CAPÍTULO 9
Durante días no tuve ganas de salir. No se me iba de la cabeza lo ocurrido y temía por Gabriel Delbrel. La pobre Manolita tampoco estaba demasiado fina. Aún le duraba el susto y se le caían las cosas de las manos. Sin darme cuenta fui alterando el ritmo del sueño y por la noche me costaba conciliarlo. Una de esas noches, me despertaron los acordes del carillón marcando las tres de la madrugada. Era un ruido suave y armonioso que nunca me había inquietado, pero aquella noche estaba muy nerviosa. Decidí encender el quinqué y ponerme a leer. Hacía mucho calor en la habitación. Descorrí los visillos y abrí la puerta, en un intento de crear una corriente de aire que aliviara aquel calor pegajoso de levante. Al poco de comenzar a leer, escuché un ruido en la planta baja. Continué leyendo, pero la curiosidad pudo más y terminé bajando a ver de qué se trataba. De repente, me detuve temiendo que pudiera ser una rata. Había oído que en una casa cercana habían encontrado una y, llena de miedo, decidí volverme a la cama. Mientras subía aprisa los escalones escuché con claridad otro ruido. Este era distinto. Lo identifiqué enseguida. Era el que producían al ser abiertas las portezuelas del escritorio que papá Humbert tenía en su despacho y comprendí que el ruido que había oído antes era el de girar el pomo de la puerta de esa estancia, próxima al vestíbulo. Me tranquilizó y acudí a ver qué hacía papá Humbert a esas horas desvelado como yo. Al aproximarme a la puerta, me extrañó que no tuviera encendida la luz en su interior y cuando iba a preguntarle por qué estaba a oscuras, vi que la silueta de quien estaba agachado rebuscando por los cajones no era la de mi padre, sino que se trataba de un extraño. Ahogué un grito tapándome la boca con las manos y retrocedí muy lentamente, procurando que mis pasos no se notasen y subí la escalera lo más rápido que fui capaz. Desperté a mi padre con cuidado para que no se sobresaltara y cuando estuvo incorporado le expliqué lo que había visto. Se tensó y no se lo pensó dos veces. Se vistió con su batín de seda negro y me ordenó que me quedara en la habitación con mi madre, cerrara la puerta y no la abriera bajo ningún concepto. Cerré con pestillo cuando salió de la habitación y me acurruqué temblando junto a mi madre. Al girarse, se despertó aturdida y me preguntó por él. Le dije que abajo había un hombre y que papá Humbert había ido a enfrentarse a él. Ella se horrorizó y saltó de la cama cubriéndose con su bata de raso.
—¡Vamos, vamos! Tenemos que impedirlo —decía mi madre fuera de sí.
—¿Gritamos para que vengan los guardias? —pregunté.
—¡Oh, no! ¡Nada de eso! —dijo agitando nerviosamente las manos—. Nadie debe saberlo.
—Mamá, no te entiendo. ¿Qué es lo que quieres que haga?
—¡Tenemos que tranquilizar a tu padre como sea o lo matará!
—¿A quién? ¿Es que sabes quién es el que está ahí abajo?
—Debe ser Anghello, sí, claro que sí.
Antes de que yo pudiera reaccionar, mamá Ana retiró el pestillo y comenzó a bajar las escaleras. Yo la seguía cuando escuchamos una detonación dentro de la casa. No había duda, se había producido abajo, en el despacho. Nos quedamos inmóviles y, tras unos instantes, mamá Ana reaccionó con un grito desgarrador y corrimos las dos hacia el despacho. Continuaba a oscuras. Olía a vela recién apagada. Comencé a temblar de miedo. Había ocurrido algo terrible en el interior y detectamos la presencia de alguien, porque oíamos su respiración agitada, pero no sabíamos de quien se trataba.
—¡Anghello, Anghello! —gritó mi madre.
—¡Papá! —grité asustada—. ¿Estás ahí, papá?
Oímos crujir el suelo de madera. Quien fuera que fuese había dado unos pasos. Se dirigía hacia la puerta donde estábamos nosotras. No contábamos con más luz que la que penetraba por la lucerna de la puerta de entrada a la casa, la de los fanales de la calle. Se le oyó tropezar contra la mesa y volvió a crujir el suelo ya próximo a nosotras. Nos retiramos asustadas y apareció en el vano de la puerta el rostro y la corpulenta figura de papá Humbert.
—Gracias, chérie —le dijo a mamá Ana con ironía—, por preocuparte por mí.
Corrí hacia él y le abracé fuertemente. Él me correspondió con un beso.
—¡Oh, Dios mío! —gritaba mamá Ana—. ¿Estás bien, querido? Pero, ¿y Anghello?
—¡No es Anghello! —dijo dando grandes voces. Me apartó de él con suavidad y se dirigió hacia ella con el ímpetu de un bisonte—. ¡No sé quién coño es el tipo que me ha disparado, chérie!
—¡Papá! ¿Te ha dado? —pregunté.
—No, ma petite, no estoy herido. —Y dirigiéndose a mamá Ana añadió irritado—: Lo que tú tendrás que explicarme es por qué pensabas que era ese Anghello.
—Bueno, ¡creí que eras tú el que había disparado! Anghello es incapaz de matar a una mosca. Pensé, pensé, no sé… que podría estar buscando algo que…
—¿Qué, si puede saberse?
—No sé…
—¿Qué? ¡Maldita sea! ¡Responde de una vez!
—Algo… —respondía mamá Ana temblorosa—. Algo que le recuerde… a mí.
Papá Humbert sujetó por ambos brazos a mamá Ana.
—¿Y por qué iba a querer ese mamarracho algo que le recuerde a ti? ¡Habla! —le exigía papá Humbert.
—Porque… porque es un hombre muy romántico…
Papá Humbert la miraba fuera de sí y la zarandeó:
—¿Y por qué lo iba a buscar en mi despacho? A ver, ¿por qué?
—Porque…, ¡ah, me haces daño! ¡No lo sé!
Iba a pedirle a mi padre que la soltara, pero no hizo falta. La soltó como se suelta a un fardo.
—Solo tienes pájaros en la cabeza —dijo con acento lastimoso—. ¡Eres sencillamente estúpida, chérie! —Respiró hondo—. Ahora veamos quién ha entrado en nuestra casa y me ha disparado.
Encendimos las luces de la habitación y encontramos tendido en el suelo a un tipo con aspecto germánico. Mamá Ana lo reconoció, era uno de los dependientes de una delegación de relojes alemanes que habían inaugurado recientemente en la Avenida. Papá Humbert comprobó que estaba muerto. No tenía pulso y las pupilas se le habían dilatado. El rostro empezó a perder el color. Una mancha de sangre se había extendido por el parqué desde la parte posterior de su cabeza.
—¿Qué ha pasado, papá?
—Me acerqué a la puerta con cuidado de no ser visto y vi a un tipo que se alumbraba con una vela y rebuscaba en mis cajones. No debió encontrar en ellos lo que buscaba porque continuó por la estantería. —Papá Humbert se iba desplazando a medida que nos lo explicaba—. Entonces aproveché que se había puesto de espaldas a mí para entrar y sorprenderle. Reaccionó golpeándome y me defendí. No desistía y me seguía golpeando, así que le asesté un fuerte puñetazo. Fue el que le separó de mí y lo lanzó contra el filo de la estantería y se golpeó en la cabeza. Sacó el revólver y me apuntó. Afortunadamente, cuando apretaba el gatillo se desplomó y se desvió la bala.
—¡Dios mío! ¿Ahora qué podemos hacer? —se preguntaba mamá Ana dando vueltas por la habitación como un ratón enjaulado, frotándose nerviosamente las manos—. Si viene la policía, ¡te detendrán y será nuestra ruina! ¡Válgame Dios!
—Aunque tu madre solo esté preocupada por ella —me dijo papá Humbert—, esta vez tiene razón.
—¿Por qué ha entrado este hombre? ¿Qué es lo que estaba buscando, papá?
—Algo que aún no he conseguido, pero que ellos creen que sí —respondió misteriosamente papá Humbert.
—¿Quiénes son ellos?
—El mundo entero, Agnès, el mundo entero —dijo y dándome unas palmadas añadió—: No podemos perder tiempo. Tenéis que ayudarme, ma petite. Envolveremos el cuerpo en una colcha y lo arrojaremos por el cortado. ¿Lo harás por mí? —preguntó, y yo asentí.
Convinimos en que mamá Ana no interviniera en los preparativos porque estaba presa de los nervios, balanceándose constantemente y hablando consigo misma de forma ininterrumpida. Bastaría con que nos echara una mano para transportar el cuerpo hasta la muralla. Así lo hicimos. Ayudados por una colcha pudimos transportar a aquel tipo y cuando llegamos ante la muralla lo apoyamos en ella para poder subirlo al borde y arrojarlo. Tomamos un respiro para coger aliento. Mamá Ana no paraba de rumiar algo entre dientes y se sobresaltaba con cada ruido. Yo temblaba de frío y de miedo, pero tenía muy claro que mi padre no podía pagar por la muerte accidental de quien quería asesinarle. La muralla me llegaba a la altura del pecho. Me agaché para coger por los pies al cadáver y cuando ya lo izábamos grité para que nos detuviéramos. Caí en la cuenta de que si le arrojábamos con la colcha, esta nos delataría pues tenía bordadas las iniciales de mis padres.
—Mon Dieu! ¡Menos mal, ma petite, que tú estás en todo! —dijo papá Humbert—. Subiremos el cuerpo y cuando esté tumbado en el bordillo de la muralla, sujetad la colcha y yo lo tiro. D’accord?
Asentimos las dos.
—¡Ahora! —dijo papá Humbert y arrojó el cuerpo. Apartamos rápidamente la colcha y la doblamos. No se oyó nada distinto que no fuera el choque de las olas contra el cortado. Papá Humbert se asomó y asintió. El mar había recibido a aquel tipo con la mayor de las indiferencias y ahora se encargaba de él vapuleándole contra las rocas.
No volvimos a hablar del tema. Ni siquiera cuando nos dedicamos los tres a cortar a jirones la colcha y quemarla poco a poco aprovechando la ausencia nocturna de las criadas. Todos parecimos olvidar pronto lo ocurrido, incluso mamá Ana. Ella no lo mencionaba nunca pero sus lagunas de memoria cada vez era más frecuentes y los nervios le impedían dejar de parlotear incesantemente por lo bajinis con ella misma. Volcaba todas sus energías en las fiestas de sociedad y en vivir intensamente la feria, las corridas de toros y las obras de teatro. Al regreso de una de esas veladas, en su cada vez mayor delirio de grandeza, mamá Ana llegó a proponer a papá Humbert que organizara un safari. Papá, con cara apenada la observó detenidamente y, por primera vez le oí decir:
—Definitivamente, has perdido el juicio, chérie.
Nunca más volvió a expresar esa idea en voz alta; pero sé que cada día se la reafirmaban las excentricidades de mamá que iban en aumento. Aún se agudizaron más a partir de que su amiga, la señora de Arrieta, le contara en confianza durante el descanso de un partido de tenis que el seráfico Anghello Ghirelli había sido expulsado de Melilla. Al parecer le habían invitado a marcharse de la ciudad a raíz de unas acusaciones que Delbrel hizo en su día y cuya veracidad habían estado investigando las autoridades. Aquella tarde mamá Ana sufrió un terrorífico ataque de jaqueca, que hizo insoportable el viento de poniente que soplaba sin tregua. Mi padre seguía regresando a casa cada atardecer con evidentes muestras de insatisfacción y nerviosismo de sus viajes al interior del Rif. El mal humor había arraigado en él y se encerraba en su despacho nada más llegar y no deseaba hablar con nadie. Esta nueva situación aún agravó más mi sensación de soledad y aislamiento y, cuando más triste me encontraba, ocurrió algo inesperado.
Mi padre me entregó una carta que se había recibido con el resto de la correspondencia y que iba dirigida a mí. No recordaba haber coincidido con ninguna mademoiselle Moreau en los cursos del lycée en París. No tenía ni la más remota idea de quién podría tratarse ni dónde la había conocido. Dejé la carta en mi habitación para leerla más tarde y continué con las tareas de contabilidad que me había encomendado mi padre. Después de cenar, me retiré a mi habitación, abrí el sobre y encontré otro más pequeño en su interior. Estaba dirigido a mí y el remitente era Gabriel Delbrel. Lo abrí apresuradamente y este sí que contenía una carta. Me pedía disculpas por haber tenido que camuflarse, pero se había visto obligado a hacerlo por la seguridad de los dos. Me ponía al día de las peripecias sufridas hasta ser liberado gracias a las negociaciones de las autoridades españolas y decía que, por algún tiempo, no era conveniente que regresara a Melilla, a lo que no renunciaba. El corazón me batió con fuerza y me sentí muy halagada por su interés y por el aprecio que se leía entre líneas. Así que no dudé ni un instante en responderle a través del código postal que me facilitaba para mantenerse incógnito. A la mañana siguiente, me acerqué a la oficina de Correos para enviarle la carta. Cuando me encontraba en el mostrador, próximo a la hilera de cabinas de teléfonos públicos, no pude evitar escuchar una voz que hablaba en francés con tono irritado. Al instante la reconocí: era mi padre. Envié la carta y, con disimulo, me metí en la cabina contigua fingiendo que realizaba una llamada. Esperaba poder enterarme del verdadero motivo por el que habíamos venido a esta tierra y por el que estaba corriendo peligro mi padre. Desde allí pude escuchar lo suficiente para deducir que hablaba con alguien importante de la Société Lyonnaise. Hablaba de que había conseguido contactar con un quincallero judío que actuaba de intermediario de El Roghi, un tal David Charbit. Al fin tenía un cabo del que tirar. Por las contestaciones que daba mi padre, deduje que sus superiores aprobaban que tratase con El Roghi, pues aún seguía siendo el caudillo local y quien controlaba las tribus del norte del Rif. Debieron exigirle que consiguiera algún tipo de contrato con ese cabecilla porque mi padre les insistía, una y otra vez, en que si no le enviaban la cantidad de dinero que exigía Charbit para llevarle hasta El Roghi, no habría posibilidad de trato con él. Debían enviar el dinero con la máxima urgencia, antes de que lo consiguieran otros agentes.
—Quiero acabar con esto cuanto antes —decía mi padre—. Cada día es más peligroso. Hace un par de noches entró en mi casa un tipo, parecía alemán. —Aunque bajó aún más el volumen, pude entenderle—. Lo sorprendí rebuscando en mi despacho y ¡trató de matarme! ¡Sí, claro que estoy seguro! ¡Si me disparó! Sí, está muerto, pero fue un accidente. No, por eso no hay de qué preocuparse, creerán que estaba borracho. Lo que sí me preocupa es que hay otro italiano por aquí. Este dice que es botánico. No, no, es otro. A Ghirelli ya lo expulsaron. Un antiguo agente francés, me echó una mano.
Mi padre guardó silencio mientras parecía recibir instrucciones de su interlocutor. Tras un «d’accord» colgó el auricular y salió de la cabina. Al acabar la conversación, yo no había logrado deducir qué podría interesarles de un comerciante judío y de un grupo de tribus rifeñas. Cuando abandonó la estafeta, le seguí a una cierta distancia. Vi como entraba en la Banca Salama y pude ver, desde la puerta, cómo le entregaba el cajero una importante cantidad de dinero que guardó. Se dirigió al Lion d’Or y allí esperó hasta que apareció Ceferino Sierra. Cruzaron unas palabras y Ceferino puso sobre la mesa un periódico. Le indicó algo de una página que hizo removerse inquieto a mi padre. A continuación, Ceferino sacó de un bolsillo de su chaqueta una caja de fósforos y la puso encima de la mesa, se despidió y se marchó. Mi padre se guardó la caja de cerillas en la chaqueta. Un par de minutos después me hice la encontradiza y me senté junto a mi padre. Me fijé en las noticias de la portada del ejemplar de El Telegrama del Rif. Dos noticias de los sucesos estaban rodeadas por un círculo hecho a pluma: un ciudadano alemán había sido hallado muerto en la escollera y un arqueólogo de origen británico había sido encontrado muerto en la bañera de la habitación de un céntrico hotel de Melilla. Según el rotativo las autoridades sospechaban que el primero cayó a consecuencia de ir bebido y el segundo debió sufrir un ataque al corazón. Plegó el periódico y regresamos paseando tranquilamente en silencio hasta casa. Antes de atravesar el portalón se detuvo y suspiró hondo. Le pregunté si estaba fatigado, me miró detenidamente y asintió con la cabeza, entrecerrando los ojos.
—¿Mucho trabajo? —pregunté queriendo averiguar la causa de su cansancio.
Me respondió con una media sonrisa y me empujó suavemente hacia el interior del vestíbulo de la casona, desde donde se oían los estridentes gorgoritos de mamá y sus desacompasados y mecánicos acordes de piano.
—¿Mucho? —respondió levantando los ojos como haciendo acopio de paciencia para soportar el atroz sonido—. Nunca he tenido tanto que hacer y aún me parece poco el tiempo que me ocupa.
Estaba intrigada. Necesitaba conocer la verdadera misión de mi padre. El motivo por el que se encontraba en peligro y por el que toda la familia se encontraba aquí. Quería ver aquella caja de fósforos que le había pasado Ceferino. Aproveché la hora de la siesta para registrar los bolsillos de su chaqueta. Allí la encontré. No tenía nada de especial. Solo el anuncio de un local de espectáculos y volví a dejarla en el bolsillo. Acudí a Manolita, que andaba liada lavando sábanas, para preguntarle si sabía de un sitio que se llamaba El Ideal. «Sí, es un teatro —me respondió con el ceño fruncido y mirándome con su ojo despistado—; pero allí no van las mujeres decentes». Se sorbió los mocos y se limpió la nariz con la manga. Según le habían contado, allí actuaban cupletistas atrevidas y todas las noches iban tanto solteros como casados; los sábados por la noche se llenaba a rebosar de militares. Las únicas mujeres que acudían a ese local eran algunas prostitutas finas, que se colocaban en los palcos para dejarse ver por la oficialidad y por civiles con posibles. También le pregunté si conocía a un tal David Charbit. De él me contó que era un judío de los que comerciaban con las cabilas, bastante conocido. Supuse que la cita con Charbit sería esa misma noche. No estaba dispuesta a que mi padre corriera más peligros. Fue entonces cuando le espeté a Manolita:
—Esta noche no te vayas a dormir a casa de tu padre, que vamos al teatro.
Al dar las diez el reloj de la plaza, Manolita ya estaba esperándome con dos mantos que había preparado para abrigarnos y ocultarnos con ellos. Esperé hasta escuchar como mi padre cerraba suavemente el portón evitando hacer ruido. Me acerqué a la cocina y chisté para que Manolita saliera. Asintió nerviosa, dirigiendo su ojo malo en todas direcciones. Nos cubrimos con los mantos y, siguiendo desde la distancia los pasos de mi padre por la calle Castelar, llegamos al edificio que anunciaba la caja de fósforos. En el frontis, unas letras de florida caligrafía anunciaban que estábamos ante «El Ideal. Teatro Moderno». La entrada estaba vigilada por un portero con blusón, pantalón y gorra tan negros como sus exagerados bigotes que parecían recién explotados por las puntas. En la fachada, carteles de colores chillones anunciaban la actuación de la señorita Dorita, la Criolla. No cobraban entrada a las señoras, así que, sin más, entramos con paso decidido. Aunque todo estuvo a punto de estropearse con las protestas de Manolita al recibir del portero un pellizco en el trasero. La mandé callar y la metí para adentro. Subimos por las escaleras que llevaban a los palcos y nos sentamos en uno vacío. No se trataba exactamente de un teatro, sino más bien era lo que en París se conoce como café-concert. Tenía un escenario pequeño, enmarcado por un arco de yeso decorado con guirnaldas de flores pintadas en oro. El telón, unos pesados cortinajes de terciopelo rojo y flecos dorados, se mantenía cerrado ante la expectación del público que abarrotaba el local. A los pies del escenario, una orquestina con pianola ajustaba los instrumentos. En la platea, los asientos se distribuían alrededor de veladores de mármol, tenuemente iluminados por quinqués, en los que los camareros servían las bebidas a los clientes. Los más próximos al escenario estaban ocupados por oficiales del Ejército o por civiles pudientes, con quienes mantenían las mujeres de los palcos próximos una curiosa comunicación por señas con los abanicos. El resto del público, soldados con uniformes de rayadillo y rosa en mano y jornaleros con alpargatas, se apretaba para conseguir sitio de pie. Durante la espera, gastaban bromas entre ellos con desenfado. El suave resplandor de las lámparas de gas repartidas por las paredes quedaba velado por la espesura del humo del tabaco, que ascendía pesadamente hacia el techo decorado, donde unos viejos ventiladores a duras penas conseguían disolverlo con sus cansinos giros.
Manolita y yo seguíamos manteniendo los rostros cubiertos con los mantos en todo momento. De vez en cuando, nos asomábamos para intentar localizar a mi padre. No le vimos entre el bullicioso público masculino que ocupaba los asientos junto a los veladores. Tampoco se le veía en los palcos de enfrente, donde se abanicaban las mujeres que reían los requiebros que les lanzaban desde la platea. Manolita y yo nos miramos extrañadas, pues teníamos la certeza de haberle visto entrar. Alguien apartó la cortina que servía de puerta a nuestro palco, pidió disculpas y salió. «¡Es el hebreo!», me dijo entre dientes Manolita, mientras apuntaba con su ojo bueno en dirección al palco que teníamos justo a nuestra derecha. Escuchamos a Charbit saludar a quienes ya habían ocupado antes el palco contiguo y que dos hombres le respondían. Eran mi padre y Ceferino. Nos pegamos todo lo posible al tabique que separaba los palcos tratando de escuchar lo que se decían. Las risotadas y el ambiente festivo que inundaban el local nos dificultaban entender la conversación. Con mucho esfuerzo, pude captar parte de lo que hablaban y comencé a atar cabos.
Al parecer, el verdadero motivo de las incursiones de mi padre era intentar localizar unos yacimientos de hierro de una pureza extraordinaria, que existían en las proximidades de Melilla, pero cuya ubicación exacta guardaban celosamente los rifeños. Y, una vez localizados, conseguir un contrato de explotación con quien representaba la ley en el Rif, o, al menos, era temido por los rifeños: El Roghi.
—Supongo que ya estarán al tanto —les dijo Charbit—, de que otros agentes extranjeros están tratando de que les ponga en contacto con El Roghi, por lo mismo que les interesa a ustedes.
—Sí, así es —respondió papá Humbert—, pero dudo que estén respaldados por una compañía tan solvente como la que yo represento.
—Veamos, ¿hasta cuánto están dispuestos a pagar por la concesión de los derechos de explotación de las minas de hierro? —preguntó Charbit.
—¿Cuánto pide El Roghi por firmar la concesión?
—El Roghi pide tres millones de pesetas —escuché decir a Charbit—. Y no admitirá ni un céntimo de menos.
—¡Qué barbaridad! —exclamaron escandalizados al unísono papá Humbert y Ceferino.
—¿Pero cómo puede pedir semejante cantidad? ¡Es astronómica! —insistió mi padre—. ¡No puede existir un yacimiento de hierro que lo valga!
—Puede que no sea lo normal, pero es que este yacimiento es muy valioso y El Roghi, lo sabe —sonrió ampliamente—. Yo mismo lo comprobé y así se lo hice saber. Y no está dispuesto a perder más tiempo, por eso ha marcado como plazo inapelable el 7 de julio de 1907 para la entrega de la primera mitad del pago.
—¡Pero si apenas quedan dos meses! ¡Es imposible reunir esa cantidad en tan poco tiempo! —insistieron Ceferino y papá Humbert.
El hebreo sonrió socarrón y les preguntó:
—¿Han oído hablar de la Casa Figueroa de Madrid y de la Casa Güell de Barcelona?
—Por supuesto —respondió papá Humbert—. Son marcas siderúrgicas muy conocidas y respetadas, pero dudo que disponga ninguna de ellas de fondos suficientes para responder a estas exigencias.
—Pues tengo entendido —les dejó caer Charbit— que están en tratos con otras dos firmas más, una madrileña y otra andaluza, y que pronto conseguirán reunir el capital.
—¿Pero qué pretende? ¿Que paguemos por un mineral que no conocemos y por unas minas que no sabemos si existen realmente o si son un cuento de ese caudillo de opereta? —Mi padre elevó la voz y endureció el tono, no sé si irritado por la posibilidad de que el hebreo estuviera especulando con todos ellos o porque la actuación de un cantante escuálido, vestido de torero, había puesto en marcha la matraca de la orquestina.
Exigió una prueba cierta antes de dar parte a su compañía. Tendría que tomar muestras personalmente, ver dónde se encontraban y qué había de verídico en todo lo que les había descrito. Acordaron con Charbit, que a cambio de una cantidad, llevaría a mi padre hasta el yacimiento para que pudiera comprobar la calidad del mineral y las condiciones de extracción. Se estrecharon la mano y el aplauso del público tronó en la sala. Acababan de anunciar la inminente actuación de la cupletista Dorita, la Criolla. Las lámparas de gas redujeron su intensidad y tan solo los quinqués alumbraban tenuemente los rostros de los espectadores de la platea. Un silencio absoluto esperaba a que los rojos cortinajes volvieran a abrirse y mostraran de nuevo el escenario. Los cortinajes se separaron lentamente hasta que apareció a la vista un decorado de tela pintada figurando un parque con una gran fuente central y una escalinata con bellas esculturas clásicas. La orquestina arrancó airosa. Los primeros compases de El Relicario levantaron una salva de aplausos febriles, que apenas permitían escuchar el repique de castañuelas con que se acompañó la Criolla al salir al escenario. Manolita me insistía en que nos marcháramos, que ya estaba bien y que aquello no era decente. Le repliqué que no fuera tan simple y que quería verla actuar. Me sorprendió que otras mujeres pudieran calificar de atrevido un espectáculo como el que ofrecía la tal Dorita. Pues, a decir verdad, nada en su indumentaria de maja goyesca resultaba indecoroso. Era una mujer increíblemente hermosa, tanto que no parecía real. De grandes ojos oscuros y almendrados, pómulos armoniosos, labios sensuales y perfecta figura. Al sonreír, la blancura de sus dientes lucía entre el malva del vestido y los madroños negros de la redecilla que le recogía el cabello. No podía ir más cubierta, con una sobrefalda de tafetán y unas medias caladas de grueso algodón blanco que cubrían sus piernas, no daban ocasión a pensar en provocación alguna. Pero lo cierto era que Dorita, con la gracia de su contoneo, su perfecta dicción de la letra, el hechizo de su sonrisa y su particular juego de miradas, electrizaba al público con su inimitable sensualidad y lograba, pese a la lúgubre letra del cuplé, que el público coreara el estribillo lleno de entusiasmo.
«… Pisa morena, pisa con garbo que un relicario, que un relicario me voy a hacer, con el trocito de mi capote que haya pisado, que haya pisado tan lindo pie…».
Aquel contraste entre la trágica muerte del torero que narraba la canción, y el profundo deseo de disfrutar de la vida que rezumaba aquel público que coreaba enardecido y pletórico de entusiasmo, me abrió los ojos ante la verdadera situación de aquellos hombres. Allí estaban cantando, tratando de arrancarle vida a la vida, los que eran la barrera humana de los límites de Occidente. Ellos sabían que si les alcanzaban las balas nadie presenciaría ese instante, ninguna cupletista cantaría su hazaña, que morirían en el más absoluto de los anonimatos. Aquella letra les llevaba a la catarsis, a sublimarse por unos instantes sintiéndose los protagonistas de la canción. Aquel torero representaba todo lo que a ellos se les negaba: el amor de una mujer hermosa, una muerte llorada por todos y, sobre todo, ser recordados en el tiempo como unos valientes. Aquella noche nadie podía suponer que, tres años después, la mayoría de aquellos oficiales y soldados bulliciosos, ansiosos por vivir, yacerían inertes en lo más profundo del Barranco del Lobo, envueltos en el silencio más terrible.
Confieso que hubiera permanecido horas y horas viendo actuar a Dorita, la Criolla desplegando su encanto en el escenario, pero no debíamos arriesgarnos a ser descubiertas. Con el embozo puesto, miré hacia mi padre antes de marcharnos. Había girado su asiento hacia el escenario y miraba atento la actuación. Su rostro se había ido relajando hasta quedar absorto, completamente ajeno a todo lo que no fuera aquella figura que gobernaba el escenario y que le encandilaba. En realidad, estuve presenciando cómo caían los fragmentos de la cáscara grisácea que había envuelto a Humbert Beaumont todos esos años atrás. Papá Humbert ya nunca volvería a ser el mismo. Ya nunca le abandonarían ni aquella incandescencia interior que rejuveneció su rostro, ni el brillo de su mirada ambarina, ni la luz que adquirió su sonrisa desde que contempló, absorto y conmovido, la cautivadora belleza de Dorita, la Criolla.
Después de aquella noche, todo parecía transcurrir en nuestro hogar con normalidad; pero no era más que una fina epidermis bajo la que se iban fraguando nuestros destinos. Papá Humbert se volcó en sus excursiones a territorio rifeño y mamá Ana siguió con su intensa vida social, pero la alternancia de los vientos de levante y de poniente afectaba seriamente a su fluctuante estado de ánimo. Si al amanecer la niebla cubría los picos más altos del Gurugú, sabíamos que mamá Ana llevaría por la calle de la amargura a la señora Justina, ordenándole prepararle todo tipo de cataplasmas que le aliviaran las molestias del reúma. Si al atardecer, el cielo derrochaba rojos y naranjas espectaculares, al día siguiente no dejaría respirar a la señora Justina pidiéndole constantemente más hielo, para calmar el rabioso dolor de cabeza que se le apoderaba cuando el viento de poniente traía arena de los desiertos de más allá de la cordillera del Atlas. El humor de nuestra madre se alteraba cada día con más facilidad, afectada sin duda por la falta de sueño que sufría al habérsele instalado el miedo a dormir por las noches, por las terribles pesadillas que le asaltaban a raíz de aquel fatídico episodio. Afortunadamente, en la Melilla que se expandía fuera de las murallas no faltaban las distracciones que ayudaban a mamá Ana a que se olvidase, momentáneamente, de sus obsesiones y a nosotras a librarnos de su cantinela de quejas. Podíamos disfrutar de las carreras de ciclistas ataviados con jerséis entallados, pantalones ajustados y botas altas. Y en el parque Hernández, con la feria, al estilo de la de Sevilla, lleno de casetas adornadas con farolillos en las que se bebía y bailaba hasta el amanecer. Tampoco se perdía mamá Ana las corridas de toros que se organizaban en una plaza portátil y que las mujeres que asistían al espectáculo adornaban extendiendo sus mantones de Manila. Ni quiso dejar de participar en la procesión a la Virgen del Carmen. Últimamente, cuando asistía a las representaciones del teatro Alcántara, mamá Ana daba rienda suelta a su risa cada vez más histriónica, fueran cómicas o no. Sin embargo, papá Humbert llevaba una vida totalmente ajena a la espiral que la arrastraba. A partir de aquella cita nocturna con sus contactos en El Ideal, se dedicó al estudio de las muestras de minerales que logró recoger de los yacimientos a donde Charbit le condujo, próximos a los montes de Beni-Bu-Ifrur. Elaboró una detallada y minuciosa memoria que guardó bajo llave en su escritorio y a la que tuve ocasión de echar un vistazo antes de que la remitiera a la central de París. En ella daba cuenta de la existencia de yacimientos de minerales riquísimos en hierro, de un rendimiento del setenta y cinco por cien del peso en bruto. Según hacía constar, se encontraban en enormes canteras a cielo abierto, próximas a la costa y de muy fácil explotación y arrastre. Confié en que el envío de este informe pusiera el punto final a la misión de papá Humbert y volviéramos a retomar nuestra vida en París, antes de que todo se trastornara demasiado. Pues no solo se habían producido cambios en el carácter y en los comportamientos de mamá Adela. En papá Humbert, a pesar de que en ningún momento varió su trato campechano con sus hijas, observé ciertos detalles, que puede que a otros les pasaran inadvertidos, pero que llamaron mi atención. Comenzó a teñirse las canas, se afeitó la perilla y se recortó el bigote dejándolo mucho más fino, cambió su colonia de baño por un perfume caro y comenzó a acumular trajes, canotiers y fina ropa interior. Lo que tampoco escapó a mi atención fue el destello de ilusión en sus ojos de caramelo, que ahora lucían más claros y risueños que nunca. En ocasiones, cuando se detenía a mirarnos a sus hijas, se turbaba y cabeceaba suspirando. No tardé en relacionar todos estos cambios, imperceptibles para quienes no le conocieran a fondo, con sus nuevas y cada vez más frecuentes escapadas nocturnas. Difícilmente mamá Ana hubiera podido percatarse de sus ausencias, pues, además de no compartir dormitorio, lo dificultaban sus nuevas pastillas para dormir y las que utilizaba para sobrellevar las jaquecas.
Pocos días después de que mi padre enviara el informe a la compañía, llegó a Melilla la primera línea de teléfono para particulares y nuestra casa fue una de las primeras en disponer de un aparato. Lo instalaron en el despacho de papá Humbert. Estar bien comunicado se convirtió en un asunto importante para él y desde su teléfono trataba todo tipo de asuntos. En cierta ocasión, al pasar por delante de la puerta entornada del despacho de mi padre, le oí hablar en francés muy alterado. Repetía que deseaba acabar cuanto antes y que enviaran pronto el resto del dinero para zanjar la cuestión. Insistía en que no exageraba al preocuparse porque hubiera aparecido un ciudadano suizo muerto en la ensenada de los Galápagos. Era el cuarto extranjero europeo que aparecía muerto en extrañas circunstancias en poco tiempo: la prensa había publicado que habían encontrado muerto a un italiano recién llegado en la habitación de su hotel. Que era mucha casualidad que todos pertenecieran a naciones con intereses en el mineral del Rif. Que lo cierto era que solo quedaban vivos el agente británico, el español y él, el francés. Además, la máxima autoridad de Melilla, el General Marina, comenzaba a sospechar que no se trataba de un médico recomendado por Romanones y su situación en la ciudad comenzaba a ser muy delicada y si le retiraban el permiso para internarse en el Rif, todo estaría perdido.
—¡Se nos acaba el tiempo, a ustedes y a mí! —dijo indignado y colgó con brusquedad el auricular.
Salió tan rápidamente del despacho que no me dio tiempo a apartarme y me descubrió. Se paró en seco ante mí y me espetó que cuando fuera mayor podría comprender lo que estaba pasando. Le miré a los ojos y le pregunté a qué se refería, si a lo del mineral o a lo de la Criolla. Me propinó un bofetón. Vi en su mirada el desconcierto. Se alejó aturdido y sé que aún más profundamente dolorido que yo.
Aquella noche no se ausentó. Tampoco a la siguiente. Estoy convencida de que lo hizo para que alejara toda sospecha sobre sus salidas nocturnas. Pero yo sabía que tarde o temprano el hechizo de la Criolla sería mucho más fuerte que su voluntad. Lo hizo a la tercera noche. Por supuesto, le seguí; pero esta vez, fui sola. No era cuestión de que Manolita estuviera presente ni al tanto. Así que, esta vez acudí al teatro antes de que llegara mi padre y me las ingenié para mezclarme entre el personal que hormigueaba entre bambalinas.
Conseguí esconderme detrás de unas cajas de madera de gran tamaño apiladas junto al camerino de Dorita. Resultó ser un escondite de lo más estratégico, pues desde allí se veía lateralmente el escenario, a través de un intersticio que dejaban libre dos grandes cajones. Dorita estaba interpretando La Pulga y, a la letrilla picante y jocosa del cuplé, le añadía el encanto de su voz suave y bien timbrada, suficiente picardía para insinuar lo más atrevido con ingenuidad provocadora y una voluptuosidad en su coqueteo que despertaba las imaginaciones más calenturientas. Mientras la artista seguía «buscándose la pulga» en el escenario por debajo de una bata de raso, un hombre de mediana edad y bien trajeado golpeó vigorosamente con los nudillos la puerta del camerino de la Criolla. Salió a abrir una mujer de pelo ceniciento y con la cara llena de marcas de viruela. El caballero le entregó una tarjeta de visita y se acercó a la mujer hablándole en voz baja. Al bisbiseo del hombre, la asistenta respondió negativamente con la cabeza. Entonces él sacó de un bolsillo una cajita alargada y la puso en manos de la anciana que la abrió y, al ver su contenido, le contestó que no le prometía nada; pero que hablaría con su señorita. Antes de marcharse, deslizó un billete en el bolsillo del delantal de la asistenta. A este caballero le siguieron dos más que, sin encontrarse entre ellos, actuaron con idéntico protocolo. La carabina los despachó igualmente, recogiendo los regalos y los ramos de flores que ofrecían a su señorita cada uno de ellos.
Dorita acabó su actuación y abandonó el escenario envuelta por fervorosos aplausos y el griterío entusiasta del público. Se dirigió apresuradamente a su camerino para cambiarse de vestuario para el próximo número. Mientras, las coristas tomaban el relevo en el escenario. Bailaron un desfasado can-can que el público coreaba con palmas. La Criolla entró acelerada en su camerino y, con las prisas, la puerta no quedó cerrada del todo. Aproveché la circunstancia y salí de mi escondite, acercándome a la puerta con sigilo. Pude oír como la anciana le daba puntual cuenta de los obsequios y leía el nombre y la profesión del caballero a quien correspondía cada uno, todos hombres influyentes. Dorita no daba muestras de que le importase lo que le contaba la anciana y la interrumpió bruscamente: «¿Y él, no ha venido?». Inexplicablemente el corazón me dio un vuelco. Ella volvió a insistirle: «¿Tampoco ha dejado recado? ¿Ni una nota?». La mujer debió contestar que no porque el carácter de la Criolla se agrió, le parecía mal todo lo que aquella hacía. Ni el vestido de chulapa le quedaba a su gusto ni conseguía anudarse la pañoleta. Comprendí que iba a salir de un momento a otro del camerino y me volví a ocultar tras los embalajes de madera. Lo hice justo a tiempo de que no me sorprendieran las chicas del can-can, que abandonaron el escenario en tropel. La Criolla salió del camerino y con autoridad se abrió paso hacia el escenario a contracorriente entre el río de volantes rojos y negros que se había desbordado por la bambalina del escenario y corría hacia los camerinos. La veía avanzar decidida de espaldas a mí, enfundada en un vestido blanco de chulapa madrileña, con la cabeza cubierta con una pañoleta y envuelta en un mantón de Manila negro, bordado en vivos colores, y una cestita de mimbre colgando del brazo. Se detuvo antes de pisar el escenario y esperó a que sonaran los primeros compases de La Violetera. Los tramoyistas habían transformado el escenario a velocidad de vértigo. Cuando Dorita se adentró en el escenario pisando al compás de las notas, con la majestuosidad de una reina, el público la pudo contemplar delante de una representación en tela de la calle Alcalá de Madrid. Dorita fue deslizando los versos de la canción con una cadencia deliciosa mientras ofrecía violetas de seda a los palcos. Iba de aquí para allá contoneándose, hasta que se detuvo en mitad del escenario, avanzó al compás del cuplé hasta el borde e hizo ademán de ofrecer un ramito a alguien sentado en las primeras mesas, detrás de la orquestina. Le cantaba con un acento muy cálido mientras hacía girar el ramito entre sus dedos…
«… Llévele usted, señorito.
Que no vale más que un real.
Llévele usted, señorito,
Cómpreme usted este ramito,
Pa’ lucirlo en el ojal…»
Retomó el protagonismo la orquestina y, antes de que la artista siguiera interpretando, el aludido se había acercado y había tomado la flor que le ofrecía y se la puso en el ojal, entre una salva de aplausos. Reconocí inmediatamente el perfil del afortunado: era mi padre. Una ola de indignación y de furor me invadió; decidí que tenía que hablar con aquella fresca, tenía muchos admiradores como para tener que engatusar a un hombre casado y con tres hijas. En aquel instante, un empleado del teatro golpeó con los nudillos enérgicamente la puerta de Dorita. Abrió la señora mayor y le pidió que acudiera a toda prisa a recomponer el bajo de la falda de una corista. La mujer se volvió al interior del camerino para salir con un costurero en las manos y acompañó a paso ligero al muchacho; momento que aproveché para colarme en el camerino y esperar allí a la cupletista y decirle cuatro cosas bien dichas.
Escuché los aplausos enardecidos que había provocado la última actuación de aquella noche de la Criolla. Sabía que no podría tardar mucho en llegar y tendría mi oportunidad para pararle los pies. Al poco, oí avanzar su risa cantarina hacia el camerino y comprendí que no venía sola. Así que me escondí detrás del biombo de laca china que utilizaba para cambiarse de ropa. Entró riendo alegre, con la cabeza ya descubierta de la pañoleta y junto con un hombre que, nada más cerrar la puerta con pestillo, comenzó a besarla apasionadamente. Ella le reprochaba, mimosa, los días que había tardado en ir a verla. No fue necesario que mirara por entre la ranura de los paneles del biombo, reconocí la voz de mi padre dedicándole las palabras más tiernas en francés mientras la cubría de besos, la despojaba de su vestido y la tumbaba en un diván. Me sentí muy turbada, pero al mismo tiempo me sorprendió la entrega de la Criolla. Aquel encuentro amoroso no era entre una cupletista codiciosa y uno de sus rendidos admiradores, dispuesto a pagar cualquier precio por conseguir su favor. Existía tal arrobamiento entre ambos, destilaban tanta ternura y cariño, que el deseo, lejos de empañar la naturaleza de la relación, la sublimaba y servía de viva expresión de los sentimientos que les bullían sinceramente. No me atreví a irrumpir en escena y sorprenderles.
Las cosas no estaban ocurriendo como yo había proyectado. Pensé que aquella sería una ocasión perfecta para hablar a solas con la Criolla y alejarla de mi padre, pero no hubiera ni imaginado que pudiera encontrarme con él allí mismo. Tampoco parecía que la Criolla fuese la oportunista que yo había creído. Ni había visto nunca a mi padre tan feliz. No supe qué hacer. Me acurruqué en el suelo contra la pared, cerré los ojos y me tapé los oídos, intenté por todos los medios aislarme de la intimidad que estaba profanando, pero era imposible sustraerme a lo que allí estaba teniendo lugar. La curiosidad me venció y decidí que por mirar un poco y enterarme de qué estaba ocurriendo, no iba a pasar nada. En ese aspecto seguía siendo muy inocente y no imaginaba cómo era realmente la intimidad entre un hombre y una mujer que se aman. Y miré por la ranura del biombo. Me sobresalté tanto que temí derribar la barrera que me ocultaba. El que aquel hombre fuera mi propio padre aún me violentaba más; pero, afortunadamente, era la figura de ella la que atraía toda mi atención. Fue su actitud de rendición serena y feliz la que me tranquilizó y borró de mi impresionable espíritu juvenil la huella que de violencia pudiera haber producido el presenciar la escena. Se diría que la Criolla, aquella pantera altiva, se había transfigurado en una dócil gacela que gozaba siendo devorada, lenta y apasionadamente, por un león que se complacía en saborear con deleite cada bocado de tan deliciosa captura. Un gemido profundo y sentido por ambos al mismo tiempo dio fin a aquel ritual de rítmico vaivén, quedando dormidos el uno en brazos del otro. Cuando la respiración de ambos me dio a entender que dormían profundamente, aproveché para salir con sigilo de la habitación, temiendo que mis latidos me delataran en cualquier instante. Me escabullí por los pasillos interiores del teatro y logré salir por una portezuela que daba a una calleja lateral. No dejé de correr hasta llegar a mi casa y a mi cama, donde caí de bruces.
No pude dormir, mordía la almohada con rabia y desconcierto: no sabía qué sentía por mi padre. En realidad, sí; pero no era lo que se espera de una hija que ha descubierto la infidelidad de su padre. Comprendí que se encontraba inmerso en un proceso sin retorno. Era un hombre que, hasta entonces, solo se había dejado mecer por los acontecimientos y había permanecido en un muelle duermevela del que había despertado. En su madurez había conocido una plenitud a la que ya no podría renunciar aunque quisiera y, sobre todo, que nadie tenía derecho a arrebatarle a mi padre la felicidad que no había encontrado entre nosotras. Todo lo que había descubierto esa noche me producía vértigos, y me angustiaba el tener que asumirlo como verdades que no se pueden ignorar ni mutar. Durante toda aquella noche, una idea fija estalló una y mil veces en mi mente con tozudez y se aferró a lo más profundo de mi ser: el deseo de llegar a ser amada, tanto y tan bien, como lo había sido la Criolla.
Cada vez era más evidente que papá Humbert se sentía incómodo con las manías de nuestra madre y con sus extravagancias. Cierto día le vi preparando algo de equipaje. Tenía una pequeña maleta abierta sobre su cama y doblaba cuidadosamente las prendas que metía en su interior. Entré y le observé; levantó la vista y reparó en mí. Me di cuenta que tenía los ojos enrojecidos.
—¿Se marcha, padre? —le pregunté.
—Tengo que ir a Madrid. Solo serán unos días —respondió mientras arreglaba las prendas—. Allí recogeré algo que he de entregar a un caudillo moro. Les conseguiré el contrato y todo habrá acabado. ¡Volveremos a París!
—Padre, haga lo que tenga que hacer; pero si no vuelve, que ellas crean que es porque ha muerto. Así lo llevarán mejor.ऀ
—¿Por qué dices eso, hija? —dijo deteniendo su quehacer—. Volveré, claro que volveré. ¿A qué viene esto? Regresaré a por vosotras y nos marcharemos todos a París. No lo dudes.
—¿Nos llevará a todas, papá?
Tragó saliva con evidente esfuerzo y suspiró, dejando caer sus brazos laxos.
—¿Lo sabes, verdad? —preguntó desarmado. Asentí con la cabeza, yo también comenzaba a desmoronarme. Me cogió del brazo haciéndome entrar en el dormitorio y cerró la puerta.
—¡Abráceme, padre, abráceme fuerte!
Me envolvió con toda su inmensidad y me estrechó con fuerza. En medio de aquel dilatado abrazo, mantenido en un silencio en el que nos lo dijimos todo, me apartó ligeramente de él para mirarme a los ojos.
—Yo, no sé qué decir, hija… No sé cómo explicarte…
—Si yo fuera usted y una mujer me quisiera como le quiere ella, haría lo mismo.
—Ma petite! ¡Os quiero tanto a las tres, sois mis pequeñas…! ¡No renunciaría nunca a vosotras! Tu sais, n’est pas? Pero la vida, hija, es muy complicada… Veo en tus ojos que sabes a qué me refiero. Eres la que más se me parece… y ya toda una mujer. Tienes las mismas ansias de libertad que yo. No te preocupes, Agnès; lo tengo todo previsto. Ahora, marcharé a Madrid a por una cantidad de dinero que he de entregar para cerrar el trato. Regresaré a Melilla con el dinero y, una vez firmado el contrato de explotación, habré terminado mi labor —me aseguró papá Humbert—. Pasará un tiempo antes de que me paguen la cantidad que me han prometido, así que mientras esto ocurre, haremos lo siguiente: regresaré a Madrid…
—Allí le estará esperando Dorita, ¿verdad?
—Sí, así es. Y entonces la acompañaré a París. Solo será el tiempo necesario para instalarla adecuadamente. Luego regresaré a por vuestra madre —añadió una carantoña— y a por mis niñas. Allí —asintió circunspecto—, ya lo arreglaremos lo mejor posible porque no quiero que tu madre sufra.
—No le diga nada. Déjela soñar. En realidad, es lo único que necesita.
—¡Ah, por cierto! Será mejor que te encargues tú de administrar el giro que os enviaré cada mes, para que no os falte de nada hasta que vuelva a por vosotras. ¿Te ocuparás tú de eso, ma petite? Ya conoces a tu madre… —me dijo sujetándome cariñosamente por los hombros.
—Claro, papá. Déjalo de mi cuenta.
Me besó en la frente y salí de su alcoba con el ánimo extrañamente sereno y mentalizándome para recibir el traspaso del gobierno de aquella casa.