27
La multitud empezó a crecer entre la una y media y las dos. Cuando el Arsenal jugaba en domingo los partidos solían ser retransmitidos por la televisión nacional, pero Vine raramente oía las risotadas y las voces acaloradas de la gente que desfilaba hacia el campo de fútbol. Apenas advirtió el uniforme aumento del volumen debido a que estaba absorta en los periódicos que había esparcidos por el suelo.
Se había levantado tarde, rígida después de nueve horas de sueño en su confortable cama, y luego se había ocupado en fruslerías tratando de no pensar en Meredith sin conseguirlo. Pocos minutos antes de las doce había salido a comprar el Observer. Haciendo cola en el quiosco, su atención había quedado súbitamente fijada al dar un repaso a los titulares sensacionalistas. Había vuelto al piso con todos los tabloides que había podido encontrar. Ahora, sus pensamientos no dejaban de señalar a una sola fuente: Mo.
Sólo podía haber sido Mo. Había detalles que solamente podían haber salido de los informes que ella había leído y él robado. La foto de ella era mala pero aun así reconocible. Sintió sorpresa y luego ira, al comprender que la habían sacado tres días atrás, antes de entrar al restaurante italiano. Alguien les había estado espiando. Por dos veces había intentado hablar con Tindal, pero le habían dicho que no se podía poner.
Su único consuelo era que al menos la gente estaba prevenida. Era muy escaso solaz ante el ultraje a su vida privada, pero nadie que hubiera leído el dominical se pararía hoy si se lo ordenaba un policía motorizado.
Y luego le había oído a él. La radio estaba dando ruido de fondo: Desert Island Discs, con un precoz violinista y sus cultas reminiscencias. Y luego el boletín de noticias. Al principio había escuchado sin demasiado interés, pero al salir la voz de Meredith, casi se había caído del susto. La calidez de su timbre estaba empañada de emoción. Natalie nunca le había oído hablar en ese tono. Y las palabras, tan extrañas e impropias de él.
Se levantó inquieta. Necesitaba desesperadamente hablar con Meredith, pero estaba incomunicado. ¿Qué pensaría él al leer todo aquello? ¿Cuándo había hecho tan extrañas declaraciones? Pero ¿qué estaba diciendo? Tom habría salido pitando si hubiese visto a un periodista. No podía ser él…
Pensativa, buscó las abultadas carpetas donde guardaba todas las notas del caso Meredith y empezó a revolver papeles. Encontró lo que estaba buscando en una transcripción fotocopiada de sus primeras entrevistas con la policía. La fecha era de varios días después del suceso; Meredith debía de estar en estado de shock. Describía la agresión a Jilly en respuesta a una pregunta sobre si el asesino había hablado o no.
… gritando sin parar. No pude oír nada más. Ella agonizaba, aullando como un mandril enloquecido. Yo no le habría oído a él aunque me hubiera chillado. Lo único que podía oír era cómo ella imploraba a gritos…
¡Sabía que lo había leído en alguna parte! Pero Meredith se estaba refiriendo a Jilly. Sus palabras habían sido sacadas de contexto. ¿Por qué? ¿Y quién lo había hecho?
Natalie fue hasta su sistema midi y buscó algo de Vaugham Williams, ávida de un poco de distracción. Mientras el volumen de la música subía, fue a la cocina y empezó a prepararse un café cargado.
Al otro lado de la calle, Edmundson tenía el turno de día y no estaba contento. Era socio de los gunners y un partido de liga contra el West Ham no era como para pasárselo sentado en una habitación horrible, por más que el blanco de su vigilancia estuviera bien a la vista.
Ella se había puesto una camiseta holgada al levantarse aquella mañana, y Edmundson todavía se felicitaba por haber reprimido la urgencia de tomar algunos primeros planos de la mujer desperezándose ante la ventana.
Bueno, al menos disponía de radio y periódicos. Tindal les había advertido que esperasen algo «un tanto picante» en la prensa de la mañana, pero, caray, pobres diablos los motoristas de la división de tráfico.
Echó un vistazo a la calle. Un flujo constante de humanidad roja y blanca desfilaba hacia el estadio. Todos habrían estado una hora o más en algún pub arreglando el mundo. Y la verdad es que era una verdadera muchedumbre la que pasaba por la calle, especialmente la marea de la orilla norte.
Consultó su reloj. El partido empezaba dentro de un cuarto de hora. ¿Demasiado pronto para una cerveza? No. Metió el brazo en una bolsa y dejó que la mano hurgara en busca de la lisa fresca forma cilíndrica, pero no notó nada. Mierda. Estaba seguro de haberlas sacado de la nevera. ¿O no? Edmundson gruñó. Tres hermosas latas de Guinness muertas de asco en la nevera portátil, dentro del maletero del coche. Había sido una extravagancia meterlas en hielo teniendo en cuenta que hacía un frío del demonio, pero no soportaba la cerveza tibia.
Tendría que bajar a buscarlas, no había otro remedio. Cogió sus prismáticos y enfocó el piso de Vine. Ella seguía en la cocina, fuera de su vista. Había entrado allí minutos antes y todavía no había salido. Estaría calentándose algo. La idea le dio hambre y el hambre hizo que la carencia de cerveza fuese aún más angustiosa.
Edmundson pasó bajo los restos del polietileno que habían colocado en la puerta, a modo de aislante, y empezó a bajar las escaleras produciendo un eco metálico. Había aparcado veinte metros más abajo, detrás de un contenedor de escombros, y fuera hacía un frío endemoniado. ¿Por qué no habría cogido la chaqueta? Maldiciendo, corrió hacia su coche.
Los de la brigada criminal discutirían mucho sobre ello más adelante, y Edmundson, consciente de que su trabajo estaba en la cuerda floja, se aferró a la mentira como una mangosta al lomo de una cobra. Desde el observatorio de Edmundson era posible ver los escalones que llevaban al sótano del edificio de Vine, pero efectivamente había un punto ciego cuando la escalera giraba noventa grados casi al pie de la misma. Y con el tráfico humano de aquel domingo habría sido difícil distinguir a alguien colándose por allí. Sólo Edmundson sabía que no había visto a esa persona porque estaba recogiendo del coche las latas de Guinness, pero ese hecho no llegó a reflejarse en su informe. Así, fue su propia conciencia la que le procesó y le encontró culpable. No abandonó la Guinness, eso jamás, pero juró que en el futuro la bebería caliente si era necesario.
Si algún transeúnte vio algo, ninguno prestó la menor atención. Si alguien oyó rotura de cristales en la puerta del piso del sótano, nadie se detuvo a extrañarse de nada.
Como si él hubiera sido invisible.
Eran casi las tres menos cinco cuando Edmundson volvió a su garita. Cogió los prismáticos y pudo ver a Vine entrando en la habitación con una bandeja y café. Se retrepó satisfecho en la silla. Y ahora un sándwich y una cerveza.
En la calle, el gentío corría por llegar antes del saque inicial. Edmundson puso la radio y dio un mordisco a su bocadillo de queso y cebolla antes de abrir la lata y ver cómo la cerveza espumeaba en el vaso de plástico.
Bebió un buen trago y dejó que los comentaristas le transportaran a su localidad de tribuna mientras los equipos saltaban al terreno de juego.
Natalie nunca supo muy bien qué le llamó la atención. La amplia sección de cuerda de la English Folksongs Suite inundaba la habitación con sus sones cadenciosos mientras ella leía un artículo, firmado por uno de sus antiguos jefes, en uno de los dominicales más respetables. Su estilo era típicamente prolijo y enmarañado y Natalie hizo una mueca cuando el articulista empezaba a ahondar en el tema del asesino sádico con argumentos chapuceros, sensacionalistas y ofensivos.
¿Fue un destello de movimiento percibido por el rabillo del ojo, o una alarma presciente lo que le hizo girar en redondo y mirar hacia la puerta? En cualquier caso, el resultado le hizo saltar literalmente por los aires con las piernas convulsionadas de pánico, y adoptar acto seguido una postura agazapada de defensa. La cafetera y su bandeja fueron catapultadas hacia el techo, ejecutando la taza un elegante arco antes de rebotar en la alfombra y vaciar su contenido en un pequeño remolino marrón.
Natalie lo percibió todo con su visión periférica porque sus ojos seguían absortos en la figura que parecía ocupar todo el espacio de la puerta. La punta de la capucha tocaba el marco y las mirillas negras estaban clavadas en sus ojos. La sotana blanca le llegaba hasta los pies, calzados con zapatillas de tenis. Vio que el hábito temblaba ligeramente y comprendió que él se estaba riendo, disfrutando el dramatismo del momento.
Natalie retrocedió tropezando con un revistero, cayendo casi sobre el sofá y ejecutando después un tango en marcha atrás hasta chocar con la pared. Sus ojos escrutaron la habitación en busca de algo para protegerse.
Él se dio cuenta y sacó un cuchillo que había llevado al cinto. Veinticinco centímetros de reluciente acero triangular; un cuchillo de chef con una horrible punta afilada.
Natalie, con la ventana a su derecha, pudo ver gente en la calle, pendiente del estúpido partido y ajena a la muerte que acechaba poco más allá. Quiso gritar, quiso pedir auxilio. Él lo notó también y avanzó, obligándola a moverse hacia la izquierda, lejos de la ventana.
Una voz, clara entre la barahúnda que Natalie tenía en la cabeza, gritó: «¿Pero qué haces, imbécil? Tú puedes hablarle, Natalie, has estudiado para eso, ¿no?».
Pero sus ojos no se apartaban del enorme cuchillo. Las fotografías de las víctimas en los informes policiales no dejaban de saltarle a la vista, impidiéndole pensar con lógica, alimentando el miedo que la tenía atenazada. Natalie gimió. Nadie podía hablar con un hombre que hacía aquellas cosas.
Él se movió con rapidez; ágil y más ligero de lo que sugería su sotana. Ella se parapetó tras el sofá mientras él permanecía en mitad de la sala, acechante. De pronto, el hombre hizo una finta a la derecha y luego a la izquierda. Eso la confundió, dejándola frente a él con sólo el sofá de por medio.
«Háblale, Nattie. Habla. Habla».
—Sé lo que le pasó. —Su voz sonó aguda y estridente. Eso le detuvo un instante—. Algo terrible.
Y entonces él se abalanzó sobre ella cuchillo en ristre y Natalie retrocedió una vez más, tratando de poner entre ambos la mesita baja y el sillón. Él giró sin apresurarse, dándose tiempo, esperando el momento adecuado.
Con una mano volcó la mesita baja y se acercó a Natalie. El cuchillo le hizo un corte en la camiseta, y ella notó el rasgar de la tela. Bajó los ojos y vio una mancha oscura ganando la superficie y creciendo.
Sangre.
Su sangre.
Se quedó con las manos apoyadas en el respaldo, conmocionada pero lista para salir corriendo si él se movía. Los oscuros agujeros de la capucha blanca no se apartaban de ella. Desesperada, Natalie miró en derredor. Estaba cerca de las estanterías repletas de pisapapeles y chucherías, cabezas africanas, leones de Singapur, cosas que no usaba nunca y que sus tías le habían regalado a lo largo de los años con su insaciable apetito por los souvenirs. Estiró una mano tratando de agarrar algo, y encontró un pisapapeles de vidrio adornado con un cardo al aguafuerte y la inscripción «Recuerdos de Dundee». Tuvo el tiempo justo para hacer un buen lanzamiento. Él agachó la cabeza, pero ella no había apuntado bien y el objeto aterrizó más de un metro a su izquierda. El pesado objeto surcó la habitación y chocó contra la luna de metro por metro y medio, haciéndola añicos con gran estrépito.
Natalie no vio su pierna hasta que ya era demasiado tarde. De un tremendo empujón, él propulsó la butaca hacia adelante. El golpe la pilló desprevenida, dándole en pleno costillar y levantándola del suelo. Por muy poco no cayó de cabeza sobre la propia butaca. Y entonces él embistió de nuevo, empujando el asiento con ambos brazos, a sólo unos centímetros de su cara, hasta que Natalie y la silla chocaron con la pared. Ella oyó un golpe sordo y algo que se resquebrajaba en su lado izquierdo.
El pisapapeles aterrizó en la calle y se rompió en mil pedazos. Algunos rezagados se detuvieron para mirar y maldijeron, pero casi todos siguieron su camino haciendo caso omiso del incidente y del hombre que, boqueando dramáticamente, emergía de la casa de enfrente y corría hacía el edificio cuya ventana acababa de romperse.
Edmundson fue de un lado a otro del portal, aporreando como un loco la puerta hasta que pensó en el sótano.
Tras caer casi de bruces escalera abajo, encontró la puerta ya abierta y el piso vacío. Fue de cuarto en cuarto con el arma desenfundada, observando los desperfectos mientras su respiración se hacía más trabajosa y acelerada. Finalmente, encontró otra puerta entornada y más allá unos peldaños que daban al vestíbulo.
Natalie estaba inmovilizada contra la pared, la mano pegada al costado, cada inspiración le producía un espantoso pinchazo. Él apartó la butaca, dejó que ella se arrimara a la pared y luego le tiró del pelo con violencia para enfrentarla a su terrible mirada.
Y entonces le puso el cuchillo bajo el párpado inferior, presionando hacia dentro hasta que la piel se rasgó. De pronto, le echó la cabeza hacia atrás y la golpeó contra la pared. El ruido pareció agradarle a él.
Bajó el cuchillo hasta la camiseta ensangrentada y la rajó antes de volver a golpearle la cabeza contra la pared. Eso hizo que Natalie viera luces moradas y amarillas ante sus ojos, pero por debajo del dolor y el terror, seguía haciéndose una pregunta: «¿Por qué? ¿Por qué está tan terriblemente enfadado?».
Su cabeza volvió a chocar con la pared. El dolor pareció fundirse con el que sentía en las costillas. Le vio ante ella, frenético, el cuchillo en el suelo mientras con la mano libre manipulaba bajo los pliegues de su sotana.
Por encima del dolor, las náuseas y el zumbido en la cabeza, la voz de su intelecto preguntó: «¿Sin clavos? ¿Y el ritual? ¿Dónde estaba el sonido de la voz de Meredith?».
Sus ojos fueron bajando con agonizante lentitud. El hombre empuñaba de nuevo el cuchillo. Esta vez apenas lo levantó. Simplemente lo hizo girar de manera que apuntara a la ingle de ella. Los pliegues del hábito eran engorrosos, y hubo de toquetearse con la otra mano. Natalie alcanzó a ver brevemente su pene erecto antes de que él le traspasara el pantalón, hurgando en el algodón como si destripara un pescado, pinchándole en la tierna piel del muslo y los labios mayores. Y entonces supo por qué no iba a haber ningún ritual. Aquello era una venganza, pura y simple. Podía sentirlo, olerlo incluso.
Entonces él habló por primera y única vez.
—No finjas, zorra. Sé que te gusta —dijo con voz áspera y amortiguada por la capucha.
Ella notó en el muslo la fría caricia del cuchillo mientras él le apartaba las piernas, pero el dolor que eso le produjo se disolvió en la presión de su cuerpo sobre el de ella.
De pronto la habitación resonó con un estruendo ensordecedor. Natalie creyó que le había explotado algo en la cabeza. Algo caliente y húmedo le salpicó la cara…
Y luego se hizo el silencio.
Ni crujir de tela, ni jadeos, ni encapuchados blancos encima de ella. ¿Estaría inconsciente, o muerta?
Aspiró y la punzada de dolor la hizo gemir.
No estaba muerta. Todavía.
Oyó pasos apresurados. No podía abrir los ojos, no quería verle otra vez.
Algo le rozó la cara y entonces ella gritó.
—¡Hazlo de una vez, hijoputa! ¡Hazlo ya!
—Tranquila, señorita. Tranquila. Ya puede abrir los ojos.
Natalie lo hizo a medias. Al ver que alguien se inclinaba hacia ella dio un respingo, temiendo que fuese una treta cruel, hasta que comprendió lo que pasaba. A su lado estaba Edmundson, empuñando una pistola, y a los pies de éste yacía la sotana blanca, la mayor parte teñida de carmesí. Natalie se secó la cara y la mano salió morada y pegajosa de la sangre… de él.
—¿Está… muerto?
—Sí, señorita. Muerto.
Natalie hizo un esfuerzo por levantarse pero el dolor la hizo desistir. Una radio crepitó en la mano libre de Edmundson.
—Quédese quieta, la ambulancia está en camino.
Natalie oyó que la voz se perdía y la escena empezó a fundirse delante de sus ojos mientras el dolor en la cabeza volvía con fuerza y ella se adentraba flotando en la inconsciencia.
Despertó aturdida y desorientada. Se tocó con cautela el labio hinchado. Lo tenía enorme y entumecido. Un gran chichón le presionaba la sien, y al darse la vuelta sus costillas se pinzaron con un aguijonazo de dolor. Los únicos cortes que notaba eran un tajo medio seco sobre el ojo izquierdo y los pequeños pinchazos debajo del ojo y sobre el esternón. Pero podía ver con normalidad, y al enfocar distinguió a una agente de policía uniformada a menos de cinco metros de ella. La agente se apresuró hacia la puerta con la promesa de regresar enseguida.
El cerebro de Natalie giraba en alocados círculos. Algo iba mal. Absolutamente mal, pero estaba demasiado confusa para pensar con claridad. Cinco minutos después, la agente regresó con una enfermera y Edmundson.
—¿Está bien? —preguntó él.
Ella asintió. Le dolía el costado izquierdo pero no tanto como antes. Era evidente que le habían administrado algo para mitigar el suplicio. La enfermera le tomó el pulso y la presión sanguínea.
—¿Dónde está Tindal? —graznó Natalie.
—En la M4, con una niebla de mil demonios.
—¿La M4?
—No sabe el enfado que tiene.
Natalie frunció el entrecejo.
—Esperaban su llegada, ¿verdad?
—Sí, señorita. La hemos estado vigilando desde que su amigo Alberini fue a hacerle una visita al motel.
—Mo… —dijo ella, vagamente—. ¿Le han encontrado ya?
—Sólo es cuestión de tiempo. No se preocupe.
La enfermera estaba inflando la abrazadera del esfigmomanómetro. Cuando levantó el brazo de la paciente para aplicar el estetoscopio, Natalie gimió al sentir otra punzada en las costillas.
—Dígame —preguntó, procurando no pensar en ello—, ¿sabían lo de los periódicos de esta mañana?
—Tindal nos dio luz verde, señorita. Yo sabía que había algo, pero no conocía los detalles.
—Debió de ser Mo quien filtró la información. Me sorprende que Tindal haya dejado que lo publiquen como lo han hecho.
—La prensa suele colaborar, señorita. Pero cuando le hincan el diente a una historia como ésta, prefieren arriesgarse.
—No fue ésa la impresión que me dio Tindal.
—Yo no me preocuparía, señorita. —Edmundson se encogió de hombros—. Mañana todo estará olvidado. Ya hemos presentado un informe.
—Entonces ¿saben quién es?
Edmundson pareció repentinamente incómodo.
—No del todo, señorita. No llevaba documentación. Pero es más joven de lo que yo creía.
No finjas…
La voz, amortiguda por la capucha, resonó en sus oídos. Natalie se sobresaltó, y la inquietud anterior volvió a intensificarse.
—Cerca de los treinta, yo diría… —Edmundson calló, achicando los ojos al ver que ella abría los suyos de par en par.
… zorra.
No había empleado el mace. ¿Por qué no? ¿Por qué no había hecho lo que en los otros casos? Hubiera podido reducirla en unos segundos. ¿Por qué había jugado al gato y el ratón?
Te encanta.
No había habido ritual, en sentido estricto, solamente rabia y, qué más, ¿qué otra cosa había pensado ella? ¿Venganza?
No finjas, zorra.
¿Qué podía saber él del espectro del pasado que la acosaba? ¿De qué manera se había enterado?
Te encanta.
Natalie sintió que la boca se le secaba.
—¿Dónde está? —dijo de pronto, apartando a la enfermera.
—No pasa nada, señorita. Está usted a salvo.
—¿Dónde está el cadáver? —inquirió ella, esforzándose por incorporarse.
—En el depósito, señorita. Abajo. En cuanto le hayamos identificado se procederá a la autopsia.
—Quiero verlo.
Edmundson rió.
—Eso no es posible, señorita. Me han dicho que ha de guardar cama durante dos días.
—¿Qué hace Tindal en la M4? —Sus pensamientos corrían a paso de vértigo mientras procuraba contener la aterradora idea que crecía como un alud en su mente.
—Es la única carretera para volver de Gales, señorita. Creo que está en labores de vigilancia. Algo importante, creo.
—¿Quién?
—No lo sé, señorita. El jefe es de los que sabe guardar las cartas.
—Es increíble. —Natalie meneó la cabeza—. No puedo creer que haya hecho una cosa así.
De pronto, agarró a Edmundson de la chaqueta.
—¿Cómo consiguió entrar?
—Oh, pues… por el sótano, señorita.
Natalie soltó una risa sarcástica.
—Entonces sabía que el sótano estaba vacío, sabía cosas de mí…
No finjas, zorra. Sé que te encanta.
Él conocía su inconfesable debilidad. Confiaba en que ella se arredraría y claudicaría a sus golpes.
—Él sabía cosas que sólo otra persona podía haber sabido.
Edmundson se quedó lívido.
—¿Quiere que vaya a buscar al médico, señorita? —balbuceó.
—Tengo que ver el cuerpo, ¿me oye? —Natalie se había incorporado y le miraba con cara desencajada.
Edmundson se puso en pie sin apartar la vista de ella.
—Iré por el médico, señorita —repitió nervioso.
—¡No! —gritó ella, y luego procuró serenarse—. Escúcheme, por favor. Cuando le quitó la capucha, vio que tenía el pelo castaño, ¿verdad? Castaño y rizado.
La perplejidad hizo que Edmundson arrugara la frente.
—¿Cómo sabía usted…?
—He de ver el cadáver. ¡Ahora mismo!
Edmundson negó con la cabeza. De repente no entendía nada.
—Entonces usted sabe quién es —dijo incrédulo.
—Déjeme ver el cadáver, por favor —pidió Natalie, refrenando apenas la ira que hervía en su interior.
Edmundson, abiertos los ojos de pura confusión, se volvió hacia la agente.
—Consiga una silla de ruedas lo antes posible, por favor.
Tindal contemplaba el manto de niebla desde la ventanilla. No había hecho otra cosa durante las tres últimas horas mientras avanzaban a paso de tortuga. Acababan de dejar atrás el desvío de Newbury. Suerte tendrían si llegaban a Londres antes de dos horas.
Había calculado mal, eso lo sabía. Pero por suerte había conseguido disimular. Le preocupaba mucho de qué forma había conseguido el Carpintero la dirección de Vine. Se había asegurado de que la prensa no cometiera semejante torpeza. Tal vez él la había seguido desde la casa de Meredith. Ojalá hubiera hecho vigilar a Vine. Menos mal que estaba viva, gracias a Dios.
Tamborileó con los dedos en la puerta de la furgoneta.
Maldita niebla.
Las interferencias de la radio rompieron el ominoso silencio. El aparato estaba caliente de tanto usarlo. Casi todo habían sido llamadas de fuera, felicitaciones de colegas importantes, incluso una de Whitehall. Por primera vez en varias semanas Tindal tenía hambre, relegado casi el dolor que le oprimía la parte baja del tórax.
—Para usted, señor —dijo el chófer.
Tindal levantó un auricular de su pulcro compartimiento en el respaldo del asiento del conductor.
—Aquí Tindal.
—Edmundson, señor. Tengo aquí a… la doctora Vine, señor. Estamos en el depósito. Ella…
Tindal dejó de oír las disculpas de Edmundson, y una nueva voz se puso al teléfono. Una voz airada y apremiante.
—Cerdo.
—Doctora Vine, lamento lo ocurrido.
—Yo confiaba en usted, ¿lo sabía?
—Sé que merece usted una explicación, doctora. Tan pronto consiga llegar a Londres, se lo prometo.
—Guárdesela. Guárdese las promesas. El sargento ha matado al hombre que no era, señor Tindal.
—¿Cómo?
—¿Qué pasó? ¿Dejó usted que Mo filtrara la información por su cuenta, o hizo que Falkirk la adornara un poco? Noto las manazas de Falkirk en todo eso. Él debió de encargarse de que no faltara ninguna mentira.
—Que se ponga Edmundson. —La voz de Tindal sonó tensa.
—Usted eligió a Tom Meredith como víctima. —La denuncia de Natalie le llegó a Tindal con toda la emoción del momento. La espantosa incredulidad ante lo que un ser humano podía hacerle a otro. Las palabras flotaron en el silencioso éter durante unos momentos pesadas como el plomo. Cuando Vine prosiguió, fue en un tono más controlado pero con una acritud que hizo encogerse a Tindal.
—Sé dónde ha estado. Espiando el chalet todo el día, a la espera de que ese monstruo mordiera el anzuelo. ¿Cómo ha podido hacerle eso a Tom?
Tindal la oyó emplear el nombre de pila y eso apaleó su conciencia. Tom era un nombre muy común, pero echaba por tierra la despersonalización que tan necesaria había parecido a ambos, a él y, pensaba Tindal, a Vine. Pero ella le había llamado Tom…
—¿No cree que ya ha sufrido bastante?
La línea quedó en silencio mientras Vine temblaba a un extremo y Tindal escuchaba al otro.
—He visto el cuerpo, señor Tindal. Es Mo. Mo disfrazado como el monstruo. Nos engañó a todos. Una magnífica caracterización, ¿no le parece? Pero claro, él conocía todos los detalles gracias a los informes de la policía, ¿verdad?
—¿Por qué? —graznó Tindal.
Vine soltó una carcajada enfermiza.
—Para darme un susto de muerte. Y quizá para hacer las cosas que realmente quería hacerme a mí. Puede que Mo tuviera mucho más en común con el monstruo de lo que yo pensaba.
Tindal creyó verla estremecerse.
—Doctora Vine, yo…
—Él está vivo. Ese hijo de puta anda vivo por ahí. —Su voz fue un terrible gemido—. Y usted ha dejado solo a Tom…
El otro pasajero de la furgoneta tocó a Tindal en el hombro. Llevaba puestos unos auriculares y sostenía otro teléfono.
—Es Bristol, señor. El superintendente Lyons.
Tindal colgó el teléfono a Vine como si de repente le hubiera quemado en la mano.
Su estómago empezó a arder de dolor súbito mientras escuchaba la voz triunfal y excitada de Lyons al otro extremo del hilo.
—Creo que lo tenemos, señor.
—¿Cómo? —dijo Tindal, y sus palabras le supieron a ceniza en la boca.
—Se llama Bloor. Leonard Bloor. Trabaja de celador en el hospital. Se quedó al terminar su turno la noche en que Fisher fue ingresado. Tiene permiso de conducir motos pero no vehículo, según el registro. Hemos encontrado su taquilla, señor. Es seguidor del Manchester United, no del Liverpool. Teníamos razón en lo referente al fútbol, aunque él tratara de engañarnos. Por lo visto, suele viajar cuando su equipo juega fuera de casa. Hemos encontrado programas, señor. Birmingham, Southampton, está todo allí. También tiene licencia de armas. Según afirman los pocos que le conocen, pasa casi todos los domingos cazando.
—Santo Dios —jadeó Tindal.
—He creído que usted querría estar presente cuando fuésemos a su casa, señor.
—No —ordenó Tindal—. Vaya allí y mire si está. Deténganlo enseguida. —Su voz se llenó de una desesperada esperanza que en el fondo daba ya por perdida.
—Pero yo creía que íbamos a echarle el guante en Highbury.
—Todos lo pensábamos, Jack. Pero estábamos equivocados. No era él. El asesino aún está libre.
—Mandaré unos cuantos hombres a su casa ahora mismo, señor —dijo Lyons, realmente desconcertado.
—Manténgame al corriente, Jack. —Tindal colgó.
—Dé la vuelta —le dijo al conductor—. Me da igual cómo lo haga. Volvemos a Gales.
—¿Señor?
—Hágalo de una puta vez, ¿me oye? —chilló Tindal.
—Señor.
Pero Tindal no escuchó la apresurada réplica. Tenía otra vez el teléfono en la oreja.
—Póngame con el jefe de policía de Gales del Sur…