17


Bloor tardó tres horas por carreteras prácticamente desiertas. Al llegar a Gloucester, se desvió de la autopista y tomó el desvío de Stowe. Desde allí torció por la A429 hasta su confluencia con el Fosse Way, la antigua vía romana también conocida, con poca imaginación, como la A4455. Bordeó Stratford, Warwick y Leamington Spa por carreteras rurales y luego enfiló la carretera de circunvalación de Coventry para integrarse a la M69 y finalmente a la M1 rumbo a Nottingham.

A las ocho y media había aparcado la Honda en la esquina del pequeño callejón sin salida junto a Moore Road, en el tranquilo extrarradio de Beeston, no habiendo encontrado dificultad alguna en reseguir sus pasos del día anterior. El sol brillaba sin calentar la fría y transparente atmósfera. De todos modos, a Bloor no le importaba; el aire glacial le parecía tan embriagador como una copa de champán frío.

Rápidamente buscó una alcantarilla y valiéndose de una pequeña palanca retiró la rejilla de hierro. De las alforjas extrajo una bolsa de lona cuyo contenido vació en el suelo: varios trozos de tubo plástico de cuarenta y cinco centímetros con piezas de conexión blancas. Le llevó dos minutos armar una estructura de un metro sesenta de alto con techo triangular que colocó encima de la alcantarilla. De la otra alforja sacó una segunda bolsa de lona, más cuadrada. Dentro llevaba un casquete rojo y blanco de plástico. Poniéndolo sobre la estructura, lo sujetó a la misma mediante las correas adjuntas, que pasó por unos ojales que el casquete llevaba en su base. Él mismo había cosido el techo de lona, igual que había cosido la docena de bolsas grandes que formaban las paredes de lo que ahora parecía una caseta de obras públicas. La estructura de plástico procedía de una casa de muñecas comprada en un bazar benéfico.

Desde dentro, Bloor situó la cabaña de manera que pudiese ver la casa de ella por uno de los agujeros de ventilación.

Satisfecho, volvió junto a la moto y de la caja trasera sacó un taburete plegable de camping, un hornillo pequeño, emparedados, termo y el periódico que había comprado en una gasolinera. Por último, comprobó que la matrícula quedara oculta por los plásticos que había echado sobre el manillar y el asiento. Diez minutos después, Bloor se hallaba oculto en su escondite. Cualquiera que pasase por allí pensaría que la compañía eléctrica o la de aguas estaba llevando a cabo alguna reparación. Si alguien era lo bastante curioso para mirar en la caseta, sólo vería un agujero en la calle, pero nadie lo había hecho hasta ahora. Nunca se molestaban en mirar.

Se dispuso a observar con sus sentidos de cazador alerta a cada pisada, a cada nube que tapaba el sol, a cada soplo de brisa.

Paciente pero anticipadamente alegre, permaneció sentado, invisible e inadvertido a todos.

Mo despertó una hora después de que Bloor empezara su vigilancia.

Su despertar no fue agradable. Un espantoso dolor de cabeza competía con su garganta seca y rasposa. Se arrastró hasta el baño y puso las manos bajo el grifo del agua fría apoyando las rodillas en la bañera. Bebió el agua y se puso en pie, dio dos temblorosos pasos hacia la puerta, se volvió y vomitó el agua y la mayor parte de un mal digerido chop suey. Cayó de rodillas en el lavabo de Natalie Vine y continuó vomitando hasta que apareció la bilis. Pero ni siquiera entonces consiguió que su cuerpo dejara de convulsionarse en revancha por sus excesos. El vómito se prolongaba con horrorosa insistencia. La bilis se hizo oscura y teñida de sangre.

Esperó la siguiente arcada, pensando en las estúpidas y triviales expresiones con que la gente solía describir el vómito.

Bostezo psicodélico.

Hablar por el gran teléfono blanco.

Cosquilleo retrógrado de las amígdalas.

De repente, nada de aquello le resultó divertido.

Basqueó de nuevo, pero esta vez no le salió nada. Su garganta parecía el doble de seca que antes y Mo se quedó allí durante diez minutos hasta que las náuseas pasaron del todo.

Finalmente se sintió capaz de tomar un poco más de agua, esta vez a pequeños sorbos, tumbado en el suelo entre trago y trago, rezando para no vomitar más y buscando a alguien a quien culpar de sus apuros. Inexorablemente, todo apuntaba a Natalie.

Una estúpida furcia desagradecida, eso es lo que era. Cuando estaba con él, Mo no bebía tanto. Tomaba unas cervezas, eso sí, pero ella le inspiraba moderación. Si no se hubiera empeñado en seguir con aquel puñetero juego… Coño, cómo le sacaba de quicio. Bueno, pues eso era: su coño. Tirarse a Natalie. Ella quería jugar, pero ya le daría él juegos. Esconderse en el jodido País de Gales no le serviría de nada. Encontraría a esa mala puta.

Se inclinó, notando la ira que enfriaba su dolor de cabeza. Regresó al caótico dormitorio, cada vez más colérico al ver que aún no conseguía hallar indicios de su paradero. Cogió unos libros que curiosamente habían escapado a su violento ataque de la víspera. Estaban sobre una mesita de noche, tomos gruesos y pesados. Psiquiatría forense. Agarró un libro y retorció las tapas con furia, doblándolo para romperlo… y de pronto se detuvo.

Allí estaba la respuesta. En el instituto tenían que saber dónde estaba.

Domingo. Joder, ¡era domingo!

Pero Vine solía ir muchos domingos al instituto. Seguro que habría alguien. Inspiró hondo y le asaltó el rancio hedor del vómito en su camisa. Se la arrancó. Necesitaba pensar. Entró en la salita y fue hacia la mesilla del teléfono. Abrió el cajón y dentro, aparte del grueso listín de Telecom, había una agenda de los almacenes Liberty. Encontró el número del Instituto Ellison. Cogió el auricular y marcó. Una telefonista melancólica no pudo servirle de ayuda.

—¿Y algún médico de servicio?

Sí, había un médico de servicio.

Mo esperó mientras la mujer hacía la conexión.

—¿Diga? —Era una voz joven, de hombre.

—Ah, hola. Estoy intentando dar con una amiga mía, Natalie Vine. La doctora Vine —dijo Mo afablemente, el epítome de la sensatez.

—¿Quién?

«Maldita sea», pensó Mo.

—La doctora Vine. Ella trabaja ahí, ¿no?

—¿Sí?

Mierda, pero ¿qué les daban ahora para que fuesen inteligentes?

—¿Usted no lo sabe? —dijo Mo, incrédulo.

—Lo siento. Hay al menos veinte doctores en la plantilla. Y yo sólo llevo aquí un mes.

—Pues qué bien.

—¿Cuál es su especialidad?

—Psiquiatría forense.

—Ah, bueno. ¿Quiere decir la adjunta?

Hurra, joder.

—La misma. ¿No sabe dónde está?

—Ni idea.

—¿Puedo hablar con alguien más?

—Le sugiero que llame mañana. Pruebe con la secretaria del departamento.

—¿Nombre? —preguntó Mo.

—Supongo que será Fran.

—¿Fran qué más? —dijo Mo entre dientes.

—Marks. Fran Marks.

Mo colgó el teléfono y empezó a hojear la libreta de direcciones de Natalie. El número de Ms Marks aparecía en la segunda página de la M. Mo marcó el número y examinó la pequeña agenda. Desdeñaba la pulcritud, la atractiva cubierta, el toque femenino. Al oír la señal, arrojó la agenda con repulsión.

Ella contestó el teléfono desde la cama.

—Siento muchísimo molestarla —dijo él con una voz que había engatusado a millares de clientes tranquilizados por el tono de absoluta sinceridad.

—¿Quién es? —preguntó ella soñolienta.

—Mo Alberini. Ya habíamos hablado antes.

—Ah, sí. Hummm… El amigo de Natalie.

—¿Eso me llama ella? —dijo él despreciativamente.

Fran rió, encantada de oír su voz, encantada del chiste.

—¿En qué puedo servirle? —preguntó incorporándose.

—¿Confía Natalie en usted?

A Fran le pareció que estaba preocupado. No, más que eso: deshecho.

—A veces. ¿Por qué?

—Ella dice que confía en usted. Suponía que si se había sincerado con alguien habría sido con usted. —Tras escuchar un pequeño suspiro al otro extremo de la línea, añadió—: Estará al corriente de que hemos tenido ciertos problemillas últimamente.

Fran, siempre dispuesta a meterse en los asuntos de los demás, se lanzó de cabeza.

—Sí —concedió—. Estoy al corriente.

—Sobre todo por culpa mía. Supongo que no le presté la suficiente atención. Problemas en el trabajo, y mi madre que estaba muy enferma. Nat se ha portado muy bien, pero imagino que la gente no puede esperar tanto.

Fran estaba fascinada.

—Sí, es duro —consiguió decir—. Y Natalie puede parecer fría cuando en realidad no lo pretende.

—Qué razón tiene, Fran. Pero en el fondo ella necesita mucho afecto. —Hizo otra pausa, pendiente de la respiración de ella, sabiendo que la tenía en sus manos.

—No creo que haya tomado ninguna medida drástica…

Él la interrumpió:

—Dios mío, no crea que le echo la culpa o algo así. Pero es que durante el fin de semana he tenido tiempo de reflexionar. Necesito hacer algo para demostrar a Natalie lo mucho que… —Calló, dejando que la imaginación de Fran hiciera el resto. Luego dijo—: Perdón, no tengo derecho a abusar de su paciencia.

—No sea tonto —dijo Fran.

«Mierda, la muy zorra lo dice en serio», pensó él.

—Sé que Natalie se ha marchado. No me dejó su dirección. ¡Después de lo del jueves, no puedo culparla! Pero quisiera enviarle unas flores. Quiero que mañana se despierte con un enorme ramo de fresias. Son sus preferidas. Sólo quiero mandarle las flores con un mensaje.

Fran no vaciló:

—Oh, qué suerte tiene Natalie. Espere, me dejó un número de teléfono, ¿bastará con eso?

—Sería estupendo, Fran —dijo Mo, secándose un resto de vómito de la barbilla mientras esperaba a que ella volviera con el número.

—Aquí está —dijo Fran al cabo de un momento—. Cero siete nueve dos siete uno dos ocho tres.

—Fantástico. Gracias, Fran. Si celebramos una fiesta de compromiso, usted será la primera de la lista.

—Oh, es usted tan amable… —dijo ella.

Fran colgó y se dio la vuelta. Los domingos no solía levantarse hasta las once, y le costó muy poco conciliar el sueño con la balsámica sensación de haber contribuido a un acto de romanticismo. La duda de que Natalie Vine pudiera no aprobar su conducta sólo sirvió para aumentar su condición de casamentera. Algún día Natalie se lo agradecería.

Mo marcó el número que le habían dado y la recepcionista del motel contestó. La chica estuvo encantada de ayudar.

Mo calculó que tardaría unas cuatro horas a lo sumo, pero quería esperar hasta la tarde. Quería llegar allí al socaire de la oscuridad.

—Ya te tengo, zorra —dijo entre dientes, y acto seguido fue a buscar algo de beber.

Coño, ya se sentía mejor.

A las once, la chica salió de la casa en el momento en que Bloor se estaba sirviendo té del termo. Al verla se quedó paralizado por una descarga de adrenalina. Atisbó por el agujero de su escondite, la mirada fija como un ornitólogo persiguiendo un milano real. Vio cómo ella abría la puerta de su coche, entraba y la cerraba después con cuidado, y siguió mirando cuando el vehículo dio marcha atrás por el pequeño camino particular rodeado de un pequeño y bien recortado seto.

Bloor ya estaba fuera y con el casco puesto cuando ella completó la maniobra y puso la primera. Para cuando la chica hubo llegado al primer cruce, él la seguía en la moto.

Había muy poco tráfico y Bloor se mantuvo a distancia. Ella conducía con la misma agresividad que el día anterior y, mientras la seguía, Bloor empezó a sentir que se excitaba. Podía saborearla en el aire, oler su sangre caliente, sentir que sus pensamientos pasaban por él como ondas en un lago calmado. El aire frío era como una caricia en la cara y, con la enorme motocicleta vibrando bajo sus piernas, notó que su erección pugnaba por liberarse.

Hacia el sur todo era campo abierto. Dejaron atrás varios pueblos pequeños, y unos tres kilómetros después de Monkford ella torció por una carretera estrecha con la entrada semioculta. Un letrero rezaba «Caballerizas Weobley». Bloor la siguió y una veintena de metros más allá se detuvo. La calle describía una curva y se abría a un acceso más ancho que terminaba justo en el patio de caballos. Bloor aparcó la moto y siguió a pie, siempre pegado al seto vivo.

La vio aparcar el coche, apearse y saludar con el brazo a alguien. Llevaba pantalón de montar y sombrero duro. Cinco minutos después la chica se alejaba al trote a lomos de un gran caballo.

Bloor volvió a la moto y regresó a la carretera. Por lo visto, ella hacía estas cosas a menudo. Calculó que estaría al menos una hora.

Tiempo suficiente para que él encontrara un sitio tranquilo y desierto.

Un sitio apropiado.