13
Unos ciento cincuenta kilómetros en dirección nordeste, mientras Vine contemplaba la imagen de la inocencia desde la ventana del chalet de Meredith, Leonard Bloor viajaba rumbo al norte por la M5. Hacia el oeste, las primeras ondulaciones del terreno anunciaban la parte más exterior de los Cotswolds a medida que se aproximaban a Gloucester para pasar de largo. El tráfico era poco denso, el día luminoso y frío. Bloor llevaba unas gafas de sol.
No iba solo, pero sus dos acompañantes compartían la ignorancia del mundo acerca de la verdad de Bloor. Para ellos, Len era uno de los muchachos, un incondicional de su propia pandilla, a su vez una parte pequeña del enorme ejército de seguidores de los Red Devils por todo el país. Incluso a tanta distancia de su destino final en Nottingham, se encontraban a otros coches con banderas rojas y blancas saliendo de las ventanillas.
Stan Wrigley era un hombre flaco y correoso con una boca siempre lista a petardear. Usaba gafas con cristales de culo de botella y no veía nada sin ellas.
—Creo que hoy les vamos a dar una paliza —dijo Wrigley—. Este año ganaremos la copa.
—Si Sparkie no nos falla. —El tercer miembro de la expedición puso una nota de prudencia. Conocido por los otros simplemente por Kev, era un gordo de veintitrés años que no había tocado un balón de fútbol en su vida y realmente lo aparentaba. La camiseta del Manchester United que llevaba puesta cubría su generosa tripa con la finura de una capa de bronceador. A su lado llevaba una bolsa grande de plástico llena de cervezas y patatas fritas. A las nueve y media de la mañana tenía ya dificultades para reprimir las ganas de meter sus gruesos dedos en la bolsa y empezar a comer.
—¿Cuánto quedamos aquí el año pasado? Uno a cero, ¿verdad?
—¿Te refieres a cuando aún jugaban en primera? —dijo secamente Kev. Todos rieron—. Bah —continuó Kev, meneando la cabeza con un bailoteo de papada—. En casa nos empataron a uno. Fuera les metimos dos a cero.
—¿Fue así, Len? —preguntó Stan, como siempre poco dispuesto a aceptar las respuestas didácticas del otro.
Bloor no se volvió al contestar:
—Uno a cero.
Su contribución a las burlas fue, como de costumbre, limitada. Siempre podía aducir que tenía que mirar a la carretera, pero los otros dos sabían que podían excluirlo a menos que fuera preciso sentenciar algún dato estadístico.
Por su parte, Bloor estaba pendiente de la discusión sólo a medias. Conducía con pericia y tranquilidad, empleando únicamente el piloto automático de su cerebro. El resto de su yo consciente estaba perdido en un murmullo de placer anticipado. Mientras que Stan y Kev esperaban ilusionados la hora del partido, lo que él estaba planeando no tenía que ver con el fútbol.
Como todo cazador de éxito, Bloor se había identificado con el entorno. Una vez al mes trabajaba el fin de semana en el hospital, y de los tres restantes, Stan, Kev y él decidían a qué decisivo encuentro del Manchester United asistir. Raramente iban a ver a su equipo cuando jugaba a domicilio, prefiriendo la aventura de un partido fuera de casa para así recrearse con la marea roja de seguidores inundando otra ciudad. Llevaban juntos cuatro temporadas y Bloor siempre conducía, para deleite de Kev y de Stan.
Al mediodía se encontraban ya a las afueras de Nottingham. El tráfico era denso pero fluido. En el asiento de atrás, Stan estaba pontificando sobre las recientes revelaciones acerca de nuevos casos de corrupción policial. Su voz sonaba embriagada por la cerveza que él y Kev no habían dejado de consumir en los últimos noventa kilómetros.
—Es lógico. Como se te ocurra fastidiarlos, te echan una bronca de cojones.
Kev dijo:
—He leído que los jurados ya no creen en las pruebas policiales. Si vas colocado, lo mejor es buscarse un jurado.
—Demasiado caro, tío —dijo Stan—. Además, si quieren meterte en la trena, seguro que encuentran el modo de hacerlo.
—No sé. Últimamente…
—Chorradas —repuso Stan—. Sólo conocemos los casos importantes. Terroristas y cosas así. Seguro que hay mucha gente que no debería estar en chirona. La pasma es muy embaucadora.
—Increíble pero cierto. Y todavía no tienen ni zorra idea de quién es ese cabrón, como se llame…
—¿Quién?
—El Carpintero.
Stan meneó la cabeza.
—Ni la tendrán, te lo digo yo. El tío está majara pero es más listo que el hambre, de eso no hay duda.
Al volante, Bloor esbozó una leve sonrisa.
Cruzaron el canal de Nottingham y Beeston, satisfechos de comprobar que el campo estaba a escasa distancia antes de que Bloor torciera de nuevo hacia el centro. Encontró un aparcamiento de muchos pisos contiguo al Broad Marsh Centre, sólo a doscientos metros de la estación de la que emergería el grueso de la hinchada. Dio marcha atrás y fueron a comer algo. Lo que a Stan y a Kev les apetecía era buscar un pub y tomarse cinco pintas antes del partido, pero respetaban la abstinencia de Bloor y así habían instaurado el ritual de la comida.
Pero hoy Bloor no tenía apetito. Estaba preocupado, y tan nervioso por desembarazarse de los otros dos como ellos de librarse de él. Así pues, comieron rápidamente en un MacDonald’s y acordaron que, Bloor se iría a mirar tiendas de artículos de deporte para examinar las armas y los aparejos de pesca, mientras Stan y Kev iban a un pub. Se encontrarían poco antes del partido y entrarían juntos al estadio. Bloor escogió un quiosco próximo a la estación como punto de reunión.
—Si no estoy allí a las dos y media, nos veremos en el coche a las cinco.
Stan y Kev asintieron. Ocho veces en las dos últimas temporadas no se habían encontrado, reuniéndose después en el aparcamiento. Era una buena solución.
Hoy tendría que serlo.
Esperó a que Stan y Kev se alejaron y regresó rápidamente al coche. A diferencia de sus dos colegas, Bloor no llevaba emblema alguno de su equipo. Se había vestido expresamente con colores neutrales, deseando pasar desapercibido. La ciudad hervía de animación pero Bloor era ajeno a ella. Estaba concentrándose para la tarea que tenía en mente.
Anduvo por zonas peatonales. No conocía la ciudad y las calles le resultaron extrañas y un poco folklóricas: Bridlesmith Gate, King John’s Chambers, St. Peter’s Gate. Trazó un amplio círculo de vuelta a los centros comerciales de Broad Marsh. Veinte minutos después encontró una probable víctima. No estaba sola. Había una mujer mayor con ella y se parecían lo suficiente para suponer que eran madre e hija. Se mantuvo a distancia pero desesperado por poderle ver bien la cara. Lo consiguió en Marks & Spencer, donde la chica se detuvo para ver unas prendas informales. Se quitó la chaqueta de piel. Debajo se la veía menuda, como a él le gustaban. La chica sostuvo en alto una voluminosa sudadera, sonriendo y bromeando con su madre mientras Bloor observaba. Las siguió durante veinte minutos hasta que, para su desconsuelo, vio que se dirigían hacia la parada del autobús. Bloor se quedó atrás mientras se ponían a la cola, tratando de captar algún retazo de conversación. La cosa no marchaba bien. Él había esperado que al menos tuviesen coche. Estaba demasiado lejos para volver al aparcamiento y suponer que todavía estarían esperando el autobús a su regreso. Frustrado, Bloor tuvo que ver cómo llegaba el autobús y la chica subía, dejándolo con un palmo de narices.
Le sucedía a menudo. Las cosas tenían que ir rodadas. Una vez, estando en una estación de tren, había oído a la chica en cuestión dar su número de teléfono a la que la había acompañado. Bloor lo había utilizado para dar con ella. Era algo más que un golpe de suerte; era el destino. Mientras veía alejarse el autobús, la mujer se desvaneció de su conciencia y Bloor empezó otra vez por el principio.
Regresó a la zona peatonal, parando en una librería donde compró un mapa de la ciudad. Se quedó cerca del escaparate, mirando libros de fauna y de viajes, interesado únicamente en la vista de la calle que disfrutaba desde allí.
La vio al cabo de diez minutos.
Iba andando hacia la librería cargada con varias bolsas de plástico con logotipos de las mejores tiendas del centro. Al llegar a la entrada se detuvo un momento para contemplar las últimas novedades en el escaparate antes de ir por la pasarela en dirección al aparcamiento. En ese instante estuvo a menos de cinco metros de Leonard Bloor.
La chica que había cautivado su atención llevaba un abrigo de color ciruela con una capucha que colgaba sobre sus hombros. Vestía unos pantalones a cuadros y las botas que calzaba eran de tacón plano. No es que la chica no fuese atractiva. A decir verdad, su cara de ojos grandes, casi infantil, atrajo a su paso varias miradas de admiración. Pero para Bloor era el epítome de su deseo pervertido.
Tenía la estatura adecuada y adivinó que su cuerpo era juvenil. Pero era el cabello, oscuro, casi negro y cortado a lo chico, lo que había desatado su pasión.
Bloor contempló sus andares confiados y ligeros. Tenía que ser ella.
Salió de la librería y la siguió a una treintena de metros. Como para confirmar la abrumadora sensación que le invadía, la chica fue directamente al aparcamiento. La dejó subir la escalera, oyendo al pie de la misma sus pasos uniformes, ajeno al olor de orines. Al oír abrirse una puerta, Bloor subió silenciosamente con sus zapatillas de goma hasta el segundo piso, abrió un poco la puerta y vio cómo ella se dirigía a su coche. La suerte le acompañaba: un Golf. Bloor la contempló con arrobamiento abrir el maletero e inclinarse para dejar los paquetes, y luego subió corriendo dos tramos de escalera hasta su coche.
Puso el Capri en marcha y se dirigió a la rampa de bajada. Al entrar en el segundo nivel distinguió las luces de marcha atrás del Golf. Esperó a que ella completara la maniobra y la siguió hacia la salida.
Para su sorpresa, la chica conducía agresivamente. Bloor iba dos coches más atrás, no queriendo alejarse más por temor a perderla de vista. En un semáforo, la chica cruzó en ámbar y obligó a Bloor a esperar angustiado. Arrancó a toda velocidad, indiferente al peligro, sólo para alcanzarla. Llegado al siguiente semáforo vio que ella estaba parada. Aunque todavía no había conseguido inspirar ninguno de sus olores, tenía su aroma metido en la nariz. Notaba su vitalidad. Estaba como embriagado, como un gato salvaje movido por el hambre, pendiente sólo de su presa.
La chica se detuvo en una pastelería fuera del centro, en una concurrida zona residencial. Salió de la tienda con un paquetito marrón atado con cinta. Qué cursilada, pensó Bloor y sonrió.
Eran las tres y diez y las cosas marchaban bien. Sabía que yendo a pie tenía pocas posibilidades. Una cosa era encontrar la víctima y otra muy distinta poder seguirle la pista hasta el punto de contacto. Pero cuando eso sucedía, la sensación era sublime. Los preparativos, el acechar la presa, todo formaba parte del ritual.
La chica salió de la ciudad rumbo al sur y mientras viajaban la excitación de Bloor fue en aumento. Sacó el dictáfono que guardaba en la guantera. Con el micrófono en una mano, fue anotando números de calle, hitos del camino, cualquier cosa que le facilitara recordar el trayecto.
Mientras la seguía, el fino velo de cordura que camuflaba su mente se fundió del todo. Su cabeza se llenó de los latidos de su corazón y empezó a fantasear acerca de lo que podría hacer con la chica.
Esa chica.
Esa chica tan especial.
Su hermana…
Se llamaba Susan y tenía un rostro perfecto, cutis impecable, el pelo azabache, y era la hermana pequeña de Bloor.
De pequeño, Leonard había vivido durante cuatro años una existencia tan feliz como la de cualquier niño normal. Su padre, estibador en Portishead, amaba a sus hijos y su esposa. Ésta, una mujer cariñosa pero de frágil voluntad, había sucumbido fácilmente al estereotipo. Dejaba que el padre de Leonard tomara las decisiones, pero nunca se había quejado.
Una plácida tarde de julio, tres policías muy serios habían llegado a casa de los Bloor con la terrible noticia de que el padre de Leonard había muerto aplastado por un contenedor de treinta toneladas cuyo conductor no lo había visto agitando los brazos ni oído sus gritos a causa de la cinta de Willie Nelson que escuchaba a todo volumen en la cabina. Leonard sólo vio una vez más a su padre. Un cadáver maquillado dentro de un ataúd de roble en el salón de su casa.
La madre de Leonard, poco hecha a afrontar incluso el más nimio desastre doméstico, jamás se recuperó. Pero, seis meses después, había conseguido reunir fuerzas para conservar un empleo empaquetando detergente en una fábrica cercana. Al año, un vecino se ofreció a cuidar de los niños mientras la viuda disfrutaba de su merecida salida nocturna una vez a la semana.
Más adelante, Lennie soñaría con destruir al amable vecino de las formas más espeluznantes. Con sólo siete años, el niño se daba cuenta de que todos sus problemas habían empezado con aquel ofrecimiento de ayuda.
Harry Bloor no tenía trabajo pero era muy simpático. Conoció a la madre de Lennie en un baile de la Legión Británica en 1958. No habían pasado tres meses y ya estaba viviendo en la acogedora casa de la familia. No habían pasado seis y se había convertido mediante matrimonio en el nuevo papá de Lennie, y éste y sus hermanas hubieron de aprender a escribir su nuevo apellido.
Leonard se acercaba a su sexto aniversario; su hermana Rose tenía diez años y la pequeña Susan, tres. Harry era increíble con los juegos, sobre todo durante las vacaciones escolares, cuando los tres pequeños se quedaban solos en casa con su desempleado padrastro mientras su madre estaba en la fábrica.
Harry tenía un favorito, como suelen tenerlo todos los padres, por más que se esfuercen en ser equitativos en su afecto. Pero a Harry Bloor no le preocupaban estas cosas. Nunca hacía el menor esfuerzo por disimular que prefería a la pequeña Susan. Lo que sí ocultaba era la lujuria que sentía por la pequeña de ojos oscuros.
Poco tiempo después de que Harry se instalara en la casa, Lennie inició una regresión, ensuciándose en los pantalones y llamando por las noches a su madre, que nunca acudía a sus lloros porque Harry no le dejaba.
Rose tenía pesadillas, verdaderos delirios que empezaron a hacerse palpables en forma de oscuros círculos bajo sus ojos, como si allí dentro hubiera un veneno que quisiera salir pero no pudiera hacerlo, salvo cuando dormía.
En cuanto a la encantadora Susan, a los pocos meses todos empezaron a preguntarse cuándo volvería a hablar en vez de recluirse en aquel secreto y silencioso mundo recién descubierto.
El inexperto médico de cabecera de la familia dijo a los ansiosos padres que estaban asistiendo a una reacción por la muerte del padre sanguíneo. Esas cosas duraban unos meses, les dijo.
El médico, como la sumisa madre de Lennie, no tenía la menor idea de lo que estaba pasando, y Harry había asentido solemnemente, callado como una tumba.
Lennie y Rose odiaban el verano más que ninguna otra cosa. Durante las largas vacaciones escolares se sentían atrapados en casa. Su madre se iba al trabajo a las siete y media y el calor reinante convertía a Harry en un peligro mayor, aún más antojadizo y libidinoso. Pero lo peor era cuando llovía; ni siquiera podías escaparte de casa.
Los dolores de espalda mantenían a Harry Bloor apartado del trabajo durante largas temporadas, pero jamás le impedían saltar de la silla cuando veía el final de las carreras de caballos cada tarde por televisión. Lennie y Rose aguardaban sentados a que terminara de leer aquellas extrañas revistas y los llamara a gritos. Él los conducía arriba tras cerrar las puertas y los hacía sentar en la cama de su madre y observar en silencio mientras se desabrochaba la enorme hebilla del cinturón con una mano manchada de nicotina mientras con la otra se bajaba la cremallera plateada.
Al principio habían llorado, pero Bloor era corpulento y tenía manos fuertes. Pero lo peor, para un niño, era su voz.
Además de proporcionar a Harry Bloor un cuerpo robusto y una mente perversa, Dios había creído oportuno dotarle de una voz de gran potencia, una potencia que nada tenía que ver con el volumen. Harry sabía cantar y a menudo actuaba con un grupo de skiffle de la localidad. Su lascivia, no obstante, siempre le causó problemas haciéndole perder popularidad entre los miembros del grupo, muchos de los cuales sentían una confusa aversión hacia él que iba más allá de su carácter mariposón. Si les preguntaban no acertaban a decir qué les molestaba exactamente de Harry. Solían contestar que era asqueroso y rastrero, cosa comprensible cuando era evidente para todos que a Harry le interesaba muy poco su talento aparte de como medio para seducir a alguna hembra que hubiera cometido la imprudencia de mostrar interés por él.
Sobre todo jovencitas.
Cuando susurraba, su inflexión, su timbre y su tono podían ser los más dulces del mundo. Cuando su voz elogiaba era como la mejor sorpresa que uno podía recibir, como los vítores de un público entregado. Y cuando regañaba con ácidas y mordaces palabras, eso bastaba a veces para que el joven Lennie perdiera el frágil control de su vejiga.
La voz de Harry, al igual que su lábil humor, confundía a Lennie. Su manaza dándole en la cabeza mientras pronunciaba aquellas terribles amenazas era seguida de ruegos de perdón y promesas de regalos. Rose, sin embargo, se limitaba a obedecer y reñía a su hermano por no hacerlo bien y provocar así la ira del adulto.
Y siempre encima de la cama donde yacía aterrorizado, esperando a realizar o realizando ya los actos que Harry Bloor le forzaba a hacer, pendía el enorme crucifijo con la imagen de Cristo mirando hacia abajo en su agonía.
Había un crucifijo en cada habitación de la casa, pero era el de plástico, aquél tan horrible con el Cristo rosa y sangrando, el que recordaba Bloor. Omnipresente, sordo a sus gemidos y gritos ahogados, testigo impotente y silencioso.
Al cumplir los quince y quedar embarazada de su padrastro, Rose confesó a su madre la horrible verdad. Demasiado tarde para todos, Lennie incluido. Para entonces la espantosa actividad que se había convertido en norma se circunscribía a la persona de Lennie.
Harry Bloor fue expulsado de la familia cuando Lennie tenía once años y el daño ya era irreparable. Lennie oía la voz de Harry animándole o amenazándole a cada acción que emprendía. La oía en sueños, en el mugir del viento del este, gimiendo vilmente de éxtasis.
El malévolo espíritu de Harry no dejó de acosar a la destrozada familia. Lennie había sido moldeado en sus emociones de forma que de todos los sentimientos contrastados en la mente del niño malogrado, el más inverosímil surgió vencedor.
La admiración.
Lennie no entendía por qué echaba de menos a su padrastro, pero así era. Y entonces él mismo empezó a abusar de Susan, continuando la conducta corrupta que Harry Bloor le había infundido, como el perro que babea al ver un hueso, desesperado por oír la voz animándole y recompensándole por los incestuosos deseos tan cruelmente despertados.
Como era inevitable, Lennie fue llevado durante tres años a una serie de instituciones donde se le intentó rehabilitar, sin conseguirlo en ningún caso. A los quince años fue adoptado por una pareja de Gloucester con una actitud militarista hacia la disciplina y una inflexible ética del trabajo. Cuando dejó de ser muchacho para convertirse en hombre, Lennie abandonó su austero hogar para no volver jamás, pero los cuatro años pasados allí le habían inculcado la habilidad de sobrevivir en el entorno básicamente hostil del mundo normal. Lennie se interesó por los hospitales, atraído por sueños e ideas de sangre y de huesos que le habían fascinado del mismo modo que a otros les obsesionaban los pájaros raros o los músicos extravagantes.
Su primer día como celador de quirófano fue algo que jamás olvidaría. Su trabajo consistió en entrar y sacar pacientes de las salas y luego, dentro del quirófano, en subir y bajar pacientes de las mesas. Por lo demás, podía hacer lo que quería, y mientras la mayoría de sus compañeros se dedicaba a tomar café o flirtear con las enfermeras, Bloor se quedó contemplando, traspuesto de emoción. Al terminar su turno, en el vestuario de los celadores, lleno de humo y olor a amoniaco, se había masturbado. Agarrando su durísima erección, tan dura que hasta le costaba andar, había llegado al clímax de un pegajoso orgasmo que fue como la erupción de un volcán largo tiempo dormido, infundiendo en su mente un placer vertiginoso, con las imágenes del día fijas en su retina.
En el quirófano, sus sueños empezaron lenta e inexorablemente a hacerse realidad. Entonces apareció Elmore Fisher y le dio la oportunidad que él esperaba. Tocar y palpar aquella carne desgarrada mientras la serena voz de Meredith le daba instrucciones y sus manos cortaban y serraban. Elmore Fisher fue el catalizador de la reacción que llevaba fraguándose en Bloor desde hacía meses.
En Fisher, Bloor descubrió un modo de justificar y racionalizar su existencia, y con clarividencia casi física vio que lo que necesitaba era convertirse en actor, no en espectador.
Las fantasías que le habían atormentado, que le habían dejado sudoroso e intranquilo, se aclararon de pronto, perfectamente comprensibles. Había un modo de mitigar el dolor que había sufrido, que sufría aún. Un modo de borrar el daño. No, no de borrarlo sino de tomar el control.
Surgió una nueva fantasía en la que él no era quien sufría las humillaciones ni el dolor. Una fantasía donde él dominaba la situación.
El objeto de su fantasía fue una chica, una confabulación de sus dos hermanas, la dominante Rose y la lloriqueante Susan de negros ojos. Causa de su propia vejación, instrumentos del fallecimiento de su padrastro, objetos de dulce deseo. Controlar el dolor, infligirlo, oír de nuevo la maravillosa voz del padrastro animándole y elogiándole. Eso era lo que quería.
Nada le importaban aquellos que le habían ayudado a obtener su meta de reconquistar el único momento de su vida en que se había sentido digno a los oscuros y malvados ojos de su padrastro.
Sin embargo, de vez en cuando sentía que en alguna parte, bajo muchas capas, dormía un niño incorrupto e inocente, un niño que amaba a su verdadero padre, que jamás se había recobrado de su muerte. Un niño que se había escondido por temor a ser descubierto. Pero todo esto lo entendía de forma vaga, como el que es consciente de que se avecina una tormenta. Solía salir a la superficie, en la secuela de sus espantosos actos, acompañado por la depresión que le sobrevenía.
Tras una media hora detrás de la chica, pasaron un indicador que ponía «Beeston». Ella aminoró la marcha y desviándose de la carretera serpenteó colina arriba en medio de una frondosa barriada. Condujo hasta el camino particular de una casa adosada de falso estilo Tudor. Bloor miró su reloj; casi las cuatro menos veinte. La emisora local radiaba boletines cada diez minutos del partido entre el Nottingham Forest y el United. El marcador no se había movido. Parkin, defensa del Manchester, había abandonado el terreno de juego con el tobillo lesionado. Bloor tenía suficiente con eso, pero prefería oír también una parte del partido. En tres ocasiones había faltado a la cita por un escarceo abortado, terminando una vez a varios kilómetros del centro urbano mientras Stan y Kev le esperaban en el bar donde habían quedado en verse. En aquella ocasión había aducido un embotellamiento, y sus dos compinches habían hecho muecas de desaprobación al culpar él a la policía que le había hecho dar un rodeo de varios kilómetros.
Ahora, mientras la chica bajaba del coche y entraba en la casa, Bloor dejó que una sonrisa de satisfacción iluminase su cara. Un rato después, condujo por las pacíficas avenidas arboladas familiarizándose con el terreno y deteniéndose en varios puntos de observación. La calle formaba una media luna. Un callejón sin salida en ángulo recto con respecto a la calle a unos cuarenta metros de la casa le proporcionó una razonable perspectiva.
Bloor sabía que podía estar visitando a unos parientes o unos amigos. No había garantía de que fuese allí donde vivía, pero eso le daba un punto de contacto. Tendría que volver para comprobarlo. Pero, de momento, le bastaba con eso.
Estuvo observando unos diez minutos sin apreciar movimiento en la casa, y luego enfiló las apacibles calles antes de incorporarse a la carretera.
Una hora después de haber dejado la ciudad, Bloor regresó a Nottingham, comprobando los letreros indicadores y hablando por su dictáfono.
Encontró una plaza en la misma planta del aparcamiento y llegó al campo de fútbol cuando quedaba media hora de partido y el resultado seguía siendo de empate a cero. No se había perdido nada.