CAPÍTULO 11
¡Tanto que nos afanamos para intentar cambiar nuestro destino! ¡Tantas angustias ante una decisión que puede cambiar nuestro rumbo! Es en vano. La vida toma las decisiones importantes por nosotros. Las verdaderamente importantes. Solo nos permite pequeñas opciones, sin aparente valor o consecuencias, con las que imperceptiblemente nos va orientando hacia donde se encuentra lo que nos tiene preparado. Sí, elegimos nosotros; pero decide ella. Y me lo demostró, de la forma más inesperada y rotunda, tan solo un mes después de que mi intento de salir de Melilla quedara abortado y mi ánimo aplastado.
Me encontraba en el hospital esterilizando material cuando me dieron recado de que me llamaba a su despacho el doctor Pacheco, el director. Dejé a una de mis compañeras al cuidado de la autoclave y acudí. Al tocar a la puerta, la voz cordial del doctor Pacheco me invitó a pasar. Cuando me vio entrar, se levantó de su asiento. Se acercó hasta mí y, con la confianza que da el trabajar codo con codo durante años, me dio unas afectuosas palmaditas en la espalda mientras se dirigía al militar que se incorporaba de su asiento al otro lado de la mesa del director.
—¿Ve, hombre de poca fe, como continúa entre nosotros la señorita Belmonte? ¿Qué creía, que la íbamos a dejar marchar así como así?
El doctor Pacheco me sonreía con orgullo mientras yo observaba desconcertada al coronel que tenía delante. Aquella frente despejada por el pelo peinado hacia atrás, el toque ligeramente canoso por encima de las orejas, el bigotito fino en el labio superior y la barba totalmente rasurada me despistaron. Pero aquella mirada verde menta de unos ojos que se alegraron al descubrirme y unos hoyuelos repentinos al sonreír mientras ladeaba la cabeza, me revelaron que, contra todo pronóstico, mi sueño se había materializado: don Eduardo había vuelto. Aunque pareciera imposible, aún más atractivo y arrebatadoramente masculino que unos años atrás.
—Me alegro de verla, Inesita. —Su sonrisa iluminó el despacho y el resto del día.
El doctor Pacheco me explicó que el capitán médico había regresado a Melilla como voluntario para cubrir una vacante de nueva creación. No era un destino en el hospital militar, sino que contaba con unas características especiales que aconsejaban su carácter voluntario y requerían de alguien con sobrada experiencia en enfermedades propias de la zona del Rif.
—Inés, estará usted al tanto de que el Tratado del Protectorado de Marruecos, que nuestro país ha firmado conjuntamente con Francia, nos obliga a llevar una labor civilizadora en todo el territorio que está bajo nuestra influencia. No solo carreteras y escuelas, también la sanidad habrá que hacerla llegar hasta el mismo corazón del Rif ¡que buena falta les hace! El Gobierno nos ha enviado un despacho que nos ordena la puesta en marcha, inmediata, de una unidad sanitaria que se encargará de recorrer los aduares y aldeas para asistir a los rifeños enfermos. Esta unidad la dirigirá el doctor Vidal y estará integrada por él y por una enfermera.
—¿Solo un médico y una enfermera para dar asistencia a todo el territorio? —pregunté.
—Así es, Inés, hija. No va a resultar sencillo, desde luego. La zona es demasiado amplia y los aduares dispersos «como las estrellas en el cielo», tal y como les gusta decir a los rifeños. La verdad es que serían necesarias unas veinte unidades para cubrir mínimamente este servicio. Pero nadie le va a exigir heroicidades a los componentes de esta unidad, sino que hagan hasta donde humanamente sea posible.
Por otro lado, el territorio está bastante controlado y, aunque la contienda está muy reciente, suelen respetar a los médicos y sanitarios. Lo malo es que con esta gente, nunca se sabe. Tampoco sabemos cómo reaccionarán ante una mujer que cura. No hace falta que le explique, señorita Belmonte, los riesgos a los que se expondría esta enfermera. Es fácil colegir que ha de tratarse de una mujer valiente y decidida, yo diría que excepcional. Por eso he pensado en usted, Inés. En realidad, lo hemos pensado los dos, ¿no es así, doctor Vidal? —don Eduardo asintió—. Desde luego, llevarán una pequeña escolta; por lo menos, al principio. Pero les adelanto a los dos que, posiblemente, no cuenten siempre con ella. Dispondrán de material de asistencia en campaña y hasta de una ambulancia de las modernas, de esas nuevas de motor —el doctor Pacheco carraspeó y añadió—: El puesto está gratificado con un complemento de especial peligrosidad, pero debe saber que no vale la pena, hija mía. Tampoco es necesario que responda ahora, Inés. No hay prisa. Dispone de una semana para contestar. Sopese los riesgos. Reflexione en casa, consúltelo con su familia… y ya me comunicará su decisión.
Ni que decir tiene que hubiera contestado que sí en aquel mismo instante; pero por pudor me guardé muy mucho de demostrar que ya había tomado la decisión y que estaba resuelta a correr cualquier peligro por estar al lado de don Eduardo y acompañarle allá donde fuere. Me levanté para marcharme y les agradecí la confianza que habían depositado ambos en mí. El doctor Pacheco me miró por encima de sus lentes con sus pupilas un poquito turbias:
—Inés, si usted fuese mi hija no quisiera verla en ese destino.
Salí del despacho mientras Vidal se despedía del director. Al momento oí como cerraba la puerta con cuidado y decisión. «Inesita, espere». Al escuchar la voz de don Eduardo, el corazón me dio un vuelco. Lo que más preocupaba era tratar de que no se me notara el temblor y el azoramiento que me había producido el impacto de encontrarle de nuevo.
—¿Sí?
—Solo quería saludarla y saber cómo está.
—Pues ya ve, aquí. ¿Y usted?
—Ahora que estoy en Melilla, mejor.
—Vaya. Me alegro por usted, si es para mejor…
—Bueno… No la entretengo más. Ya tendremos ocasión de charlar. Adiós, Inesita.
—Adiós, don Eduardo.
Cuando llevaba unos pasos andados, me giré discretamente y vi su silueta alejarse con paso resuelto hacia la puerta del pabellón, por donde desapareció engullido por la luz deslumbrante del exterior. Recuerdo cómo me aturdía la idea de que si nos hubiésemos marchado a vivir a Madrid, tal y como me había empeñado, nunca nos hubiéramos encontrado de nuevo. Una vez más el destino salía a mi encuentro antes de que yo pudiera evitarle.
Tras las navidades de aquel 1912, comenzamos nuestro particular periplo sanitario por las aldeas y aduares rifeños. Atendíamos al enjambre de criaturas que acudían buscando en el tebib arumi, pues así llamaban al médico occidental, el alivio que no conseguían proporcionar los remedios de sus santones a las úlceras, infecciones, al cólera, al tifus e incluso a la lepra. Cada día de la semana se destinaba a un recorrido fijo por las principales poblaciones: Zeluán, Segangan y Atlaten. El jueves pasábamos por el lugar donde se celebraba zoco. Allí acudían verdaderas caravanas de enfermos. El viernes solo trabajábamos por las mañanas, por ser la tarde sagrada para los musulmanes, y la dedicábamos a Nador y a las poblaciones más próximas a Melilla. El domingo era nuestro único día de descanso: el descanso cristiano.
Cada día, con la primera luz del amanecer, salíamos del hospital militar subidos en una ambulancia a motor, con dos soldados de escolta y un conductor. En nuestro recorrido hacia las tierras del Protectorado, se podía apreciar cómo iban levantándose y creciendo nuevos barrios a ambos lados de la carretera que conducía hacia Nador: el del Industrial, habitado mayormente por obreros; el del Hipódromo, donde la mayoría de sus habitantes eran españoles que huyeron de Argelia; y el barrio del Real, el más moderno y ordenado, que crecía aprovechando las nuevas ideas que aportaba el discípulo de Gaudí, Enrique Nieto, quien se había afincado definitivamente en Melilla. A golpe de tiralíneas, este arquitecto estaba levantando emblemáticos y selectos edificios en la nueva Melilla. Con él, la Avenida iba reuniendo piezas únicas del modernismo hasta solo ser superada en el mundo por Barcelona. Nieto estaba transformando aquella ciudad cenicienta y militarizada en una princesa liberal, burguesa y vanguardista.
Mientras avanzábamos hacia Nador, atrás iban quedando las cúpulas de escamas cobrizas de los edificios de la Avenida. A medida que la tibieza del sol derretía las brumas del Gurugú, podíamos distinguir sus dos cumbres siamesas, siempre vigilantes y sobrecogedoras. Y cuando alcanzábamos las instalaciones de la «Compañía Española de las Minas del Rif» y las de su competidora francesa «Compañía del Norte Africano», que se extendían a lo largo de la carretera, sabíamos que nos encontrábamos a punto de atravesar la frontera. Atrás quedaría Europa y el manto protector de sus leyes.
Al internarnos en el yermo territorio marroquí, las conversaciones cesaban y las miradas se volvían huidizas. Debíamos mantenernos en permanente estado de alerta por la inestabilidad de la zona. Nadie podría evitar que recibiéramos disparos de algún espontáneo. Con el paso del tiempo, fuimos comprobando que nos conocían y respetaban, aunque solo fuera por su propio interés y, por qué no decirlo, por la fascinación que ejercía sobre los rifeños la que ellos creían la magia personal del tebib arumi. A diario nos cruzábamos por el camino con hileras de mujeres, encorvadas bajo pesados hatos de leña o sosteniendo enormes cántaros de barro en la cabeza, que nos saludaban risueñas. En ocasiones, con caravanas de comerciantes camino del zoco, que nos observaban con indiferencia, o por humildes labriegos rifeños que se desplazaban en sus borriquillos de una aldea a otra y que nos bendecían al pasar. Casi siempre éramos recibidos en las proximidades de los aduares por la algarabía de los niños que salían al paso de nuestra camioneta militar, cuya llegada delataba el rebufo blanquecino que nos perseguía. Poco a poco, nos fuimos encariñando con aquella tierra en la que no solo crecía el esparto y la pita en sus planicies o el chumbo en los recovecos de las peñas; también crecían hombres y mujeres hechos para sobrevivir en situaciones extremas y capaces de arrancar vida a la tierra muerta y un sacrosanto sentido de la hospitalidad. Fuimos descubriendo, día a día, el secreto corazón del Rif: campos de trigo, cebada y avena donde aún se utilizaba la vieja reja de los arados romanos, sin más abono que el esfuerzo y sin más planificación que la de sembrar lo que se tiene en donde se puede. Contemplábamos, desde las alturas de los caminos que recorríamos, los remansos de los arroyos, donde aprovechaban los rifeños para plantar higueras, manzanos y almendros. De vez en cuando nos sorprendía encontrarnos con gigantescos olivos solitarios en la lejanía. Y conforme nos internábamos en las regiones de Kebdana y Yebala, el paisaje iba mudando y comenzábamos a recorrer veredas por las que atravesábamos extensos bosques de pinos, bojes y cedros hasta llegar a las faldas de los montes donde se incrustaban los aduares, en cuyas proximidades solían levantarse, salpicadas por aquí y por allá, humildes viñas descuidadas.
Antes de un año nos retiraron la escolta y el conductor, y don Eduardo tuvo que aprender a conducir la ambulancia. Aquello supuso añadir más tensión al agotamiento propio de su tarea. Las primeras semanas en las que trataba de hacerse con el vehículo, estuvieron plagadas de anécdotas y de algún que otro susto. No creo que dejáramos sin hoyar ninguno de los baches del terreno blanquecino, duro y polvoriento por el que circulábamos. No siempre controlaba la velocidad y, en más de una ocasión, al rebasar un badén salíamos disparados, golpeando el suelo con las cuatro ruedas al caer. Creo que en aquellos días yo confiaba más en la pericia de don Eduardo que él mismo. Sobre todo cuando nos veíamos obligados a transitar por algún desfiladero para llegar hasta los aduares más lejanos. Don Eduardo iba tan despacio que más nos hubiera valido ir caminando. Yo no le decía nada, ni siquiera me atrevía a respirar viéndole sudar y agarrar con fuerza el volante mientras se aseguraba mirando a derecha e izquierda de que las ruedas del vehículo no salieran fuera del sendero y quedaran al aire. Poco a poco fue adquiriendo seguridad, hasta convertirse en un hábil conductor.
En cierta ocasión, de regreso a Melilla y cuando recorríamos los últimos kilómetros, don Eduardo detuvo de repente el vehículo en mitad de aquella inmensidad blancuzca, tan solo rota por brotes de esparto. Quitó la llave del contacto, me la puso en la mano y me soltó de improviso:
—Ahora, le toca a usted.
Le miré con asombro sin comprender a qué se refería y sin mediar más palabras abrió la portezuela y se bajó del vehículo. Antes de que me diera cuenta estaba abriendo la mía.
—¡Vamos, Inesita, despabile! Póngase al volante, que ahora le toca conducir a usted.
Tiró de mi brazo hasta hacerme bajar. Comencé a protestar por lo que me parecía una locura. Él siguió en sus trece:
—¡Venga, venga… arriba! Eso es, sujete el volante. ¿Ve? Ahora yo me coloco en su asiento. No me mire con esa cara de susto. —Se rio, se sentó en mi lugar y cerró la puerta—. ¿No lo comprende, mujer? —volvió a un tono más serio—. Si a mí me pasara algo en estas tierras… —Me clavó su iris verde oscuro—. ¿Qué sería de usted? ¡Venga, venga, gire la llave de contacto, sin miedo, que ruge pero no muerde! —Y se echó ligeramente la gorra de plato hacia atrás, dejando despejada la frente y su seductora sonrisa.
Y así comenzaron mis clases de conducción, gracias a las cuales, adquirí la habilidad de conducir vehículos. Durante mi aprendizaje tuve ocasión de comprobar la paciencia casi infinita de don Eduardo y cómo, de vez en cuando, me miraba de soslayo como un hombre mira a una mujer. Cuando le sorprendía, volvía rápidamente la cara hacia la ventanilla, su respiración se hacía más lenta y controlada, miraba a un punto perdido en el horizonte y seguía dándome instrucciones del manejo de los pedales y sobre las marchas sin apartar la vista del frente. El día que conseguí hacer el trayecto de vuelta sin su ayuda, detuve el vehículo antes de entrar a Melilla para que él tomara el volante y me dedicó una sonrisa de auténtica satisfacción, que veló no sé qué extraña sombra de tristeza en su mirada. Esa misma melancolía le atrapaba cada tarde, al regreso a la ciudad, cuando rodeábamos con el vehículo el contorno circular de la plaza de España para remontar por la Avenida en dirección a mi barrio. Don Eduardo siempre tenía la gentileza de acompañarme antes de continuar hasta el hospital militar para encerrar el vehículo. En cierta ocasión, en la que ya había demostrado sobradamente mi pericia al volante, se despidió de mí como de costumbre.
—Hasta mañana, Inesita.
—Don Eduardo, llámeme Inés, por favor.
Me miró con la dureza del respeto y un destello escapó de su mirada.
—Vaya… Discúlpeme. Tiene usted razón —sonrió conciliador—. Buenas tardes, Inés.
—Buenas tardes, doctor.
Subí la cuesta que me conducía a casa con los ojos colmados del rosa anaranjado que invadía el lánguido atardecer y con el espíritu ensanchado por un sentimiento completamente nuevo: había experimentado el sabor inconfundible de la independencia. Ahora me sabía capaz de lograr cualquier cosa con mi propio esfuerzo; no existían más límites que los que yo misma me impusiera. Lo que nunca pudo imaginar el doctor Vidal es que aquella misma tarde que, al fin, me miró como a una mujer, acababa de colocar, con sus clases de conducción, el primer peldaño de la escalinata por la que subiría, algún día, la reina del azúcar.