10


Frente a la vieja casa adosada de Bloor había un pequeño trecho de césped infestado de malas hierbas. El tramo de verde que rodeaba una forsitia sin cuidar completaba la veintena de metros cuadrados que separaba la puerta principal de la acera. Bloor introdujo la llave y entró en la casa, donde el olor a fritura le llegó de inmediato. Tina no creía mucho en la alimentación natural.

Arriba, pudo oír arrullos y chapoteos procedentes del baño.

—¿Lennie? —Una voz incorpórea flotó escaleras abajo.

—Sí, soy yo.

—Ven a ver. Lo está pasando muy bien, ¿verdad, pillina?

Bloor dejó sus cosas sobre la mesa del teléfono y corrió arriba. Tina estaba arrodillada en el cuarto de baño, los brazos rechonchos estirados para sujetar la cabeza de una criatura de pelo negro que balbucía y daba patadas en el agua. Una ballena de plástico hinchable flotaba sin rumbo cerca de su oreja. Cuando el rostro de Bloor apareció sobre la bañera, la niña rió y chapoteó con las manos.

—¿Quién es ese señor? —dijo Tina con voz grave—. Quién es, ¿eh? Es papá que viene a comerte.

La niña rió encantada.

—Pásame una toalla, Len.

Bloor cogió una del pasamanos que había junto al baño. Al darse la vuelta, Tina estaba levantando su corpachón del suelo con desgarbado esfuerzo.

Una vez incorporada, cogió a la niña en brazos y tras envolverla en una toalla blanca con ribetes rosados y una capucha con el logotipo del oso Paddington, se la pasó a Bloor.

—Sostenla mientras vacío la bañera. —Tina se agachó de nuevo.

—Hola, Dani —dijo Bloor disfrutando del tacto de los pequeños huesos que se meneaban entre sus manos. Le gustaba aquel bulto cálido. Pero cuando la tenía en brazos, sentía cosas que le costaba entender. Una calidez y una responsabilidad desacostumbradas; sentimientos perdidos. Él no había previsto tener aquella niña.

Los domingos por la noche tras leer a Ruth Rendell, Tina se daba un baño y la habitación olía a un espantoso y barato aroma floral que la madre de ella había comprado a una vendedora a domicilio. Él seguía el rastro hasta el dormitorio y se metía en la cama dispuesto a aguantar lo que viniera. El silencio se hacía insufrible mientras esperaba a que la regordeta mano de ella se cerrara sobre su miembro y tratara torpemente de hallar respuesta. Ninguno de los dos hablaba ni se movía hasta que él se sentía lo bastante erecto como para arrodillarse encima de ella. Se deslizaba entonces sobre su camisón amarillo, que ella había subido hasta la altura necesaria, y encontraba allí su mano que le guiaba a casa como el obrero de un pozo petrolífero colocando la barrena. La infrecuencia del acto le hacía eyacular deprisa y ella se levantaba y se iba a lavar y a la mañana siguiente no había alusión alguna, salvo por la sonrisa astuta que hacía que la tostada se volviera polvo en su boca.

Bloor no había ido al hospital al nacer Dani y Tina no había esperado otra cosa. Ella había preferido que estuviera su hermana. Pero la presencia de Dani le había afectado de una forma que él no había imaginado. Teniéndola en brazos, sintió aquel poder inundando sus sentidos. Podía aplastarla con sólo apretar fuerte una vez, oprimirle la caja torácica con sus potentes dedos hasta que los pulmones quedaran en silencio. Apartó la idea como si fuera una avispa y por un momento se sintió imbuido de una invencible revulsión por las cosas que había hecho. Fue algo tan intenso que casi perdió el equilibrio mientras estaba de pie. Inmediatamente después de nacer la niña, la sensación había sido todavía más fuerte. El odio hacia sí mismo le había permitido mantener a raya aquella cosa oscura que germinaba dentro de él. Pero no por mucho tiempo.

La había satisfecho una vez desde que naciera Dani, pero la cosa volvía a tener hambre otra vez.

Tina terminó de vaciar la bañera y le pidió la niña. Bloor tenía la mirada abstraída que reflejaba su tortura interior. Pero ella no notó nada. Su atención estaba colmada por el bebé, como le ocurría siempre. Bloor no era nada para ella salvo una fuente de dinero y comida. Él había cumplido su propósito de darle un hijo; ella, de momento, no tenía deseos de tener más descendencia, y el sexo se había vuelto innecesario.

Tina no le había dejado secar y vestir a la niña, pese a los repetidos ofrecimientos de los primeros meses. Siempre había alguna razón para que él no lo hiciera. Bloor esperó su excusa del día.

—Bueno, papá —dijo Tina, dirigiéndose a la niña, sin mirarle a él—. Mamá se ocupará de todo. Tu cena está en el horno.

Bloor no era estúpido, sabía que le estaba despidiendo. Era un rasgo de familia. Había visto cómo su suegro acababa confinado en su soledad ignorado por su mujer y dos hermanas. A veces se preguntaba si habrían suspirado de alivio cuando por fin el pobre hombre murió, arruinado y doblegado por el Parkinson.

Bloor dio media vuelta y bajó sin decir palabra. Conocía todas las tretas de Tina. Al llegar al pie de la escalera alzó la vista. De recién casados, a Tina le sobraban veinte kilos. Desde el nacimiento de Dani había añadido otros veinte. Vio cómo iba al cuarto de la niña, roja y acalorada su cara pastosa por el esfuerzo de bañar a la criatura.

Él no estaba molesto. Sencillamente no dejaba que le afectara. Tenía bien asumido que Tina era estrecha de miras. Y puesto que era algo constante, a él le parecía que en cierto modo ésa era una de las razones por las que se había casado con ella. Cuando por fin descubrió cuál era su verdadero destino espiritual, las razones de muchas cosas se le habían hecho palpables. Disfrutar de la corpulenta sombra de su esposa se había vuelto parte de la necesaria farsa. Y aparte de eso había la conciencia de lo que estaba por venir, el terrible secreto que la oscuridad albergaba dentro de él. Que las mujeres hicieran lo que quisieran. Que urdieran y charlaran, que lo excluyeran e ignoraran. Un día la niña se haría mayor y habría momentos para estar a solas, él y ella, y él podría usar la cámara para registrar sus juegos muy especiales. De nuevo sintió una punzada de remordimiento, pero el recuerdo del episodio en el ascensor era muy fuerte, como lo era también su viaje a Southampton el fin de semana. Le daban poder, mucho poder. Él estaba por encima de las peleas de Tina y su familia. Muy por encima de esas personillas que se afanaban como hormigas por la vida.

El poder apagó la sensación de remordimiento como si fuera una chispa en un huracán. Sonriendo, Bloor fue a la cocina y se lavó las manos. Al sacar el plato del horno, vio que las judías se habían quedado secas y las patatas fritas embebidas en aceite. Desplegó el diario que había llevado consigo y se puso a leer mientras picaba distraídamente la comida.

Una hora después, con Dani dormida y Tina chismorreando con su madre por teléfono, Bloor abrió la puerta de atrás y salió al jardín. Llevaba un viejo anorak para protegerse del viento helado que soplaba del este. La ventolina le azotaba el cuello de la prenda, dejándole sin aliento. Notó que el aire se clavaba en su carne como un millar de hojas de hielo y sonrió. Este viento era elemental; poderoso e imparable, traía el olor de la fría estepa siberiana.

El parte meteorológico advertía de galernas procedentes de Escandinavia en la costa Este y en dirección al West Country. Una sonriente mujer del tiempo había aconsejado abrigarse bien. Pero él sabía que no serviría de nada. Era un viento ártico que se colaría por cualquier resquicio en la madera, cualquier teja suelta, cualquier jamba de puerta. Y el país entero se helaría y los viejos con artritis morirían en sus sillas. Lo notaba poderoso en su cara, entumeciéndole los miembros mientras él descubría los dientes de pura admiración.

Una luz solitaria en la esquina del hastial de la casa iluminaba el camino. Tina cuidaba de los escasos arbustos y el césped cuadrado, pero atrás Bloor había levantado dos cobertizos grandes. Más allá de los mismos, el jardín terminaba en una precaria tapia de piedra que separaba la casa del prado. Incoherente en mitad de un área residencial, el acre de prado estaba siempre cubierto de malas hierbas, una selva oscura entre Bloor y las luces de la casa del otro lado. Antiguamente jardín de la mansión que había al pie de la colina, había crecido sin cuidados y sucumbido a los zarzales y las ortigas. Al convertirse la casa en residencia de ancianos, habían levantado una valla olvidándose del prado. A Bloor le gustaba porque allí iban a cazar los gatos. Puesto que habían vivido en la casa, Bloor había conseguido capturar a tres de aquellos ariscos animales. Ahora estaban enterrados donde antes habían cazado ratones, hechos un montón de pelusa corrompida.

Bloor fue al cobertizo y abrió el candado. Era una robusta construcción en madera de cedro, sus tablas casi negras ahora por las repetidas capas de barniz que el padre de Tina había dado a lo largo de los años. Era un cobertizo hecho de encargo, y Bloor lo había desmontado, transportado y reconstruido cuidadosamente a raíz de la muerte del viejo. Originalmente había sido casita de verano para Tina y su hermana, con sus contraventanas y su porche. La madre de Tina siempre la había encontrado fea y se había alegrado mucho de verla desaparecer de su propio jardín. Bloor entró y encendió la luz. En un lado había las herramientas de Tina. En algunas se veían aún las etiquetas descoloridas. Éstas eran adquisiciones recientes. Pero la mayoría las había construido a mano el padre de Tina durante su enfermedad. Instrumentos pesados y herrumbrosos que él prefería al acero reluciente de los costosos centros de jardinería.

La parte central del suelo estaba ocupada por una gran funda de plástico gris que cubría una Honda de 500 cc. Bloor levantó la funda y contempló la máquina, el símbolo de su libertad, el instrumento de su definitiva liberación. La Honda era más que un vehículo, igual que él, Bloor, era más que un hombre. Él la sentía tan integrada a sí mismo como sus brazos.

El carenado blanco y las franjas verdes y anaranjadas que él aplicaba a las alforjas estaban ocultas a la vista. Las alforjas propiamente dichas estaban cerradas con llave. Dentro estaba el uniforme, el casco y el fanal giratorio azul que podía colocar en pocos minutos si lo necesitaba.

Pensó en Verónica Reuban y en el ascensor, sintió la cálida humedad de sus entrañas, el júbilo de verla impotente, y sintió que el hambre crecía en su interior. No pasaría mucho tiempo sin que se diera el gusto. Alimentarse y crecer.

Volvió a cubrir la moto y cerró la puerta del cobertizo al salir.

Cruzó un estrecho camino de cemento y abrió el otro cobertizo. Tina había escrito «Estudio» en la puerta en uno de sus momentos inspirados. A Bloor no le había importado, pues le ayudaba a representar el papel que ella esperaba de él: ocultarse a la vista de todos. Le concedía a Tina sus caprichos, sabiendo en todo momento que era él quien controlaba la situación.

Las minucias de la vida eran terreno acotado de su mujer. Siempre le había asombrado que Tina, junto con su madre y su hermana, pudieran conocer hasta el último detalle de la vida de los actores de telenovela y que, sin embargo, ninguna supiera sacar una bujía o comprobar la presión de un neumático.

No había sido difícil mantener a Tina lejos del estudio. Bloor lo había llenado de cosas que a ella no le interesaban nada. De hecho se había concentrado en las cosas que más la aburrían a ella. Por consiguiente, Tina las había borrado de su cabeza.

Bloor había puesto un candado Yale a la puerta del estudio. Allí guardaba sus municiones, ya que se imponían ciertas medidas de seguridad. Tina detestaba las armas. Tampoco había protestado por el grueso candado del arcón que había dentro. La munición tenía que conservarse seca y limpia. Bloor había forrado el cobertizo con contrachapado y una capa de aislante. En el piso descansaba un pequeño pero potente calefactor.

Claveteados y grapados a la madera, había carteles del Manchester United. Entre los carteles había fotografías, banderines y programas, toda la parafernalia del hincha de fútbol. Bloor, por supuesto, había sido en tiempos un auténtico red devil[4], casi un fanático. Pero ahora lo utilizaba para engañar a Tina. Sabía que incluso era capaz de fingir delante de los dos hinchas con quienes iba en el Capri a ver partidos cada dos semanas. Ellos le apreciaban, no, más que eso. Sabían que habían encontrado un buen elemento. La habilidad de Bloor para abstenerse de alcohol le hacía el conductor perfecto, y a ellos no les costaba esfuerzo alguno contribuir generosamente a los gastos de gasolina. Después de todo, ¿quién más iba a llevarlos en coche de su casa al estadio y viceversa? En cuanto a Tina, parecía muy contenta de perderle de vista por unas horas.

Bloor cerró la puerta y echó el candado antes de ir a la parte de atrás, donde estaba el arcén. Había construido una bandeja que ocupaba una tercera parte de la base. Dentro estaban las cosas que enseñaba a Tina; su munición consistente en tres cajas Eleys del calibre 12, y su valiosa colección de programas de copa, escarapelas y recuerdos del Manchester United.

Tina había crecido en el convencimiento de que los hombres (su padre) hacían cosas fuera de casa. Desde su niñez, los fines de semana habían sido cosa exclusiva de mujeres. El sábado por la mañana dormir, por la tarde ir de compras, por la noche y todo el domingo la tele. Bloor había sospechado, por el modo en que ella hablaba de sus quince días de vacaciones conyugales en Devon, que sin la banalidad del rito finisemanal se habrían aburrido una barbaridad.

Bloor examinó los proyectiles. Las cajas estaban casi llenas. Se pasaba los domingos yendo en moto. Salía de casa antes del amanecer huyendo de las claustrofóbicas adosadas para explorar remotos rincones de la campiña.

El arma la tenía en casa; encerrada bajo llave en el desván dentro de un armarito metálico, como exigía la ley. A él le encantaba empuñarla pero no era seguro guardarla en el estudio. El 430 Baikal era de fabricación rusa, iba provisto de un cañón de 70 cm y era modelo full ejector. Con él había cazado buena cantidad de conejos y pájaros, pero nunca lo había llevado consigo para las otras cosas. Habría sido demasiado arriesgado. Tenía licencia de armas y un historial intachable. Usar la escopeta habría sido como señalarse con el dedo.

Levantó la bandejita y la dejó sobre una estrecha mesa de trabajo. Debajo, en el fondo del arcón, Bloor examinó sus verdaderos objetos de valor. Metió la mano y extrajo un álbum fotográfico extra grande, de plástico marrón. Era un álbum barato para guardar las fotos preferidas, pero las instantáneas que contenía no eran aptas para todos los públicos. Era material que sólo se veía en los archivos policiales de la Brigada Criminal. Cada página del álbum tenía una fecha y un lugar —Birmingham, Salford, Bath— y cada sección contenía veinticuatro fotografías en blanco y negro, un carrete por cada ser humano destruido.

Bloor desplegó una silla de camping y encendió el calefactor. Contempló el álbum como un entendido contemplaría un catálogo de viejos maestros de la pintura, admirando su trabajo y su inventiva, ajeno a la tortura y la angustia, a los glaciales gritos silenciosos. El terror abyecto que había infligido a sus víctimas era la técnica de pincel por la que juzgaba su propia obra. Y no vio mujeres sino meros instrumentos de su autorrealización. Que ellas tuvieran vida propia, familiares afligidos y horrorizados, era algo que nunca llegaba a afectarle más allá de un reconocimiento rutinario.

La almohada para que oliera a lavanda mientras él estaba tumbado con la cara juvenil, roja y acalorada, pegada al cojín.

Encima podía notar las manos de la chica, inexpertas pero eficaces, estrujándole, a veces con dolor, pero poniéndole caliente.

Por el rabillo del ojo, podía ver la sombra grande sentada en la silla, esperando el momento. Esperando y ordenando con ese ligero tono amenazador que invocaba el miedo.

—Así me gusta, Len. Buen chico. No te harán daño, ya verás. Tú déjalas hacer. Date la vuelta, bribonzuelo, y DÉJATE HACER…

El miedo le había hecho girarse. El miedo había salvado la aplastante certeza de que aquello estaba mal. Lo que estaba pasando estaba muy mal. Al levantar los ojos, había visto confusión en los de la mayor de las dos chicas. Un rayo de ternura bajo la negra mirada de la corrupción. Y entonces ella le tocaba mientras daba instrucciones a la más pequeña, instándole a él a estarse quieto en tanto la pasión volvía más áspera la voz del rincón.

—Así me gusta, Lennie. Buen chico. Tú déjate hacer, chaval. Deja que ella te toque. No te va a comer, ja, ja, ja… O a lo mejor sí. No te resistas, muchacho. ESTÁTE QUIETO O TE ARRANCO LA PIEL A TIRAS

Y arriba, medio oculto por la ropa de cama, pudo ver los pies de Cristo, clavados y colgantes bajo aquel rostro que miraba desde el crucifijo de la pared. En la iglesia adonde los llevaba su madre había oído la historia de los niños… Dejad que los niños se acerquen a mí…

—Túmbate boca arriba y disfruta… Vamos, Lennie. Así, eso es… Ahhh, Rose, déjalo ya. Ven aquí. Acércate.

A veces había recompensa una vez dada la puntuación, su nota sobre diez. Premio o castigo, según como lo hubiera hecho.

Pues el Reino de los Cielos es de los que son como ellos.

Tras varios minutos de silenciosa contemplación, Bloor dejó el álbum de fotos en la bandeja y cogió uno de recortes. Inocentes y sencillos dibujos de tijeras, cola y esparadrapo adornaban su cubierta amarilla. Dentro, cada página aparecía repleta de recortes de prensa de todo el país. Eran la destilación de otros centenares previamente escudriñados. De cada uno, Bloor había subrayado en verde fluorescente las palabras y las frases que más le gustaban. Los primeros recortes contenían las descripciones más logradas, antes de que la policía se cerrara en banda. Expresiones como «acechador nocturno», «vicioso diabólico», «genio del disfraz» y «fan de la policía». Algunas palabras las había escrito él al margen: «pervertido» y «monstruo». Pero en ninguno de los sueltos se hablaba de su poder, de su virtuosismo ni de su inteligencia. No se hacían eco de su carácter único. No había trazas de admiración.

Por eso había elegido a Meredith, para que alabara su genio. Para que confirmara su auténtica valía.

La revelación que cambió la vida de Bloor había sido repentina. Todavía recordaba el nombre de la víctima (¿cómo lo iba a olvidar?): Elmore Fisher. Había sido un choque múltiple en la A38. Tres coches, cuatro muertos. Habían llevado a Urgencias lo que quedaba de Elmore Fisher y otros tres. Habían llamado a Mr. Meredith, el traumatólogo. Las heridas eran extensas: tórax magullado, fracturas de pelvis y cráneo, cadera dislocada y ambas piernas aplastadas de rodilla para abajo. Meredith echó una ojeada y señaló al quirófano. Fue allí donde Bloor había entrado en acción. Llevaba sólo tres semanas trabajando de celador. El quirófano estaba lleno, gente corriendo atareada de acá para allá, yendo a por sangre, drogas, instrumental. Y en medio estaba Meredith, dirigiendo serenamente la orquesta de locos con el pijama empapado de sangre. Bloor había estado observando hasta que Meredith reparó en él. La situación no tenía nada de estéril; estaban tratando de frenar la hemorragia en una docena de puntos. Meredith alzó la vista y vio a Bloor mirándole. Le llamó, le hizo poner unos guantes y le pidió que sostuviera una pierna mientras Meredith trabajaba en la arteria bajo la rodilla. Fue en ese instante, con las manos en la carne caliente y sangrante, cuando Bloor notó que se excitaba, que le sobrevenía una vertiginosa explosión de éxtasis distinta de todo lo que había sentido hasta entonces.

Y Bloor había quedado hipnotizado cuando los esfuerzos fallaron y Meredith, de mala gana, hubo de rendirse. Pero ni siquiera entonces cesó la excitación. Pese a que su turno había terminado hacía rato, Bloor se quedó para ver cómo unos especialistas extraían el hígado, los pulmones, el corazón y los ojos para posibles trasplantes. Y en todo ese tiempo Elmore Fisher había estado químicamente vivo, si bien con un cerebro sin vestigio alguno de funcionamiento. A las dos de la mañana, como «recompensa», la fatigada hermana había encomendado a Bloor la tarea de transportar el cadáver al depósito. Bloor lo había hecho él solo, tomándose todo el tiempo del mundo.

En una nevera que guardaba en el cobertizo, dentro de un tupperware etiquetado como «Comida para conejos», había un buen trozo de la pared abdominal de Fisher. Lo sacaba alguna que otra vez, la última sólo cinco días antes de su excursión a Southampton. Tenía mucho que agradecer a Meredith, mucho que agradecer a Elmore Fisher. Tres semanas después de que éste muriera de sus heridas en el hospital, Bloor había viajado a Birmingham a la búsqueda de una chica. La chica.

Su decisión de dejar la bufanda que había encontrado al salir de Anfield en la escena de su primer triunfo había sido muy inspirada. El Manchester había perdido ante el Liverpool el día en que encontró la bufanda. Ya entonces Bloor sabía que recogerla del suelo era buena idea. Había conducido guiado por una fuerza interior. Implicar a un scouser[5] era una manera sutil y magistral de vengarse. Desde entonces había visto correr a los policías como gallinas decapitadas.

Y era Meredith quien le había enseñado cómo.

Una ira amarga volvió a brotarle, y Bloor se quedó mirando recortes hasta que su pulso recuperó una apariencia de normalidad.

Alguien había estado husmeando en el hospital. Había visto a una mujer haciendo preguntas a principio de semana. Había oído hablar a varios médicos, ajenos a su presencia. Uno de ellos había mencionado algo sobre un libro, que la chica estaba investigando fichas del personal. Sonrió para sí. Sus proezas publicadas para solaz de todos. De su padre, de Susan, de Rose…

Poco después, cuando se hubo dado por satisfecho, devolvió sendos álbumes al fondo del arcón junto con sus revistas de misterio y sus herramientas: esposas, cuchillos, torniquetes de goma y viejos instrumentos quirúrgicos que había rescatado de un quirófano y que nadie había querido conservar.

Cerró el arcón y, aunque sabía muy bien dónde era el partido del sábado, miró la lista que tenía pegada en la pared, experimentando placer anticipado.

Ya en casa, preparó un descafeinado para su mujer y se sentó con ella a tomarlo. En la tele daban Corrupción en Miami. No se dijeron nada. A las diez, Tina fue a acostarse y Bloor esperó a que estuviera dormida antes de ir a ver a Dani. Luego se preparó la ropa para el día siguiente y la dejó en perfecto orden sobre la cama del cuarto de huéspedes. Se lavó las manos antes de empezar y se las lavó de nuevo después de dejar los pantalones, y una vez más cuando terminó de limpiarse los zapatos. Luego se dio una ducha de quince minutos, frotándose enérgicamente con el cepillo de nailon. Después se lavó las manos por última vez antes de acostarse.

Soñó con Verónica Reuban en el ascensor.