CAPÍTULO 2

Mercedes Rosales giró la llave en la cerradura y empujó suavemente la puerta de su piso para abrirla. La cerró tras de sí y mientras echaba el pestillo le pareció oír un golpe seco en el interior de la casa. Dejó el bolso sobre el mueble del recibidor y se apresuró a comprobar si Amador seguía dormido bajo los efectos del somnífero que le había administrado por la mañana temprano. Entró en el dormitorio y encendió la luz. Amador no estaba en la cama y había conseguido bajar la barrera que le protegía de las caídas. Volvió a escuchar un nuevo golpe, sordo y seco, contra el suelo. Reconoció que venía del salón. Recorrió el pasillo y encontró abierta la puerta del salón. Se quedó paralizada. Allí estaba Amador en pijama, de pie y rodeado de libros descuajeringados, frente a las baldas de la biblioteca que él mismo encargó años atrás para aprovechar toda la extensión y altura de aquella pared y que ahora había violentado, esparciendo por el suelo todo el contenido que encontró a su alcance. Miró a Mercedes y una mancha oscura se fue extendiendo por la entrepierna del pantalón del pijama, delatando que no solo había perdido, hacía tiempo ya, el control de su memoria.

Amador, con paso arrastrado y pesado, seguía actuando como si, aun viendo a Mercedes, no supiera quién era. De vez en cuando, se rascaba con lentitud una oreja y se palpaba el cráneo con su pesada manaza repasando las canas, que asomaban punzantes rapadas al uno, con movimientos perezosos hacia delante y hacia atrás. Amador detuvo el escrutinio ralentizado de sus púas canosas y tomó conciencia, por un instante, de que algo no estaba del todo bien. Se le apoderó un arrebato de impaciencia al sentirse atrapado en aquel laberinto de libros desparramados del que quería salir y no sabía cómo. Apretó fuertemente los puños y las mandíbulas y comenzó a temblar. Con una mirada extraviada y temerosa recorrió el salón en todas direcciones, hasta que la detuvo sobre una mujer que lloraba con amargura apoyada en el marco de la puerta. «¿Qué hace ahí mirando? —le gritó—. ¡Sáqueme de aquí, coño!».

—¿Aún estás por aquí? ¿Tú has visto que horas son? —El juez Prieto se giró bruscamente al oír la pregunta a sus espaldas—. Perdona —se disculpó la médica forense—. ¿Te he asustado? He visto la luz encendida de tu despacho y me ha extrañado.

—No me has asustado… Es que estaba abstraído. Pasa, Alicia. —Y ella avanzó hacia Jorge con la particular cadencia que le imprimía su leve cojera—. ¿Qué te trae por aquí?

—Estoy de guardia esta noche con el uno de instrucción y he subido para coger unos informes que tengo en mi consulta —explicó Alicia—. ¿Qué te ocurre? No tienes buena cara. —Le cogió por la barbilla y le examinó con ojos profesionales—. No duermes mucho últimamente, ¿verdad? —dijo mientras le bajaba el párpado inferior para examinarlo—. Tienes algo de anemia.

Alicia echó un vistazo a la mesa de Jorge y a las mesitas auxiliares abarrotadas de asuntos. Se pasó la mano por entre sus rizos pelirrojos y suspiró.

—Más vale que te vayas a descansar y vuelvas mañana fresco —le aconsejó—. Esto no se soluciona en una noche. Además, en casa te estarán esperando.

—¿Por qué me dices eso, si sabes cómo están las cosas?

—Refugiándote aquí y compadeciéndote de ti mismo no vas a conseguir arreglar nada. Solo le vas a dar más argumentos a Marta para que pueda seguir diciendo por ahí que la desatiendes.

—¡Mira qué bien! Solo me faltaba que te pusieras de su parte.

—No me pongo de parte de nadie —dijo Alicia recolocándose las gafas de pasta negra que resaltaban el azul celeste de sus ojos—. Pero sé muy bien por dónde van los tiros. Marta y yo tenemos amigas comunes, ¿te acuerdas? Además, no me gusta verte así… pensando cosas negras junto a este ventanal.

Jorge se sintió avergonzado al comprobar su desnudez ante Alicia. Hizo acopio de valor para levantar la mirada y dirigírsela de nuevo. Ella le sonreía con un gesto dulce y maduro que le hacía sentir que al menos contaba con alguien confortable y cercano. Si existía alguien capaz de trocar la melancolía que le invadía en unas discretas ganas de vivir era aquella dinámica valenciana, que gustaba vestir con colores animosos y era capaz de infundirle vigor con su sonrisa, tan amplia y luminosa como su tierra natal.

—De todas formas, seguro que Marta no ha llegado aún a casa —aventuró Jorge.

—¿Tú qué sabes? ¡Llámala al móvil! Si no está, pasa a recogerla donde esté y os tomáis algo por ahí o dais una vuelta, charláis… lo que sea, pero haz algo que no sea contemplar tu reflejo en el cristal.

—¿Es un consejo de amiga o de forense?

Los risueños ojos de Alicia se velaron y se volvieron algo tristes.

—Tu forense no quiere que sufras lo que ha sufrido tu amiga Alicia con su divorcio, solo es eso. —El rostro de Alicia se endureció—. Mientras quede cariño, lucha por mantenerlo. No puedo decirte otra cosa.

—Gracias. Tu amistad es muy importante para mí ¿lo sabes, verdad?

—Lo sé, pero ahora tengo que irme. Están esperando en el juzgado de guardia estos resultados. —Y agitó un sobre grande que llevaba en la mano mientras se dirigía hacia la puerta con su peculiar ritmo—. ¡Hazme caso, llámala!

Antes de que desapareciera completamente por el umbral de la puerta, Jorge le preguntó:

—¿Y si se le acabó el cariño?

Alicia se detuvo y se giró despacio hacia Jorge.

—Entonces, no debes pedirle lo que no te puede dar. Déjala ir de una vez. —Alicia clavó su mirada celeste en el amigo indeciso—. ¿Y a ti, aún te queda? —Y tras apreciar un leve respingo contenido en Jorge, añadió—: Buenas noches, Jorge. Procura descansar.

El comandante Fonseca abrió la puerta de la nevera de su apartamento y cogió una lata de cerveza empañada. Tiró de la anilla y la espuma invadió la cara superior del envase. Dio un buen trago, largo y sentido, que le reconfortó de las horas que se había pasado delante del ordenador de la Comandancia. Aquel día había tenido que echar unas cuantas horas más para cumplir con un encargo de esos que le hacía el general Quintana «para ayer», aunque siempre utilizara la fórmula de cortesía de «en cuanto le sea posible, Fonseca». Esta vez se trataba de algo aparentemente sencillo, pero laborioso y que requería su tiempo. No resultaba tan fácil ni tan inmediato como pudiera suponer Quintana improvisar la informatización de unos planos. Aunque fueran solo de un tramo de las galerías subterráneas que entrecruzan Melilla la Vieja, concretamente las que pasan por debajo de un antiguo palacio conocido como la Casa del Gobernador. Los melillenses le seguían llamando así por haber sido durante siglos la residencia oficial del Gobernador de la ciudad y su familia. Con el tiempo, pasó a estar destinado a albergar las dependencias de la antigua Comandancia Militar y, tras haber permanecido abandonado y en ruinas, había sido reconvertido recientemente en una residencia de ancianos.

Según le explicó Quintana, un equipo de arqueólogos estaba llevando a cabo excavaciones en terrenos anejos al viejo palacio, que no formaban parte de la zona destinada a residencia, pero en la que quedaban restos del antiguo jardín y una caseta en ruinas. Bien lo sabía él, que de niño había saltado las vetustas tapias del jardín junto con sus amigos, para perseguir gatos o atrapar ranas en el agua estancada de la vieja fuente abandonada. Fonseca dio otro trago y sonrió al recordar cómo cualquier rumor del roce de las palmas secas de las palmeras, o entre la espesura salvaje en la que se había convertido aquel jardín abandonado, les hacía huir en estampida, aterrorizados por el temor a que las habladurías sobre fantasmas que habitaban el viejo palacio fueran a ser ciertas. Incluso llegaron a escuchar de boca de un vecino del entorno, que más de una noche, al pasar por delante del viejo palacio, había oído música de vals y había visto, a través de los cristales rotos de los salones, a una pareja bailando. También una anciana llegó a jurar que ella también los había visto en la azotea mientras sonaba un violín. Aquellas historias solo consiguieron excitar aún más su sed de aventuras y estimular su inclinación por las situaciones arriesgadas; hasta el punto de que aquel juego de niños terminó derivando en una vocación aún más peligrosa que la de los arqueólogos que estaban arrancando trozos al pasado. Lo cierto era que su labor había conseguido reunir numerosos vestigios, que ayudaban a reconstruir las etapas cartaginesa y romana del milenario pasado de Melilla, y las excavaciones que afectaban al jardín habían alcanzado una profundidad que hacía necesario el conocimiento del trazado exacto de las galerías subterráneas más próximas al viejo palacio para evitar derrumbamientos. Tras obtener el visto bueno del Ministerio de Defensa para avanzar en las excavaciones que afectaban a las galerías, Quintana encargó personalmente al comandante Daniel Fonseca que, como especialista en la materia, les proporcionara la información necesaria para que no corrieran peligro. «Solo la necesaria», insistió Quintana. Fonseca comprendió perfectamente la naturaleza de su cometido y tuvo un especial cuidado en limitar los planos a lo estrictamente imprescindible, evitando que apareciera el trazado de ciertas galerías cuyo conocimiento estaba reservado por motivos estratégicos.

El encargo le hubiera llevado varios días pero, afortunadamente, hacía tiempo que había ido informatizando planos para facilitar las maniobras militares que él mismo dirigía con regularidad por el interior de las galerías. Este era, precisamente, el motivo que explicaba por qué un criptógrafo del Centro Nacional de Inteligencia había sido reclamado por la Comandancia Militar de Melilla: ser el mejor especialista en «las minas». Así llaman los melillenses a estas galerías excavadas a partir de cuevas naturales, en el interior del promontorio sobre el que se levanta la vieja Melilla amurallada. Estas minas trazan un laberinto enrevesado y torticero, concebido para conducir al invasor a simas de profundidad desconocida o a pendientes resbaladizas que le arrojan al vacío sobre el mar. Conocer palmo a palmo aquella ciudad subterránea, húmeda, hermética, excavada silenciosamente durante siglos, que se expande a ciegas por las entrañas del farallón y cuyos ramales se extienden y prolongan hasta alcanzar puntos estratégicos de la ciudad moderna, era una cuestión de seguridad nacional para sus superiores. Resultaba vital conocerlas para detectar los intentos que, de vez en cuando, desde las cabilas rifeñas más próximas se llevaban a cabo para intentar conectar con los ramales españoles excavando galerías propias. Siempre había sido así. En tiempos pasados, con la intención de invadir la ciudad cuando las luchas intestinas entre tribus rifeñas les llevaban a tratar de tomarla para lograr un poder indiscutible sobre las demás; en la actualidad, intentaban introducir en Occidente alijos de droga e inmigrantes ilegales. A Fonseca aún le quedaban ramales por descubrir y reflejar en los planos militares, a pesar de haberse adentrado en ellas desde niño; en aquel entonces, con el aliciente de lo prohibido, la osadía de la inconsciencia y sintiendo en las sienes sus latidos y, años después, como agente de Inteligencia Militar, con extrema prudencia y portando el equipamiento adecuado para salvaguardar la seguridad de sus compañeros.

Daniel Fonseca determinó que a la mañana siguiente le entregaría a Quintana el disco compacto donde había grabado los planos, para que se lo hiciera llegar a los arqueólogos. Estaba convencido de que su jefe aprovecharía la ocasión para preguntarle por la marcha de la tarea de desclasificación de archivos que le había encargado hacía unos meses. A decir verdad, su equipo y él habían ido a muy buen ritmo hasta que el hallazgo, absurdo y descabellado, de un libro de memorias de una civil dentro de un archivador confidencial les complicó la tarea. Aquel imprevisto le supuso dedicar un par de semanas a analizar, junto con sus colaboradores, aspectos que pudieran afectar a la revelación de secretos y determinar si contenía criptogramas en sus cifras o frases. Además, tuvo que emplear varios días más en preparar un informe completo para sus superiores y para el juez civil que llevaría el caso del presunto delito contra la seguridad del Estado. Sin embargo, en su fuero interno sabía que lo que verdaderamente le había retrasado en la tarea de desclasificación había sido el tiempo que dedicó a una segunda lectura, clandestina y a contrarreloj, de aquel singular libro de memorias. Antes de entregarlo al juez civil junto con el informe que había elaborado descartando cualquier tipo de contenido sensible o mensaje cifrado, el comandante Daniel Fonseca decidió sumergirse en la lectura de aquellas peculiares memorias en la intimidad de su vivienda. Aquel libro le había hechizado desde el primer momento que lo sostuvo entre sus manos. Su aparición extemporánea e insólita le llevó a intuir que, pese a lo aparentemente inocuo de su contenido, su localización no era inocente ni su hallazgo casual. Cuando en el laboratorio se dispuso a abrirlo por primera vez, notó cómo su pulso se aceleraba. Al hacerlo, pudo percibir un aroma añejo que desprendía su interior. Un crujido del reseco lomo anaranjado le sobrecogió y experimentó la congoja de quien está cometiendo una profanación. La vibración que recibía de aquella antigualla fue capaz de traspasar el látex de sus guantes y transmitirle una angustiosa sensación, que le hizo reaccionar soltándolo bruscamente de las manos. Una experiencia que se cuidó mucho de comentar a sus colaboradores por temor a perder el prestigio de hombre racional y científico que le reconocían su colegas. Durante el tiempo que estuvo estudiándolo detenidamente, el guardapolvo blanco con el que se cubría Fonseca en el laboratorio militar no le hizo sentirse preso de una rutina científica, sino investido para acometer una labor sagrada.

Tras un primer análisis formal, del que tomó notas en las que basaría parte de su informe, el comandante Fonseca siguió el protocolo previsto para detectar posibles claves de transmisión de mensajes ocultos. Pero aquella primera lectura con la que estudió la forma, y no el fondo de lo narrado, le había llevado a una conclusión pasmosa: la historia que recogía aquel libro le afectaba personalmente. Desde aquel momento deseó acabar cuanto antes la labor científica y concluir los informes solicitados para poder leer con detenimiento aquel relato que le había conmocionado y al que apenas podía dar crédito. Finalizados los informes, no dudó en ocultar disimuladamente el viejo libro de cuentas en su maletín y llevárselo a casa por unos días, hasta acabar su lectura antes de entregarlo al juez civil. Pero lo cierto fue que Daniel Fonseca, recogido en un sillón bajo el haz de una lámpara, comenzó a leer aquellas memorias y ya no pudo detenerse a dormir. El amanecer se filtró por las ranuras de la persiana iluminando los últimos párrafos. Cuando acabó de leer aquel diario, Fonseca estaba anonadado. Permaneció un buen rato inmóvil con el libro en su regazo. Su lectura le había dejado un poso indefinible al confirmarle que esas confesiones afectaban a su propia familia. A su propia vida. Cuando el comandante dejó el libro de tapas negras y lomo anaranjado sobre un velador, se retrepó en su sillón invadido por un profundo arrepentimiento por haberlo leído. Ahora sabía que la vida de su madre, y la suya propia, hubieran podido ser muy diferentes. ¿Pero quién lo había impedido? Aquel sentimiento le duró poco, pues decidió no amargarse con cábalas que no le llevarían a ningún lado y prefirió compensar su inquietud con la sorpresa de descubrir que el juez a quien tenía que entregar el libro y el informe era su viejo amigo Jorge Prieto.

Esta noche todo era distinto: se sentía satisfecho por haber concluido a tiempo el encargo de los planos. Ahora podría volver a dedicarse tranquilamente a la desclasificación de los archivos y a las periódicas maniobras en las minas. Un poco de sosiego y normalidad no venía nada mal de vez en cuando. Dio otro trago de cerveza y decidió tomar una ducha. Cuando se disponía a entrar en la bañera, sonó un timbrazo: era el del portero electrónico. Le extrañó que alguien llamara a esas horas de la noche. Cerró el grifo y sacó un pequeño revólver que escondía tras el inodoro. Se acercó con cuidado al video-portero evitando pasar por delante de la puerta de la casa. Se mantuvo pegado a la pared y con el arma apuntando al techo. Conectó la pantalla del video-portero y reconoció la larga melena oscura y el perfil de Marta. Bajó el arma y resopló con fastidio. Dudó por un instante si responder o no. No atender a sus llamadas ni a sus mensajes de móvil estos días atrás solo había servido para conseguir que averiguara dónde vivía y que se presentara en su casa. Es lo que tienen las ciudades pequeñas, que todo se sabe. Volvió a sonar el timbre con insistencia y Daniel Fonseca pulsó la tecla de apertura con desgana.

Cuando Marta salió del ascensor encontró a Daniel esperándola con la puerta abierta y una toalla envolviéndole de cintura para abajo. Ella le miró y le dedicó una amplia sonrisa. Su nuevo amante le recordaba a uno de esos muñecos bélicos articulados, especialmente cuando vestía camiseta de tirantes. Le calculaba un año más o menos que su marido, pero la vida sedentaria de este le impedía competir con la magnífica forma física del militar, que le daba una apariencia de, al menos, ocho años más joven. Le besó y le acarició el cabello corto y del mismo color gris que sus ojos. Él la invitó a entrar al interior del apartamento con un gesto de cortesía y una media sonrisa.

—No parece que te alegres mucho de verme —dijo Marta mientras repasaba de un vistazo la desangelada decoración de la vivienda que tenía destinada Fonseca en los pabellones militares.

—Es que no te esperaba. ¿Qué te trae por aquí? —dijo Daniel Fonseca mientras apagaba el televisor con el mando a distancia.

—¿No me vas a invitar a tomar algo?

—Disculpa mi falta de detalle. No estoy acostumbrado a recibir visitas. ¿Qué te apetece? Tengo cervezas, una Coca-Cola y debe quedar alguna tónica.

—Nada de alcohol, por lo que veo. ¡Qué chico tan sano!

Marta dejó el bolso en el sofá, caminó con pasos felinos hacia Daniel y le rodeó el cuello con sus brazos. Daniel echó ligeramente la cabeza hacia atrás y deshizo con suavidad el cerco con el que ella le rodeaba.

—¿Qué te ocurre? —preguntó mimosa mientras le clavaba sus ojazos oscuros y le sonreía irónica—. ¿No irás a decirme que no te apetece repetir?

—No se trata de si me apetece o no. —Daniel ladeó la cabeza y alzando una ceja añadió—: A estas alturas no hace falta que te demuestre nada más —dijo.

—¿Es que ya no te gusto? ¿Es eso?

—Más bien es que se te olvidó decirme que estás casada con el juez Jorge Prieto. —Daniel se dirigió a la cocina y abrió la nevera buscando una tónica.

Marta le siguió, cruzó los brazos y apoyó la espalda en el marco de la puerta.

—¡Vaya! —dijo irritada—. Qué escrupuloso te has vuelto de repente. Tú tampoco me preguntaste quién era mi marido.

Daniel le sirvió la tónica en un vaso de Duralex, se la ofreció y Marta la ignoró, regresó al salón y se sentó enfadada en el sofá.

—No debemos continuar con esta historia. —Daniel la había seguido hasta el salón y posó el vaso frente a ella sobre una mesita baja—. Nos acabaría haciendo daño a los tres.

—¿A los tres?

—Sí, a los tres. No me perdonaría lastimar a Jorge. Nos conocemos desde niños; compartimos pupitre en La Salle y, de universitarios, piso en Madrid durante un tiempo.

Ella le observaba en silencio, hasta que explotó:

—¿Y cómo has averiguado que es mi marido? ¿Ahora también te dedicas a espiar civiles?

—¡No digas bobadas! Hace unos días, vi tu foto en la mesa de su despacho.

—¡Vaya, qué pequeño es el mundo! ¿Y qué hacías allí, si puede saberse?

—Tenía que entregar un informe al juez de guardia y resultó ser él. ¡No sabía que Jorge había regresado a Melilla! Y menos aún que fuera tu marido. La verdad, me llevé una gran sorpresa. —Sonrió con ironía—: En realidad, dos. —Y dio un buen trago a su cerveza—. Tienes razón, el mundo es muy pequeño.

—¡Qué tierno! Así que os habéis reencontrado los dos amiguitos y, claro, te has dado cuenta de que tenéis mucho en común, ¿verdad?

Marta se levantó como impulsada por un resorte y cogió el bolso con intención de marcharse.

—¿No te la tomas? —preguntó Daniel indicando el vaso abandonado por Marta en el que diminutas burbujas efervescentes iban perdiendo interés en subir a la superficie del líquido transparente.

—¡No, gracias! Ya he tragado bastante.

—No te vayas así, mujer. —Daniel dejó su lata de cerveza sobre la mesita y se dirigió hacia ella—. Mira, Marta, yo…

—¡Déjame! ¡Ya sé lo que me vas a decir! —Y se volvió hacia él furiosa—. Que lo que ha pasado, ha pasado; que estuvo muy bien, pero que por una mujer no vas a perder un amigo.

—Yo no lo hubiera dicho mejor —apostilló Daniel enarcando una ceja—. Pero no me gustaría que te fueras con tal mal sabor de boca. Podemos arreglarlo.

—De eso estoy segura —respondió Marta sonriéndole maliciosamente.

Las manos de Marta comenzaron a recorrer la firme musculatura del pecho y subieron a los hombros de Daniel y continuaron su ascenso hasta que sus caricias alcanzaron la nuca, acortando distancias. De puntillas, le musitó algo al oído y aprovechó para arrancar de un fuerte tirón la toalla que le cubría, lanzándola lejos.

—¡Basta! —gritó Daniel y la sujetó por los antebrazos apartándola de sí suavemente—. ¿Es que no has escuchado lo que te he dicho?

Marta levantó con ira un puño que dirigió con fuerza hacia el rostro de Daniel, que la detuvo con precisión profesional sujetándola por ambas muñecas.

—Está muy feo pegar a los amigos, ¿sabías? —le dijo Daniel clavándole su mirada gris transparente, casi blanquecina, mientras forcejeaba con ella sin apenas esfuerzo.

—¡Suéltame! ¡Suéltame de una vez!

—Cuando te tranquilices, preciosa.

—¡Suéltame te digo!

En el forcejeo de Marta había más de coqueteo que de auténtico deseo de liberarse. Daniel comenzó a sentir los efectos de la proximidad de su cuerpo femenino tibio y ondulante y la soltó delicadamente antes de sucumbir al destello de lujuria que escapaba intermitente de los oscuros ojos de Marta.

—Mira, dejemos este juego antes de que me enfade de verdad —resopló Daniel—. Quedemos como amigos, es lo mejor para todos —se le oyó decir mientras se dirigía desnudo hacia el interior de la cocina.

—¿Como amigos, dices? ¡Eso no es posible! ¡Vuelve aquí y da la cara! No te escondas en la cocina, que tengo que decirte cuatro…

La melodía del móvil de Marta suspendió la discusión. Fue hacia su bolso indignada, rebuscó en él, cogió el teléfono con brusquedad, miró la pantalla y respondió de mala gana que estaba en casa de una amiga y que ya se iba, que no hacía falta que pasara a recogerla, que no insistiera, que prefería volver caminando.

—Tengo que irme. Sí, es Jorge —respondió a la mirada de Daniel—. Está bien. Me ha quedado muy clarito que no quieres complicaciones conmigo. —Y le dedicó una mirada de abajo arriba—. ¿Qué haces… con ese delantal puesto?

—Cubrirme. ¿Es que no te gusta mi nuevo uniforme de camuflaje? —preguntó enarcando una ceja e indicándole los dibujos y el texto que aparecían impresos en blanco sobre el fondo de tela negra—. ¿Ves? Aquí se explica la receta de la tortilla de patatas. Es para difundir la cultura española en las misiones humanitarias en el extranjero. —Daniel Fonseca no pudo evitar una sonrisita—. ¡Lástima que con los recortes no quede presupuesto para la cubrir la retaguardia! —añadió señalando con el pulgar por encima del hombro hacia el final de la espalda.

—¡Serás imbécil! —respondió Marta dedicándole una mirada de desprecio. Abrió la puerta del apartamento y se dirigió decidida hacia el ascensor sin volver la vista atrás.

Daniel esperó a que comenzara a descender para cerrar la puerta de su casa. Conectó el vídeo-portero y comprobó que se alejaba con paso apresurado y dejó de escuchar su taconeo. Lo apagó y regresó hasta su lata de cerveza. Estaba vacía. Tomó entonces el vaso que le había preparado a Marta y se lo bebió casi de un trago. No podía quitarse de la mente la mirada que ella le dedicó antes de marcharse. Era evidente que Marta no solo era consciente del inmenso poder de seducción que ejercía sobre él, sino que además disfrutaba sintiéndolo y demostrándoselo. Fonseca dudaba si había sido lo suficientemente hermético y distante como para que ella no percibiera hasta qué punto se sentía atraído por la feminidad que rezumaba al agitar su larga melena morena, por sus oscuros ojos atigrados, por sus labios perfilados, por el sensual contoneo de su cadera al caminar, por sus piernas firmes y bien formadas y por su escote atrevido y desafiante. Tenía que reconocer que Marta era una real hembra capaz de subyugarle y que renunciar a su compañía no le había resultado sencillo. Pero el haber superado la prueba de lealtad hacia su viejo amigo reconfortó a Daniel Fonseca y, sobre todo, le descargó de la sucia sensación de traidor que le invadió al descubrir el retrato de Marta en el despacho de Jorge Prieto, mientras se abrazaban con sincera alegría por el reencuentro. Ahora solo le restaba confiar en que Marta encontraría, a no mucho tardar, un nuevo capricho que la alejaría definitivamente de él.