CAPÍTULO 6

Acabó de secar la delicada piel de Amador y le colocó un pañal. Consiguió que se sentara sobre la tapa del inodoro. Le levantó un brazo y lo pasó a través de la sisa de una camiseta interior. Luego hizo lo mismo con el otro brazo. Volvió a repetir los movimientos para vestirle con la sudadera del chándal. Mercedes se agachó y le introdujo los pies en los camales del pantalón y le colocó las zapatillas. Se incorporó y tiró de él varias veces, con toda la fuerza de la que era capaz, hasta conseguir ponerlo en pie y subirle el pantalón del chándal hasta la cintura. Se aseguró de que Amador se mantenía en equilibrio y fue tirando suavemente de él, guiando sus pasos arrastrados hasta llegar al sillón orejero donde lo sentó. Allí le dio el desayuno de todos los días, leche con galletas migadas. Esa mañana le dio a beber un poquito de zumo en el que previamente había disuelto un somnífero. Confió en regresar antes de que cometiera otra barrabasada. Esperó a que se adormeciera y cuando roncó profundamente, se puso la chaqueta, cogió el bolso y bajó a la calle. Estaba decidida. Ya no podía más. Había llegado un punto en el que era ella quien necesitaba ayuda. Se lo llevaban diciendo mucho tiempo, que tenía que cuidarse más y delegar el cuidado de Amador, aunque fuera por unas horas. Su hijo, Daniel, también estaba cansado de decirle lo mismo. Hasta ese momento, el que otra persona se ocupara de Amador le había parecido una injerencia y, lo que era peor, había temido no cumplir con lo que se espera de una buena esposa. Cuando conocidos y vecinas le recomendaban el centro de día al que ellos llevaban a sus ancianos dependientes para poder atender sus obligaciones y evitar ser arrastrados por la enfermedad del otro, Mercedes siempre había respondido que mientras le quedaran fuerzas, ella se ocuparía de Amador. Sin embargo, la evidencia de que la debilidad se le apoderaba cada vez más le hizo temer seriamente caer enferma ella también y, entonces, ¿quién se ocuparía de ellos dos? Demasiado sabía que su Daniel no podría hacerse cargo ni aunque quisiera. Su trabajo le hacía ir de aquí para allá. Todos estos años atrás nunca supo a ciencia cierta dónde se encontraba. Nunca se lo decía, pero sabía que algunas veces le había llamado desde el extranjero, pero sin precisar desde donde o si lo hacía no acababa de estar segura de que fuera desde ese país que le mencionaba. Ahora parecía que llevaba una temporada más estable en el destino de Melilla; pero a saber hasta cuándo y si lo volverían a enviar de aquí para allá.

Le había costado mucho decidirse y no iba a echarse atrás; por informarse en el centro que le habían recomendado no perdía nada. Tomaría un taxi y así regresaría antes a casa, no fuera que Amador se despertase. Sacó el papelito donde le habían escrito la dirección; le costaba leerlo sin sus gafas de cerca. Cuando se subiera al vehículo, se lo daría al conductor para que lo leyera él. Regresó el dolor intenso al brazo izquierdo y el sabor amargo a la garganta. La noche anterior le había vuelto a dar fuerte, muy fuerte; pero no quiso llamar al médico de urgencia. Si le llamaba, igual la ingresaba en un hospital y, entonces, ¿qué iba a ser de Amador? ¿Quién cuidaría de él? De todas formas, pensó, cuando vaya a por recetas dentro de unos días me pasaré por la consulta y se lo comento al médico. No pasaban taxis. Nunca pasan cuando los necesitas. Pensó en Daniel, dónde estaría ahora y cuánto le gustaría tenerle en ese momento a su lado. Una punzada le atravesó el pecho y la dejó sin respiración. Se encogió de dolor y la espalda se le curvó. Un taxi se detuvo delante de ella. Entró con mucho cuidado, lentamente y se dejó caer en el asiento trasero. El taxista miró preocupado por el retrovisor la palidez del rostro de la anciana y su gesto desencajado.

—¿A qué hospital la llevo? —preguntó el conductor.

Mercedes se sorprendió oyéndose decir a sí misma:

—Al Clínico, y ¡dese mucha prisa, por Dios!

—¿Dónde están las fotos de papá? —preguntó Jorge Prieto viendo que aquella tarde de perros era perfecta para revisar su única referencia paterna: las fotos en blanco y negro que su madre conservaba amontonadas, amarilleándose, en una caja de cartón.

—Por ahí estarán, no sé. Creo que Fátima las guardó en el altillo de mi armario —respondió su madre.

Encarna Máñez no era muy partidaria de recordar el pasado. Ella siempre había mirado hacia delante. Para Encarna no tenía sentido removerlo y, menos aún, hurgar en él. Jorge comprendía la reticencia de su madre a tener entre sus manos las fotos de su marido. Era lógico: un tipo que desaparece de la noche a la mañana sin un porqué y deja abandonada a su mujer esperando un hijo tras la trágica muerte de la primogénita, no puede tener un lugar de honor en la familia de la que desertó. Pero Jorge necesitaba refrescar, aunque fuese de tarde en tarde, aquel rostro que se le emborronaba con el tiempo, de aquel de quien provenía y que no llegó a conocer, aun cuando fuera un cobarde egoísta.

Jorge Prieto rescató la caja de piel marrón que guardaba su madre en un altillo y se arrellanó en el sofá dispuesto a escudriñar en su interior.

—¡Anda, ven y siéntate conmigo, mamá!

—¡Venga, déjame, no seas pesado! Sabes que no me gustan las fotos añejas —renegó Encarna y dulcificó el tono—. Mira tú lo que quieras, pero déjame tranquila.

Una mirada de su cachorrito cuarentón bastó para hacer sonreír a la anciana y convencerla para que se colocara al lado de su hijo, comprendiendo que tenía ganas de ser niño por un rato.

—¿Y estas jovenzuelas quiénes son? —preguntó Jorge divertido refiriéndose a dos muchachas vestidas a la usanza de los años veinte.

—Espera que me ponga las gafas. A ver… Esta es tu abuela Julieta, de soltera, con su hermana gemela, la tía Sofía.

—¡Caramba, está tan joven la abuela que no la he reconocido! No sabía que tuviera una hermana gemela.

—Sí, Sofía murió siendo tú muy pequeñito. Se parecían bastante, pero no eran mellizas.

—Aquí estás tú, mamá. Esta niña de aquí era mi hermana ¿verdad?

—Sí, mi Marisol. —Un asomo de ternura dulcificó los rasgos que la vida de calculadora comerciante y empresaria había ido esculpiendo en el rostro de Encarna Máñez, propietaria de la marca más prestigiosa de importación y exportación de alimentos de todo el Rif.

—¿Ves? Si no fuera por las fotos, no la hubiera conocido nunca. Tampoco a papá. ¡Mira esta! —dijo acercándosela a su madre—. No la había visto antes. Es una foto de estudio de vuestra boda. —Jorge cogió la mano de su madre y la besó cariñosamente—. ¡Estabas preciosa! ¿Y la de la mantilla, quién es?

—¿Quién? —preguntó con desgana Encarna ajustándose las gafas de cerca.

—Esta mujer tan elegante que está a tu lado. ¡Qué empaque! Parece una reina.

—¡Oh, déjalo ya, cielo! ¡Te pones tan pesado…! Ni me acuerdo ya. Son muchos años…

—¿Mamá, cómo no te vas a acordar? ¡Si está a tu lado en vuestra foto de boda! —insistió agitando la foto en la mano—. ¿Y tampoco sabes quién es el Bogart que está junto a ella?

—¿Bogart? —preguntó Encarna mientras se ajustaba de nuevo las gafas de cerca para identificar a quien le señalaba su hijo—. ¡A ver! ¿A quién te refieres? —Encarna se echó a reír—. ¡Vaya, sí que tiene un cierto parecido! Ya lo creo. —Encarna suspiró sabiendo que no le quedaba más opción que rendirse y dar explicaciones—. Este era el tío Julián, el marido de la tía Inés, la de la mantilla, y eran tíos de tu padre.

—¿Por parte de quién?

—Por parte de ella. La tía Inés era la hermana mayor de las gemelas, tu abuela Julieta y tu tía Sofía.

—¿Y ellos fueron vuestros padrinos de boda?

—Sí, claro. Se puede decir que ella había criado a tu padre desde que nació. De hecho, le ayudó a nacer. La tía Inés fue quien asistió a tu abuela en el parto. Era una mujer que sabía de muchas cosas y también de nacimientos. Ellos no tuvieron hijos, ¿sabes? Se volcaron con Roberto siempre que tuvieron ocasión y nuestra boda también fue una buena oportunidad para hacerlo. Por eso fueron nuestros padrinos de boda. Y muy espléndidos, por cierto; se hicieron cargo de todos los gastos. —Tras quedarse pensativa prosiguió—: Fue una boda extraordinaria, ¿sabes?… ¡Ay, qué ocurrencia la tuya! ¡Bogart! Sí, pero con bastantes kilos más y menos refinado, ¡aunque no sé yo quién fumaría más cigarrillos al día!

Encarna calló por unos instantes y añadió dándole una palmadita cariñosa en el muslo a Jorge:

—Hijo, aún no me has contado nada de cómo te va en el trabajo.

—La verdad, es que estoy algo descentrado con todo lo de Marta. ¡En fin, esto no puede seguir así! Voy a ponerme las pilas ya, porque me siento desbordado y es una sensación que no me gusta nada. Aunque, en parte, tener tanto trabajo me viene bien. Incluso que me haya tocado un caso rarito, de esos que al final se quedan en nada, pero que marean mucho. ¡La verdad es que es curioso!

—Mejor, así te tiene entretenido.

—Sí, pero por poco tiempo porque lo voy a archivar —determinó con resolución el juez Prieto.

—¿Y de qué se trata? Si se puede saber, claro.

—En realidad, no hay ningún delito, ya te digo. Según el informe del perito, que por cierto, es Daniel Fonseca. ¿Te acuerdas de él?

—¿El hijo de Merceditas? ¡No me digas que está aquí destinado!

—Pues sí. Me llevé una alegría al rencontrarme con él. —Sonrió contento Jorge Prieto—. Pues como te decía, el caso es pintoresco: en la Comandancia Militar se ha encontrado escondido un libro de memorias de una señora del año de Maricastaña, una tal Inés Vallmont, Bonhom o algo así. —Dio un trago al gin-tonic que le había preparado su madre—. Y según el informe del experto, en este caso Daniel, no contiene información relevante ni nada que se le parezca. Pero no deja de ser curioso que las escribiera en un libro de contabilidad y, para colmo, que las escondiera en un archivo militar.

—¿Cómo dices que se llamaba esa mujer? —preguntó Encarna un poco tensa.

—No recuerdo bien. Pero la conocían aquí en Melilla como «la reina del azúcar». Igual has oído hablar de ella o la has conocido. No tendría nada de… —Jorge observó con preocupación cierta inestabilidad en su madre—. Mamá, ¿estás bien?

—Sí, sí… claro. No me pasa nada. Sigue. Parece interesante.

—Estás muy pálida, mamá, échate un poco para atrás. ¿Te traigo un poco de agua?

—Sí, por favor, pero no te preocupes, hijo. Solo ha sido un pequeño vahído. Nada. Algo que no me habrá sentado del todo bien. —Encarna dio unos sorbos al vaso de agua que le ofrecía su hijo—. Y dime, ¿has encontrado algo interesante en ese libro?

—Basta de hablar de mi trabajo, que te estoy mareando. Reposa un poco antes de irme.

—Tranquilo, estoy bien. Además, Fátima está conmigo todo el día. No te preocupes.

Jorge retrasó el momento de marcharse hasta asegurarse de que su madre se encontraba en perfecto estado. Para hacer tiempo, continuó curioseando en la caja de las fotografías mientras observaba con disimulo a su madre que reposaba sentada en el sofá, con la cabeza echada hacia atrás y los ojos cerrados. Cogió otro puñadito de fotos y se retrepó en el sofá. En una de ellas aparecía su padre, con la camisa remangada, cabello engominado con raya en medio y una amplia sonrisa bajo el bigotito, junto a la flotilla de camiones que compró para ampliar el negocio que había heredado de sus tíos. En otra, aparecía vistiendo un guardapolvo, afanado detrás del mostrador de la tienda del almacén entre cajas de dulces con el emblema de una rosa dorada. A sus espaldas, altas estanterías llenas de latas de conserva y botellas de vinos y licores se elevaban hasta tocar el techo. Nada tenía que ver con el aspecto que él había conocido del negocio familiar.

Viendo que su madre estaba en perfecto estado, y que reanudaba sus actividades con su brío habitual, Jorge Prieto se despidió cariñosamente de ella, se colocó la gabardina y comenzó a bajar las escaleras con agilidad. Poco a poco, disminuyó la velocidad a la que iba descendiendo, hasta que se detuvo en seco en uno de los rellanos. Se quedó allí, quieto y, tras dudar durante unos segundos, un pálpito se apoderó de él. Comenzó a subir de nuevo hasta la casa de su madre. Llamó al timbre con insistencia. Fátima le abrió la puerta. Jorge entró y se dirigió al salón sin mediar palabra y no encontró a su madre. Preguntó por ella y Fátima le contestó que estaba en su dormitorio, cambiándose para acudir a una reunión. Jorge comprobó con alivio que aún se encontraban la caja y las fotos sobre la mesita. Buscó aquella en la que su padre despachaba unos dulces y otras dos más y se dirigió hasta la puerta del dormitorio de su madre que estaba cerrada.

—¡Mamá, soy yo!

—Me estoy cambiando, hijo —escuchó Jorge al otro lado de la puerta.

—Sí, ya sé. Dime una cosa: papá, de segundo se apellidaba Belmonte ¿verdad?

—Sí, el apellido de tu abuela Julieta. ¿Por qué?

—Así que vuestra madrina de boda también se apellidaba Belmonte porque eran hermanas ¿no? —No obtuvo respuesta del otro lado.

Jorge esperó en silencio unos instantes más mientras retomaba en una mano la foto de estudio de sus padres vestidos de novios junto a los padrinos y, en la otra, la añeja fotografía de su abuela Julieta de soltera junto con su hermana.

—Has dicho antes que la hermana mayor de la abuela se llamaba Inés, ¿verdad?

—Sí —respondió secamente la madre—. ¿Por qué?

Un golpe súbito de sangre fría le llegó a la nuca a Jorge Prieto.

—Por nada, mamá —mintió—; por… saberlo.

Tres minutos más tarde, el juez Prieto ponía en marcha el motor de su BMW metalizado. Se zambulló en el tráfico de la Avenida, algo más denso que de costumbre por la lluvia rabiosa que empapaba la ciudad. Esta vez tenía muy claro qué quería hacer: subiría a su despacho y leería con mucha atención ese diario antes de archivarlo. El corazón le bombeaba al ritmo contundente de los limpiaparabrisas. Algo en su interior le decía que aquel libro de tapas negras y lomo anaranjado reclamaba justicia. Y se la estaba reclamando a él.

Al comandante Fonseca le estaba resultando tremendamente difícil concentrarse en aquella tronera agobiante, en la que se habían refugiado en el último segundo. Trató de calmar la respiración y sosegarse. Era fundamental que no se dejara llevar por el pánico y que consiguiera recordar los planos del interior de las minas con el mayor detalle. El lugar exacto donde se encontraban no lo podía asegurar, pero sí tenía la certeza de que podría orientarse. Fonseca tenía muy claro que no podrían alcanzar las salidas del acantilado, porque el camino que les llevaba hasta ellas se había truncado al cegarlo la avalancha de tierra y rocas. Apretó el entrecejo en un esfuerzo supremo por reproducir al milímetro en su mente los planos. El sudor recorría su rostro, y su mente, todas las posibles vías de escape conocidas desde el punto en el que se encontraban. Estaban próximos a los cimientos de la antigua Casa del Gobernador, de eso estaba seguro, pero ninguna daba positivo en su memoria. Con angustia tuvo que aceptar la realidad: la galería donde se encontraban se bifurcaba unos quinientos metros más adelante y solo les ofrecía dos caminos: uno llevaba hacia resbaladizas cuestas que conducían a simas insalvables; la otra alternativa era un camino sin salida. Este segundo era un antiguo ramal que conectaba los sótanos de la Casa del Gobernador con un fuerte militar conocido como Victoria Chica. Pero esta mina tenía cegada con hormigón la salida por la fortaleza desde la Guerra Civil.

Fonseca trató de serenarse y pensar si a lo largo de aquel ramal podrían tratar de asomar a la superficie. En aquella mina no conocía conexiones con otros niveles y tampoco podrían crear una comunicación con el material explosivo que llevaban encima. Los movimientos de tierra desaconsejaban utilizar las pequeñas cargas explosivas que almacenaba en su mochila y que, en cualquier caso, resultarían insuficientes para abrir una comunicación con otro ramal. Tampoco contaban con suficiente oxígeno como para esperar con vida a que lograran rescatarles de allí, en el caso de que fueran capaces de lograr desenmarañar aquel laberinto de galerías. Fonseca recorría mentalmente a gran velocidad todos los recovecos y circunvalaciones que desde aquel punto podrían transitar. Tuvo que reconocer que no había ninguna salida. Al menos, no aparecía en los planos. Sentado en el suelo, apoyó el casco que protegía su cabeza contra la pared tratando de disimular ante los demás hombres cómo la derrota comenzaba a doblegar su cuello y a tensar su nuez. Seguía buscando desesperadamente una posibilidad de escapar de aquel ramal desahuciado en las maniobras militares, cuando cayó en la cuenta de que aún les quedaba una posibilidad, muy remota, tanto que era una locura; pero que en aquellas circunstancias, «debe ser la desesperación», pensó Fonseca, se convertía en una esperanza: considerar que fuera cierto lo que contaba aquella tal Inés Belmonte en una parte de su rocambolesco relato en el que se refería a ese mismo ramal. Según Inés Belmonte, en sus tiempos, contaba con una trampilla que hicieron abrir su marido y ella en el suelo de la cueva natural que se encontraba en lo más profundo del obrador y que utilizaban como almacén. Como otras tantas construcciones de la zona, aprovecharon la oquedad que les ofrecía el monte para construir a partir de ella una edificación, que destinaron a obrador y a vivienda. Según su relato, esa trampilla en el suelo de la cueva la mandaron construir con el fin de comunicarla con la mina que pasa por debajo y poder usarla como nevera natural. Una trampilla cuya existencia solo conocían ellos. El comandante Fonseca no podía ofrecer a sus hombres ninguna certeza de salir de allí, tan solo una esperanza. Les ahorraría la incertidumbre y actuaría como si no tuviera dudas de la existencia de la trampilla ni del lugar donde se encontraba. Ahora solo restaba confiar en que aquel ramal abandonado no estuviese obstruido en algún punto. Fonseca se puso repentinamente en pie y gritó:

—¡En marcha todo el mundo!

Caminaron cerca de una hora guiados por el comandante: a tramos agachados, a tramos enderezados, extremando la precaución y fijándose en donde pisaban, siguiendo mansamente al guía y turnándose para ayudar en todo momento al joven arqueólogo con su cojera. Al llegar a un punto determinado, Fonseca dio orden de detenerse. Era una zona más espaciosa y los bomberos ayudaron al arqueólogo a sentarse sobre un amontonamiento de piedras y tierra para que descansara. Por un momento, Daniel Fonseca temió que los demás pudieran oír en aquel silencio el latido acelerado de su corazón y descubrieran que se lo estaba jugando todo a una carta. De ser cierto lo narrado por Inés Belmonte, ya deberían estar muy próximos al lugar que describía, si es que no estaban en él. En el fondo esperaba un milagro. Sentía sus ropas empapadas en sudor, sabía que el miedo a quedar atrapado comenzaba a apoderársele y que tendría que controlar la taquicardia con respiraciones lentas y pausadas. Comenzó a rastrear el techo de roca con su linterna. El relieve rocoso se alternaba con zonas de arenisca pero no encontraba nada que indicara que hubiese una salida. Gruesas gotas de sudor hicieron acto de presencia en su frente y comenzaron a recorrerle las sienes.

—Voy a tratar de contactar por radio —dijo Fonseca mientras sacaba de su mochila un pequeño equipo.

—¿Reciben nuestra señal? —le preguntó uno de los bomberos tras varios minutos sin más respuesta de la radio que un crepitar desolador.

—De momento, no hay respuesta —respondió Fonseca tratando de que no se le notara el nudo que le estaba atenazando la garganta—. Habrá que insistir.

El comandante se giró y se dirigió al resto en un tono que no dejaba lugar a discusiones:

—Escuchadme bien, quiero que vosotros tres busquéis en el techo cualquier rastro de una trampilla, ¿me habéis oído?

Mientras los bomberos se afanaban buscando cualquier signo que indicara la existencia de una vieja trampilla y Fonseca rastreaba frecuencias en la radio, el becario sacó su móvil y lo encendió.

—No me digas que tienes cobertura… —le preguntó Fonseca con una sonrisa forzada mientras insistía en establecer contacto con el exterior.

—¡Ojalá! Ahora mismo estaría llamando a mi chica —respondió el joven y añadió tímidamente—. Solo quería ver su foto… ¿Volveré a verla, comandante?

—Claro que sí, hombre. Aquí no nos vamos a quedar —respondió Fonseca con tanto convencimiento que incluso llegó a creérselo él mismo.

—¡Aaah! —gritó el joven y se levantó de un salto y cojeó unos pasos—. ¡Algo me ha tocado la mano! —Y enfocó con la luz de su casco hacia el lugar donde estaba sentado.

Los bomberos rastrearon el suelo con sus linternas y sorprendieron a un par de ratas hurgando por encima del montón de tierra donde se había sentado el joven y, al verse sorprendidas, huyeron por los relieves de las paredes hasta remeterse en un recoveco del techo.

—¡Un momento! —gritó Fonseca—. Enfoca otra vez por donde se han metido las ratas.

El bombero no acertaba con lo que le indicaba Fonseca en la penumbra. Este le cogió la linterna y apuntó al recoveco del techo por donde habían huido las ratas. Iluminó más de cerca y pudo ver con asombro que aquellos salientes no eran de roca, sino de cartón piedra calcificado que simulaba el relieve natural de la cueva. Fonseca ordenó a los bomberos que rompieran las falsas formaciones y apareció un agujero que habían roído las ratas en una trampilla de madera. Se acercó más y detectó un reflejo metálico de lo que parecía una bisagra. El corazón le dio un vuelco. ¡Era una trampilla disimulada con abultamientos que parecían formar parte del relieve!

—¡Dios santo, era cierto lo que contaba aquella mujer! —murmuró para sí.

Daniel Fonseca no salía de su asombro. Incluso tuvo que reprimir un conato de llantina. ¡Era cierto lo que recogía aquella Inés Belmonte en su diario!

—¡Coged las palancas y ya podéis empezar a abrir esa trampilla, que nos vamos de aquí! —gritó Fonseca con una alegría que no había sentido desde niño y contagió con ella a todo el grupo que se afanó en desatascar aquella portezuela que les conduciría a la superficie.

Pronto descubrieron que, tal y como temía, la trampilla estaba sellada, posiblemente con cemento.

—Señores, esto es cosa de ustedes —dijo Fonseca dirigiéndose a los bomberos, secándose la frente—. Traten de abrir esta trampilla con picos y palancas, al fin y al cabo es madera vieja, aunque muy gruesa. Si no pudieran, recurriremos a una pequeña carga —miró a todos los presentes—, pero eso sería el último recurso, porque podríamos provocar un desprendimiento.

Mientras los bomberos trataban de abrir la trampilla picando y haciendo palanca, Fonseca insistía en establecer contacto por radio con la superficie para indicar dónde se encontraban. De repente, una voz metálica respondió a través de la radio. Fonseca les facilitó las coordenadas, informó de que el chico se encontraba bien y que la trampilla estaba sellada y el peligro de hundimiento que suponía la utilización de explosivos. Solicitó que trajeran un equipo de rescate para sacarles a la superficie. La respuesta fue rotunda, en unos minutos estarían allí y con un martillo neumático para abrir la trampilla. La alegría iluminó los ojos de todos y el joven se emocionó hasta llorar.

—¡Venga, campeón, no te vengas abajo ahora! —le animó uno de los bomberos mientras golpeaba la trampilla con el pico.

—Será mejor que te vuelvas a sentar, Bernabé, y descanses mientras llegan los compañeros —dijo Fonseca—. Estar de pie te perjudicará más el tobillo.

—¡Ahí no me siento más! —respondió Bernabé—. Que me dan mucho asco las ratas.

—Mira, ya no hay —dijo Fonseca iluminando todo el montículo de piedras y la tierra—. Se han asustado y con todo este ruido no se van… ¿Qué coño es esto? —exclamó acercándose a la pila de piedras y mantuvo iluminada la base del montón. Algo asomaba entre la tierra y las piedras.

El comandante se agachó y apartó algo de tierra y algunas piedras hasta dejar al descubierto un desvencijado zapato de caballero cuya suela asomaba entre la tierra y las piedras.

—¿Cómo ha llegado esto hasta aquí? —se preguntó intrigado en voz alta Fonseca.

—Supongo que con su dueño puesto —dijo el becario—. Es un zapato del siglo XX.

—¡No jodas! ¿Qué hay un tío ahí debajo? —exclamó el sargento de bomberos sacudiéndose la tierra que le había caído encima tratando de abrir la trampilla. Dejó la palanca en el suelo y se aproximó al hallazgo.

—¡Lo que nos faltaba! —añadió uno de los dos bomberos que seguían insistiendo en intentar abrir la trampilla sellada forzándola con palancas.

El sargento de bomberos apartó a Fonseca y comenzó a escarbar alrededor del zapato mientras el comandante le mantenía iluminada la zona. El bombero se detuvo de repente y se retiró con un movimiento reflejo poniéndose de pie. Miró a Fonseca y se empujó ligeramente la visera del casco hacia arriba:

—Comandante, aquí no hay un muerto, sino dos.

«¡Hay que joderse!» pensó Fonseca.

—Bueno —dijo a los demás—, de estos ya se ocuparán otros. Nosotros, a lo nuestro. ¿Cómo va esa trampilla? —preguntó a los dos bomberos que trataban de abrirla sin éxito y que negaron con la cabeza.

—¿No están tardando mucho en venir a rescatarnos? ¿Sabrán encontrarnos? —preguntaba Bernabé con evidentes signos de ansiedad.

—Bien, llegados a este punto —suspiró Fonseca mirando de soslayo las bombonas de oxígeno casi agotadas y comprobando que respirar resultaba cada vez más dificultoso—, si en cinco minutos no ha llegado el equipo de rescate, será mejor que abramos la trampilla a las bravas si no queremos quedarnos a hacerles compañía a esos dos de ahí abajo.

Miró a Bernabé y le dijo:

—Te juro que hoy cenas con tu novia.

El comandante comenzó a preparar una pequeña carga explosiva y cuando la tuvo dispuesta y pegada a la trampilla, hizo que todos se refugiaran tras un repecho de la galería. La pequeña detonación reventó la trampilla y, tras una leve polvareda, un golpe de aire fue recibido por todos con gritos de triunfo.

—¡Qué impacientes, muchachos, si ya estamos aquí! —se oyó gritar a cierta distancia la voz del jefe de bomberos que no tardó en asomarse por la trampilla.

—¡Jefe, que el chico ha quedado esta noche con la novia y ya sabe cómo son las mujeres!

En primer lugar subieron al joven con ayuda de un arnés, cuidando que no se lastimara. Le siguieron los bomberos, que subieron por la escalera de cuerda que les tendieron y, por último, salió Fonseca. Puesto en pie, miró a su alrededor. Habían ido a parar, tal y como relataba Inés Belmonte, a una cueva pequeña al fondo de donde construyó un local, ahora completamente en desuso y abandonado. A juzgar por los largos poyos de mármol, balanzas, utensilios y grandes peroles de cobre que por allí permanecían como vestigios fantasmales, no cabía duda que debió dedicarse a obrador. Fonseca percibió un olor dulzón rancio y denso que le retrotrajo al que desprendía el libro de contabilidad de tapas negras y lomo anaranjado mientras lo iba leyendo. El jefe de los bomberos, tras ayudar a Bernabé que estaba siendo atendido por el personal médico, había ido recibiendo a cada uno de sus hombres con un abrazo y saludó satisfecho a Fonseca.

—¡Bueno, ya estáis todos arriba!

—Todos no, jefe, que ahí abajo se han quedado dos —Fonseca añadió con sorna ante la cara de sorpresa del jefe de bomberos—. Pero esos no tienen prisa. —Y le sonrió—. Será mejor que vaya llamando al juez de guardia. —Le dio un par de palmadas en el hombro—. ¡Ya se lo cuentan sus hombres, que yo me voy a casa!

Fonseca se acercó hasta la camilla donde estaba siendo atendido el becario y le tendió la mano para despedirse.

—Gracias por todo, comandante —dijo el arqueólogo estrechándole la mano agradecido.

—No me des las gracias a mí, sino a Inés Belmonte —respondió recorriendo con su mirada aquel viejo obrador que había conocido en plena actividad a través de las memorias de su propietaria. Al percatarse de la mirada interrogante del joven, añadió—. Es una señora a la que le debo un ramo de flores.

El agua caliente de la ducha resbalándole por el cuerpo le supo a gloria a Daniel Fonseca. Solo pensaba en meterse en la cama y dormir profundamente hasta que se despertase. Que le zurzan a Quintana, a su tratado, a sus límites y a todo lo que se mueve. Al salir del baño, se sentó en la cama, cogió el móvil con intención de apagarlo, pero antes revisó las llamadas que había recibido mientras estuvo en las minas: varias del móvil de Pilar y otras desde un número de esos interminables de la Administración. En el preciso instante en que se disponía a pulsar el icono de «apagado», entró una llamada. Era Pilar. Arrastró el icono de «aceptar».

—Hola, Pilar. ¿Cómo estás?

—¿Pero se puede saber por dónde andas? —escuchó la voz irritada de Pilar—. ¡Llevo intentando localizarte todo el santo día y no me has contestado ni una sola llamada!

—Lo siento. He estado con mucho lio y no llevaba el móvil —respondió con voz apagada Daniel Fonseca—. Si no te importa, ¿podemos hablarlo mañana, por favor? Estoy muy cansado. No tengo ganas ni de hablar.

—A ver si lo entiendo, primero me comprometes con un encargo que me puede costar el puesto y ¿ahora no quieres saber nada?

—¡No es eso! Es que he tenido un día muy duro. Ni te imaginas todo lo que ha pasado… ¡Qué más da, no te lo ibas a creer!

—¡Exacto, no te creería! ¡Tú y tus misiones! Mira, héroe de pacotilla, el día que seas capaz de llevar un niño a la guardería, otro al colegio, llegar puntual a tu trabajo, rendir, salir disparado a comer la comida que cocinaste la noche antes para llegar a tiempo a recoger uno del colegio y luego al otro de la guardería, llevarlos al parque, merienda, baños, cenas…

—¡Me rindo, me rindo! Ya lo sé. Eres capaz de hacer más que yo y además subida a unos tacones altos —dijo Daniel reprimiendo un bostezo—. ¡Venga, dime lo que sea que me caigo de sueño! —añadió dejándose caer pesadamente de espaldas sobre la cama.

—Estuve buscando lo que me pediste. —Pilar hizo una pausa—. Efectivamente, tal y como me contaste, en el Ministerio de Exteriores tenemos uno de los dos originales —la voz de Pilar adquirió un tinte de inquietud—, pero ahora ya no está aquí.

—¿Cómo que no está? —reaccionó Daniel despabilándose de repente—. ¿Qué me estás diciendo? —Y se incorporó—. ¿Adónde lo han llevado si puede saberse?

—He estado haciendo algunas averiguaciones pero aquí nadie sabe nada. No ha sido un traslado oficial y no aparece ningún registro que indique quién lo ha sacado del Ministerio.

—¿Estás segura?

—Completamente. Pero tengo una vaga sospecha de lo que ha podido ocurrir… Si lo confirmo, te llamo. Dame dos días.

—Me pasaré por Madrid lo antes posible.

—No es necesario que vengas a comprobarlo. Ya lo hice yo personalmente. —Pilar se detuvo un instante y luego prosiguió—. ¡Y te aseguro que no se encuentra en el archivo!

—No me refería a comprobarlo. Es que quiero volver a verte. —Daniel se sorprendió a sí mismo diciendo—: Te echo de menos, Pilar.

—Eso no es suficiente, Daniel. Tengo que querer yo también.

—Claro, por supuesto. Bueno, yo… Verás, Pilar, hoy ha sucedido algo que me ha hecho darme cuenta de lo que de verdad me importa. —Daniel Fonseca no se reconocía pronunciando estas frases que le estaban brotando sin censura desde lo más profundo. Sería el cansancio o la desorientación los que estaban consiguiendo que las estancias más profundas de su ser afloraran a la luz sin trabas y con absoluta naturalidad—. Hoy me he dado cuenta de que me importas más de lo que pensaba.

—¿Hoy precisamente? ¡Qué casualidad!

—Sí y no es por casualidad. Hoy ha ocurrido algo que…

Daniel estuvo a punto de responderle que, cuando temió que nunca volvería a la superficie y que iba a quedar atrapado en las galerías de Melilla la Vieja, le sorprendió que lo que más le dolía era verse privado de volver a abrazar tiernamente a Pilar y que al pensarlo le invadió una profunda tristeza que le atenazó la garganta hasta el punto de asfixiarle más que la tierra que le caía por encima.

—Que me he dado cuenta —prosiguió Daniel Fonseca— que siento por ti algo muy especial; yo diría que es cariño del bueno —respondió optando por reservarse la explicación, para cuando pudiera hacerlo personalmente, de que había descubierto que lo que más deseaba era pasar el resto de sus días cerca de Pilar, disfrutando de su compañía y la de sus hijos.

—Pues mira, Daniel, cuando seas lo suficientemente mayor para saber lo que sientes y no huyas otra vez porque tengo dos hijos, hablamos. Porque quien no quiera a mis hijos, no me quiere a mí.

Pilar se arrepintió ligeramente del tono agresivo de sus últimas palabras, y temiendo haber resultado demasiado dura, adoptó un tono más conciliador para despedirse. Hizo una pausa y añadió:

—Ya te llamo con lo que averigüe. Buenas noches, Daniel.

Daniel apagó el móvil con tristeza y desgana. Una vaga sensación de irrealidad se le apoderó y por unos instantes le hizo dudar de si realmente había escapado de las angostas galerías de la Melilla subterránea o si, más bien, lo que había explorado eran los recovecos más oscuros y ocultos de su propia alma. El encallecido Daniel Fonseca tuvo la impresión de que él también había sufrido desprendimientos que le impedían continuar comportándose como en el pasado y, al igual que había ocurrido en el interior de las minas, le habían empujado a buscar una salida hacia la vida, olvidada, pero que siempre estuvo ahí. Finalmente, optó por guardar el móvil y el inalámbrico en el cajón de la mesita de noche. ¡Si Quintana quería algo de él, que viniera personalmente a decírselo! Necesitaba reponerse a fondo. Se acurrucó en la cama y se cubrió con la sábana. Por vez primera en su vida se sentía desvalido emocionalmente. No podía ni imaginar cómo superaría el que Pilar no le volviera a mirar con los ojos llenos de cariño. Ni cómo afrontaría el no disponer del original de Exteriores. Daniel Fonseca cerró los ojos preguntándose si todavía podrían empeorar aún más las cosas.

El juez Prieto entró en el amplio vestíbulo del Quinto Centenario. Respondió al saludo del policía que custodiaba la entrada y se dirigió hacia los ascensores oyendo resonar sus propias pisadas en el edificio deshabitado en un viernes por la tarde. Tomó el ascensor que le esperaba con sus puertas metálicas recogidas y pulsó el botón que le llevaría a la duodécima planta. La ascensión se le estaba haciendo eterna. No recordaba, desde sus años juveniles, haber experimentado una inquietud tan efervescente como la que se le había apoderado. Hervía de impaciencia por leer el libro de Inés Belmonte tras descubrir, casi por iluminación, que se trataba de su propia tía abuela. No podía dar crédito. ¡Quizá en ese libro encontrara una explicación de por qué su padre les abandonó sin esperar a conocerle! ¡Y pensar que había pasado por sus manos como una de tantas pruebas de convicción, destinadas a acumularse junto con cientos más en los depósitos judiciales hasta que son reclamadas o destruidas! No era más que un pálpito, pero esto no podía estar ocurriéndole por casualidad.

Salió del ascensor y recorrió apresuradamente el pasillo hasta llegar a su despacho. Abrió la puerta con energía, la cerró detrás de sí y colgó la gabardina en el perchero. Se dirigió a su mesa, se desprendió de la americana, la colgó en el respaldo de su asiento y se desabrochó el cuello de la camisa, aflojó el nudo de la corbata y se remangó. Comenzó a rebuscar entre los expedientes repartidos por su mesa. Al no hallarlo, continuó rebuscando por entre los que tenía en el mueble librero. Lo reconocería en cuanto lo viera, de eso estaba seguro. El expediente era inconfundible, muy grueso, casi todo el cuerpo del expediente correspondía al detallado informe elaborado por el técnico criptógrafo, su amigo de la infancia Daniel Fonseca y llevaba unido un sobre con el diario en su interior. Se desesperó al ver que no daba con él y se detuvo un instante para pensar qué trámite era el último que se había practicado. Entonces reparó en que había firmado un proveído solicitando al Ministerio Fiscal que se pronunciase sobre la pertinencia de practicar nuevas diligencias de investigación o, en su caso, solicitara el archivo del procedimiento. Los funcionarios ya lo habrían enviado a la Fiscalía.

Jorge Prieto se dirigió a zancadas hacia los casilleros de clasificación del correo, justo al final del pasillo. Comenzó a recorrer con ojos ansiosos todos y cada uno de los letreritos que indicaban a qué departamento administrativo correspondía cada casilla. Se temió que el paquete ya estuviera enviado a la Fiscalía y tendría que esperar un buen número de días para poder leerlo. Trató de serenarse y que la vista no resbalara por encima de los envíos preparados. Insistió en rebuscar hasta dar con un paquete que podría corresponder a lo que quería rescatar. Lo entresacó y leyó el oficio que lo acompañaba. Sí, era ese expediente. Lo había encontrado. Jorge Prieto lo sujetó con fuerza entre sus manos, respiró aliviado y se encaminó con él hacia su despacho. Ya más tranquilo, cerró la puerta y se acomodó en su sillón almohadillado y depositó sobre su mesa el paquete. Encendió la lamparita de la mesa, palpó el envoltorio y cortó los bramantes que lo envolvían con una tijera. Separó el sobre que contenía el libro y lo abrió con delicadeza ayudándose de un abrecartas. De su interior entresacó el libro de contabilidad de tapas negras y lomo anaranjado, el mismo que había analizado el criptógrafo sin encontrar nada judicialmente relevante.

Se tomó un instante de calma antes de comenzar a hojearlo. Estaba algo ansioso. Así que decidió serenarse. Desde su sillón giratorio, dedicó unos minutos a contemplar la vista panorámica que le ofrecía el infinito ventanal de su despacho de aquel cielo brumoso. Sin oponer resistencia, se dejó invadir por el ritmo acompasado de un mar pesado y plomizo, que se empecinaba en estrellarse contra los acantilados de Melilla la Vieja. Apenas reparó en una pequeña grúa que maniobraba sobre el acantilado de la cala de Trápana descolgando a unos operarios. La serenidad de la lluvia percutiendo sobre el ventanal le ayudó a acompasar los latidos de su corazón. Sintió la tibieza de su propio cuerpo en contacto con el mullido sillón.

Sacó del bolsillo de la camisa aquella añeja foto de boda de sus padres con los padrinos. Resultaba curioso que los novios estuviesen de pie, tras los padrinos sentados en primer término y con un fondo de cartón piedra que simulaba un jardín de estilo romántico, con estilizadas columnas y una breve escalinata. Apoyó la foto en el pie del flexo de su mesa, de modo que quedara frente a él. Antes de abrir el libro de memorias, le dedicó una mirada al grupo de la fotografía, del que su madre era la única superviviente. La detuvo en la figura de la mujer corpulenta, de anchos pómulos y mirada inteligente que lucía una mantilla negra sujeta por una peineta con un innegable saber estar y elegante porte. Estaba sentada delante del novio y junto al padrino. Esbozó una suave sonrisa mientras sostenía con su mirada ambarina la casi transparente de Inés Belmonte y se dijo para sí:

—Tía Inés, ¿juras decirme la verdad?

El juez Jorge Prieto tomó en sus manos el libro, se retrepó en su asiento y abrió con sumo cuidado la tapa negra para evitar tensar el delicado lomo anaranjado, que se quejaba con breves crujidos de fibras rotas al ser obligado a revelar su contenido. Fue pasando páginas que mostraban columnas de cifras insertas en las cuadrículas, hasta llegar a varias páginas vacías. Continuó hojeando y se detuvo al aparecer la primera página con texto. Un añejo olor dulzón se desprendió al llegar a ella, advirtiendo a Jorge Prieto de su intromisión en el corazón de su tía abuela.

—Y ahora, desconocida tía Inés, quiero que me cuentes todo lo que sepas sobre mi familia.