14


Meredith durmió hasta media tarde y Natalie, incapaz de soportar por más tiempo el caos de la casa, empezó a limpiar y a poner orden. Aunque admitía el motivo que le impulsaba a hacerlo —su amor compulsivo por el orden—, ya no lo cuestionó. La actividad física la tranquilizó a medida que despejaba la sala y organizaba el contenido de armarios y estanterías.

Mientras terminaba de arreglar la escuálida salita de estar, Natalie vio que la niña estaba jugando con piedras al pálido sol de la tarde, acuclillada sobre sus chanclos.

Obedeciendo a un impulso, cogió su cazadora y sus guantes y salió al frío y vigorizante aire del exterior. La niña giró en redondo y la miró.

—Hola —dijo Natalie.

Mandy la observó en silencio, con expresión neutral.

—¿No tienes frío? —preguntó.

Mandy negó solemnemente con la cabeza y Natalie vio que el fortuito juego que había presenciado desde la ventana no lo era en absoluto: en el suelo, Mandy había construido una cara, un mosaico de formas hecho con los materiales que constituían el piso de grava.

—¿Quién es?

Mandy siguió callada, con la mirada tímida.

—¿Eres tú? —preguntó Natalie.

La niña negó con la cabeza.

—¿Tu mamá?

Negó otra vez.

—¿Tu papá?

Mandy asintió en silencio. Algo en su gesto llenó de tristeza a Natalie. Acuclillándose para estar más cerca de la niña, vio los volantes de su pijama bajo un jersey de lana y los brazos demasiado cortos del delgado anorak que la protegían dudosamente del frío.

Casi al momento, una cortina se movió en el chalet contiguo y la madre de la niña se asomó con cara soñolienta, torcida por el desconcierto y un cauto recelo al ver a la desconocida cerca de su hija. Al instante la cortina volvió a su posición inicial y la mujer apareció en la puerta de la casa. La imagen que le vino a Natalie a la cabeza fue la de un precario espantapájaros con dos palos de escoba por piernas. La palidez de la carne destacándose contra el negro del chándal creaba una sombría impresión y engrosaba la fantasía. Un espantapájaros camino de un funeral.

—Estaba admirando su arte —dijo Natalie.

La mujer miró sin ningún interés la imagen creada por la niña y fijó de nuevo la vista en Natalie con expresión adusta.

—Me llamo Natalie —dijo ésta, y vio que la mujer miraba brevemente hacia el otro chalet.

—¿Vive con él? —preguntó con hosca precaución.

Natalie reprimió una sonrisa. Era evidente que la impresión creada por Meredith no era precisamente favorable.

—Sólo estoy de visita —se limitó a decir.

—Ese hombre nos da miedo, ¿eh, Mandy?

La chiquilla dejó de mirar a Natalie y miró a su madre en señal de aprobación.

—Lo ha pasado bastante mal últimamente —dijo Natalie, sin saber por qué le defendía.

—Y quién no —dijo la mujer—. Pero ésa no es razón para andar vociferando por ahí…

Natalie asintió taciturna.

La mujer, satisfecha de haber expresado sus críticas sin hallar demasiada resistencia, estudió a Natalie. La posibilidad de tener una aliada iluminó su cara como el sol una charca gris.

—Me llamo Julie. Estoy preparando té, si le apetece.

El chalet estaba muy desordenado y olía a cerrado, pero gracias a la estufa eléctrica el ambiente era cálido. En el hogar había varios troncos esparcidos tras abortados intentos de encender el fuego. Maletas a medio abrir ocupaban gran parte del suelo y Natalie se reprimió las ganas de contemplar el polvo que cubría mesas y sillas dando a toda la habitación un tono sepia. Vio cómo Julie se servía otra taza y entonces se encogió al ver algo que explicaba en cierto modo la coyuntura. Después de la leche, pero antes del azúcar, Julie escanció media botellita de ginebra, arqueando las cejas en dirección a Natalie cuando hubo terminado.

Natalie declinó el ofrecimiento con un ligero gesto de cabeza. Ante esto, Julie añadió otro mililitro a su taza.

La vulgar presencia de Julie era como la antítesis de Meredith. Frases cargadas de hechos personales iban surgiendo en torrente. Hacia el final de la segunda taza de Julie, Natalie tenía un dossier casi completo de sus circunstancias y del árbol familiar.

Se había traído a Mandy consigo «una temporadita». El chalet pertenecía a la familia de su cuñado y llevaba vacío doce años. Su hermana había arreglado las cosas para que pudieran quedarse un par de semanas, o el tiempo que tardara Brian —el padre de Mandy, pero todavía no marido de Julie— en entrar en razón o, como había dicho Julie, en «crecer de una puta vez».

Al parecer, Brian estaba construyendo las grandes arterias del transporte nacional. Construir carreteras significaba estar muchas semanas fuera. Su más reciente vuelta al piso que tenían en Salford había acabado, tras dieciocho horas de sueño, en un exceso de alcohol, póquer y juergas que dio al traste con todo el dinero que Brian había traído consigo.

—Le dije —dijo Julie con su acento de Manchester— que si cree que voy a aguantar semana tras semana sólo para vaciar la palangana donde ha vomitado, ya puede ir buscándose otra.

La afirmación le dejó la boca algo temblorosa y Natalie, leyendo entre líneas en su amarga diatriba, se preguntó si a Brian le importaría un comino todo aquello. Le resultaba imposible mirar a Julie compasivamente. Ya había dado por hecho que las únicas calorías que ingería lo hacía a través del cuello de una botella. La comida, si es que Julie pensaba en ella, era en el mejor de los casos un estorbo innecesario. Mientras tanto, el cenicero rebosaba de colillas y el chándal parecía no haber visto el interior de una lavadora en muchas semanas.

Todo gracias a la bebida. En un súbito acceso de paranoia, Natalie vio que el alcohol y sus víctimas la perseguían adondequiera que fuese.

La razón del descuidado aspecto de Mandy era, pues, clarísima. Aquella mañana, como cada mañana, su madre habría despertado con una terrible resaca.

Mandy, suponía Natalie, estaba convirtiéndose en una señorita muy autosuficiente, y si había algún rastro de piedad, éste gravitaba en su dirección.

—Pero ¿y el colegio de Mandy? —preguntó Natalie.

—Al cuerno el colegio. A esta edad no le hará ningún daño. Además, a ella no le gusta ir, ¿verdad, cariño?

Mandy la miró con aquella enigmática expresión. Natalie adivinó que no se le daba demasiado bien mostrar sus emociones.

—No habla mucho, ¿verdad? —observó.

—Si quiere, sí. Es como una cotorra cuando le apetece. Lo que pasa es que ante desconocidos se lo toma con calma. Lo cual está muy bien.

Natalie observó el dibujo que Mandy estaba haciendo sobre una hoja. Una casa cuadrada con dos ventanas a cada lado de una gran puerta roja. Enfrente, por un angosto sendero, dos personas-palo se cogían de la mano junto a otra persona-palo más pequeña.

Parecía que estar a más de trescientos kilómetros de casa no era motivo suficiente para disminuir las preocupaciones subconscientes de Mandy.

—Entonces ¿sólo es amiga suya? —preguntó Julie.

—¿Del señor Meredith?

—Sí, el payaso de ahí al lado.

Natalie sonrió y meneó la cabeza.

—Es difícil ser amiga suya en estos momentos. Sólo vengo a ayudar.

—Usted no se parece a ninguna de las mujeres de la limpieza que yo he conocido hasta ahora —dijo Julie con ironía.

—Ha estado enfermo. Le ayudo a recuperarse.

—¿Es enfermera?

—Doctora —dijo Natalie, curiosamente cohibida. Proclamar su profesión solía marcar un giro inmediato en sus relaciones. Y eso le producía cierta reticencia. Nunca iba por ahí con el estetoscopio colgando del cuello, y prefería ser vista por quien era que por lo que era. Al mismo tiempo, no quería darle a Julie muchas explicaciones. La orden del día era obviamente disimular un poco. Por fortuna, la noticia de su categoría profesional tuvo escaso efecto en Julie, que siguió hablando sin inmutarse.

—Una vez quise ser enfermera. Antes de conocer a Brian. —Julie se tragó su compunción con un sorbo de té a la ginebra y Natalie volvió a fijarse en Mandy y sus dibujos. La familia nuclear había sumado otro miembro: un animal de cuatro patas.

—¿Tienen perro? —preguntó, desviando la conversación de Julie y sus problemas con Brian.

—Oh, no me hable. Siempre me está dando la lata con los malditos perros. Pero de eso nada. El ayuntamiento no permite perros en nuestro piso.

Mandy siguió coloreando el cuerpo del animal con lápiz verde.

Natalie fue a sentarse más cerca de la niña mientras Julie la observaba con recelo. De repente, la mujer dijo:

—Oiga, tengo que hacer unos recaditos. ¿Podría cuidármela durante media hora? —Natalie dudó y Julie agregó para tranquilizarla—: No tardaré.

Encogiéndose de hombros, Natalie dijo:

—Pues… bien, vaya tranquila.

Mandy apenas levantó la vista cuando su madre se marchó.

Julie regresó una hora después con las mejillas encendidas y los ojos vidriosos. Su gratitud hacia Natalie fue efusiva, y al cruzarse en el reducido espacio de la casa, ésta captó el aliento de Julie, próximo y cálido. Apestaba a enebro, y mientras suponía que la expedición había llevado a Julie a repostar en un pub, se vio de pronto en los mohosos confines del salón de su propia madre, con orden de esperar allí la dosis de vitriolo que ésta hubiera decidido repartir como castigo por alguna falta leve cometida por Natalie. Su madre guardaba las provisiones en el salón, escondidas en un mueble de tapa corrediza. Cuando Natalie lo tocaba, el mueble tintineaba sobre sus patas inestables al tiempo que las botellas, puestas muy juntas, se sacudían dentro buscando una posición nivelada. Natalie aborrecía aquel mueble. Cuántas horas no había pasado allí contemplándolo, esperando con miedo a que apareciese su madre, o rezando para que llegara su padre…

Lo inmediato, lo repentino de ese recuerdo la dejaron sin aliento mientras salía por la puerta del chalet. Una vez fuera, con los pies sobre la tierra apisonada, la cruda realidad del refugio de Meredith a unos metros de allí se hizo de nuevo patente. Tragó varias bocanadas de aire helado. Los estímulos olfativos, Natalie lo sabía bien, eran de los más fuertes, pero nunca antes había experimentado nada parecido. Ella guardaba sus recuerdos dentro de una caja fuerte mental. Pero algo había descubierto la combinación y la había amilanado indeciblemente.

Al volver hacia el otro chalet, vio la cara inexpresiva de Mandy en la ventana, observándola.

Meredith acudió a la puerta con ojos hinchados de sueño. Se apartó para dejarla pasar sin decir palabra. Ella se sintió confusa e impotente. No era asunto suyo, por supuesto, pero aun así se sentía empantanada como responsable de una niña a la que había conocido hacía dos horas.

—¿Ha ido bien el paseo? —preguntó cínicamente Meredith.

—He visitado a los vecinos. La chiquilla es una monada. La madre quizá lo fue en otros tiempos, pero ahora tiene problemas con la bebida.

Meredith se encogió de hombros. Eso chocó a Natalie, que le espetó:

—¿Es que nada le importa? —Mientras lo decía, pensó que el motivo de su airada reacción era más su propio pasado que la insensibilidad de Meredith.

Él la miró desafiante y fue hacia la cocina.

—¿Quiere té? —preguntó sin convicción.

—No, no quiero té. —El enfado seguía allí; Natalie no lo podía evitar.

Él dejó el hervidor que estaba a punto de llenar.

—Pero qué mosca le ha picado. Esos dos ejemplares de la plebe aparecieron ayer sin nadie que las invitara. Las conocí cuando trataban de robarme un poco de leña. ¿Qué pretende, que compre unos números para su rifa de beneficencia?

Natalie notó que le ardían las mejillas.

—Si ésa es su actitud, más vale que me vaya.

—Oh Dios mío —repuso él con sarcasmo—. ¿Qué voy a hacer sin usted?

Natalie recogió su maletín y salió de la casa, incapaz de resistir el impulso de cerrar de un portazo.

Ya en el coche, condujo por las estrechas carreteras de la ondulante península sin tener mucha idea de a dónde se dirigía. No tenía importancia, pues su mente bramaba de frustración a medida que imágenes y emociones del pasado emergían a su conciencia. ¿Cómo se había permitido ser tan indisciplinada? Nunca le había pasado, y desde luego, no hasta este extremo. Y no porque nunca hubiera estado expuesta a esa clase de problemas. Pero si en eso consistía su trabajo, por Dios.

Estaba entrenada para dejar de lado todo sentimentalismo. Sí, se podía ser compasivo con los desdichados pacientes sin revolcarse en innecesarios sentimientos. No había objetividad posible sin el escudo protector.

Entonces ¿por qué? ¿Por qué ahora?

Aferró el volante y recorrió varios pueblos, ajena a su belleza, su mente hecha un torbellino de confusión.

¿Era Meredith el causante? ¿Era el puro horror de su caso? Parecía inconcebible. Ella no era una aficionada. Había estudiado lo suyo. Entonces ¿qué? ¿Qué?

Se detuvo bruscamente con la sensación de que el volante temblaba en sus manos. Al ver que estaba en mitad de la calle, se arrimó a un lado y paró a treinta metros de un pub con techumbre de paja. El darse cuenta de ello, o más bien el aceptarlo, fue como un martillazo. No había que culpar a Meredith, ni señalar con dedo acusador a Julie. La culpa no era más que de ella misma.

Venía huyendo de sí misma desde hacía meses, o de la verdadera imagen de sí misma que últimamente aparecía en el espejo. Una imagen que le disgustaba. Una imagen que procedía de su relación con Mo.

Era él quien empezaba a hacerle ver la verdad de sí misma, y no era una verdad agradable.

La fría y analítica Natalie Vine. Una imagen que ella misma había elegido. Una máscara tras la que ocultarse. La chica de carrera, responsable, digna de confianza, destinada a cosas sublimes. Pero en realidad, sólo una brillante funda de plástico para tapar un sucio y desagradable lío.

Sentada en el coche, y a modo de insulto final, Natalie cometió el pecado decisivo: rompió a llorar, lenta y silenciosamente. Abrió la guantera de un tirón y buscó un kleenex para detener el flujo de lágrimas y secarse los mocos de la nariz.

Imperdonable. Aquello era imperdonable.

Natalie no estaba familiarizada con la autocompasión y le resultaba una compañera inaceptable. Pero las lágrimas seguían fluyendo en un torrente de emoción largamente contenida. Pensó en su padre, impotente durante todos aquellos años, la cara marcada por la carga que había decidido asumir.

Su madre, que jamás estaba lejos de sus pensamientos, entró ahora con vigor. Provocó nuevas lágrimas mientras Natalie recorría conocidos caminos mentales. No había novedades allí. Había estudiado a fondo todas las permutaciones.

Pensó en Mandy, y la pena no hizo sino agravarse.

Pensó en Meredith, y eso le dio lo que necesitaba para poner punto final a los lloros.

Inocencia. Si algo la provocaba, era la inocencia. Nadie había preguntado a Mandy si quería a Julie por madre. Meredith no había solicitado una cita con el Carpintero.

Los caprichos del destino. Los más crueles de todos.

La corrupción de la inocencia había sido uno de los puntos álgidos en la vida de Natalie. Mientras se sonaba la nariz, supo que no podía alejarse de Meredith. Una ironía exquisita. Haber empezado a romper el hielo y luego dejarlo estar por culpa de sus propios problemas era inaceptable.

¿Te enteras, Nattie?, se dijo ¡Inaceptable!

Dio media vuelta y condujo hacia el motel. Los ojos y la nariz le dolían de tanto lagrimeo, pero el corazón parecía más animado. Se sentía como si hubiera topado con una barrera de espinos y la hubiera cruzado sin un rasguño. El ligero escozor que notaba en el cuero cabelludo cuando pensaba en ello era prueba de que en cierto modo había estado a punto de sucumbir.

Y sin embargo no había ninguna fórmula mágica para ayudar a Meredith ni para obtener la información que Tindal necesitaba. Pero Natalie se sentía alentada por la convicción de que en su interior tenía la manera, no descubierta aún, de alcanzar el objetivo.

La ira se había disipado. En su lugar quedó la fortaleza. No la falsa fachada que ella había erigido, sino una estructura interna que parecía fuerte y estable.

De pronto, con convencimiento casi absoluto, tuvo la sensación de que él ya le había dado una pista. La excitación que esta idea le provocó fue como una inyección de energía. Aceleró al llegar a la carretera de dos carriles que llevaba al motel. Si el día le había aportado algún tipo de catarsis, ésta sólo le parecía relevante en términos de esa nueva revelación.

Y por primera vez en varias semanas, Natalie sonrió.

Tenía mucho que hacer.