19
La chica abandonó el picadero a las dos y volvió por el mismo camino. Bloor la estaba esperando a cincuenta metros de la entrada. Ella pasó junto a él sin dedicarle una mirada.
La cabaña estaba tal como él la había dejado. Encendió el hornillo y se preparó un té caliente, pues había agotado las existencias del termo. Se sentía muy satisfecho con su trabajo de la tarde. Cerca de una aldea había encontrado una gasolinera abandonada junto a un pequeño bar de camioneros. La marquesina se había derrumbado y el rótulo de Shell pendía en un ángulo inverosímil, pero el bar se veía firme y estaba bien entablado. Poca gente debía acercarse allí, a juzgar por la vegetación circundante. No había ventanas a excepción de las dos mugrientas claraboyas que pudo limpiar y que le darían luz suficiente para lo que tenía que hacer. Necesitaba pilas para la fotografía con flash. La última vez casi había sido un desastre; algunas fotos no habían salido bien. No había toma de corriente, pero Bloor estaba aprendiendo a sobrevivir sin ella. El hornillo le daría calor suficiente; de hecho, él casi no notaba el frío.
Había escogido una pieza pequeña con acceso por la parte de atrás y rodeada por fuera de coches y camionetas abandonados que servían de excelente parapeto. Además, quedaba a cuatro kilómetros escasos del picadero. En los cuarenta y cinco minutos que había pasado allí, no había visto ni oído acercarse un alma a menos de quinientos metros.
A las seis, ella salió de la casa y se dirigió en coche al centro comercial del barrio. Bloor la siguió hasta un multicine y observó desde el oscuro portal de una tienda vacía al otro lado de la calle cómo ella se paseaba arriba y abajo, para no quedarse helada. A su derecha, una oscura calle servía de acceso posterior a las tiendas. Bloor contempló la gracia de sus movimientos, la elegancia que el informe abrigo de invierno no lograba estropear.
Y entonces, de repente, sucedió algo imprevisto. La chica pareció mirarlo directamente. Bloor se echó hacia atrás, conteniendo la respiración mientras ella cruzaba la calle a toda prisa y quedaba bañada por la luz de una joyería a menos de quince metros de donde él se agazapaba en las sombras. Nunca había estado tan cerca de ella y pudo comprobar que era guapa en todos los sentidos. Y mientras miraba, el hambre empezó a corroerle las entrañas. Sabía que ella no podía verle; esto se debía tanto a su creencia en su propia invisibilidad como a su posición camuflada, pero la novedad radicaba en la certeza de que podía salir de su escondite y hacerla suya allí mismo. Nunca lo había sentido tan fuerte, y eso le preocupó por la increíble intensidad de la sensación. Todos sus planes se estaban evaporando ante la ansiedad de un exacerbado síndrome de abstinencia. Su imaginación se convirtió en una pavorosa llama sedienta de sangre. Desesperadamente, se puso a buscar alrededor un sitio donde poder atacarla.
Sí, allí, en la parte de atrás. La calle estaba oscura, salpicada de grandes trechos de sombra y oscuridad. Tal vez podría entrar en uno de los edificios y ocultarse dentro. Una parte de sí lo consideraba demasiado arriesgado, demasiado engorroso. Saldría con la ropa rasgada y manchada de sangre, y no tenía allí sus instrumentos, la cámara, la grabadora. Pero otra parte le decía que no podía negar el hambre. Ella era carne fresca, esperando sin saberlo a que él la tomara mientras aguardaba, inocentemente, a unos doce metros de allí.
Sintió que le invadía, notó que los pies empezaban a sacarlo de su escondite. Pero ella no pareció advertir nada. Ahora estaba a menos de cinco metros y Bloor podía olerla, oler realmente su perfume. Notó que se le tensaban los brazos. Como cables de acero. Sabía que podía agarrarla con un solo brazo y se sacó las manos de los bolsillos, convertidas ya en garras. Ya estaba a un metro de ella, a punto de atacar. La calle casi desierta. El corazón se le salía del pecho. Lo haría rápido, se la llevaría a la oscuridad y…
Alguien gritó en la otra acera.
La chica se dio la vuelta, sonriente, y levantó la mano para saludar a quien la había llamado. Bloor estaba tan cerca que la colisión fue inevitable. Al perder el equilibrio, él cayó torpemente al suelo. En aquel instante supo que todo había terminado, pese a que ella tenía el brazo en contacto con él, pues se había arrodillado y le miraba, pidiendo disculpas. Pero Bloor se apartó mascullando algún tópico, pendiente tan sólo de las voces que gritaban de frustración dentro de su cabeza. Se puso en pie y echó a correr con la cara enrojecida de turbación. Al llegar a la esquina, miró hacia atrás y la vio a ella delante del cine riendo en compañía de otras dos personas que miraban y señalaban.
Se apoyó contra la pared de unas oficinas, resollando y con el corazón desbocado por la proximidad de su victoria y lo ajustado de su huida. Había sido una estupidez intentarlo. Era la primera vez que perdía el control.
Notaba aún la presión de la mano de ella en su brazo. Olía aún su perfume. Se apartó del edificio y se obligó a andar. Tenía ganas de gritar, pero se le fue pasando poco a poco mientras volvía a paso rápido hacia donde había dejado la motocicleta. No podía darse el lujo de perder el control. Sin control, empezaban los errores. Y hoy había estado a punto de meter la pata.
¡Pero esa cara! ¡Ese pelo!
Dentro de una semana serían suyos. Su paciencia se vería recompensada, como siempre sucedía. Ya había preparado el terreno, encontrado la presa. Una semana de retraso no menguaría el éxtasis final. Montó en la moto y el temblor de sus manos casi le hizo tirar las llaves.
A las siete y media, Bloor había recogido la caseta y estaba de camino. Tenía una semana para soñar y fantasear sobre lo que haría con ella. Esa chica tan especial que aparentemente podía ser la mejor, o la que más se le acercaba.
Tenía siete días para ponerse a la altura de los imbéciles que le rodeaban. Pero habría de ir con cuidado, representar su papel, no dejar que nadie notara el cambio que le hacía vibrar por dentro. Y después de ésta, sería el momento de buscar a Susan.
La pequeña Susan.
Ni siquiera consideró la posibilidad de que le atraparan. Estaba seguro de que la policía no tenía ni idea de quién era él. No les había dado ninguna pista sobre su persona. Él era invisible. Pensó en la chica, en sus facciones menudas. Pensó en ella retorciéndose, recitando su parte. Su voz era armoniosa, voz de niña pequeña. ¿Cómo sonaría esa voz cuando él claveteara las puntas y le explicase lo que le iba a hacer?
¿Cómo sonaría cuando ella dijera las palabras que él le iba a enseñar? (Creyendo que, si obedecía, el sufrimiento sería menor).
Pensó en la sangre y pensó en devorar su pequeña garganta, la que guardaba el tesoro de su voz. Si se la abría mientras estaba hablando, ¿sería visible la voz? ¿O simplemente vería las cuerdas vocales vibrando y se sentiría decepcionado, como las otras veces?
Eso le mantuvo ocupado durante el viaje de vuelta. Sería incapaz de tragar el pollo congelado de Tina. No lo necesitaba. Podía alimentarse de sueños.
Una vez en casa, guardó las cosas de la caseta y verificó a fondo la moto antes de abrir el arcón. Se dedicó a mirar las fotografías y admirar su obra, no pudiendo contenerse ante la idea de lo que estaba por venir.
Natalie llegó al motel a las ocho y media. Incapaz de aguantar la bazofia de la estación de servicio, había ido a la ciudad y en un local italiano que elaboraba su propia pizza, se había dado un festín comiendo sin prisas mientras pasaba al papel su estrategia para el día siguiente.
Un solitario folio se sumó a la treintena que ya había emborronado en días anteriores. Eran observaciones sobre el comportamiento de Meredith, sobre las escasas informaciones que se había permitido proporcionar acerca del Carpintero. Eran migajas, pero todo ayudaba. Natalie estaba empezando a cotejar sus interpretaciones con lo que sabía por los informes policiales, y el resultado era ni más ni menos que un perfil alternativo: el del hombre al que estaban buscando.
Sus pensamientos viraron hacia él. ¿Habría ido de caza ese día? Mataba sobre todo durante el fin de semana. Eso quería decir que tenía un trabajo estable que le mantenía ocupado los días laborables.
Había lagunas, información vital que ella necesitaba. Sus notas eran como una guía de viaje sin destino claro. Pero, con suerte, mañana completaría el itinerario si Meredith conseguía saltar el último obstáculo. La imagen de su rostro ojeroso era difícil de borrar. Se había convertido en un holograma humano desprovisto de aquello que le había hecho ser el que había sido una vez.
«¿Y qué había pasado?», preguntó una vocecilla burlona.
«La doctora. La curandera. ¿La amante?».
Por Dios, Natalie, ¿cómo puedes pensarlo siquiera?
Pero ella sabía la razón. Era una parte inapelable de su propia experiencia.
Meredith había sido… era atractivo. Natalie se había dado cuenta viendo las reacciones del personal femenino en el hospital de Bristol.
Natalie se permitió una sonrisa irónica.
Sabía que era vulnerable.
El problema con Mo… Dios, todavía se encogía de miedo al pensar en él. Claro que difícilmente habría podido calificar de verdadera a su relación con Mo. No estaba muy segura de cómo la habría descrito. ¿Un accidente, quizá? Pero no en el buen sentido de la palabra, más bien una colisión múltiple en la autopista. Pidió tarta helada y se obligó a seguir con sus notas. No quería pensar en Mo. Ni quería volver a verle nunca. Y entonces se le encendió la bombilla.
¿Se sentía así por Meredith? ¿Era él quien la hacía desear olvidarse de Mo?
Se vio reflejada en el espejo de un marco en la pared. Le chocó ver que estaba sonriendo.
Fue directamente a su habitación, miró un rato la televisión, no encontró nada bueno, pero lo dejó encendido como ruido de fondo antes de volver de nuevo al informe de Tindal sobre Jilly Grant. Quería encajar la historia de Meredith con la versión que del crimen había dado la policía. Ése era su plan. Pero no pudo evitar reflexionar sobre el breve y escueto perfil de la chica muerta. ¿Qué había en ella que la había convertido en víctima a ojos del asesino? ¿Por qué la había elegido el Carpintero? ¿Eran acaso los mismos rasgos que habían hecho que Meredith se fijase en ella? ¿Era ése el vínculo entre los dos hombres?
Natalie estudió la foto de la chica. Una elocuente instantánea de ella con un fondo soleado. Vestía una camiseta holgada y un short amarillo sobre sus bronceadas piernas, y calzaba unas Nike azules. El pelo peinado hacia atrás y cubierto con una gorra de béisbol, posando con una mano en la cadera y un palo de golf al hombro. Había otras copias, poses más formales de una muchacha más joven, probablemente facilitadas por la familia, pero la foto del palo de golf tenía vida. Era la que Natalie habría elegido y estaba casi segura de que era Meredith, o el hombre anterior a él en la vida de Jilly, quien había sacado la fotografía. Había sido una chica muy atractiva, y la más alta de las víctimas, y la de pelo más claro.
Natalie sacó los otros informes y comparó las fotografías de Alison Terry y de Jilly Grant. El parecido era notable.
Buscó la correlación de fisonomías en el ordenador. Era de un 80 por ciento entre las primeras víctimas. Y luego estaban Alison y Jilly, que se apartaban mucho del tipo. «¿Y qué?», se dijo. A decir verdad, Grant era muy atractiva. Habría destacado en cualquier parte. Pero no funcionaba así la mente del asesino, y ella lo sabía. No sería la primera vez que un asesino sádico escogía una víctima muy diferente para despistar a la policía. Si ésa era la motivación en este caso concreto, había logrado su objetivo.
¿O acaso se les estaba escapando algo tanto a ella como a los demás? ¿Un detalle vital que estaba allí, ante sus narices? Se lo había preguntado muchas veces y todavía no daba con una respuesta.
Se sobresaltó al oír que llamaban a la puerta y recordó la expresión de Meredith cuando Julie había llamado esa misma mañana. Bajó las piernas de la cama y se calzó las zapatillas antes de ir a abrir.
Otra llamada.
—¿Quién es? —preguntó ella con la mano en el tirador.
—Servicio de habitaciones.
Una voz aguda de hombre. Abrió unos centímetros. La sorpresa la paralizó durante la fracción de segundo que él tardó en meter un pie y una rodilla en la puerta antes de que ella se la cerrara en las narices.
Forcejearon violentamente, Mo con la mejilla pegada a la hoja, los dientes descubiertos en una sonrisa forzada, y Vine intentando cerrarla contra la pierna intrusa de él. Pero entonces él sacó una fuerza interior contra la que ella no podía competir. Dio un fuerte empujón. La puerta cedió y Natalie fue corriendo hacia dentro, a punto de perder el equilibrio. Ni siquiera vio la mano de él hasta que el dorso de la misma le golpeó el labio inferior y Natalie dio vueltas sobre sí misma como un payaso mecánico, tropezando con la tele, agarrándose a ella para evitar que ambos, el televisor y ella, cayeran al suelo.
Y cuando consiguió plantarle cara, supo que todo había cambiado. Allí estaba Mo con los puños cerrados. Apestaba a alcohol y la miraba con la sonrisa que ella le había visto en su piso cuando la había mirado desde la silla, borracho como una cuba, antes de pegarle la primera vez.
De pegarle y sonreír.
Mo vio que estaba asustada y sonrió.
—¿Qué pasa, Nat? ¿No te alegras de verme?
Ella quería decir que le había dado un susto, fingir que no pasaba nada, pero luego se dio cuenta de que no funcionaría y que tendría que disculparse por la cara de miedo. ¡Mo le había pegado, qué caramba! Vio que le temblaban las manos y se sintió estúpida y atemorizada.
—Sí —dijo Mo, respondiendo por ella y cerrando la puerta con el pie—. Bueno, bueno…
Se miraron a los ojos, y cuando Natalie intentó moverse hacia su izquierda, él hizo otro tanto, cerrándole el paso con las manos. Estaban demasiado separados para que él la tocara, pero ella dio un respingo casi como si lo hubiera hecho. Vio que él respiraba con dificultad y rapidez, vio las pupilas dilatadas y su miedo fue en aumento.
Y en medio de ese temor creciente, su memoria volvió inexorablemente atrás. Se encontró en Esher, con dieciséis años, vestida aún de gala y maquillada con cosméticos prestados, saboreando aquel solitario cuba libre de ron que Jane había traído en una botella de Pepsi, empeñada en que ella echara un trago; temblando ante la certeza de que su madre se lo notaría en el aliento, como el lobo olfateando al conejo. Temblando ante aquellos ojos llameantes. Ojos planos como espejos sin otra cosa detrás que pena y disculpas y odio. Recordó la sensación de la orina caliente en su pierna mientras miraba aquellos ojos, convencida de que podía morir de vergüenza oyendo las cosas que su madre le llamaba, las falsas acusaciones. Aquella noche había deseado ver muerta a su madre mientras la mano caía con ira sobre su oreja y luego aquella voz terrible…
Ojalá lo hubiera hecho…
—… hace tiempo.
Mo no dejó de sonreír mientras sus palabras penetraban y hacían añicos la pesadilla diurna que Natalie estaba rememorando. Ella le miró con cierta ironía.
—Estamos hechos el uno para el otro, Nat. —Ella sabía que Mo lo decía en serio. Quiso negar con la cabeza, pero fue un gesto poco convincente, una temerosa sacudida debilitada por la desconfianza en sí misma.
—¿A qué te refieres? —dijo ella, y se sorprendió de hablar con normalidad.
Mo soltó una carcajada. De pronto dijo:
—Si a ti te encanta, coño. Vamos, Nat. Un poquito de dolor. Vamos…
Natalie sintió renacer la repulsión. Una mezcla de miedo y odio y recelo que se movía negra en torno a ella, rezumando sus paralizantes fluidos, amenazando con arrollarla. Qué fácil habría sido cerrar los ojos y sucumbir a la anestesiante negrura.
Y lo peor, lo peor de todo, era la voz que preguntaba ansiosa: «¿Es que tiene razón, Natalie? ¿Será que tiene razón, a fin de cuentas?».
Se le echó encima mientras ella divagaba, la sorprendió con la guardia baja. Natalie notó su aliento en la cara. Olió allí su propio infierno: el pestazo a ginebra. El olor de su madre.
Mo le retorció el brazo a la espalda. Ella notó un dolor agudísimo y algo que saltaba en su hombro. Ahora la estaba tocando a placer, estrujándola, pellizcando carne, haciéndole daño. Y fue entonces cuando comprendió con tardío horror que, en efecto, aquello iba a ser violación. Y con ello el reconocimiento de que eso era lo que él había querido siempre.
Mo la arrojaría sobre la cama y le pegaría otra vez. Probablemente le seguiría pegando antes de arrancarle la camiseta y los tejanos. Y ella le imploraría, con mirada de humillación, y entonces vería en él lo que en un principio la había hecho atractiva a sus ojos: el desprecio de él hacia ella, su incredulidad, porque él estaba convencido de que sus palabras eran mentiras. Mo creía en serio que estaban hechos el uno para el otro. Que éste era su destino.
Un gemido escapó de sus labios mientras un caleidoscopio gigante de imágenes confusas explotaba en su cabeza. Comprendió con espanto que una pequeñísima parte de sí misma no quería forcejear más.
Aquella aterradora injusticia disparó sus pulsaciones. La cara de su madre volvió a surgir ante ella.
Guarra.
La cara le chillaba. Le decía que lo que estaba pasando era sólo lo que se merecía por ser una…
Guarra asquerosa.
No obstante, en el fondo de su mente estaba la voz de la razón que alguna vez durante sus años de aprendizaje había logrado decirle al oído:
No, Natalie. No seas estúpida.
Tenías catorce años cuando todo empezó.
Tu madre estaba enferma.
Nada de esto es real. Sólo tú lo eres. Tú no te mereces esto.
Entonces ¿por qué le diste pie? Responde,
dijo la voz de su madre.
No hubo respuesta.
En una postrera oleada de autodesprecio, Natalie empezó a llorar.
Las caricias de Mo se habían vuelto más frenéticas. Ahora se apretujaba contra ella, y notó el bulto en su entrepierna apretándole la cadera, y toda ella empezó a ceder. Sería fácil. Dejarle hacer, salir con un ojo a la funerala, la mandíbula rota a lo sumo. Dejarle hacer, darse por vencida, ceder a sus deseos. Y cuando todo haya acabado, echar a correr y llamar a la policía.
Pero ah, ella no quería dejarse. Ella no quería que le tocara.
Mo le soltó el brazo y el alivio fue como un río que se desborda de repente. Pero fue un respiro muy breve. Mo la hizo girar, sus ojos como negros pozos, salvaje su sonrisa. Le agarró un mechón de pelo y le tiró de la cabeza hacia atrás; ella notó la presión en los labios, la lengua que intentaba penetrar en su boca a marchas forzadas.
Ahora él le amasaba los pechos sin dejar de tirarle del pelo, y Natalie lanzó un grito de dolor.
—¿Qué pasa, Nat? —le espetó él—. ¿Te has tirado a ese loco de mierda?, ¿es eso?
Mo le tiró la cabeza hacia atrás. Ella lanzó un nuevo grito mientras caía de rodillas ante él.
Pero la mención de Meredith la había desconcertado. Él no tenía parte en este juego. Sin embargo, era el motivo de que ella estuviera en aquel motel perdido, ¿no? Nuevos pensamientos empezaron a flotar en su cabeza. En cierto modo se sentía responsable de Meredith. ¿Qué le pasaría a él si Mo la mandaba al hospital, cosa harto probable? Si ella no se presentaba a la cita de mañana, Meredith lo aceptaría como una nueva traición por parte de un miembro del género humano. Nada nuevo para él.
Y con aquel extraño pensamiento en la cabeza, Natalie supo que había mucho más en juego que su propio instinto de conservación. Fuera cual fuese el espectro venido del pasado que la hubiera puesto en la esfera de influencia de Mo, ya no tenía lugar en su vida. Un rayo de luz y de razón iluminó su confusa agonía. Verse a sí misma como salvadora de otro ser humano era algo grandioso en sí mismo, y aun así sabía que había bastante de cierto en ese pensamiento. O Meredith probaba suerte, o acabaría en un manicomio o con una etiqueta en el dedo del pie: «suicida».
Sus ojos, fijos en la cara contorsionada de Mo, bajaron hacia su cara camisa de seda, su cinturón Gucci y su bragueta.
Mo se dio cuenta y ella notó que aflojaba la presión.
Cautelosamente, Natalie aplicó el pulgar y el índice sobre el pequeño fijador plateado y tiró hacia abajo, alzando de nuevo la mirada. Y Mo ya no vio las ojeras ni la sangre que goteaba de su labio aplastado. Lo único que vio, como le pasaba siempre, fue la aquiescencia de ella, su rendición, además de la vocecita con que ella solía decir «Deja que lo haga yo».
Mo dejó de tirarle del pelo. Natalie estiró el cuello y sacudió la cabeza momentáneamente aliviada, ladeándola para buscar su pene al tiempo que escudriñaba la habitación a fin de localizar las llaves. Todavía estaban sobre la pequeña cómoda.
Mo había apartado ambas manos para llevárselas detrás de la cabeza. Se disponía a disfrutar. Había sabido todo el tiempo que ella entraría en razón. Lo había visto en sus ojos, no se había equivocado con ella. Mano dura, eso era lo que Natalie necesitaba, lo que cualquier puta necesitaba.
Notó cómo los dedos hurgaban en su calzoncillo, la vio arquear el cuello con aquel gesto tan sexy y arrogante. Y luego las uñas que le cosquilleaban los testículos, los dedos que se ensortijaban…
Abrió la boca para gemir de placer, pero lo que salió fue un grito ahogado de dolor indescriptible.
Natalie había apretado y tirado con toda la fuerza de su brazo, notando cómo los testículos cedían entre sus dedos. Luego se puso en pie sin soltarle las pelotas. Le miró una vez la cara. Pálida, contraída, y con aquellos ojos oscuros llenos de incredulidad mientras la boca maullaba de dolor. Le soltó y le empujó con la mano libre al tiempo que daba media vuelta y agarraba las llaves y el abrigo.
Antes de llegar a la puerta, miró hacia atrás. Mo estaba sobre la cama en posición fetal, agarrándose la magullada anatomía y soltando lágrimas de dolor por el rabillo del ojo.
Natalie se había alejado casi cinco kilómetros cuando empezaron los temblores. Las calles estaban despedidas en la fría noche sin luna y el brazo le temblaba de tal forma que ni siquiera podía sostener el kleenex para secar el vapor del parabrisas. La trepidación le bajaba hasta las piernas, y ella dio dos acelerones espasmódicos antes de pisar el freno y arrimarse al arcén de la carretera.
Dejó el motor en marcha mientras trataba de templar las manos. Tenía que bajar, los temblores se le hacían intolerables. Salió al frío aire nocturno. Le castañetearon los dientes, pero no de frío sino de la adrenalina que surcaba su cuerpo. Se puso frente a los faros delanteros y empezó a dar saltos, agitando los brazos a la altura del hombro como una gimnasta maniática para desembarazarse de parte de aquella energía terrorífica que su cuerpo había bombeado como reacción a su miedo a Mo.
El cielo estaba punteado de estrellas. Y mientras las contemplaba se puso a gritar, como un perro ladra a la luna.
La imagen de sí misma, repentinamente clara, hizo que callara en pleno grito. Hete aquí una psiquiatra de treinta y nueve años chillando a las estrellas. No podía ni pensar siquiera en lo que acababa de hacer. Le resultaba imposible razonar en medio de aquella oleada de dicha que la invadía de pies a cabeza. Se sentó sobre el capó y se echó hacia atrás disfrutando del aire frío, saboreando de nuevo la sangre en sus labios mientras su boca reabría la herida con una sonrisa. Pero esta vez no sintió dolor alguno. No había lugar para el dolor en aquel momento de éxtasis. Y mientras la sangre manaba otra vez, Natalie experimentó algo que se le había ocultado durante toda su vida adulta.
En la sangre percibió la libertad.