CAPÍTULO 18
Jorge Prieto cerró cuidadosamente el libro de tapas negras y lomo anaranjado y lo puso sobre su mesa de despacho. Se dejó caer sobre el respaldo del sillón y se frotó los párpados. Había perdido la noción del tiempo y estaba verdaderamente cansado. En realidad, abrumado por la información que se le agolpaba en la mente y la decepción al descubrir que Roberto, su padre, consiguió el negocio familiar de forma fraudulenta y desleal. ¿Hasta qué punto su madre desconocía la maniobra? ¿Se habría mantenido al margen mientras criaba a la primogénita que murió? Lo que más sobrepasaba a Prieto era el hecho de que aquella tía abuela, fallecida antes de que él naciera, viniera a descubrirle secretos de familia.
Alguien golpeó suavemente la puerta del despacho entreabierta y Jorge dio su permiso. La puerta se abrió con cuidado y asomaron por ella los rizos pelirrojos de Alicia.
—He visto luz al pasar… ¿Horas extras un domingo por la tarde? —La forense sonrió abiertamente—. Estás empeorando, querido.
—Algo así —sonrió Jorge a sabiendas de que si le contaba a Alicia que había pasado allí la noche del sábado y todo lo que llevaba de domingo, mal comiendo chucherías de la máquina dispensadora del pasillo y bebiendo refrescos de cola, por leer de un tirón un diario de una tía abuela, directamente le diagnosticaría un ataque crónico de gilipollez en estado terminal—. ¿Y tú, de guardia?
—Como si lo estuviera. —Se adentró en el despacho con su ritmo particular al caminar y se sentó en un asiento frente a Jorge—. Estuve ayer sábado y me ha tocado hacerle la autopsia a los dos tipos que se han encontrado en las minas de Melilla la Vieja.
—¿Dos tipos?
—Le entró ayer el asunto al siete a última hora. —Se encogió de hombros—. ¡Ya sabes, a ese juzgado le crecen los enanos! —Alicia sacó del sobre que llevaba un par de fotos. Eran del interior de una cueva—. Mira, los dos cuerpos que han encontrado ese amigo militar tuyo y el equipo de bomberos, cuando trataban de rescatar a un arqueólogo atrapado en las minas.
—¡Vaya! Daniel en estado puro. —Jorge echó un vistazo a las fotos—. ¡Está visto que las guardias interesantes siempre le tocan a Javier!
—No le envidies, que a veces pienso que tu colega del siete está un poquito gafado. —Rieron a gusto la ocurrencia—. ¡Menudo número para el levantamiento! Tuvimos que meternos en un local abandonado cerca del cementerio, que aquello está sin tocar hace cuarenta años, ¡por lo menos!
—¿Y allí por qué?
—Porque en la trastienda de ese local está la trampilla por la que salió el equipo de rescate buscando una salida a las minas ¡no te lo pierdas! —Se ajustó las gafas de pasta negra que tanto resaltaban el celeste de sus ojos—. Y luego dicen que si los guionistas… Para película la que tuvimos que pasar dos bomberos, Javier, su secretario, el fotógrafo y yo. —Se echó a reír—. ¡Para habernos matado! —Le contagió la alegría a Jorge—. ¡No te rías, no! Que tuvieron que bajarnos con arneses, todo a oscuras. Hubo que bajar focos halógenos… ¡bueno, bueno! Ni te cuento cuando hubo que quitar las piedras una a una para que todo permaneciera lo más intacto posible. Y luego la subida…, un número, la verdad.
—¡Qué barbaridad! —Jorge estaba disfrutando con el relato de las peripecias—. Pasaríais allí un buen rato…
—Como dos horas —dijo Alicia rindiendo la cabeza hacia atrás—. Calcula, entre bajar de uno en uno, examinar aquel par de pobres esqueletos, tomar muestras, echar fotos… La verdad es que al final no podía más, me agobiaba en la mina. No te lo deseo. —Se abanicó con el sobre de las fotos.
—¿Y cuál es su conclusión, doctora? —bromeó Jorge—. ¿Un par de piratas berberiscos tratando de ocultar un botín, quizás?
—¡Uhm! No vas desencaminado; pero son algo más modernos este par de piratas —respondió Alicia entrecerrando cómicamente los ojos.
—¿Y por qué los enterrarían allí?
—No creo que nadie los enterrara. —Retomó las fotografías y las volvió a meter en el sobre junto con los informes—. Simplemente les cayó una tonelada de piedras y tierra encima. Supongo que les sorprendió un desprendimiento y ¡zas, se acabó! —Alicia volvió a abanicarse con el sobre—. Pienso que les pudo sorprender el terremoto del cincuenta y nueve; eso explicaría el desprendimiento de tierra y piedras.
—¿Te refieres al año 1959? ¡Si de eso no hace tanto…! —La vista se le fue a Jorge al diario de Inés Belmonte, al recordar que fechó el final de su relato en ese mismo año.
—¡Claro que no! —Se echó a reír Alicia—. Algunos estábamos a punto de nacer.
—¿De las identidades ya se sabe algo? —preguntó Jorge interesado.
—Aún no, pero lo que sí te puedo decir es la fecha en la que se casaron.
—¡Vaya! ¿Y eso cómo lo has sabido?
—Muy sencillo… —Sacó, del interior del sobre grande de papel de estraza que llevaba, un sobrecito de plástico transparente que al agitarlo en el aire hizo tintinear los aretes que estaban en su interior—: …Por las alianzas. Así que conocemos el nombre de sus mujeres y la fecha de la boda.
—Entonces, el Registro Civil podría precisar los que se casaron en esas fechas con mujeres con esos nombres.
—Exacto, si es que se casaron en Melilla, claro. Javier ya ha dado orden a los del Registro para que vayan buscando. Le dijeron que esta tarde, a lo más tardar, le tendrían el listado.
—¡Lo dicho, a Javier los casos interesantes, que para los rutinarios, ya estamos los demás! —bromeó Jorge.
—La verdad es que, de vez en cuando, viene bien una movidita de estas —dijo Alicia levantándose—. Bueno, voy a llevarle a Javier los informes de las autopsias. ¡Y tú no trabajes tanto…!
—Vale, te haré caso, doctora —sonrió dispuesto a seguir el consejo de Alicia.
El juez Prieto se puso en pie y se dirigió al perchero a coger su gabardina. Se la puso y se acercó hasta su mesa, cogió el libro de tapas negras y lomo anaranjado y lo metió en su cartera. Se disponía a apagar el flexo antes de abandonar el despacho cuando Javier, el colega del número siete, golpeó en la puerta abierta:
—¿Se puede?
—¡Adelante! Pasa Javier.
—¿Tienes un momento, Jorge?
—Sí, claro. No tengo prisa. Dime.
—Quisiera consultar un caso contigo, y como me he encontrado a Alicia y me ha dicho que estabas aquí…
—¿No será el de los dos tipos de las minas?
—Así es. ¡Caramba, cómo corren las noticias!
—Siéntate, por favor —sonrió Jorge—. No soy adivino, es que me acaba de contar la historia Alicia, ¡menudo marrón, pero por lo menos será interesante!
—Sí que es interesante, sí —dijo el instructor del número siete removiéndose inquieto en el asiento—. Y también tienes razón en cuanto a lo del marrón. —Javier se puso serio—. Tengo algo que decirte.
—Tú dirás… —dijo Prieto mientras tomaba asiento en su sillón desenfadadamente.
—Bueno, en primer lugar —comenzó a explicar el magistrado del siete—, decirte que el local abandonado por donde salieron los del salvamento, he visto que es propiedad de tu madre. Ya he dado orden al perito para que tase los daños de la puerta que hubo que forzar. Le ofreceremos las acciones legales, así que le enviaremos una citación. Díselo, para que no se asuste. O si quieres, que se pase un día de estos por el juzgado y nos trae la factura de la cerradura nueva.
—Eso no es problema. Yo mismo se lo diré. Debe tratarse del viejo obrador, una herencia de familia… curiosamente, hace un rato estaba leyendo algo relativo a ese sitio —dijo volviendo su vista hacia la cartera donde había guardado el diario de su tía abuela.
—Bien, también quería decirte, Jorge, que he pedido al Registro Civil un listado de los matrimonios celebrados en las fechas grabadas en los anillos de los cadáveres que encontramos en las minas. Así que hemos seleccionado los que coinciden con el nombre de la esposa de cada uno. Ha resultado que encaja con dos hombres, ambos dados por desaparecidos.
—¡Fantástico! Lo habéis resuelto en un tiempo récord. —Jorge se quedó algo extrañado—. Entonces, Javier, ¿qué es lo que querías consultarme sobre este caso?
—Verás, es que al leer los certificados matrimoniales de los desaparecidos, tuve la impresión de que alguno me resultaba familiar y… —El instructor del caso sentía el engorro de la situación en la que se encontraba—. En fin, quería que tú mismo lo vieras —le dijo Javier entregándole dos copias de dichos registros.
Jorge los leyó y el rostro le mudó.
—No quiere decir nada —suavizó Javier—, esto es suponiendo que fueran matrimonios celebrados en Melilla. Puede que sea una terrible casualidad. Pero, en principio, y antes de ordenar que busquen en todos los Registros Civiles de España, tendré que ordenar que se practiquen pruebas genéticas a los descendientes de esos dos matrimonios, para descartar o confirmar si los cuerpos hallados son los de los declarados desaparecidos. —Javier tosió para aclarar la garganta—. Solo uno de los matrimonios tuvo descendencia. Y todo parece indicar que ese descendiente eres tú. —Le miró con comprensión—. Siendo un tema tan delicado, he querido que tú fueras el primero en saberlo.
—Te lo agradezco, de veras —respondió Jorge Prieto con cara de circunstancias—. Supongo que me citarás para la prueba genética.
—Sí, así es. Tú sabes que tengo que hacerlo. —Javier volvió a toser—. De todas formas, ya sabes, esto está más que prescrito; pero hay que identificar los cuerpos.
—Desde luego. Es más: te lo pido, por favor.
—Cualquier cosa que necesites…
—Lo sé, lo sé —se levantó Jorge ofreciéndole su mano—. Te lo agradezco, Javier.
El juez del siete se levantó estrechándole la mano con afecto y le indicó a Jorge con un gesto que se quedara con aquellas copias de los certificados matrimoniales y se marchó, procurando cerrar la puerta sin hacer ruido. Prieto no se movió de su asiento. Apagó la luz del flexo y se dejó envolver por la oscuridad azulona del final del atardecer y por el silencio. El reflejo de una enorme luna que no veía desde su ventanal rielaba sobre un mar manso. Aquella masa salobre estaba tan inmóvil como lo estaba él en aquel instante. Apenas un hilo de aire entraba y salía de su pecho. No podía pensar. Todo su cerebro se había soldado en una sola pieza pesada e inoperante. El mar lanzó una ola fina, aislada y extensa que rodó por la superficie hasta disolverse en el puerto. Jorge Prieto se pasó la mano por el cabello negro y cobró vida repentinamente. Se vio saliendo del edificio y dirigiéndose a su coche sin recordar ningún momento intermedio desde que se traspuso mirando por la ventana. Arrancó el motor y puso en marcha todos sus sentidos. Se dirigió sin dudar hacia la avenida. Aparcó sin mirar si era o no zona de vado. Abrió el portalón y subió las escaleras con ligereza. Apretó el timbre y su madre le recibió con una sonrisa.
—Mamá, tenemos que hablar.
Encarna cerró la puerta tras ver pasar a su hijo al interior de la casa con cara de pocos amigos. Le buscó y le encontró en el salón deambulando de un lado para el otro como un león enjaulado. Los faldones de su gabardina rozaban peligrosamente los adornos de las mesitas cada vez que giraba inquieto. Encarna se sentó con calma en su magnífico sofá de piel blanca, cruzó las piernas y frunció los labios. Sabía perfectamente qué le iba a preguntar su hijo cuando dedujo que el diario que estaba investigando debía de ser el de Inés. Ya tenía su discurso preparado hacía años, por si se daba una situación parecida. Lo repasó mentalmente. Le daría una explicación edulcorada de cómo llegó a manos de Roberto Prieto el negocio. Así que le dio pie:
—¿Y de qué quieres que hablemos, si puede saberse? —disparó Encarna sin perder un ápice de su autoridad maternal.
Jorge se colocó delante de ella con los brazos en jarras y le soltó sin piedad:
—Han encontrado a papá.
El semblante de Encarna mudó y súbitamente sus pupilas se contrajeron y aparecieron motitas negras en sus iris azules. Buscó apoyo con la mirada recorriendo la habitación de aquí para allá. Había sentido lo más parecido a un golpe en la nuca. No se lo esperaba. ¿A qué venía esto ahora? Sus manos huesudas acudieron a sus mejillas sin habérselo propuesto. Miró a Jorge, de pie frente a ella. Su hijo le leyó la pregunta en los ojos y le adelantó la respuesta:
—Lo han encontrado en las minas.
—¿Cómo? —preguntó con un hilo de voz y descolocada.
—¡Por casualidad, maldita sea! Su cadáver está en una de las minas de Melilla la Vieja, junto con el de otro hombre, un tal Felipe, muy próximos a la conexión con el obrador. ¿Qué hacía allí mi padre con ese tal Felipe?
—No sé…
—¡No me vengas con que no lo sabías, maldita sea! —gritó Jorge dando un golpe en la mesa—. ¡Porque yo sí que sé quién es ese Felipe!
—¡No me hables así! —le respondió Encarna reaccionando y levantándose repentinamente—. ¡Tú no sabes nada!
—¡Siéntate, mamá! Porque no me iré de aquí hasta que me des una explicación… ¡Y va a tener que ser convincente si quieres que te siga mirando a la cara!
—¿Y qué vas a hacer? —Los ojos de Encarna recuperaron el brillo acerado del pasado y plantaron cara a su vástago manteniéndose en pie—. ¿Vas a someterme a un interrogatorio como si fuera uno de esos delincuentes que te llevan al juzgado? ¡Tú no me puedes juzgar! ¡Soy la única persona a la que no puedes juzgar, señor juez!
—¡Escúchame bien! —le dijo apretando los dientes y acercando su rostro al de su madre, obligándola a tomar asiento de nuevo—. Procura decirme la verdad, mamá, porque de todas formas la voy a descubrir. Y si compruebo que me has vuelto a ocultar algo o me mientes una vez más, te juro, que no volveré a creer en ti ni querré saber nada. ¡Estoy harto! ¿Me oyes? ¡Completamente harto de que todos los que me rodeáis me traicionéis, me ocultéis la verdad, que os riais de mí!
—¡No quieras pagar conmigo lo que te haya hecho Marta!
—¡No lo entiendes, madre! El engaño de mi mujer, me duele. —Jorge Prieto miró directamente a los ojos asustados de su madre—. Pero el de mi madre… ¡Me pudre! Me siento absurdo por haber crecido dentro de una gran mentira. —Jorge Prieto miró al techo para contenerse de dar una patada a algún mueble—. ¿Por qué me hiciste creer que papá nos había abandonado? ¿Por qué, mamá? Si mi padre no escapó, no nos abandonó, ¡no nos traicionó ni a ti ni a mí! Dime de una vez ¿qué coño hacía allí mi padre, dentro de esa puñetera mina? —Jadeante tomó aire—. ¡Y no me vengas con que no lo sabes! —El juez volvió la espalda a su madre y rompió a llorar—. ¿Por qué me has mentido todo este tiempo? ¿Por qué lo has hecho? ¡Maldita sea!
Encarna se dejó caer en el sofá, se aflojó ligeramente el pañuelo de Hermès que llevaba anudado en el cuello.
—La verdad es… que no sé por dónde empezar. No me esperaba esto… no me lo esperaba.
—¿Por qué no empiezas por el principio? —dijo Jorge terminando de secarse las lágrimas y guardando el pañuelo de nuevo en el bolsillo del pantalón.
—¡Como si fuera tan sencillo! —exclamó mientras eludía las lágrimas mirando al techo.
Jorge Prieto se desprendió lentamente de su gabardina y la colocó doblada sobre el respaldo del sofá. Tomó asiento en una silla a la que dio la vuelta apoyando los brazos cruzados sobre el respaldo, dispuesto a escuchar lo que quisiera contarle su madre. Encarna consiguió recomponerse, se ajustó los voluminosos anillos que adornaban sus manos y recuperó su habitual postura erguida; pero la voz sonó más mansa y quebrada que de costumbre.
—Cuando Roberto y yo nos casamos, nos queríamos. Él a su manera y yo a la mía. Eso sí. La boda fue magnífica. La costearon los padrinos, Julián e Inés, los tíos de Roberto, esos de la foto de boda. Inés era la hermana mayor de tu abuela Julieta. Era costumbre que los padrinos se hicieran cargo y supongo que también entró en juego el orgullo de Inés; porque era muy orgullosa, ¿sabes? —Encarna soltó una risita—. Debió ser para ella una excelente ocasión para demostrarles, a sus bien situadas hermanas, hasta donde había sido capaz de llegar sin ayuda de nadie y, sobre todo, sin la de ellas. Los primeros meses de matrimonio no pudimos comenzar mejor: con un viaje a Madrid, a Barcelona y a Mallorca. Todo costeado por los tíos de Roberto. Al regreso, sus tíos delegaron en Roberto buena parte del negocio. Eso nos hizo suponer que tenían previsto que, una vez que faltaran, el almacén y el obrador pasarían a sus manos y que a las sobrinas de Julián les dejarían las rentas de las casas de los obreros y el dinero. Así que nos empleamos a fondo para actualizar el negocio. Al año de casados, vino al mundo tu hermana. La vida parecía sonreírnos. Poco antes de que tu hermana viniera al mundo, Margarita, la sobrina mayor del tío Julián, se casó con Felipe y la boda aún fue más extraordinaria que la nuestra. Al regreso del viaje de novios, Felipe se incorporó a la empresa de los tíos bajo la dirección de Roberto. La tranquilidad duró poco. Roberto se iba desencantando paulatinamente, al comprobar que los esfuerzos por innovar el negocio y rentabilizarlo pasaban desapercibidos a los ojos de su tía; más pendiente de cuidar de Julián y de mirar a otro lado, para no ver los abusos de Felipe, de los que él le daba cuenta para alertarla. ¡Roberto estaba más que harto! Felipe aparecía y desaparecía a su antojo, tomaba de la caja los billetes que le venían en gana, y se los fundía en juergas y fulanas, sin reponerlos jamás.
»Un día ocurrió algo terrible: Margarita, la mujer de Felipe, se puso de parto y sufrió un ataque de apoplejía. Se puso gravísima y Felipe no había aparecido por la casa en todo el día ni se sabía por dónde paraba. La tía Inés envió a un recadero para pedir a Roberto que buscara a Felipe y lo trajera de inmediato. Así que, a las tantas de la noche, tu padre tuvo que coger el coche y lanzarse en su búsqueda por los bares que frecuentaba Felipe, luego por las tabernas y, por último, por las casas de citas. Faltaba poco para el amanecer cuando logró encontrarle en una de las del Barrio del Real, que en aquel entonces quedaba a las afueras de la ciudad. Lo sacó de allí en un estado lamentable, empapado de alcohol, entre los insultos de las rameras al enterarse de que estaba allí retozando con ellas mientras su mujer estaba de parto y muy grave. Lo metió en el coche a trompicones y lo sentó en el asiento del copiloto. Se acercó una de aquellas mujeres de mala vida, la que llamaban la Plexiglás, y le dijo a Roberto: “¡Llévate a ese cabrón de aquí y que no vuelva más!”, arrojándole a Felipe las prendas que le quedaban por poner. Felipe reaccionó lo suficientemente bien como para conseguir mantener la cabeza erguida. Solo preguntaba qué hacía en el coche y a dónde lo llevaban.
—¿Que a dónde? ¡Con tu mujer, que se te está muriendo! ¡Menudo hijo de puta estás hecho! Poco te han dicho esas mujeres…
—Tú no dices palabrotas, Robertito ¿por qué dices palabrotas? Tu mujercita se va a enfadar… Por cierto, tiene un culito que…
—¿Quieres callarte de una puñetera vez? ¡Que te voy a partir la boca como sigas mentando a mi mujer! ¡Y deja de apoyar la cabeza en mi hombro, que no me dejas conducir! —Y trató de sacudirse a Felipe con un gesto brusco.
—¡Deja que conduzca yo, Robertito! ¡Ya verás que bien lo hago! Mira, mira, como en las películas…
—¡No muevas el volante! ¡Suelta! ¡Quítame las manos de la cara, que no veo! ¡Estate quieto, joder! …
»Y en ese tira y afloja estaban cuando al tomar una de las curvas de la carretera que lleva al Barrio del Tesorillo, Felipe tiró del volante e hizo girar peligrosamente el vehículo. Roberto dio un volantazo cayéndole encima el cuerpo flácido de Felipe, y se lo apartó como pudo. Cuando Roberto pudo recuperar el control y el aliento después del susto, miró por el retrovisor y vio que se alejaban de una bicicleta tirada en mitad del suelo. Volvió a mirar extrañado y no vio a nadie, solo una estela oscura que iban dejando por donde había pasado el coche. Detuvo el vehículo y bajó. Quedó horrorizado al comprobar que llevaba enganchado en el guardabarros a un hombre. Una de las perneras del pantalón estaba ensartada en el guardabarros y su cráneo, destrozado, de rozar contra el asfalto todos esos metros recorridos. Felipe salió del coche a trompicones y contemplaba con ojos exageradamente abiertos cómo Roberto, preso de un ataque de nervios, soltaba del guardabarros al atropellado…
—¿Qué has hecho, Robertito?
—¿Cómo que qué hecho? ¡Pero si has sido tú, maldita sea! ¡Me cago en mi sombra…! ¡Yo ni le he visto!
—¿Está muerto?
—¿Es que no ves cómo está? Tiene la cabeza destrozada. ¿Cómo va a estar vivo?
—¿Y ahora qué hacemos?
—¡Largarnos de aquí, ahora mismo! ¡Venga, al coche!
—¡Oye, para mí que ese tío se ha movido!
—¿Pero qué dices? ¿Cómo se va a mover si tiene más fuera que dentro de la cabeza?
—¡Mira, mira! —gritó Felipe entre asustado y divertido basculando la cabeza en mitad de sus vapores etílicos—. ¡Está levantando una mano! ¡Hola! —Sonreía Felipe bobamente—. Nos está saludando, Robertito.
»Roberto, presa del pánico, no atinaba con las marchas ni con los pedales y con tan mala fortuna que arrancó el coche con la marcha atrás puesta, pasando por encima del pobre hombre. Roberto tuvo que hacer de tripas corazón y volver a meter primera y huyó aterrorizado.
»El suceso salió en todos los periódicos de Melilla, coincidiendo con la esquela por la muerte de Margarita y del hijo que traía. En todas partes la gente se preguntaba quién podría haber hecho algo así. Los clientes de la tienda del almacén no hablaban de otra cosa que del bestial atropello y del cobarde abandono de la víctima. El nerviosismo que a duras penas conseguía disimular Roberto mientras atendía a la clientela, lo achaqué a la dramática muerte de su prima. Sin embargo, cuando un par de semanas después Roberto regresó a casa con la cara descompuesta, le pregunté qué le ocurría. Traía una citación del juzgado. Al principio no comprendí la alarma de mi marido, ni el estado de nervios en el que cayó, provocándole vómitos y retortijones. Mientras él estaba en el baño, cogí la carta del juzgado y la leí. Comprobé, horrorizada, que le imputaban la muerte de aquel desgraciado ciclista. Le obligué a que me contara qué había sucedido. Estaba claro que había sido un desgraciado percance; pero eso no iba a evitar que acabara en prisión. Lo que más le reconcomía era que Felipe saldría de rositas, porque ni por cómplice le tendrían con alegar que se encontraba tan borracho que no se enteró de nada. Así que lo estuvimos hablando y nos quedó muy claro que había que encontrar la manera de que el juez archivara el caso. Fuimos a un abogado de extrema confianza y nos enfrentó a la realidad de que no había forma legal de evitar la cárcel. Al parecer, la placa trasera de la matrícula se había desprendido y quedó tirada en el lugar del accidente y estaba en poder del juez que investigaba el caso. Era una prueba irrefutable, sin embargo, el abogado nos dio un consejo que, en principio, nos pareció enigmático.
»Casi siempre, un problema lleva implícita su solución, nos dijo muy serio y su traje mil rayas de buen paño y su estilográfica de oro certificaban que sus palabras debían ser muy valiosas. En este caso, si yo estuviera en su lugar, vigilaría las costumbres de don Alejandro, el juez que lleva su caso.
»Aun sin saber a ciencia cierta a qué se refería el abogado, Roberto implicó a Felipe en el asunto, obligándole a ayudarle a salir del atolladero. Así que, durante una semana, se dedicaron a seguir a don Alejandro de día y de noche. Descubrieron que el atildado juez solía acudir al casino cada noche y después daba un paseo que, a menudo, solía acabar en un lugar bastante peculiar: un taller de coches. Don Alejandro parecía disponer de llaves del local, y abría con mucho disimulo la portezuela y se colaba a través de ella. Al principio, Roberto y Felipe, desconcertados daban por finalizadas sus pesquisas al llegar a este punto. Pero al paso de los días vieron que se repetía la escena y decidieron esperar. La paciencia dio su fruto aquella noche: al dar las doce, una sombra ágil y menuda se filtró por entre la puerta del local que dejaba entreabierta don Alejandro. Roberto y Felipe se decidieron a comprobar qué se traía entre manos el juez. Cruzaron la calle, llegaron ante la puerta del taller y entraron con cuidado. Solo estaba encendida una bombilla mortecina, pero suficiente para comprobar que el local tenía varios coches en su interior y lo que, a primera vista, les pareció un pequeño vagón de tren de aluminio.
»¡Es una caravana! Roberto la reconoció porque había visto una en una película americana.
»Se acercaron a contemplarla con cautela, por si a través de unos pequeños ventanucos alargados podrían ver qué había por dentro y se llevaron un tremendo susto al oír un grito de dolor. Se miraron asustados y estuvieron a punto de gritar ellos también cuando aquella caravana comenzó a oscilar. Pero no les duró mucho el susto, porque pronto comprendieron por los gemidos qué estaba pasando en su interior. Se miraron y Felipe hizo señas con la mano para salir fuera. Dos días después volvieron y la escena se repitió paso por paso. Esta vez iban preparados. Cuando entraron en el taller, ya se oían gemidos ahogados en el interior de la caravana cimbreante. Roberto le indicó a Felipe con un movimiento afirmativo de la cabeza que estaba preparado. Felipe se acercó a la puerta de la caravana y fue girando, muy despacio, el picaporte, mientras Roberto enfocaba hacia la ella la cámara de fotos que llevaba colgada del cuello y sostenía el flash con la otra mano. Cuando Felipe abrió la puerta de golpe, Roberto disparó, captó varias instantáneas y salieron a toda prisa sin saber ni siquiera qué habría dentro de la caravana. Cuando revelamos las fotos en un cuarto oscuro, la sorpresa fue para nosotros al encender la bombilla roja: a don Alejandro le gustaban los moros, y jovencitos. El abogado sabía lo que decía. Así que Roberto acudió al Juzgado, se sentó en el despacho de don Alejandro, y llegaron a un trato sin palabras. Roberto le mostró las fotos “que había comprado a un desaprensivo”, para evitar que circularan por ahí causando un daño irreparable a su señoría. El juez, tras levantar una ceja y arrugar su primoroso bigotito, con un gesto de aprensión abrió un cajón, sacó la placa de la matrícula que aún conservaba las manchas secas de sangre y la puso sobre la mesa. Roberto le entregó las fotos, cogió la placa y la metimos en un maletín. Don Alejandro guardó las fotos en el cajón con llave y solo pronunció dos palabras con su voz aflautada: caso cerrado».
—Pero la justicia divina no archiva asuntos, hijo —dijo Encarna Máñez con los ojos cerrados suspirando hondo tratando de coger fuerzas—, y se cobró lo que le debían. Ejecuta sus sentencias sin prisa, pero sin pausa. —Encarna asentía mientras recordaba uno de los sucesos más dolorosos de su existencia—. Pasaron tres años de aquel terrible asunto. Ya no quedaba rastro alguno en la prensa ni circulaban rumores. Estaba borrado de la memoria de todos, incluso de la nuestra, cuando ocurrió lo de tu hermana… —aún se le quebraba la voz a Encarna Máñez al recordar a su pequeña a pesar de los años transcurridos.
—¡Mamá, no saques las cosas de quicio! Eso no tiene nada que ver.
—¡Calla y escucha! —dijo Encarna clavando sus pupilas iracundas en su hijo ignorante de tantas cosas—. ¿No querías oírme? ¡Pues escucha todo lo que tengo que decirte! —Trató de serenarse enjugándose las lágrimas furtivas y respirando profundamente mientras miraba hacia la calle a través de los cuarterones de las puertas del balcón—. Además, ¿qué sabrás tú? —prosiguió clavando la mirada en su hijo que comenzaba a peinar canas—. Puede que tengas muchos estudios, hijo; pero no tienes mis años ni has vivido lo que yo. Te aseguro que todo tiene que ver con todo. —Le empezó a dar vueltas al pañuelito que tenía entre las manos—. A veces me asusta esa sensación. Ahora mismo la estoy sintiendo otra vez —dijo frotándose los brazos como si tuviera frío—. Es una realidad, más allá de lo que puedo entender. —Encarna Máñez recorría con mirada inquieta la estancia—. Todos estamos atrapados. Sí, no me mires así. Atrapados en una tela de araña que todo lo conecta y en la que todo está relacionado. Una red sutil que no percibimos para que creamos que somos libres, pero en la que es mejor no moverse. —Encarna miró a un lado y a otro—. Sí, es mejor estar quietos, porque cualquier movimiento hace que la tela vibre y traiga lo que más tememos. Es lo que me ha pasado a mí —asentía Encarna como para sí misma—. Como esto de tu padre: estaba temiendo que lo encontrasen. Al principio, me extrañaba que estuvieran pasando los años y que no se descubriera. Con el tiempo, pensé que si no realizaba ningún movimiento y dejaba las cosas como estaban, la tela no vibraría y la gran araña que todo lo teje se olvidaría de mi existencia. Pero ya ves; es inútil. Me ha hecho creer que se había olvidado de mí. Tan solo estaba esperando el momento oportuno… como cuando lo de tu hermana. Yo no solía ir a la tienda del almacén, pero aquella mañana… Aquella mañana me acerqué a pedirle dinero a Roberto para hacer unas compras. Tu hermana se quedó fuera en la acera, jugando con su comba. Parece que la estoy oyendo cantar mientras saltaba…
»Rey, rey, ¿cuántos años viviré?:
Uno, dos, tres, cuatro…
»…No llegó al cinco. No sé qué instinto me hizo girar la cabeza en aquel preciso instante en el que vi, a través de la ventana, cómo un volquete aparcado en la esquina se deslizaba cuesta abajo, sin conductor y sin hacer ruido. Salí disparada a la calle y me encontré con el cuerpo aplastado de mi niña contra el asfalto. —Encarna cerró los ojos y se apretó las sienes.
—No te martirices, mamá —repuso Jorge—. Fue un accidente. Se romperían los frenos o…
—¿O qué? ¡No fue solo un accidente! ¡Hasta Roberto lo vio claro! Él sabía en su fuero interno que le habían pasado factura por la muerte de aquel desgraciado. Y yo también. Nadie va a convencerme de lo contrario. Ya sé, se rompieron los frenos ¿Pero por qué precisamente en el momento en que me hija bajó de la acera? ¿Por qué no un instante antes o después?
—Dejemos eso. Háblame de papá. ¿Qué pasó con él? ¿Qué hacía allí abajo?
—No hacerme caso, como siempre. ¡Y si yo le hubiera importado, no estaría muerto!
La madre del juez Jorge Prieto se tomó un respiro y terminó de enjugar alguna que otra lágrima. Cuando retomó el hilo de su memoria, su voz sonaba a derrota.
—Mi opinión no contaba para ninguno de los dos, ni para Roberto ni para Felipe. No me oponía a que se apropiaran del testamento de la tía Inés. Lo que me parecía una locura era que trataran de hacerlo a toda costa y sin pensar en los riesgos. Al poco de morir Matías por tifus, la tía Inés enfermó también y se le complicó con la diabetes. Su enfermedad coincidió con la agonía de su cuñada Juana, por lo que la hija menor de esta, Soledad, se hizo cargo de su madre y Mercedes atendía a la tía Inés. Margarita, la sobrina mayor, había muerto de parto, acuérdate. Desde luego, Mercedes se portó como una verdadera hija cuando todos los miembros de su familia se habían apartado de ella, empezando por sus hermanas, y eso, como es lógico, a la tía Inés le llegó al corazón. Cuando Inés se encontró muy grave, mandó llamar a Felipe, el viudo de su sobrina Margarita. Cuando llegó Felipe a los pies del lecho de tía Inés, nos hizo salir a Merceditas, a Amador, a Roberto y a mí. Según nos comentó, tenía que decirle algo que solo podía escuchar Felipe. A todos nos extrañó mucho, pero allí estuvieron diciéndose algo. Primero, Inés, hablando muy bajito. De vez en cuando, se la oía llorar con mucho sentimiento. A Felipe no se le escuchó ni una palabra. Salió de improviso, con la cara descompuesta y con el sombrero en la mano. Le preguntamos casi a coro qué le pasaba. Sin mediar palabra tomó del brazo a Roberto y lo llevó casi a la fuerza hasta la puerta de la calle.
»—¡Vamos, tú y yo tenemos que hablar!
Luego supe que lo llevó hasta el espigón del puerto y en lo alto del rompeolas, sin más testigos que el mar embravecido por el viento de levante, la furia de Felipe se desató con tanta rabia como la que hacía restallar las olas contra los bloques del dique. Roberto sintió de repente un golpe en la cara, sin comprender a qué venía a cuento. Felipe le había partido el labio de un puñetazo y sin mediar palabra, con el rostro descompuesto por la ira…
—¿A qué viene esto, joder? —gritó Roberto al comprobar que le sangraba el labio—. ¿Qué coño te pasa, Felipe?
—¿Que qué me pasa, pedazo de cabrón? —le envió una mirada venenosa—. ¡Cómo si no lo supieras! —dijo dando un empellón a Roberto—. Me hacías participar en la jugarreta a tu tía Inés para tenerme calladito —le señalaba alargando el brazo y el índice amenazante—. ¡Maldito capullo, si me estabas robando a mí! ¡Te has quedado con lo que era para mí! ¡Te voy a matar, hijo de puta!
—¡Cálmate de una vez! —Roberto tomó las riendas de la situación sujetando a Felipe por las solapas—. ¿De qué me estás hablando, si puede saberse?
—¿De qué va a ser? Tú sabías que soy hijo de tu tía Inés y por eso has hecho toda la maniobra de la quiebra falsa: para desviarlo todo a tu bolsillo y que yo no tenga nada que heredar, solo las deudas… ¡Maldito seas!
—¿Qué eres hijo de Inés? —dijo Roberto soltando a Felipe anonadado—. ¿Cómo? ¿De mi tía Inés? ¿Y de dónde te has sacado tú eso?
—¡Me lo acaba de confesar ella! —respondió Felipe sacudiéndose las solapas y recomponiéndose el traje—. ¡Y no pongas esa cara de gilipollas, te la voy a partir igual…! —amenazó levantando de nuevo la mano.
—¡Estate quieto, coño! —Roberto hizo ademán de darle un puñetazo—. ¡O te la parto yo a ti, como me vuelvas a tocar…! ¿Pero cómo vas a ser hijo suyo? ¡No puede ser!
—¡Pues sí! Así que, ¡es a mí y no a ella a quien has robado, canalla!
—¡Oye, oye! ¡Ya está bien! No te pases, aunque ahora seas mi primo no te consiento… ¡Que bien cogías a puñados el dinero de la caja cada vez que te ibas de putas! ¿Qué me quieres reprochar? ¿Que te estabas robando a ti mismo? ¡Pues bien a gusto lo hacías creyendo que se lo quitabas a mis tíos…! Fúmate un pitillo y te calmas, ¿vale? —le dijo Roberto ofreciéndole un cigarro a Felipe y esperó a que lo encendiera para preguntarle—. Oye, ¿y quién fue tu padre, si puede saberse? ¿Julián o Matías?
—¡Ninguno de los dos! ¡Hay que joderse! —dijo Felipe lanzando lejos el humo—. Me ha dicho que un médico militar que se lio con ella y luego le montó una boda que era un paripé, ¡vamos que no era legal!, o algo así me ha contado. ¡El caso es que no estaban casados y me han jodido bien! —Y tiró el cigarrillo al suelo atornillándolo con la suela del zapato.
—¡Hombre, no será para tanto!
—¿Que no? —Felipe encendió un nuevo cigarrillo—. Por lo visto, el que se tiró a mi madre era marqués. El tío estaba casado con una cupletista que tenía un hijo, que es el legítimo, aunque solo sea de papeles —dijo lanzando el humo por la nariz—. Así que por parte de mi padre mucho pedigrí, pero, nada que rascar. —Tiró la colilla al suelo con rabia y la aplastó—. Por si fuera poco, la cervecería de Madrid, mi madre se la deja a esa pasmada de Merceditas, por lo bien que la está cuidando… ¡No te jode! ¿Y a mí, que soy su hijo, qué me deja? ¿Que me parta un rayo?
—Espera un momento. ¿Qué es eso de que le deja a Merceditas una cervecería?
—Eso me ha dicho. Que ha dejado escrito que La Fontana de Oro es para Merceditas.
—¡Creía que habían perdido la cervecería de Madrid! Si lo llego a saber, ¡maldita sea! —dijo Roberto—. ¿Tú has visto el testamento?
—No, cuando se lo he pedido me ha contestado que se lo ha dado a Amador para que lo guarde bien guardado y cuando ella muera se lo lleve al juez.
—¿Que se lo lleve al juez…? Eso es porque no está hecho ante notario. Lo ha hecho ella misma, manuscrito. ¡Estás de suerte chaval: eso no está registrado en ningún sitio! Mira, no está todo perdido. No tienes más que hacerle cambiar de idea y que haga otro dejándotelo a ti. ¿No dice que eres su hijo?
—¿Qué te crees? ¿Que no lo he intentado? —Las esmeraldas de Felipe se volvieron afiladas—. Pero está emperrada en que lo único que le queda tiene que ir a Merceditas, que es la que la cuida.
—¿Serás idiota? ¿Pero no ves que con eso te está diciendo que quien la cuide se llevará la herencia? Lo que le gustaría es que su hijo la cuidara ¡natural!
—¿Qué dices? —La menta de los ojos de Felipe se oscureció—. ¡Ni loco me meto yo ahí a pasar las horas! A lado de una vieja moribunda y, encima, ¡cómo para coger el tifus…! ¡Venga, hombre!
—¿Qué venga hombre ni venga nada? —Roberto sujetó a Felipe suavemente por un brazo—. ¿Es que no vale la pena aguantar el tirón y que cambie de idea y te lo deje a ti, so chalado? Imagínate, si te deja la cervecería ¡menudo negocio! ¡En el cogollito de Madrid! Tú allí, dirigiendo el negocio…
—¿Es que tú me has visto cara de estar sirviendo cervezas? ¡Ni hablar! Lo que haría es venderla. ¿Pero quién tiene dinero hoy en España para pagar un local así, al ladito de la Puerta del Sol? Me puedo tirar años esperando a que alguien la compre y ¿mientras qué? ¿Arruinándome para pagar impuestos? ¡Lo que me faltaba!
—Mira, Felipe. —Roberto le pasó un brazo sobre los hombros y le achuchó amigablemente—. Si tú consigues que tu madre te deje la cervecería, yo te la compro ¡y bien pagada! Te compensaré por lo perdido.
—¿No me estarás tomando el pelo? —se le quedó mirando Felipe.
—Yo no me tomo nada tan en serio como los negocios. Así que ya sabes: ponte cariñoso con tu madre y no dejes que intervenga más Merceditas. —Se detuvo a pensar Roberto por un instante y añadió—: Le diré a Encarna que te eche una mano y tenga a Merceditas alejada de allí. Ya verás como la tía Inés, bueno, tu madre, cambia el testamento.
—¡Maldita sea mi suerte! ¡Mira que tener que tragar quina para que me deje la vieja lo que es mío!
»Roberto no debió contarme todo esto. Tuvo unos efectos en mí que yo no hubiera podido imaginar ni él prever. Obedecí sus instrucciones y acudí cada día a atender a tía Inés junto con Felipe, tratando de alejar a Merceditas para que él tomara el protagonismo. También me encargó que le dejara caer a la tía que Merceditas se estaba desentendiendo de cuidarla y tratara de ganármela, porque Felipe poco aguantaría y entonces la cuidadora sería yo y podríamos hacerle cambiar el testamento a nuestro favor. Reconozco que aunque me pareció turbio, accedí a obedecerle. En aquel entonces aún me sentía obligada a cumplir todo aquello que me ordenaba mi marido. Pero fue la última vez. Y no porque me rebelara y fuera capaz de defender mi propio criterio, sino porque caí en otra sumisión mayor: me enamoré perdidamente de Felipe —los azules ojos de Encarna brillaron desafiantes—. Y lo que fue peor, descubrí en sus brazos lo que era gozar. No me arrepiento de nada —negaba Encarna como si hablara consigo misma—. Ocurrió lo que tenía que ocurrir: cada día que pasaba junto a Roberto me iba hundiendo y empequeñeciendo más. De nada me servía que tuviéramos una cuenta corriente rebosante a la que yo no tenía acceso, ni que se encargaran de la casa un par de asistentas y una planchadora y tuviera crédito en todas las joyerías. La tristeza había anidado en mí hacía mucho tiempo, más del que creía entonces. Era una tristeza que venía de cuando observaba cómo le brillaban los ojos a Roberto cuando miraba a Merceditas y cómo se volvían opacos cuando se dirigían a mí. Una tristeza que se volvió plomiza con la muerte de mi niña, que en mi fuero interno sentía que había ocurrido por culpa de Roberto, por no pagar su deuda. Luego, se sumó el hielo de su falta de cariño y de su indiferencia.
»Cuando comencé a acudir a casa de la tía Inés, iba con fastidio. Eran muchas horas allí y muchas de ellas, horas muertas. Apenas cruzábamos una palabra Felipe y yo. Él permanecía gran parte del tiempo en la habitación con su madre ayudándola a cambiar de postura o darle de beber agua. Yo me encargaba de cocinar y de hacer que la presencia de Mercedes no fuera necesaria. De vez en cuando, yo me asomaba para comprobar cómo estaba Inés y en más de una ocasión me sorprendía a mí misma contemplando embelesada a Felipe desde el quicio de la puerta. Era difícil apartar los ojos de aquel prodigio de belleza y haber sabido de su fina casta aristocrática le concedió, ante mis ojos, el derecho natural de poseer todo aquello que se le antojara a su voluntad dentro de su feudo. En cierta ocasión, me sorprendió mirándole y se sonrió socarronamente sin decir palabra. Felipe comenzó a mostrarse gentil y a desplegar un fino sentido del humor que le servía de excusa para mostrar su sonrisa seductora. Era imposible sustraerse a aquel encanto embaucador y tampoco quería hacerlo. Por el contrario, todos mis apetitos se despertaban cuando me sentía envuelta por la fuerza de su magnetismo cuando se acercaba a mí, cada vez guardando menos distancia. Hasta que ocurrió lo que tanto ansiaba y que en aquellos momentos era incapaz de reconocerlo: sentir que le deseaba, que me rendía con su pasión y que me conquistaba con su virilidad. Tanto me abandoné a él y a sus deseos, que no solo me conquistó, más aún, me sometió a su voluntad y yo perdí la poca que tenía. Si no hubiera sido por ese accidente de la mina, no sé qué hubiera sido de mí, gobernada por dos hombres. En realidad, aquel terremoto nos removió y colocó a todos en nuestro sitio. A mí, me liberó de dos tiranos y me dio la oportunidad de convertirme en una mujer que sabe lo quiere y que no depende de nadie.
»Pero la agonía de tía Inés se prolongaba —Encarna Máñez meneó la cabeza— y la paciencia de Felipe se iba agotando, al comprobar que la anciana no cambiaba de opinión y seguía llamando a una y otra vez a Merceditas, a quien tratábamos de mantener alejada con mil y una excusas, pero que no faltaba a su cita diaria aun cuando fuera un rato. Por otro lado, Merceditas tampoco estaba para muchos viajes ni para estar demasiado tiempo allí, con lo avanzado de su embarazo, así que en el fondo agradecía que nos estuviéramos haciendo cargo de tía Inés buena parte del día. Una tarde, mientras me encontraba en la cocinita de la casa de tía Inés preparándole una sémola, la oía llamar lastimeramente a Merceditas como en otras ocasiones. Felipe estalló en un arranque de ira y comenzó a gritarle prohibiéndole que la siguiera llamando. La pobre mujer comenzó a llorar. Oí su voz ahogada y continué removiendo la sémola que se espesaba por momentos. La vertí en un plato y dispuse una bandeja con todo lo necesario para darle la cena. Me dirigí a la habitación y al entrar quedé horrorizada: Felipe estaba empujando con toda su fuerza sobre el rostro de tía Inés una almohada y la pobre mujer se retorcía por la asfixia. Solté la bandeja y comencé a golpear a Felipe para que no continuara. Estaba tan ofuscado que ni se percató de mis gritos ni de mis golpes, hasta que se detuvo resoplando por el esfuerzo. Quité la almohada del rostro de tía Inés, congestionado y descompuesto. Grité a Felipe preguntándole porqué lo había hecho y él ni se inmutaba. Se limitó a encender un cigarrillo y se lo fumó mientras miraba con desprecio a la mujer que le había parido. Inés tosía y trataba de llenar los pulmones de aire. Cuando el pecho se le calmó un poco, me sujetó por la muñeca y me dijo:
—¡Déjalo, Encarnita, hija! Ahora los dos estamos en paz.
»Imagino a qué se quiso referir la pobre mujer, pero aun así… Todavía siento escalofríos cuando me acuerdo. Por eso no quiero acordarme de nada, de ninguno de los dos. Están bien donde están; no deberían moverlos. No hay que remover el pasado; es mejor así, que siga olvidado en las profundidades de la ciudad. ¿Sabes qué decía mi padre, tu abuelo Luis? Él se conocía perfectamente ese laberinto subterráneo que recorre Melilla la Vieja y que conecta con las cuevas de los acantilados y del monte. Le llamaban de joven el Pichón porque criaba palomas y servía de correo para los comunistas. Conocía como nadie las galerías de las minas: las numerosas entradas y salidas y sus retorcidos caminos. Tu abuelo siempre decía que aquellos túneles eran una criatura viva, capaz de proteger a los propios y detectar a los intrusos, conduciéndoles a caminos sin salida. Me impresionaba mucho cuando decía que aquellos laberintos son el cerebro de Melilla, circunvoluciones que guardan memoria de todo lo acontecido desde su origen. Aseguraba que al recorrerlos podían oírse los sonidos que habían quedado atrapados entre aquellas paredes: el esfuerzo sobrehumano de los hombres de Estopiñán levantando murallas con la propia roca que tenían bajo sus pies, el rumor de las plegarias durante los sitios a la ciudad, el jadeo por el ansia de libertad de los reos huidos de cuando existía el penal, el tintineo de tesoros ocultados con precipitación o la agitación de los amantes que en sus ramales cumplían deseos inconfesables. Tu abuelo decía que todo eso se oía en aquellas galerías si prestabas atención. Él guio a Roberto y a Felipe, desde la trampilla del obrador, por el interior de las minas hasta la que comunica con la Casa del Gobernador.
—¿Por qué hasta allí? —preguntó Jorge.
La mirada de Encarna Máñez se volvió dura de repente:
—Porque el testamento de Inés estaba escondido en el lugar más acorazado de toda Melilla: los archivos militares.
Daniel Fonseca trataba de encontrar a tientas el origen de aquel zumbido irritante que le había despertado. Un objeto cayó al suelo y seguía vibrando tozudamente. Optó por encender la luz de la mesilla de noche. Se incorporó con desgana y vio el móvil en el suelo. Se agachó, lo tomó en su mano y al llevárselo al oído dejó de vibrar.
—¡Maldita sea! ¿Quién coño…?
El móvil emitió unos parpadeos y comenzó a vibrar de nuevo con renovada energía. Comprendió que no había apagado el móvil como creía haber hecho, sino que había activado el modo de silencio en medio de su espesura mental.
—¿Diga?
—¿Daniel Fonseca Rosales?
—Sí, dígame. ¿Quién llama? —preguntó sentado en el borde de la cama repasándose con la palma el cabello extremadamente corto, le gustaba sentir esa sensación que le recordaba sus siestas de niño sobre la colcha de terciopelo de colores de la cama de sus padres.
—Le llamo del Hospital Clínico de Valencia.
—¿El Clínico? ¿Le ha pasado algo a mi padre?
—Su padre está bien. Es su madre la que está delicada. Está ingresada en cardiología.
—¿Mi madre? ¡Dios mío! ¿Qué le ha pasado?
—Tranquilícese. Está bien. Ha tenido un amago de infarto, pero lo está superando bien. De todas formas, tendrá que venir y hacerse cargo de su padre.
—¿Dónde está mi padre? ¿No estará en casa solo?
—Los servicios sociales lo han ingresado provisionalmente en la residencia «Virgen del Socorro» mientras aparece un familiar. Así que deberá hacerse usted cargo personalmente o correr con los gastos.
—Por favor, dígale a mi madre que saldré para Valencia en el primer avión.
Durante todo el trayecto, Daniel Fonseca no pudo conciliar el sueño. Se sorprendió a sí mismo pidiendo en su fuero interno al Altísimo que su madre se repusiera. No hablaba con Dios desde que era un niño. Al hacerse hombre se olvidó de Él, esperando, quizás justa reciprocidad. Estaba seriamente preocupado por su madre, por su padre y por él mismo. No sabía exactamente qué se encontraría al llegar al hospital y qué haría para tratar de solventar la situación. Todo se estaba complicando demasiado. Lo que más temía en esos momentos era recibir una llamada de Quintana recordándole que apenas quedaban unos días para encontrar el Tratado.
A su llegada al aeropuerto de Valencia conectó nuevamente el móvil, tomó un taxi y se dirigió al Hospital Clínico. Recorrió varios pasillos hasta que encontró el área de cardiología. Abrió la puerta de la habitación que le habían indicado y la encontró en penumbra. Tenía dos camas y solo estaba ocupada la más cercana a la ventana. En ella su madre dormía profundamente junto a un aparato que marcaba el ritmo cardiaco en una pantalla con pitidos regulares. Arrimó una silla a la cama y allí esperó a que se despertara.
El sol de Valencia ya estaba alto cuando Mercedes despertó. Movió el brazo y un tirón de la piel le recordó que estaba sujeta a un gotero. Escuchó un «buenos días» que le resultó familiar y venía del lado de la ventana. Miró y vio a su Daniel, sonriente y favorecido por el color celeste del polo que le resaltaba sus ojos grises. Le vino al pecho un sentimiento de alegría y de orgullo y se sorprendió a sí misma a punto de gritar lo que su tía, tantos años atrás, lanzó sin pudor al ver tan hecho y hermoso a Felipe.
—¡Qué guapo estás, Dani! ¿Para qué has venido, hijo? Si yo ya estoy bien y a papá lo están cuidando las monjitas.
Daniel Fonseca se levantó, apartó el flequillo canoso y estampó un beso en la frente a Mercedes. Ella se abrazó a él y se emocionó.
—No te vayas enseguida, quédate unos días —le pidió su madre.
—A eso he venido, a quedarme —le respondió—. No te preocupes por nada. Ya me encargo yo. Tú dedícate a ponerte buena. Nada más.
La puerta se abrió de repente irrumpiendo en la habitación el jaleo del pasillo por el que se cruzaban los carros transportando los desayunos y los equipos médicos visitando a sus pacientes a primera hora de la mañana. Entró en la habitación un hombre con bata blanca.
—¿Cómo estamos hoy? Mejor, por lo que veo y, además, bien acompañada.
—Es mi hijo, doctor.
—¡Ah, muy bien! ¿Qué tal? Veamos… —comprobó el médico la lectura de los aparatos a los que estaba conectada Mercedes y aclaró—: Por las constantes de toda esta noche, le puedo decir que pueden quedarse tranquilos. Su madre ha sufrido un pequeño amago, en realidad una angina de pecho muy leve. No parece que le hayan quedado secuelas, pero debe extremar las precauciones y deberá seguir un tratamiento preventivo.
—¿Podría repetirse, doctor? —preguntó preocupado Daniel.
—Si sigue el tratamiento y cambia de vida, es probable que no vuelva a ocurrirle. Pero no puede continuar así. Su madre me estuvo contando los problemas que tiene con la enfermedad de su padre y los esfuerzos que realiza. Eso se tiene que terminar. Aunque ella se empeñe en que no, tendrá que tener ayuda o esto acabará mal. ¿Me escucha, Mercedes?
—Sí, claro que le escucho.
—Bueno, pues háganos caso a su hijo y a mí. De nada le servirá a su marido si usted cae enferma ¿no le parece? Además, tiene que hacer por dedicarse un tiempo a usted. Seguro que siempre ha querido hacer algo para lo que nunca ha tenido tiempo o tiene pendiente algo que dijo que haría… Ahora es el momento. ¡A recuperarse y a ponerse en marcha!
—¿Cuándo le dará el alta?
—Si todo sigue así, en un par de días; a lo sumo tres. Mientras la tendremos en observación y así también aprovecha para descansar, que seguro que le vendrá muy bien.
El sonido metálico de un carrito anunció la proximidad del reparto de la bandeja de desayuno de Mercedes. El doctor firmó el parte de visita y salió satisfecho dejando paso a las auxiliares que se disponían a asearla y ofrecerle el desayuno.
Daniel aprovechó para acercarse mientras tanto a la residencia donde estaba ingresado su padre. Tomó un taxi y salió de Valencia avanzando por una autovía unos pocos kilómetros hasta una salida próxima. Se adentraron por un camino flanqueado por palmeras centenarias cuajadas de dátiles anaranjados. El vehículo se detuvo ante un edificio singular de cuatro alturas, de estilo moderno, rodeado de campos de naranjos. Daniel bajó del vehículo y atravesó las puertas del zaguán. Al identificarse, una empleada le condujo directamente a un salón donde los ancianos realizaban actividades. Allí encontró a su padre, Amador, seriamente ocupado en colocar piezas de colores una sobre otra. Daniel no pudo evitar un pellizco en el pecho al contemplar a su padre. Estaba muy deteriorado por la enfermedad, su rostro resultaba inexpresivo, sus mejillas se habían hundido y su cráneo desnudo dejaba ver todos los lunares y relieves de su superficie. Se le veía bien cuidado, pero sus ojos vacíos de sentido expresaban una fuga sin retorno.
—Papá, soy Dani. ¿Te acuerdas de mí? ¿Me oyes? Papá, mírame soy Dani, papá…
—No insista. Solo conseguirá que se irrite. Soy Marina, la neuróloga del centro. ¿Cómo está usted? —dijo extendiéndole la mano que estrechó Daniel.
—Bien, gracias. ¿Cómo encuentra usted a mi padre?
—Bueno, dentro de lo que es un Alzheimer avanzado, bastante bien. No se muestra agresivo, sí muy desorientado… Ahora es cuando comienza a acostumbrarse al cambio de ambiente. Ya no está tan inquieto. Nada más llegar se dedicó a rebuscar por todas partes. No habla claro y no sabemos qué busca. Tenemos que tenerle ocupado o se pone a rebuscar por todas partes.
—¿Hasta cuándo podrán ocuparse de él? Necesito un tiempo hasta que solucione la situación de mi madre.
—No creo que haya ningún problema para que sigamos ocupándonos de él. Hable con Administración y por lo demás no se preocupe. Su padre es un encanto y a pesar de su enfermedad nos trata con caballerosidad. ¡Figúrese, se empeña en que pasemos las mujeres primero o no hay forma de hacerle pasar de una estancia a otra! Ha perdido algunas habilidades, pero aún es capaz de contar hasta diez sin apenas fallos. Lo curioso es que siempre comete los mismos errores. Pero si se los mostramos en una serie, los reconoce. Es un caso curioso.
—Procuraré venir por aquí a diario; pero si hiciera falta cualquier cosa, no dude en llamar a este número, por favor.
Daniel le entregó una tarjeta a la doctora y, tras abonar los gastos de estancia de su padre, tomó el taxi para regresar al hospital. En el trayecto sonó el móvil. Era Pilar.
—Dime, Pilar, ¿cómo estás?
—Bien, pero preocupada. Aún no sabemos a dónde ha ido a parar nuestro ejemplar. Tienes que encontrar, al menos, uno de los dos tratados: o el de Madrid o de Melilla, antes de que se descubra el pastel. Escucha, no tengo mucho tiempo y hay algo que puede ser importante.
—¿De qué se trata?
—Verás. Me han pasado un dato que no sé a qué se refiere, pero quizás a ti te diga algo y puede que sirva para localizar el vuestro. Aparece siempre que mencionan el Tratado de Melilla en los índices. ¿Tienes dónde apuntar?
—Espera, un momento. Sí, dime. Tomo nota.
—«Melilla, C.G. a.c. 654». ¿Tienes idea de qué puede ser? —preguntó Pilar.
—¡Vaya, parece que aquí tenemos algo! —dijo Daniel—. El «a.c.» significa archivo confidencial y «C.G.» es Casa del Gobernador y la cifra es el número de la caja archivadora. Mil gracias, Pilar —añadió—. Llama de inmediato a Melilla para que la localicen… —Daniel se detuvo un momento a pensar—. El caso es que ese número me resulta familiar. Creo que es el del archivador en el que encontramos hace poco un diario civil.
—¿De quién?
—Nada importante. Una historia muy larga y que no tiene nada que ver con todo esto. ¡No, ahora que caigo! El que encontramos es el 456. He bailado las cifras. ¡Hoy la cabeza me da vueltas!
—¡Vaya, y yo que creía que eras infalible!
—No te rías de mí, mujer. Que hoy no tengo fuerzas para defenderme. Tengo a mis padres enfermos y… En fin, que quiero que sepas que me acuerdo mucho de ti. Que cuando acabe todo este lío me gustaría volver a verte…
—Lamento lo de tus padres y que estés tan liado con lo de la cumbre de la semana que viene, pero tengo que decirte algo. —Pilar se tomó un instante y le espetó—: Es sobre lo de volver a verme. Verás, tengo pareja y me siento muy bien a su lado. Es un hombre cariñoso y está muy pendiente de mis hijos…
—Comprendo, Pilar —dijo Daniel Fonseca con la voz un poco rota—. Me alegro por ti. De veras. Te lo mereces. Mil gracias por brindarme tu ayuda.
—Adiós, Daniel. Cuídate.
Daniel Fonseca se guardó las notas e hizo parar el taxi un centenar de metros antes de llegar a la puerta del hospital. Le apetecía que le diera el aire un poco antes de entrar. Bajó y comenzó a caminar. Vio como el vehículo que le había traído se apartaba del bordillo de la acera y se sumergía en el tráfico de la avenida Blasco Ibáñez. Algo en la matrícula le llamó la atención. Otra vez los mismos números: 0546. Últimamente aquellas cifras aparecían con tozudez por todas partes, pensó. Caminaba pensativo, acariciando el móvil, cuando le asaltó una idea repentina. Llamó a la residencia donde se encontraba ingresado su padre y pidió que le pasaran con la doctora Marina. Le informaron de que en ese momento no podía atender llamadas y que si dejaba aviso, ella le llamaría más tarde.
Cuando Fonseca entró en la habitación de su madre, una enfermera estaba retirándole el manguito de la toma de presión sanguínea y se marchó tras apuntar el resultado en la historia clínica.
—¿Qué tal, mamá? ¿Cómo te encuentras?
—Mejorcita. ¡Ya ves, si no hago más que dormir!
—Es lo que tienes que hacer ahora.
—¿Cuántos días te vas a quedar, Dani?
—No muchos, mamá. Tengo que…
—Tienes que irte —dijo Mercedes resignada—. Lo imaginaba.
—Mamá, te aseguro que no me queda más remedio. Pero no me iré sin antes solucionar tu situación y la de papá. Y si es preciso, os llevo conmigo a Melilla.
—¡A Melilla! Ya sabes que yo no quiero volver por allí.
—¡No es a Melilla donde no quieres volver, sino al pasado! Y te aseguro que al pasado ya no volverás nunca, mamá —Daniel sonrió—. Si regresaras a Melilla, ahora la disfrutarías.
Mercedes levantó sus castaños ojos saltones.
—¿Sigue tan bonito el parque Hernández? —preguntó—. ¿Y la Avenida?
Daniel asentía sonriente.
—¡Es que en la tele siempre salen unas imágenes, que yo no sé ni de dónde las sacan!
Daniel se sentó en la cama de su madre y le cogió las manos.
—¿Y por qué no vienes a verlo tú misma? ¡Está preciosa, créeme! Con esas playas de ensueño, con los edificios modernistas restaurados, con ese paseo marítimo que es una gozada recorrerlo al atardecer o por la noche a la fresca… ¿Y esos calamares y ese pescadito? ¿Es que no te acuerdas del pescadito y de los pinchos? —Daniel le besó las manos—. Mamá, ya no tienes nada que temer. Ya no están allí ni tu tía ni tu madre, tirando ambas de ti. Ni siquiera papá, ya ves cómo está.
—No sé, ¿qué hago yo allí…?
—Vivir, mamá. Vivir tranquila. Disfrutar de tu tierra. Volver a caminar por esa arena tan suave que tienen las playas, pasear por el Parque Lobera, ir de tiendas, recogerte por la tarde con los estorninos, tomarte un té con hierbabuena con unos churritos bien crujientes… Encontrarte con buena gente. Ya verás, mamá. Quítate los miedos. Solo están en tu memoria. Ya no tienes nada que temer. Piénsatelo y si tú quieres, os venís conmigo…
El móvil de Daniel volvió a sonar.
—¿Daniel Fonseca? Soy Marina, la neuróloga que atiende a su padre. ¿Quería decirme algo?
—Sí. Gracias por llamar —dijo Daniel mientras de un salto se acercaba a la ventana—. Quería preguntarle algo sobre lo que me dijo antes de mi padre. Quizá le parezca una tontería, pero para mí es importante.
—Dígame, qué es.
—¿Podría decirme qué números son los que ha olvidado mi padre?
—Tendría que consultar su historia clínica. Si no le importa esperar un instante que la ojee. La tengo sobre la mesa.
—Se lo pido por favor. Puede que le resulte extraño, pero necesito saberlo.
—No cuelgue. Un momento, por favor —dijo la doctora y al rato retomó el auricular—. ¿Señor Fonseca?
—Sí, dígame.
—Son los números cuatro, cinco y seis los que siempre omite. Espero que le resulte útil.
—Eso espero yo también. Gracias doctora y perdone por las molestias.
—De nada. Llame cuando quiera. Adiós.
Fonseca cortó la llamada y quedó pensativo unos instantes.
—¡Esos malditos números otra vez! Cuatro, cinco, seis. Seis, cinco, cuatro… —se decía Fonseca en voz baja para sí mismo y comenzó a pulsar con impaciencia una nueva llamada en el teclado del móvil—. Es una locura, pero las casualidades no existen. Es posible que alguien que manipulara los archivadores…
—¿Pasa algo con tu padre? —preguntó Mercedes.
—Nada mamá, cosas del trabajo.
—¿Cosas del trabajo? No me engañes, estabas preguntando por algo de papá.
—Ahora te explico… —Comenzó a marcar de nuevo en el móvil—. ¿Molina? Soy Fonseca. Buenos días, le llamo desde Valencia. ¿Cómo van las cosas por ahí?
—Hemos expurgado más del sesenta por ciento del archivo, mi comandante. Créame que no nos hemos dejado una página por examinar, pero aún no hemos encontrado ningún tratado.
—Bien. Le voy a hacer un encargo muy urgente: busque el último libro de registro del archivo confidencial de la antigua Comandancia. Me llama cuando lo tenga.
—A la orden, mi comandante.
Daniel cortó la llamada y observó en su madre cierto fastidio.
—Lo siento, mamá. No me queda otro remedio. Llevo algo muy importante entre manos y no lo puedo dejar… Quizás tú puedas ayudarme. Papá estuvo unos años destinado en la Comandancia, ¿verdad? ¿Sabes en qué departamento?
—¿Departamento? ¡Yo qué sé! Estaba en oficinas… no sé. Primero en Nador, luego en la Comandancia antigua, la de Melilla la Vieja y luego en la nueva, la que está junto al parque Hernández. De ahí ya le destinaron a Valencia. Pero yo nunca fui a verle al trabajo. A mí no me gustaba aparecer por allí y, con tanto hombre, a él le hubiera gustado menos.
El móvil de Daniel volvió a sonar y salió de la habitación para hablar en el pasillo del hospital.
—¿Ya lo tiene, Molina?
—Sí, señor. Lo tengo en la mano. Dígame qué quiere que busque.
—Vamos a ver. Lo que quiero el último registro en el que aparezca algún movimiento del Tratado de Límites. Tómese su tiempo.
—Veamos… Parece que el último fue… a ver… Sí, este es. No hay otro posterior. Fue el 15 de octubre de 1959. Ya no hay más movimientos posteriores, ni del tratado ni de ningún otro documento. Solo aparece una diligencia de cierre.
—Ahora mire quién es el oficial encargado del archivo. Tiene que estar su firma y su nombre en la diligencia de cierre.
—Es bastante larga, explica que se cierra el libro el 17 de octubre de 1959. Dice que se procede a la «reconstrucción y reordenamiento del archivo». Parece que ponga aquí «tras los efectos devastadores del terremoto», ¿puede ser? Está firmada por el encargado del archivo, un subteniente, un tal…
—Amador Fonseca.
—¡Vaya! ¿Cómo lo ha sabido, señor?
—Sería muy largo de contar y ahora no tenemos tiempo. Una última cosa, Molina.
—A sus órdenes, mi comandante.
—¿Han encontrado la caja 654?
—Deme un minuto que consulte mi listado… No señor. Pero mis compañeros puede que la hayan encontrado.
—Pregúnteles.
—Ahora no están aquí, mi comandante —aclaró el sargento Molina—. Están en el despacho del Comandante General, que los ha mandado llamar.
—Está bien —respondió algo extrañado—. Téngame al corriente de cualquier novedad.
—A la orden, mi comandante.
Fonseca cortó en seco la llamada y trató de organizar el cúmulo de datos que se le amontonaban en la mente antes de entrar en la habitación de su madre. Se sentó en el borde de su cama y la tomó de la mano.
—Lo he pensado, Dani —le dijo su madre—. Iremos a Melilla una temporada.
Fonseca miró sorprendido a su madre, nunca la había visto tomar una decisión. Se sintió extrañamente aliviado al saber que la tendría cerca un tiempo. No habían vuelto a estar juntos desde que entró en la Academia Militar siendo un chaval. Ya era hora de disfrutarse, antes de que fuera demasiado tarde.
—Lo que no me gusta, Dani, es eso que dices de meter a tu padre en una residencia. Sabes que no quiero eso, que he hecho todo lo posible por evitarlo…
—¡Mamá, escúchame! —Daniel Fonseca tomó con cariño la cara de su madre apretándola entre sus manos grandes—. Ni tú estás en condiciones de cuidar de él, ni yo puedo hacerlo por ahora. Así que seamos realistas y lo que debemos procurar para él es lo mejor en nuestras circunstancias. Ya veremos más adelante, pero ahora no podemos hacer otra cosa.
—¡Pero es que yo… yo me siento…!
—¿Te sientes qué, mamá? ¿Culpable? ¿Culpable por no poder cuidarle? ¿No ves a lo que has llegado por hacer más de lo que podías? —Dani apartó las manos y sostuvo el rostro de su madre por la barbilla levantándola hacia él con suavidad, para compensar el efecto que ejercerían sus palabras—. ¿O culpable de no sentir ya amor por él y tener que cuidarle solo por obligación? ¿Es eso?
Los ojos de Mercedes se derritieron en lágrimas y Daniel abrazó lo más fuerte que pudo a su madre.
—¡Mamá, no te culpes de nada! Es natural que con el tiempo… que con tanto tiempo… todo se acabe. Más mérito tienes aún; pero así es una tortura para ti: cuidarle sin más afecto que la costumbre, bajo el peso del qué dirán. La que me preocupa eres tú, mamá. Mírame, no tienes por qué quererle, ni siquiera tienes por qué haberle querido. La vida viene como viene y la cogemos por donde podemos. Y yo, mamá, yo sí que te quiero —le dijo Daniel de todo corazón.
Mercedes lloró en el pecho de su hijo los años de soledad conyugal, de rutinas inamovibles y recorridos limitados, años de deseos sofocados y de reproches subterráneos. Los besos de su hijo y la fuerza con la que la abrazaba le dieron, por vez primera en su vida, la certeza de que, aun sin darse cuenta, había forjado a un ser capaz de ofrecer la ternura que siempre echó en falta en su padre. Supo que había hecho algo grande cuando sintió caer sobre su rostro una lágrima que no era suya.
Un hora más tarde, mientras servían la comida a Mercedes, Daniel Fonseca aprovechó para tomar algo en la cafetería del hospital. Unas cuantas llamadas de teléfono le sirvieron para adquirir los billetes de avión y gestionar a través de amigos todo lo necesario para reservar una plaza en el mejor centro geriátrico de Melilla, donde atenderían a Amador mientras Mercedes se restablecía. Al acabar el postre, recibió una nueva llamada. Era Quintana.
—¿Fonseca? ¿Cómo está su madre?
—Mejor, gracias, mi general. Si todo va bien, mañana le dan el alta y pasado regresaré con ellos a Melilla.
—Bien, bien. No tenga prisa por volver, Fonseca. Tómese los días que necesite.
—¿Que no tenga prisa, señor?
—Ya no hay motivo. El Tratado ha aparecido.
El silencio de Fonseca fue tan profundo y prolongado que el general se preocupó.
—¿Fonseca? ¿Se encuentra bien?
—Sí, señor… es solo que… no me lo esperaba. ¿Y cómo ha sido? ¿Dónde estaba?
La voz de Quintana sonó satisfecha y divertida:
—¡Fonseca, hombre, pero si lo ha encontrado usted!