12


La llamada que despertó a Natalie el sábado por la mañana sonó puntualmente a las seis treinta. Sus amenazas tras la última vez parecían finalmente haber hecho mella en el personal del motel. De hecho, la recepcionista le había dado tan gélidas garantías sobre el particular que Natalie estaba segura de que sus quejas le habrían ganado el apelativo de «la zorra de la 36».

Eso podía aguantarlo.

Pero aún no estaba segura de por qué había decidido volver a aquel lugar. No por la estética, desde luego. Tal vez por conveniencia, pues le facilitaba un contacto rápido con Meredith, caso de necesitarlo. Su plan era verse con él cuando Meredith terminara el trabajo para cerciorarse de que se acordaba de ella. Le causaba paranoia pensar que él decidiera no regresar a su casa, no estar allí cuando ella se presentara. No es que supiera adónde más podía ir él. Durante su breve entrevista había dado la impresión de estar atado a aquella nada acogedora casa de vacaciones. A ella le había parecido un refugio del que él no se marcharía así como así.

Con todo, su presencia en el motel era una garantía de que podía seguirle la pista. Había viajado el día anterior saliendo del trabajo tras estar encerrada en la biblioteca del instituto durante la tarde. No había creído necesario volver al piso, pues había hecho el equipaje mientras desayunaba esa mañana. Le había parecido sensato no tener que cruzar Londres antes de ir hacia Gales. Pero bajo la lógica impecable acechaba una sospecha que aborrecía admitir. Había otro motivo para no haber vuelto a Highbury, y con la claridad de ideas que la mañana traía consigo, supo que era una razón mucho más poderosa que todos sus razonamientos sobre ahorro de tiempo.

No había vuelto al piso porque era una manera de evitar a Mo.

Bien, ya lo había dicho. Una fea, podrida y olorosa perogrullada. La posibilidad de que Mo estuviera allí cuando ella regresara era pequeña, pero siempre quedaba el contestador con sus mensajes.

Nunca te dejaré marchar, Nat….

Se estremeció, pensando que sería a causa de la corriente de aire pero sabiendo que era mentira y aceptándolo igual porque la alternativa era molesta e incómoda. A fin de cuentas, Mo no era más que un macho depredador. ¿O no? Más tenaz que la mayoría, nada más. ¿Nada más? Bobadas, Nattie.

Lo peor, lo realmente malo de todo aquel asunto era que en alguna parte de su cabeza ella sabía que todas sus relaciones anteriores… (¿relaciones?, ¡ja!) le habían conducido a esto. Su elección de pareja había parecido un cúmulo de accidentes desgraciados. Su padre los habría llamado unos «perdidos». Amantes del alcohol, las drogas y otras nefandas actividades, pero a la postre no amantes de Natalie Vine en absoluto. Pero ¿qué diablos le pasaba?

Y ahora no podía negar el hecho de que su «relación» con Mo fuera enfermiza. ¡Enfermiza!, gritó una voz en su cerebro. Natalie, ¡esto raya lo patológico!

Mo estaba exhibiendo todos los síntomas de unos celos violentos e incontrolables. Profesionalmente, ella se habría aconsejado a sí misma tener cuidado, incluso habría sugerido una orden judicial. Allí había un peligro inherente, un peligro que podía estallar como un volcán en el momento menos pensado.

De modo que había que terminar. Vale. Muy bien. Así sea. Finito.

Pero en vez de hacer lo más sensato, su intelecto y su adiestramiento estaban actuando como un filtro suavizador en un objetivo zoom. Ella estaba preparada para manejar cualquier cosa. Esto también.

Así pues, con ayuda de la distancia y lógica, la herida abierta de su relación con Mo dejó de sangrar durante un rato.

Pero lo que necesitaba era escuchar al menos una vez lo que le dictaban sus instintos. Hacerles caso cuando se acordaba de los ojos de Mo. Ojos que podían herirla, como los de su madre tiempo atrás.

Eran las siete menos veinte del sábado por la mañana cuando Natalie se sentó a esperar a Meredith en el restaurante Oasis. Había informado de su presencia a una tal Rita, recibiendo a cambio un guiño conspiratorio. Pocos minutos después, apareció él, más ojeroso aún de lo que le había parecido la primera vez.

—Hola —dijo ella, animada.

—No la esperaba tan pronto —replicó él.

—No hay nada como el presente.

Meredith se sentó, nervioso y vacilante. Al principio, ella pensó si era el espacio abierto lo que le incomodaba, pero cuando él habló supo que había más.

—Puede que esto no sea muy buena idea…

Natalie le interrumpió:

—Sé lo que podríamos hacer. Se está investigando mucho en este campo. Usted no quiere enfrentarse a una sesión de preguntas y respuestas, y es comprensible. Su resentimiento es comprensible. Pero si pudiéramos enfocar sus pautas de memoria y de pensamiento desde el punto de vista terapéutico, creo que sería menos traumático. Podríamos ir muy despacio. Nada de interrogatorios clásicos. Yo puedo utilizar lo que obtengamos del tratamiento para…

—¿Tratamiento?

—El estrés postraumático es un campo muy amplio. No existe un método definitivo.

Meredith se apretó el puente de la nariz y examinó el envase del donut que Natalie había consumido.

—Se trata de conversar y nada más.

Meredith bufó con sorna.

—Hay que intentarlo. —La voz de Natalie reveló sólo un levísimo indicio de insistencia.

Suficiente para que Meredith levantara la cabeza. Ella aguantó su mirada y al cabo de un momento, como sabía que pasaría, él miró hacia otro lado. Luego cogió una cucharilla de plástico y garabateó formas imaginarias sobre la formica.

—Comprendo cuánto le asusta todo esto —dijo ella quedamente, viendo cómo la cucharilla se doblaba a la presión de él. Se figuró que su mente estaba haciendo otro tanto, y aguardó.

Había poca gente en el local. Alguien silbó en la cocina y luego siguió un chillido y el ruido de un utensilio de aluminio.

—¿Seguro que el último fue obra de él? —preguntó Meredith con desesperación.

—¿Alison Terry?

Él alzó los ojos, dos hendeduras de dolor.

Natalie asintió suavemente y vio cómo sus dedos se estiraban para cerrarse en un espasmo de nudillos blancos. Luego se puso en pie.

—Aquí no. —Giró la cabeza, mirando en torno como un nómada en pleno desierto.

Sorprendida, Natalie acertó a preguntar, dónde, pero en realidad sabía perfectamente adonde quería ir él.

Meredith ya había echado a andar. A ella se le cayó el maletín de los documentos con las prisas de seguirle y hubo de agacharse torpemente para recogerlo. Ya en el aparcamiento, un despejado cielo color magenta predecía un día hermoso sobre el blanco y escarchado paisaje de Tarmacadam.

Meredith no habló mientras andaba a grandes trancos hacia su coche y empezaba a arrancar periódicos del parabrisas, dejando al descubierto una superficie libre de hielo.

—¿Quiere que le siga? —preguntó ella.

Sin dejar de limpiar el cristal ni establecer contacto visual, Meredith dijo:

—Si no hay más remedio.

Cuando Natalie llegó al chalet poco después de Meredith, la salita de estar estaba acogedoramente fría. Él se había arrodillado ante las últimas ascuas de una lumbre a medio apagar, avivando el fuego con un poco de papel y leña menuda.

Aquello le pareció una pesadilla propia de Dickens, salvo por la austeridad, que le era propia. Meredith parecía un tísico victoriano buscando solaz en las llamas del hogar mientras su aliento lanzaba ráfagas de vapor al aire helado de la estancia. Se sintió como una intrusa. Un inquisidor que no tardaría en hacer deplorables preguntas personales. En realidad, estaba sorprendida de lo mucho que Meredith había cooperado hasta el momento.

No se quitaron los abrigos y tomaron asiento junto al fuego, que empezaba a crepitar. El sol de febrero, libre esta vez de la niebla que normalmente amortajaba su renuente aspecto, buscó la única ventana de la cocina por la que colar un estimulante rayo mañanero. Era muy poco el calor de la luz que levantaba motas de polvo a su paso, pero su presencia fue un reconstituyente para el espíritu, al menos para Natalie. Absurdamente, ella lo consideró una buena señal mientras Meredith servía té para los dos.

—Empezaré por unas preguntas generales —dijo a modo de introducción.

Meredith siguió mirando su tazón, fascinado por el remolino del líquido rojizo en su interior. El silencio sólo era interrumpido por el crepitar de la leña. Natalie esperó una respuesta, cierto reconocimiento de que le parecía bien empezar.

—¿Preguntas generales? —dijo él en voz baja.

—Sí, información de base, cosas así.

—¿No está todo en «el archivo»? —Torció la boca ligeramente y Natalie supo que, pese a su sarcasmo y acritud, lo estaba intentando.

—Necesito algo más que hechos; necesito comprender.

Estaba sentada con sus papeles lo más cerca que él le permitía. Meredith se había cambiado de ropa y ahora llevaba una camisa a cuadros y unos tejanos negros.

—¿De qué puede servirle el saber a qué colegio fui de pequeño?

Su cinismo era de grueso calibre, pero Natalie reaccionó con paciencia. Se retrepó en el asiento, a la espera.

Meredith dejó el té pero se llevó un dedo al labio para enjugar una gota imaginaria. Natalie vio que el labio le temblaba.

—Ella hacía windsurf. Nos conocimos en un lago… —Lo pronunció con esmero exagerado, los ojos una rendija y la sonrisa bravucona.

—¿Qué otra cosa tenían en común?

—Compartíamos profesión. Ella era fisioterapeuta. ¿Le parece suficiente estereotipo?

—¿Desde cuándo se conocían?

—Catorce meses.

—¿Ella era atractiva?

—Mucho. —Meredith asintió y dirigió la vista hacia las notas que ella estaba escribiendo.

—Antes de Jilly, ¿tuvo usted muchas novias? —Antes de terminar la pregunta comprendió que estaba mal expresada y la respuesta de él no le sorprendió.

—Millares —dijo con rabia apenas disimulada.

Ella esperó, maldiciéndose por dentro.

—No sé… media docena quizá. ¿Qué importa eso? —preguntó él.

—Sólo trato de establecer qué clase de relación estaban habituados a desarrollar.

—Heterosexual —dijo Meredith, frío como un témpano.

—No me refería a eso.

Él desvió la vista y Natalie puso el capuchón a su rotulador.

—Mire, no intento pillarle en falta. Sé lo doloroso que es esto para usted, pero créame, vamos bien.

—¿Hacia dónde?

—Hacia el entendimiento —insistió ella.

—A la mierda el entendimiento.

Las cosas estaban empezando a resbalar y Natalie se daba cuenta. Pero esta vez quiso forzar la situación al máximo.

—¿Le habló ella de algún tipo de incidente extraño? ¿Llamadas telefónicas, la sensación de que alguien la siguiera?

—No.

—¿Alguna vez les había parado la policía a ella o a usted?

Meredith frunció el entrecejo.

—Que yo sepa no. Pero qué importancia tiene… —La pregunta quedó en el aire, llena de implicaciones—. Por Dios, ¿trata de decirme que éste… que este loco pudo haberla parado antes?

—Lo que sí creo es que la había estado siguiendo. Bajo qué disfraz, eso no lo sé.

La expresión de odio y aversión de Meredith la sorprendió. Los labios empezaron a temblarle, y se llevó tres dedos a la comisura de la boca para parar el tembleque.

—¿Qué…? —balbució. Tragó saliva, notando la lengua rasposa como un rastrillo contra el paladar. Cuando volvió a hablar las palabras salieron despacio, al ritmo de hondas bocanadas de aire—: ¿Qué… clase… de animal… es?

—Un animal enfermo. Le gusta lo que hace. Es adicto a ello. Es el único alivio que tiene contra una existencia de pesadilla creada por su pasado.

Meredith arrugó la frente, incrédulo ante una nueva e inaceptable verdad. Dijo:

—¿Le tiene lástima?

Ella negó con la cabeza.

—Lástima no. Cierta compasión, quizá, pero sólo porque sé la clase de situación que impulsa a gente como él a cometer esas atrocidades.

—¿Cómo puede sentir nada por él?

Era obvio que Natalie había hablado demasiado. Él era incapaz de la mínima objetividad.

—¿Cómo puede decir eso?

Natalie vio que su respiración se aceleraba, estimulada por la ira.

—No importa. Lo único que importa es atraparle, Tom.

El uso del nombre de pila cayó en saco roto. Meredith seguía con aquella muda expresión de absoluta incredulidad.

—Compasión… Es increíble.

Natalie vio que el temblor pasaba de su boca a sus dedos y se extendía a sus manos. Rápidamente se arrodilló junto a él. No era la primera vez que veía a alguien hiperventilando.

—Relájese —dijo—. Procure no exaltarse…

Le puso una mano en el brazo y fue como si sus dedos hubieran estado al rojo. Meredith retiró bruscamente el brazo, dejando las manos de ella en el aire, como pájaros asustados. Luego le dio la espalda y ella creyó oír que le rechinaban los dientes.

—Se me pasará… se me pasará —dijo él, y corrió hacia la cocina, donde se obligó a beber un vaso pequeño de agua.

A su espalda, Natalie se quedó oyendo el tintineo del cristal contra sus dientes.

Mandy había salido de su casa y estaba jugando en el pequeño trecho de hierba con una pelota amarilla.

Natalie se puso en pie y vio cómo los chanclos de rana dejaban sucias huellas en la hierba escarchada. Al verla, Mandy la saludó con el brazo; tímidamente, Natalie le devolvió el saludo.

Cuando se dio la vuelta, Meredith se había retirado a su dormitorio.

Bueno, menos daba una piedra.