16
El domingo por la mañana, mucho antes de que el alba pálida y gris coloreara el cielo, mientras Mo yacía inconsciente en el dormitorio de Vine, y antes de que la propia Natalie hubiera empezado a agitarse en su habitación de motel con los primeros atisbos de conciencia diurna, una luz se encendió en el jardín de Bloor.
Los vecinos, sacados de su sueño por niños que gritaban o por menos vocingleras pero igualmente inflexibles vejigas, estaban habituados al resquicio de luz que salía a aquella hora de la ventana del cobertizo. Sabían que Bloor era muy madrugador. Lo que ignoraban era lo que él estaba tramando tras aquel resquicio de luz.
Bajo la fría luz de una desnuda bombilla de cien vatios, Bloor estaba muy atareado. Trabajaba deprisa, manejando objetos y herramientas familiares. El hambre estaba en él. Todo cuanto él miraba resaltaba con antinatural distinción, y esa claridad se reflejaba en tacto y en oído. Bloor estaba en un plano existencial distinto, confusamente consciente de que ese estado venía con el hambre y le convenía. Formaba parte de la transformación, parte del poder.
Se había puesto ya su traje de cuero, aunque la cazadora reposaba sobre un banco. Pese a lo temprano de la hora y a la baja temperatura, Bloor no notaba el frío.
En sus escarceos se sentía a la vez invisible e inmune al malestar físico.
En las alforjas de la Honda estaba todo lo que podía necesitar: cámara, emparedados, termo con té. Bloor había denunciado el robo de la Honda dos años atrás. Fue fácil embaucar a la aseguradora y a la policía. Terriblemente fácil. Había conservado el permiso de conducir, pero ya no constaba como propietario del vehículo. La policía lo había sabido al hablar con él después que el ataque a Meredith los llevara al hospital buscando a un hombre de raza negra que conducía una motocicleta. Bloor se había ofrecido incluso a someterse a un análisis de sangre. Sonrió al recordarlo. Él no era negro, desde luego, y que ellos supieran no tenía ninguna moto.
El dinero del seguro había llegado al fin, permitiéndole comprar las cosas que necesitaba, como el gas mace. Eso lo había conseguido en un viaje a Hamburgo con la excusa de un partido del Manchester. Cuántas cosas que se podían comprar en Hamburgo, pero hoy no necesitaría el mace. Hoy viajaría con poco equipaje, y el resto de las cosas quedaría allí para otro día.
Otro día muy especial.
El carenado blanco, las cintas roja, verde y negra, y la luz azul que había cogido de un depósito de chatarra parecían inocentes pecios esparcidos allí. Y en el otro cobertizo, nada inocentes, estaban sus instrumentos, esperando la mano asesina que los guiara.
La funda negra del depósito de combustible ocultaba bajo su cremallera cerrada la pintura blanca que él le había dado meses atrás. Eligió el casco azul, descartando el blanco con la franja a cuadros antes de sacar el vehículo del cobertizo y disfrutar del silencioso y suave paso de la máquina en la oscuridad. Si le paraban, diría a la policía que le habían devuelto la moto y que los documentos estaban en correos. No tenía nada que temer.
Al cerrar la puerta, no se permitió una sola mirada a las habitaciones superiores donde dormían su mujer y su hija. En ese momento, y desde su perspectiva, sólo existían en otro planeta.
Ya en la calle, conectó el encendido electrónico y la máquina respondió al instante.
Natalie Vine despertó con la determinación de la tarde anterior ardiendo todavía en su interior. Hacia las ocho estaba cruzando la grava del chalet Meredith en la penumbra de un amanecer perezoso. Llamó tres veces a la puerta antes de que ésta se abriera y apareciera él, con las negras cejas arrugadas.
—Buenos días —dijo Natalie, jovial.
Meredith se mesó el cabello. Parecía incómodo.
—Antes de que diga nada —continuó ella—, debo pedirle disculpas. No tenía derecho a decirle aquellas cosas. Por si no lo había adivinado, estaba muy enfadada conmigo misma. No sé por qué decidí tomarla con usted. Digamos que me resulta difícil admitir que a veces mi vida personal se inmiscuye en mi trabajo. No debería ocurrir, y procuraré que no se repita. —Hizo una pausa, ofreciéndole una sonrisa y añadiendo en voz baja—: No le molestaré con los detalles, pero le agradecería que aceptara mis excusas.
Meredith la miró con la boca ligeramente abierta.
—Si lo prefiere, podríamos fingir que estoy en fase premenstrual. ¿Qué me dice?
La boca de Meredith formó un óvalo de sorpresa antes de que su cara esbozara una arriesgada sonrisa, y luego se apartó para dejarla pasar.
Ella lo hizo sin vacilar.
—¿Le importa si me sirvo café? —preguntó, sacando de la chaqueta un paquete de café colombiano—. He traído esto porque el aguachirle que sirven ustedes en el Flamingo está empezando a corroerme el esófago.
Ya en la cocina, y sólo cuando el hervidor empezaba a humear, miró furtivamente a Meredith. Él la estaba observando. En lugar de la sonrisa había una expresión de recelosa hostilidad.
—He pensado que esta mañana podríamos hablar de su trabajo —dijo ella. Se arriesgó a mirarle otra vez y vio que sus ojos se desviaban irritados.
—¿Por qué?
—Información previa. Eso no es conflictivo. —Esta vez su intento de humor falló y Meredith siguió frunciendo el entrecejo.
Natalie echó agua del hervidor en su tazón y vio cómo el vapor ascendía desde el líquido oscuro. Hoy le apetecía solo y bien caliente. Meredith se quedó junto a la puerta, apoyado contra la pared. Aún estaba picado, dedujo ella, pese a las excusas.
Fue con el tazón hasta la mugrienta butaca y se sentó. Hoy no utilizaría papeles que pudieran irritarlo.
—¿Se sentía a gusto? —empezó.
Él alzó la vista y dejó escapar un suspiro antes de acercarse al sofá.
Natalie aguardó mientras tomaba café. Finalmente, Meredith dijo:
—Como en cualquier trabajo, supongo.
—Pero no era un trabajo cualquiera, ¿verdad?
Él se encogió de hombros.
—Usted daba muchas conferencias sobre ortopedia. Era un especialista —dijo Natalie.
—Sí, de acuerdo, un fuera de serie. —Su cinismo formaba parte de un cebo pero ella no picó.
—¿Es lo que siempre había querido ser?
—¿Si vendaba a mi osito de peluche cuando tenía tres años? No creo.
Natalie tomó un sorbo y esperó, dejando que él escupiera todo el veneno. Al final, Meredith añadió a regañadientes:
—Siempre quise estudiar medicina.
—¿Se llevaba bien con sus colegas?
—Eso creo.
—Respetado y querido. Una insólita combinación.
Meredith explotó:
—¿A qué viene todo esto? ¿Es un intento patético de ensalzar mi ego?
Natalie respondió con calma:
—Se especializó en trauma, ¿correcto?
—Es lo que se llama un interés particular.
—Teniendo en cuenta lo que nuestro amigo hace con sus víctimas, es una curiosa coincidencia, ¿no le parece?
—Oh, vamos —repuso él, despreciativo.
—Sabía que le parecería absurdo. Pero el caso es que nuestro amigo demuestra mucha destreza imaginativa en lo que hace.
—Destreza. Por favor…
—La policía ha recelado más de una vez que pueda tratarse de un médico. Su atavío, su conocimiento de la anatomía y su acceso a bancos de sangre…
El rostro de Meredith se demudó. La burla dio paso a la duda. Ella le observaba. Su expresión mostraba el tumulto interior. Natalie había conseguido abrir una brecha. Le estaba haciendo pensar, algo que era esencial para llegar a alguna parte. Meredith se levantó bruscamente con un violento temblor de manos, perdido el control en menos de un segundo.
—¿Puedo suponer que usted no trabaja los domingos por la noche? —preguntó Natalie.
Él estaba mirando por la ventana.
—¿Qué?
—Los domingos. Usted no va a la estación de servicio, ¿verdad?
—No.
—¿Le gustaría ir a alguna parte? ¿Dar un paseo en coche, ir a un pub, cambiar de aires?
—No gracias. —La respuesta fue automática. Y no la sorprendió. Pero al pensar en ello, Meredith se dio la vuelta con creciente nerviosismo—. ¿De qué va? —dijo de sopetón—. Primero quiere hacerme preguntas, ahora me invita a ir de copas. ¿Se trata de un juego?
—Aquí nadie está jugando. Es evidente que hablar de ello le trastorna. Creo que un cambio de escenario le vendría bien. Pero si prefiere dormir…
—Qué coño dormir. No puedo.
—¿Por qué?
—Porque… tengo sueños.
—¿Quiere hablarme de ello?
—No. —La respuesta fue vehemente y decidida.
—Muy bien.
Meredith espiró, exasperado.
—Es usted insoportable. Creo que la prefería cuando se hacía la ofuscada.
Natalie reprimió una sonrisa.
—No puedo hacerle hablar de cosas que usted no quiere hablar. Pero cuando esté dispuesto, aquí me tendrá.
—Nunca estaré dispuesto —fue la desafiante respuesta de Meredith.
—Eso piensa ahora. Pero puedo enseñarle estrategias para luchar contra ello.
Meredith achicó los ojos.
—¿Qué clase de estrategias?
—Una especie de programa neurolingüístico. Suena raro, ¿verdad?, pero no lo es. En absoluto. Claro que yo no puedo hacer nada a menos que usted esté dispuesto a hablar.
—Ése es el precio, ¿no? —La miró con expresión dura y escéptica.
Natalie sonrió tranquilizadoramente.
—En absoluto. Es parte intrínseca del proceso. Ya se lo dije, lo importante es el tratamiento. La información irá saliendo de forma natural. Debe usted creerme.
Meredith se sentó otra vez y bajó la vista mientras ella tomaba su café. Al rato, dijo:
—La última chica que murió ¿se parecía a Jilly?
—Sí. Eso es lo raro… Ni Jilly ni Alison Terry encajan físicamente con el modelo de las otras. Antes de Jilly todas las chicas parecían calcadas.
—Entonces ¿por qué ella, por qué Jilly?
—Hay varias teorías. Podría ser que sus fantasías estuvieran cambiando, que esté apuntando hacia otro tipo. O, quién sabe, que esta vez haya matado a alguien como Jilly sólo para despistar a la policía, para dar una pista falsa. Un asesinato utilitario, si lo prefiere. Yo creo que volverá al tipo inicial.
Meredith agachó de nuevo la cabeza y empezó a tocarse las uñas. Cuando habló, lo hizo en un tono grave y monótono.
—A veces pienso que está en el restaurante, observándome, que sabe que estoy allí. Nadie más puede verle, sólo yo. Únicamente existe para mí. He de mirar en el asiento de atrás, hasta en el maletero, cuando subo al coche. Sólo me siento seguro dentro de esta casa. De día, hay tanto silencio que se oye todo. Nadie puede acercarse aquí sin que yo me dé cuenta.
Fuera, y pese a la hora temprana, Natalie oyó la alegre risa de una niña y maldijo mentalmente. No era el momento oportuno para interferir en los pensamientos de Meredith.
Él no lo había oído, o no se había hecho eco de ello.
—Después de lo sucedido volví una vez al hospital. Sólo para recoger unas cosas. Cuando la gente me veía se quedaba petrificada. Era como si se les helara la materia gris. No eran capaces de mirarme, no sabían qué decirme. Me sentía como un monstruo de feria. Alguien me preguntó cómo estaba y yo me eché a llorar.
La risa del exterior se había desvanecido y el ruido de pies en la grava, corriendo, brincando, creció y decreció. Natalie oyó cerrarse la puerta del chalet. Luego siguió un golpe de ensayo, como el que haría un niño que apenas alcanzaba a llamar. Al rato, mientras Meredith seguía absorto en sus pensamientos, los golpes cesaron y un gemido, quedo pero bien definido, empezó a filtrarse por el espacio entre las dos casas hasta el oído de Natalie.
Ven a buscarla, Julie, rogó Natalie para sus adentros, rechinando los dientes. Ven a buscarla.
Meredith alzó la vista.
—Él es real, ¿verdad? No es una pesadilla de mi propia cosecha…
Los gemidos se fundieron en el silencio, seguidos de un golpe sordo y un grito. El ruido fue apremiante. El grito de angustia de una niña.
Meredith frunció el entrecejo, sacado de su trance.
Soltando un juramento, Natalie se levantó y miró por la ventana. Frente al chalet azul, Mandy estaba de rodillas tocándose una rodilla pelada, a su lado un cubo del revés. No hacía falta ser un genio para averiguar lo que había pasado. Mandy se había puesto de pie sobre el cubo bien para atisbar por la ventana, o bien para chillar por la rendija de la correspondencia. El cubo se había volcado y la niña había caído al suelo.
Pero Natalie vio más cosas. Cosas que le trajeron a la memoria la cólera del día anterior. Mandy llevaba únicamente el pijama rosa con volantes. Incluso desde esa distancia, pudo ver que los puños eran ahora de un gris sucio, que la niña había llevado puesto el pijama durante todo el día anterior. La ira afloró a sus labios.
—¿Qué demonios hace esa mujer dejando salir a la niña con el frío que hace? ¿A quién se le ocurre?
Meredith la miró sin expresión. Estaba esperando que contestara su pregunta de antes.
Mandy soltó otro grito desgarrador. Esta vez Natalie no pudo hacer caso omiso. Sus pensamientos pasaron de la niña al hombre. Una sensación incorpórea le sobrevino de pronto y se vio a sí misma desde un punto distante, atrapada en una telaraña, teniendo que tomar decisiones que eran a la vez sencillas y complicadas. Su trabajo con Meredith era de vital importancia. Miles de chicas vivían atemorizadas por el Carpintero. Lo que ella hiciera aquí podía tal vez salvar la vida de una, cuando no de muchas mujeres. Por ese motivo era más importante que cualquier otra cosa.
Su frío intelecto le decía que ignorase a la niña y que volviera a concentrarse en su difícil tarea: extraer de Meredith la información vital que encerraba en su mente.
Pero había otra necesidad, más profunda aún. Mandy no tenía a nadie más que a su inepta madre. Ni siquiera tenía la suerte de Natalie, que había disfrutado de un padre como aliado contra el pernicioso alcohol. Y reconociendo la necesidad de hacer algo por la niña, Natalie tuvo conciencia de una nueva y aterradora sensación que la excitó. Por primera vez hacía caso de sus instintos, y eso le resultaba estimulante.
Fue hacia la puerta al tiempo que registraba el hecho de que Meredith la estaba mirando, esperando a que le diera la señal para continuar.
—Voy a ver qué pasa —dijo ella.
Abrió la puerta y corrió hacia la llorosa niña. Mandy no opuso resistencia cuando la levantó y la meció en sus brazos, tranquilizándola. Fue hasta el chalet azul y llamó a la puerta.
No hubo respuesta.
A través del fino pijama de la niña, Natalie notó sus piernas heladas. Mandy se había calmado y ahora temblaba y lloriqueaba en sus brazos mientras ella iba a mirar por la ventana. Sólo había un ligero resquicio en las cortinas para mirar al interior, pero fue suficiente.
En el sofá de la pequeña sala de estar, Julie yacía con una pierna en el suelo. A su lado, el televisor parpadeaba imágenes en vano. Natalie sintió pánico. Julie estaba tan quieta, y aunque no distinguió bien su cara desde la sucia ventana, vio que estaba muy pálida. Y entonces Natalie se fijó en que el pecho subía y bajaba. La respiración parecía honda y pausada, la respiración automática del paciente semicomatoso. Natalie siguió la mano que yacía flácida sobre el respaldo, con los dedos abiertos, señalando inequívocamente hacia la botella verde volcada en el suelo. Natalie se vio inundada por una negra ola de ira.
Aquella furcia estúpida.
Mandy gimoteó un poco y dijo débilmente:
—¿Mamá?
Rápidamente, Natalie echó a andar hacia la casa de Meredith.
—Tranquila —iba diciendo—. No pasa nada.
Dentro, el calor de la estufa de leña se infiltró en su cuerpo. Meredith no estaba por ninguna parte. Arrodillada frente a la estufa, empezó a frotar con energía las piernas de Mandy. La niña rió pero no se resistió. Entonces un ruido hizo que la pequeña diera un salto y volviera sus oscuros ojos hacia la puerta del dormitorio.
—¿Qué significa esto? —preguntó Meredith.
—Está helada de frío.
Él no dijo nada y cuando Natalie se volvió para mirarle, su expresión era de incredulidad.
—Esto no es la clínica del doctor Barnardos. ¿Se puede saber dónde está su madre?
—Durmiendo una borrachera de órdago.
—Oh, fantástico.
—Fuera está helando —dijo Natalie.
—Éste no es sitio para la niña.
—¿Por qué? —repuso Natalie.
—Porque yo no la quiero aquí.
—Usted no es el único que tiene que cargar con una cruz. —Inmediatamente lamentó haber dicho esto, pero su voz permaneció serena—. La inocencia no es un crimen.
Mandy miró de nuevo a Meredith. Sus ojazos imploraban afligidos. Las broncas entre adultos no eran extrañas a sus oídos.
—Si tanto le molesta nuestra presencia, le sugiero que vaya a acostarse —dijo Natalie, volviendo a sus masajes—. Procuraré que no haga ruido hasta que venga su madre.
Él no protestó y agachó la cabeza con su derrotado estilo peculiar. Se marchó hacia el dormitorio como un niño tras una reprimenda. Mandy estaba recuperándose. Detrás de ella, oyó unos ruidos y luego el silencio. Cuando se levantó con las articulaciones rígidas minutos después, Meredith no estaba por ningún lado y no había forma de abrir la puerta del dormitorio. Sobre la diminuta encimera de la cocina, había una camiseta y un jersey viejo.
Las mangas del jersey colgaban de los brazos de Mandy como ramas partidas y la camiseta le llegaba a los tobillos, pero así estaba abrigada. Había sido un gesto espontáneo por parte de Meredith, un rasgo humano que no podría negar. Eso hizo pensar a Natalie que al dejarse llevar por el instinto de ayudar a la niña tal vez había abierto por fin el caparazón protector de Meredith. Aquello le había hecho sentir muy incómodo, pero al menos le había hecho sentir.
Era buena señal. Una excelente señal.