24
Ya en el chalet, Meredith echó unos troncos más a la lumbre mientras Natalie se quitaba el abrigo y sacaba la libreta y el bolígrafo de su maletín. En respuesta al preocupado ceño de Meredith, dijo:
—Necesito hacerle unas preguntas.
Él avivó el fuego:
—Vaya novedad.
—Éstas podrían dolerle un poco.
—Usted es el médico —dijo él, sacudiéndose serrín de los pantalones.
Una húmeda y fría niebla de atardecer lo había amortajado todo en una manta espesa. Natalie miró por la ventana y tuvo la sensación de estar en un barco a la deriva en un mar mudo, fuera del mundo. Eso le resultó extrañamente agradable.
—Entonces será mejor que me siente, ¿eh?
La chulería de Meredith era frágil, pero Natalie asintió y aguardó a que él se acomodara en el maltrecho sofá.
—Quiero preguntarle sobre las cosas que él le hizo decir.
Meredith esperó.
—Escuchando la cinta, se diría que todo ello formaba parte del ritual. ¿Está seguro de que él lo grabó?
—Lo registró todo. Tenía dos cámaras con disparador por control remoto además de un micrófono instalado en una grúa casera.
—¿Le pidió que hablara de un modo especial? ¿Más despacio, más alto?
Meredith negó con la cabeza.
—Sólo quería que yo lo fuese repitiendo.
—¿Y siempre ese nombre?
—Susan.
—Usted dijo que cuando leía las frases escritas, a él le excitaba.
Meredith asintió.
—Cuando le cubrió la cabeza con el saco, ¿volvió a poner él la cinta?
—No lo sé. Yo no podía respirar bien por la mordaza. No estaba concentrado…
—Procure recordar.
—Yo estaba oyendo cómo Jilly se ahogaba. Era lo único que podía oír… Sí, sí, también oí el nombre. Susan. Pero no era la voz de él. Debió de ser la cinta mientras él…
Natalie le dio un respiro.
—¿Y cuando le agredió a usted? ¿También puso la cinta?
—No. Todo fue muy rápido. Dio la impresión de que simplemente tenía que pasar por eso.
Natalie vio que bajaba la vista.
—¿Por qué lo cree así?
—Me pareció que sólo trataba de intimidarme, de usar su poder.
—¿Le dijo a usted algo antes de marcharse?
—Sólo la amenaza.
—¿De que volvería?
—A menos que yo le contara a todo el mundo… —Meredith parecía anonadado.
—¿Y cuando le pidió que leyera lo que él había escrito? ¿Notó algún tono especial, un tartamudeo?
—Con la capucha no. Nada.
Ella inspiró hondo y preguntó:
—¿Por qué cree que no le mató?
Él la miró con ojos que transmitían dolor, el dolor de una herida súbitamente abierta.
—Dígamelo usted —dijo con tosquedad.
—No. Usted ha pensado en ello mucho más tiempo que yo. Entiéndame, no trato de jugársela. Quiero su opinión.
Meredith hundió la cabeza como si el peso de sus temidas percepciones le doblegase.
—Yo creo que a él le encanta saber que estoy vivo. Tiene la seguridad de que no puedo hacer nada para detenerle ni ayudar a nadie para que lo atrapen. Creo que eso le emociona profundamente. —Miró a Natalie a los ojos y ésta asintió—. Creo que él se correría de gusto si yo saliera en la tele y contara lo que he visto.
—Busca la fama, de eso estoy convencida —dijo Natalie—. Pero hay otros sistemas. Fotografías a la prensa, llamadas a cadenas de televisión. Quiero decir que hay sistemas menos peligrosos que jugar a capturar una segunda víctima. Otro testigo presencial.
Meredith estaba negando con la cabeza.
—Lo único que sé es que nunca le daré ese gusto. Prefiero pegarme un tiro que hablar con la prensa.
—Nadie puede obligarle.
—Eso es verdad.
Natalie contempló el fuego.
—¿Todo esto tiene algún sentido para usted? —preguntó él.
—Supongo que debería tenerlo. —Sonrió tristemente—. Pero que me zurzan si sé cuál.
—Quizá con el tiempo…
—Eso es justo lo que no tenemos.
—No se exija demasiado. —Meredith dudó—. Hace cinco días ni siquiera hubiésemos podido mantener esta conversación.
Natalie meneó la cabeza.
—El mérito es sólo suyo.
—Yo era un poco escéptico, ¿verdad?
Natalie siguió la dirección de su mirada hasta una lámpara de pie de madera que había en un rincón. Alguien había intentado reparar el flexo ya gastado con cinta aislante.
—Eso —dijo Meredith señalando a la lámpara— me ha obsesionado durante meses. No podía mirarlo sin… Es la cinta aislante… Siempre olfateaba la cinta, pese a que lo último que quería recordar era precisamente ese olor. Total, una estupidez.
—Se sentía culpable. Era su cilicio.
Meredith se puso en pie y fue hacia la lámpara, parándose a olisquear la cinta mientras Natalie observaba traspuesta. Al rato, él apartó la cara, un tanto decepcionado.
—Sólo huele a cinta aislante. —Se incorporó riendo nerviosamente—. Ya ve, no he necesitado una bolsa de papel.
Natalie sonrió.
—Habría que celebrarlo. Un brindis por usted y por Mandy.
—Abriré una botella de naranjada.
—Vamos a un restaurante indio —propuso ella.
Él dudó sólo un instante antes de que su rostro se iluminara:
—Un indio. Hace meses que no pruebo un kheema naan.
Fueron hasta Swansea en coche y encontraron un restaurante nepalí. Era temprano y estaban solos junto a un enorme tapiz que representaba un palacio rojo.
—Mmmm, está riquísimo —dijo él, saboreando el arroz.
Natalie sonrió. La comida era realmente buena.
Pero mucho mejor era el cambio operado en él. Se sentía extrañamente privilegiada por el hecho de ser la única testigo de esta «salida». Pues eso parecía cada vez más. Meredith se estaba conduciendo como uno esperaría de alguien que acaba de salir de una celda de castigo. Todo le encantaba, cada bocado era un deleite. Y en el tranquilo ambiente de lo que, según pudo ver ella, era un restaurante muy coqueto, sin asomo de papel aterciopelado ni cantantes inoportunos, otra cosa mágica tuvo lugar. Si fue por el aroma a hierbas o simplemente por lo espontáneo de su decisión, eso no importaba. La cosa es que Meredith se olvidó de sí mismo. Se relajó, disfrutó de la comida, de la compañía de Natalie y, sin darse cuenta, empezó a hablar.
Le habló de su trabajo y de los acontecimientos curiosos, triviales, importantes, estúpidos o serios que conformaban su vida. Y ella le escuchó. Al principio con lo que consideró oído profesional, pero cada vez más con una fascinación que era todo menos profesional. Su voz la tenía cautivada con aquel extraño eco que parecía acariciar la mente, como si alguien le hubiera estado rascando un punto difícil de alcanzar entre los omóplatos.
Fuera de la austeridad del espartano chalet, Meredith era alegre, irónico y divertido; la completa antítesis de Mo y de todos los anteriores a Mo.
Pero ¿por qué estaba pensando en Mo?
¿Acaso había conocido antes a alguien como Meredith? En tal caso, no se había dado cuenta. Parapetada bajo su cubierta de inseguridad y escurriendo el bulto tras el biombo que le había proporcionado su «vocación» profesional, Natalie Vine, la buena de Nattie, no se había dado cuenta. Corrección: no había querido darse cuenta. Y todo por la constante sombra que se cernía tras de cada encuentro, que se agazapaba tras cada segundo de su vida, dormida o despierta. Una sombra con la silueta de una botella aplicada a una boca amarga bajo unos fríos ojos oscuros que antaño habían amado.
… GUARRRA…
Los ojos de su madre.
Y ella reaccionó a la efusión de Meredith oyendo el ruido de su propia voz sin reconocerla al principio. Pues los ruidos que emanaban de sus cuerdas vocales le resultaban tan extraños como una canción popular argelina, aunque el idioma fuese tan inglés como los sonetos de Shakespeare. Era lo novedoso de vocalizar aquellos terribles pensamientos lo que los hacía tan extraños. Natalie le habló de su madre, de su padre, de su trabajo, de Mo. Puestos en fila como ovejas en el matadero. Varias veces se detuvo a escuchar el callado grito de su mente chillando: «¿Qué hostias crees que estás haciendo?», pero en ningún momento se decidió a interrumpir su relato. Tenía que liberarse de todo, se decía. Hacer un lavado verbal de su organismo. Ah, pero qué sencillo era con aquel hombre que la estaba escuchando. Que escuchaba sin criticar, sin ofrecerle sedantes para mitigar sus problemas. Y eso, por sí solo, era una refrescante novedad respecto a sus colegas, cuya armadura de lugares comunes parecía ofrecer siempre nada más que una egoísta e inexpugnable barrera. Una barrera que jamás había osado penetrar.
Más tarde, durante una pausa en la conversación, Meredith consultó su reloj: eran las nueve y media.
—Creo que ya no llego a tiempo al trabajo —dijo.
—Seguro que sobrevivirán.
—¿Y yo? —preguntó él con una risa nerviosa—. ¿Sobreviviré?
—Puedo quedarme… si lo desea —dijo ella y él sonrió.
Volvieron al chalet un poco más callados. La noche era fría y tranquila. A medida que se acercaban a la costa, la niebla iba espesándose en su callado e inexorable avance.
Meredith contempló la niebla, recordando la última vez que había estado a solas en un coche con una mujer. En la radio sonaba algo pianissimo e irreconocible, no como la vez en que Jilly había puesto el volumen a tope para cantar al unísono. Miró por el retrovisor, esperando casi ver aproximarse un destello de luz azul. Luchó contra el creciente pánico que de pronto amenazaba con embargarle. Ésta no era Jilly, era Natalie Vine, aquí y ahora. La miró, fijándose en las suaves líneas de su cara, concentrada en conducir. Aquella visión le sosegó. Ella era ajena a su terror, pero él sabía que era la causante de que ahora pudiera mantener el miedo a raya.
Llegados al chalet, Meredith ejecutó en silencio su ritual nocturno, haciendo caso omiso a las divertidas miradas de Natalie. Cuando hubo terminado, ella se desvistió en la oscuridad de la salita y se puso una de las descoloridas camisas de algodón que olía a jabón desinfectante y a Meredith. Se detuvo antes de entrar en la alcoba y vio que él estaba tumbado en la cama mirando al techo. Consideró brevemente el pensamiento de autocrítica que la había estado pinchando toda la velada antes de desdeñarlo. No se trataba de un ligue entre doctor y paciente. Formaba parte de algo mucho más grande. Lo que ella estaba haciendo iba más allá de la bondad, del atractivo, de la lascivia, de lo intelectual. Era un todo mayor que sus partes. Echó el candado a su mente, que a veces entorpecía su camino, y se metió en la cama. Vio que él alargaba el brazo hacia el interruptor colgante y vio que la habitación quedaba a oscuras y después la imagen blanca y amarilla de la bombilla desnuda volviéndose verde y púrpura en la oscuridad de sus ojos cerrados.
—¿Quién te envió a mí? —susurró él, todavía rígido en su lado de la cama.
—La policía. Ya te lo dije…
Ella oyó el roce de su cabeza en la almohada al negar.
—No soy el ángel de la guarda —protestó Natalie.
—Pero estás aquí. —Se dio la vuelta y le pasó un fuerte brazo por debajo, atrayéndola lentamente hacia él. Ella notó que su cuerpo se pegaba al suyo cuando le guió la cabeza hacia un pecho y le acarició suavemente el pelo.
Fuera no se oía nada. Ni coches, ni ulular de búhos. Era como si la niebla hubiera venido a cobijarlos. Y, en aquel silencio impresionante, durmieron un sueño de inocencia. Meredith satisfecho del mero contacto con ella, y Natalie disfrutando de una extraña e inexplicable paz que, como se daba cuenta ahora, había estado buscando toda su vida.
Meredith despertó al alba, rejuvenecido por siete horas de sueño sin interrupciones, sin las pesadillas viscerales que habían perturbado su cordura durante tanto tiempo. Natalie se movió también, inquieta en una cama desconocida. Notó en su pecho la mano de él, notó que sus dedos seguían la clavícula hacia el cuello, su palma apoyándose suavemente en las pestañas. Cuando Natalie abrió por fin los ojos, vio el rostro de él a unos centímetros del suyo, ávido y en estado de alerta.
Meredith se hizo consciente del cuerpo suave y firme de ella. Oyó cómo Natalie respiraba de otra manera, cómo sus latidos se aceleraban. Había olvidado cuán cálido era el cuerpo de una mujer por la mañana. Alargó la mano en busca de la lamparita de noche, parpadeando a la luz antes de dejarla en el suelo de forma que hubiera luz suficiente para mirarse el uno al otro. Y fue en aquella temprana hora de un día de febrero cuando tuvo lugar la parte más importante en la curación de Tom Meredith.
Natalie le recibió con una generosidad amable pero también insistente a medida que su propio deseo iba en aumento. Y después, mientras yacían con el sudor enfriándose en brazos y piernas que asomaban bajo la ropa de cama, ambos hablaron de que sentían una especie de pureza en lo que acababan de hacer. Se sentían como crisálidas metamorfoseadas que hubieran mudado su dura y cerosa piel. Mientras el frío amanecer se abría paso por las delgadas cortinas, ellos se convirtieron en personas nuevas. Extraños con cosas que decirse, sentimientos que exponer, recuerdos que compartir. Y luego, cuando la charla murió un poco, hicieron otra vez el amor, con más urgencia ahora, con más imaginación, con una avidez que lindaba lo voraz.
Se levantaron a las diez y Meredith preparó huevos y tostadas, y estuvieron riendo hasta que la comida se redujo a migajas amarillentas en sus platos respectivos y él se puso repentinamente taciturno.
—¿Qué? —preguntó ella.
—¿Cuántos días tienes?
—¿Hasta qué?
—Hasta que él ataque de nuevo.
—Hoy es jueves. —Suspiró ella—. Dos. Tres si incluimos hoy. Le gustan los domingos.
—¿Algo de lo que te he contado puede servir de ayuda?
Natalie apartó la vista, preocupada por la necesidad de pensar y también por lo que tenía que hacer.
—Hay una cosa que no está clara. Dijiste que llevaba guantes. El análisis forense reveló la presencia de un lubricante empleado por una marca en concreto: Cambridge Surgiglove. ¿Alguna vez has usado esa marca de guantes?
—Sí, pero pocas. No me gustan mucho; me aprietan demasiado las muñecas.
—En tu declaración a la policía decías que seguramente llevaba dos pares de guantes. ¿Por qué?
—No son del todo transparentes. Son de color carne, pero en cuanto los estiras se puede ver lo que hay debajo. Recuerdo la vez en que me miró, ajustándose los guantes entre los dedos; pensé que las manos se le veían muy pálidas con los guantes puestos. Yo esperaba que fueran más oscuras con los guantes ya tensos sobre la piel, pero eran pálidas, como las de un fantasma. De haber llevado dos pares habrían tenido ese aspecto.
Natalie asentía con expresión inescrutable, sin soltar prenda.
—¿Ayuda eso? —preguntó él.
—Posiblemente. Es una de las cosas que tengo colgadas. —Natalie suspiró y a continuación añadió como disculpándose—: He de volver a Londres para recapacitar un poco. Pero pasaré antes por Bristol. Me has contado tantas cosas que necesito asimilarlas, cribar la información y desechar toda la paja.
—¿Qué pasa en Bristol?
Natalie se encogió de hombros.
—Espero respuestas a algunas preguntas vagas —dijo—. Sabré qué debo preguntar cuando llegue allí… ¿Por qué no vienes conmigo?
Él dudó y luego meneó la cabeza.
—Te distraería demasiado. Además, yo también necesito tiempo.
—Nada te retiene aquí.
—Lo sé.
—Tom —dijo ella tomándole de la mano—, anoche no hubo caridad por mi parte. Yo no me doy por nada. Cuando esto termine, me gustaría mucho que tú y yo…
Él sonrió.
—No tienes que dar explicaciones. Pero él está ahí, como los barrotes en una jaula. Adondequiera que yo mire.
—Esto se acabará, Tom.
—Es posible. Antes no lo creía, pero ahora sí.
Natalie sonrió y Meredith comprobó no por primera vez que eso la cambiaba completamente. La espontaneidad del gesto añadía calidez a su gélida belleza.
—Hay una cosa que me gustaría que hicieses —dijo ella.
—¿Sí?
—Dame tu arma, sea cual sea. La que tienes guardada por si él vuelve.
Meredith notó que la sangre le subía a la cara. ¿Tan evidente era? Rió, encogiéndose de hombros.
Se quedó un buen rato allí sentado hasta que se levantó y se puso a gatas para buscar detrás del sofá. Salió con la lata de Quaker Oats, que traqueteó al dejarla sobre la mesa.
Natalie la cogió y la abrió. Al mirar en su interior vio los viales y las jeringuillas. Al cabo de un momento dijo:
—Ya no necesitas esto. Lo digo en serio.
Miró a Meredith. Por una fracción de segundo los ojos volvieron a encapotarse y Natalie vio que algo oscuro pasaba por detrás. Pero luego desapareció y él dijo:
—Como usted diga, doctor.
Veinte minutos después salían en dirección a la ciudad. Esta vez Natalie esperó a que Meredith realizara sus preparativos de despedida, cosa que hizo sin dudar un momento. Se estaba curando, pero aún le faltaba. Con todo, sus progresos habían sido increíbles. Natalie notó que en su interior crecía su admiración por él y volvió a mirarle con algo más que afecto.
La niebla había despejado un poco, pero aún flotaba como un velo húmedo en torno a la colina.
Aunque la niebla no hubiera estado presente, difícilmente ninguno de los dos podría haber visto el largo hocico del teleobjetivo asomando bajo la sombra de un cedro a la izquierda del claro. Ambos se estaban riendo cuando la cámara los captó con el chalet de fondo subiendo al coche de él.
Aún estaban riendo cuando se sentaron a la mesa del restaurante italiano que habían escogido para almorzar. Su invitado sacó dos carretes de treinta y seis antes de volver a su vehículo, que había aparcado con audacia cerca del de Meredith.
Eran las dos de la tarde cuando el fotógrafo puso rumbo al este, hacia Londres.
Pasaron otras dieciséis horas antes de que Natalie fuera capaz de dejar a Meredith y hacer otro tanto.