida en otra de aquellas extravagantes fiestas. Mo había bebido su excesiva dosis habitual y luego habían vuelto al piso de ella en taxi. Ella le había ayudado a subir mientras él se apoyaba en la pared, canturreando medio dormido por la embriaguez.

Tras dejarlo en una silla, Natalie había ido por un poco de agua fría, pensando en echarle sal y usarla como emético para que Mo sacara parte del alcochol que su estómago no había absorbido aún, pero había abandonado la idea al ver que él la estaba mirando con los párpados entornados. Natalie le dio el agua y vio cómo él sorbía y la escupía.

—Joder, Nat. ¿Es que quieres envenenarme? Dame una cerveza, coño.

—Ya has tomado demasiadas, Mo.

—Cerveza.

—No.

Mo se levantó de la silla como un toro a punto de embestir y le dio un puñetazo en el estómago. La velocidad y el ímpetu del ataque la pillaron por sorpresa. Notó que se le escapaba el aire, la sensación de parálisis en el estómago. No podía respirar. Se quedó tumbada largo rato con la boca abierta, sofocándose, esperando impotente a que el aire se dignara entrar en sus pulmones. Y entonces una mano le tiró del pelo, alzándole la cabeza al tiempo que la otra describía un arco y se estrellaba en su cara. Fue una dolorosa bofetada.

—Nunca vuelvas a decirme lo que puedo o no puedo hacer.

Le soltó la cabeza y ésta dio contra el suelo.

El golpe ayudó a Natalie a volver en sí. Aspiró convulsamente y notó el terrible dolor en el abdomen. La sensación le recorrió todo el cuerpo, trocando los jadeos en gemidos. En alguna parte oyó a Mo abriendo la nevera y el tintineo de una botella. Y a medida que el intenso dolor empezaba a remitir, comprendió de pronto la razón por la cual no estaba corriendo escaleras abajo y llamando a gritos a la policía. Era porque ella lo había presentido todo. Había esperado que sucediera algún día, lo había anhelado en secreto. Las lágrimas que siguieron fueron silenciosas lágrimas de vergüenza y culpa, porque la culpa de que él le hubiera pegado era de ella. Sí, inequívoca e ilógicamente, culpa de ella. Igual que había sido culpa suya cuando su madre empezó a pegarle.

Mientras yacía en el suelo de la cocina, sus pensamientos habían volado hasta aquel vegetal de la sala psicogeriátrica del hospital Worthing que tantas veces había visitado en los últimos años.

Recordó la espontánea y cruel comparación que había surgido en su mente una tarde bochornosa junto a su cama. Su madre le había recordado a un cerdo que sólo vivía para encontrar trufas. En el caso de su madre eran caramelos y galletas lo que ella olfateaba y robaba a otros pacientes, ya subrepticiamente ya empleando métodos violentos. En los tres años que llevaba ingresada, Mary Vine había engordado trece kilos. Y una vez la imagen hubo cuajado, surgía de nuevo cada vez que Natalie iba a verla. No era su madre la que se revolvía en la cama, era un Doppelgänger con la enfermedad de Alzheimer.

Aunque tarde, Natalie sabía ahora que su madre llevaba enferma desde hacía años. Adicta al alcohol antes de sustituirlo por los dulces. Pero aun así era difícil perdonar la destreza y la marrullería con que la había aterrorizado de adolescente. Era la peor edad para comprender que cualquier dolencia podía convertir a una mujer inteligente y cariñosa en un monstruo despiadado.

«Guarra» había sido la palabra favorita de Mary Vine en aquellos días oscuros. Siempre esperando a que Natalie llegara a casa por la noche tras pasar una tarde con sus amigos. «Guarra». Esperándola con una mano abierta y aquella terrible recriminación. «Guarra». El padre de Natalie también había sufrido tratando desesperadamente de comprender lo incomprensible. Pero él había sufrido en silencio, y durante un tiempo había tratado de minimizar el problema. Se negaba a oír las palabras o a ver las contusiones. La madre empezaba con un bofetón, pero prefería moldear a su hija con sus huesudos nudillos. «Guarra». Puntas que magullaban los músculos de los hombros, brazos y pecho, de tal forma que le dolieran en la quietud de la noche. A veces, si había alguna a mano, utilizaba una botella. «Guarra». Siempre de jerez, siempre por el cuello. Y Natalie aguantando los golpes, persuadida por amor y por obediencia a no responder, a no devolver el golpe, sino a esconderse y rezar para que interviniera su padre.

A medida que disminuían las noches en que se permitía salir con sus amigos a fin de no provocar la ira de su espantosa madre, Natalie había sufrido el inevitable despotismo de sus iguales. «Pero qué le pasaba a Nattie», preguntaban las voces. Nattie se estaba volviendo una esnob. Y cómo había sufrido esa mocosa, esa esnob de Nattie hasta que su padre había tomado la decisión de que ya no tenía que sufrir más.

Natalie volvió a la realidad con un sobresalto que casi le hizo perder el equilibrio. Fue un viaje caleidoscópico entre la primera noche que él le pegó y la de ahora. Y Mo la estaba mirando, consciente de que ella estaba pensando en eso.

—¿Qué ocurre, Nat? —dijo Mo con torpeza—. ¿Estás enferma?

Ella pensó por un momento en explicárselo. Pero ¿qué podían significar para él palabras como codependencia? Le había visto helar la mirada y fruncir la frente. Mo tenía inteligencia para comprender, pero no tenía deseos de escuchar.

—Vete —susurró ella—. Vete ya. Por favor. —Y en todo el rato sus ojos no se apartaron de la botella que él tenía en la mano.

Aceptando tácitamente la derrota, Mo dejó la Becks, pasó por su lado y cogió su abrigo. Al llegar a la escalera dudó.

—Te regalaré un anillo el fin de semana. Quizá entonces te sientas mejor.

Natalie no dijo nada. Seguía de pie en la cocina cuando oyó cerrarse la puerta.

Una vez a solas trató de trabajar, pero le fue imposible. A las diez estaba ya en la cama, extenuada por el viaje y agotada por la visita de Mo.

El teléfono la despertó a las diez y media. Lo dejó sonar cinco veces, esperando a que el contestador se pusiera en funcionamiento, segura de quién la llamaba.

—¿Nat? —La voz sonó aguda y fuerte—. Venga, Nat, contesta el jodido teléfono.

Ella continuó en la cama, escuchando.

—Sé que estás ahí Nat…

Hizo una pausa, a la expectativa.

—Nat, ¿por qué me haces esto?

Natalie sacudió la cabeza en la oscuridad. Mo era patéticamente predecible. La culpa era de ella. Siempre de ella.

—Mira, vendré el fin de semana. Podemos ir en coche hasta Brighton, ¿vale?

Pausa.

—¿Nat?

Pausa.

—Nat, estás ahí, ¿verdad?

Pausa.

Su voz bajó a un susurro ronco:

—Nat, tú sabes que nunca te dejaré marchar.

Pausa.

—Joder…

En la oscuridad de su cálida cama, Natalie se estremeció.