CAPÍTULO 7

Melilla, a 1 de agosto de 1959.

Hoy he enterrado a Matías, mi tercer marido. Ahora descansaremos los dos en paz.

No voy a pedirte que me perdones, Señor, por lo que tú bien sabes; solo que me permitas hallar calma y recuperar el sosiego cuando acabe de escribir estas páginas.

No voy a defenderme ante ti. No siento arrepentimiento. En realidad, ya no siento nada. Si lo hice, fue porque supe la verdad de una forma cruel, desgarradora; y descubrirla así, de repente, después de tanto tiempo, descorchó el dolor que me ha estado oprimiendo el alma todos estos años, con toda la rabia acumulada en silencio. Un dolor y un rencor que me mantuvieron en pie hasta acabar de presenciar su agonía y, ahora que todo ha pasado, noto cómo me han abandonado las fuerzas para continuar bregando con la vida.

Me encuentro verdaderamente cansada. Vacía, más bien. Tanto que desearía desaparecer, suavemente y sin ruido; diluirme como el trazo de mi pluma cuando se afina hasta el infinito al acabar cada palabra. Sé que no tardaré demasiado en hacerlo, pues la mancha rosada del pecho se ha ido multiplicando por todo mi cuerpo y la tos me muerde cada día con más encono y violencia. Ambas me anuncian, a su manera, que Matías me contagió la maldita enfermedad que se lo llevó de este mundo. Pero antes de apagarme, me desangraré letra a letra en las cuadrículas de este libro de contabilidad. Cuadrículas que esperaban recoger cifras y cálculos, no los sentimientos de una mujer agotada de tanto luchar. Aunque, al fin y al cabo, servirán igualmente para ajustar cuentas: las de mi vida. Esas que nunca han cuadrado y que, rara vez, arrojaron beneficios.

Si mi conciencia ya estuviera tan vacía como mi alma, atribuiría a tu infinita compasión el que, en este preciso momento, comienzo a sentir una suave tibieza, que va recorriendo mis venas, apoderándose de mí y devolviéndome a la vida; pero, no puede ser, aún no merezco tu misericordia, Señor.

Esa sensación que me reverdece no proviene de ti, sino de mí misma. No es otra cosa que la satisfacción de haber vencido, en esta guerra sorda y callada, al miserable que robó mi más recóndito secreto y de haber logrado mantenerlo en silencio todos estos años. Matías podría haber destruido, con una sola frase, aquello que mantuve con tanto esfuerzo y sacrificio, lo único que había quedado intacto tras la pérdida del monopolio del azúcar y la ruina del negocio: mi buen nombre. Seré yo, y no Matías, quien disuelva con la tinta de estas letras los restos de mi pequeño imperio de azúcar.

Ahora que él calla para siempre, yo, Agnès Beaumont (pues este es mi verdadero nombre), contaré la verdad que nadie conoce. Así, sin tergiversaciones, de mi propia mano y directamente de mi corazón, los míos podréis comprender cuando yo falte ¡tantas cosas!

¡Padre Eterno, ayúdame a ser fiel a la verdad y haz que relate los hechos tal y como ocurrieron! Amén.

Todos me habéis conocido como Inés Belmonte; pero mi verdadero nombre es Agnès y mi apellido, Beaumont, el de mi padre, Humbert, de quien nunca os hablé. Como doña Inés me recibían en todos los bancos y comercios elegantes de Melilla; y sé, muy bien, que aún se me nombra en toda la ciudad como «la reina del azúcar», a pesar de que ya tan solo poseo el que corre por mis venas.

Hubo un tiempo en que mi apellido paterno lucía engarzado en mi nombre como una joya. Fueron los tiempos de mi niñez y de mi adolescencia. Mis primeros recuerdos son de una infancia que transcurrió plácida y confortable en una modesta villa en Marsella. Cuando contaba con solo cinco años, el ascenso de papá Humbert como director del equipo de geólogos de su empresa, la compañía minera Société Lyonnaise, supuso que nos trasladáramos a un acomodado piso en el centro de París. Fue allí donde nacieron mis dos hermanas: las gemelas Sofía y Julieta; aunque por aquel entonces, las llamábamos Sophie y Juliette.

De las tres hermanas, soy la única que nació en España. Fue en 1893 y en un cortijo próximo a Gádor, el mismo en el que nació mamá Ana, nuestra madre. Me resultaría imposible encontrar algún recuerdo en mi mente de ese enclave de la sierra de Almería, donde pasé mi primer año de vida, si no hubiera sido por aquel repentino viaje de negocios al norte de África al que quiso nuestro padre que le acompañáramos toda la familia, para que nos estableciéramos con él una temporada en la ciudad de Melilla. En aquel entonces ya contaba con catorce años cumplidos y, afortunadamente, en nuestro viaje desde París hacia África, paramos durante un mes en aquel cortijo que fuera de mis abuelos maternos y en donde nací. Allí me rencontré con los sabores y olores que me acompañaron en mi venida al mundo; y, especialmente, con la luz jubilosa, restallante, del límpido cielo de Andalucía en primavera, que relegó a todo color conocido en París a la categoría de turbio espejismo.

Hasta esa fecha, me había considerado una damita francesa, destinada por cuna y educación a ocupar un confortable puesto entre la burguesía parisina. Sin embargo, aquel reencuentro con mi tierra natal, despertó el latido que anima al verdadero ser que habita en mi interior. Ocurrió silenciosamente, casi al descuido, mientras recorría un día tras otro aquellas estancias amplias y despejadas, de pulcros suelos de barro cocido, con los muebles precisos para cumplir con su función, en las que suaves corrientes de aire hacían ondular livianos visillos blancos dejando entrever los geranios colgados en las rejas de las ventanas; mientras Carmen, la mujer del capataz del cortijo, me dejaba ayudarla a escondidas de mamá Ana a preparar gazpacho y la masa de los pestiños; o mientras Juan, el capataz, me enseñaba a cepillar a los caballos hasta dejarles el pelo brillante y a ensillarlos; o cuando durante mis paseos por las tierras de mamá Ana, los jornaleros me ofrecían con sus manos robustas racimos recién cortados de la uva más dulce y crujiente que jamás probé y que daban aquellos campos. De esta manera, y siempre acompañada de Charo, la hija del capataz, de mi misma edad y de alegría contagiosa, fui impregnándome para siempre de la limpia atmósfera de mi tierra, de la sabiduría de sus gentes sencillas y desprendiéndome de las primeras capas de los falsos pulimentos que me recubrían. Allí descubrí la belleza que encierra la desnudez de lo sencillo y el vigor que proporciona poseer y ocuparse solo de lo necesario. Comprendí que mi mente estaba ordenada al modo francés; pero que mi corazón vibraba a la manera española.

La separación de Francia se produjo de una forma suave, sin desgarros. Principalmente, porque ignorábamos que sería un viaje sin retorno. También lo ignoraba papá Humbert. Para suavizar la reacción de su esposa ante el trastorno que suponía trasladar a toda la familia a una pequeña ciudad del norte de África, papá Humbert le había planteado aquel viaje a mamá Ana como una excelente ocasión de volver a su España natal y pasar una breve temporada en su cortijo, donde tenía enterrados a sus padres, y donde era conveniente que ella, como propietaria, hiciera acto de presencia después de tantos años ausente dirigiéndolo desde la distancia. Mamá Ana aceptó gustosa aquel traslado, no solo por las buenas razones que le argumentó papá Humbert, sino porque en su desbordante y desatada imaginación aquello representaba una magnífica oportunidad de vivir aventuras en África. En realidad, a donde nos dirigíamos y tendríamos que residir una temporada, hasta que papá Humbert finalizase su cometido, era una minúscula ciudad española del norte de África, Melilla, que en la florida imaginación de nuestra madre aparecía exótica y excitante, rodeada de una impenetrable selva desde donde se podría disfrutar por las noches del ritmo de los tambores de los nativos negros, ocultos entre el follaje y a quienes, por cierto, les encargaría que le consiguieran pieles de leopardo para que su peletero de París le hiciera un precioso conjunto de abrigo y manguito. Papá Humbert sonreía con benevolencia las ocurrencias que su esposa lanzaba al viento, mientras llenaba su pipa de aromático tabaco holandés. Le satisfacía verla tan alegre y excitada, con esa nueva ilusión que transmitía a las gemelas, recorriendo alborozada las estancias y dando instrucciones atropelladamente a las sirvientas. Así que, con ese espíritu intrépido y el ánimo bullicioso, preparamos nuestra marcha como una etapa provisional y una magnífica oportunidad de viajar por la España de 1907.

Sin embargo, a pesar de todo aquel espíritu optimista, cuando el día de la partida llegamos a la estación de ferrocarril de París-Lyon, mamá Ana comenzó a sentir los efectos de la incertidumbre y a mostrarse más nerviosa de lo habitual. Temía constantemente que las pequeñas se extraviaran entre la multitud de viajeros que se entrecruzaban en el vestíbulo de aquella colosal estación y no dejaba de recalcarle a papá Humbert que los mozos que portaban el equipaje no habían llegado aún. Papá Humbert decidió conducirnos hacia Le Train Bleu, el restaurante de la estación, con la idea de que nosotras tomáramos un tentempié mientras él resolvía las cuestiones administrativas en la oficina de la estación. Fuimos atravesando con él los magníficos salones del restaurante. Cada uno de ellos recibía un nombre, a cada cual más sugerente: el Salón Dorado, la Gran Sala, el Salón Tunecino y el Salón Argelino. Mamá Ana decidió que le esperaríamos en el Gran Buffet.

—Quedaos aquí y no os mováis. Vendré en seguida —nos dijo papá Humbert mientras nosotras tomábamos asiento en los sillones de cuero rojo abullonado.

Las gemelas, que no habían dejado de corretear alrededor de nuestra madre en el vestíbulo de la estación, acrecentando aún más su nerviosismo, quedaron enmudecidas ante el esplendor de la fantástica decoración de aquel salón, cuyas paredes y techos estaban completamente recubiertos de imponentes pinturas murales de rico colorido en las que los artistas habían plasmado los paisajes más bellos que los ferrocarriles atravesaban a diario. Mientras las pequeñas Sofie y Juliette se dedicaban a contar las pinturas que allí nos rodeaban, yo me quedé embelesada admirando aquella atmósfera que creaban los ventanales de vidrios emplomados y los paneles de madera de las paredes, el brillo del parqué pulido y de los dorados del techo, la espectacularidad de las lámparas de bronce y cristal, la fantasía de los teatrales escudos de estucos y la grandiosidad de las pinturas que nos envolvían en el más puro y refinado estilo belle-époque del gran París. Me dije a mí misma que no podría existir un restaurante más bello y entonces sentí cierta tristeza al pensar que nos marchábamos de allí.

—Venga, vamos —apareció papá Humbert con los billetes y los pasaportes en la mano interrumpiendo mis pensamientos bruscamente—. Está todo arreglado. Ya nos podemos marchar.

Fue entonces cuando sentí una punzada de inquietud y eché una última mirada a aquel esplendor que sentía que me correspondería vivir algún día. Me consolé pensando que cuando regresáramos, al cabo de unos meses, volvería a contemplarlo y, puesto que ya sería más mayor, estaría más cerca de disfrutar de esos placeres de forma permanente. No hubo más tiempo para nostalgias. La fuerza de los hechos se impuso con rapidez. Al abandonar el seguro y tranquilo refugio del restaurante, nos vimos inmersos en medio de una multitud de pasajeros que provenían de la estación subterránea que el metro de París tiene en la estación de Lyon y que se dirigían apresuradamente hacia los andenes de las trece líneas de tren o hacia las salidas de la estación. Con cierta dificultad logramos atravesar aquel torrente de pasajeros que se desperdigaba en todas direcciones bajo el entramado metálico de la techumbre de la estación, y llegamos a nuestro andén. Allí nos esperaba una gigantesca locomotora negra que, de cuando en cuando, despertaba de su letargo despidiendo de improviso potentes chorros de vapor con gran estruendo. Papá Humbert localizó el número de nuestro vagón-litera y nos indicó que subiéramos. Mamá Ana no cesaba de frotarse intranquila sus manos enguantadas en seda y prefirió quedarse con su marido en el andén a la espera de que apareciesen los mozos con nuestro equipaje, para comprobar que no faltase nada. Ante la tardanza de los mozos, mamá Ana determinó subir al vagón y se sentó con nosotras en nuestro compartimento. Se desprendió de los guantes y de su amplio sombrero visiblemente enojada por el retraso del equipaje. Se acariciaba constantemente las vueltas de su largo collar de perlas y terminó por abrir la ventanilla y asomándose a través de ella le preguntó a papá Humbert si veía venir a los mozos. Él se encogió de hombros como respuesta rápida en medio de aquel bullicio que le impedía ver más allá de un par de metros y hacerse entender en medio de una nueva descarga de vapor de la locomotora. Ante la perspectiva de tener que esperar en aquel compartimento soportando el malhumor de mamá Ana, sentí el impulso de salir de él y acompañar a mi padre. Bajé al andén y me cogí del brazo de papá Humbert…

—¿Estás nerviosa, ma petite? —me preguntó acariciándose la perilla cobriza.

—Un poco, papá.

—Yo también —dijo con una amplia sonrisa y me dio un beso en la frente.

ऀFue entonces cuando pude oír bajo la cúpula de la estación, solapado por la reverberación del voceo de los mozos de equipaje, de los campesinos, que acudían con sus mercancías hacia los mercados, de los saludos entre paisanas portando cestas llenas de huevos, de las despedidas interminables, de los silbidos de los gendarmes tras los pillastres y pese a los bufidos de las máquinas, el rasgado de un violín. Puse atención y escuché una preciosa melodía. Traté de localizar de dónde provenía el sonido y logré ver entre la gente a un anciano tocando el violín. Estaba de pie, junto a una de las columnas de acero remachado que sostienen el entramado de vigas del techo del andén. Me sentí atraída por la melodía que estaba interpretando y quise escucharla desde más cerca.

ऀ—Papá, ¿puedo acercarme un momento allí? —le dije indicando hacia el violinista—. Quisiera oír de cerca la pieza que interpreta. Es preciosa.

ऀ—Vale —respondió papá Humbert, no sin antes haber echado un vistazo hacia donde le había indicado—. Ve, pero no tardes. El equipaje aparecerá de un momento a otro y el tren saldrá en veinte minutos.

ऀAproveché un claro entre el bullicio para dirigirme hacia el violinista. Cuando llegué frente al músico, estaba dando fin a la pieza que tocaba para una joven que iba acompañada de su madre. Sonaba tan deliciosa y alegre que me supo a poco. La joven pagó gustosa la interpretación y se marchó satisfecha cogida del brazo de su madre que la felicitaba emocionada por su melodía. Quedé un tanto perpleja por ello y me volví hacia el anciano violinista, que me esperaba con el violín en una mano y el arco en la otra y ojos sonrientes bajo sus espesas cejas grises, tan grises como su poblada y descuidada barba.

—¿Quiere conocer su destino, mademoiselle? —me preguntó con una ligera reverencia.

No acabé de comprender lo que me preguntaba y un joven caballero, impecablemente trajeado y tocado con un bombín, que también se había detenido ante él, se adelantó a mi respuesta.

—Yo sí quiero conocer el mío —dijo echando unas monedas en el cestillo que el músico tenía a sus pies.

El anciano inclinó cortésmente la cabeza y se detuvo unos instantes contemplando al joven con una mirada perdida y, acto seguido, comenzó a tocar una melodía que en un principio sonaba dulce y prometedora y que derivó hacia notas inquietantes a las que dio fin bruscamente el violinista. El joven, que había escuchado atentamente la pieza, empalideció levemente y forzó una sonrisa.

—Viviré intensamente, pues —dijo pensativo y recompensó al músico con unas monedas más que echó en el cestillo—. Gracias por avisarme. —Y se despidió con un leve gesto de su bombín.

El violinista se dirigió nuevamente a mí con una sonrisa expectante. Realmente, no sabía qué pensar de todo aquello.

—Quiero que toque para mí la melodía que ha interpretado para la otra muchacha. Era preciosa —le espeté.

—Eso no es posible, mademoiselle —respondió el músico—. Esa melodía es solo para ella.

—¿Cómo que solo para ella? ¿Qué quiere decir? —pregunté con cierta insolencia.

—¿Aún no lo ha comprendido, mademoiselle? Pienso que sí; es usted una jovencita muy inteligente. —Sonrió y añadió socarrón—: Pero se resiste a creerlo.

Su expresión mudó hacia la más absoluta seriedad y clavó sus ojos en los míos.

—Yo toco la melodía que cada persona lleva en su interior. —Ante mi cara de asombro prosiguió—: Cada uno de nosotros, mademoiselle, tiene un destino —afirmó con rotundidad—, situaciones que no podremos eludir de ninguna de las maneras. Ese destino, mademoiselle, resuena, vibra, en lo más profundo de nosotros. —Se señaló el diafragma y arqueó una de sus espesas cejas—. Porque es ahí donde contenemos el pasado, el presente y el futuro.

—¡Eso no puede ser! —respondí tajante.

—Usted, mademoiselle, es una señorita instruida y debe saber que la música es vibración, n’est pas? Pues bien —y se encogió de hombros con displicencia—, yo traduzco su vibración a música. Nada más. Por eso, mademoiselle, puedo darle a conocer la melodía de su vida.

—¿Me está usted diciendo, monsieur, que en esa música está todo lo que va a ocurrir? —pregunté asombrada y algo escandalizada.

—Así es, mademoiselle —respondió cabeceando el anciano—, así es.

—¡Pues no sé si quiero oírla! —dije algo asustada y miré a mi alrededor, debatiéndome entre la curiosidad por conocer y el temor de encontrarme ante un loco.

Me tropecé de nuevo con su mirada. Era limpia y tan profunda que producía vértigo. El violinista esperaba paciente mi respuesta final.

—Está bien —respondí—, quiero conocerla.

El viejo músico asintió y dispuso el violín sobre su hombro. Me miró por unos instantes como ausente. Luego retiró su mirada para comenzar a tocar. El arco rozó una de las cuerdas haciéndola vibrar con una nota decidida, y continuó acompañándola con las que surgían dulcemente de un vaivén que recordaba el ritmo acompasado del mar. De repente, una melodía surgió de entre ese ir y venir mantenido y se creció elevándose por encima de él, hasta alcanzar la cúpula de la estación, evocando sucesivamente el sonido de las fuentes en los jardines, el lirismo del amor más apasionado, la ansiedad de la espera, la amargura de las esperanzas rotas y el zarpazo del dolor. Le siguieron pasajes de notas llenas de melancólica esperanza que contenían una promesa sostenida por una última nota final. Una frágil y vibrante nota que prolongaba en el aire el viejo violinista ayudándose de una postura arqueada y que fue cesando suavemente, resolviendo la melodía con unas pocas y lánguidas notas más que hablaban de un final en paz. Al acabar, el músico se incorporó y yo retomé la respiración que había contenido durante el final.

—¿La ha improvisado usted? ¿Es invención suya? —le pregunté temblorosa mientras depositaba unas monedas en la gorra que tenía junto a sus pies.

—No, mademoiselle, esta no. Es del maestro Offenbach. Se titula Ensoñación al borde del mar, no lo olvide. —El músico miró las monedas que deposité en el sombrero—. Gracias, mademoiselle, sois muy generosa.

—Pero esa melodía… me habla de una vida difícil ¡Sería maravillosa si no tuviera pasajes tan tristes!

—Los tristes no son menos hermosos y sin ellos no habría melodía. No se confunda, mademoiselle. —Su rostro volvió a adquirir una expresión grave—. Las tristezas también encierran belleza; pero una belleza diferente, la que los momentos difíciles nos obligan a sacar de nosotros mismos.

—¡Pero el destino de una persona no puede ser el mismo haga lo que haga! ¿Cómo va ser el mismo en un lugar que en otro? —me rebelé contra sus argumentos—: ¿Y si no me marcho en ese tren? ¿Va a ocurrirme lo mismo?

—Por supuesto que no van a ocurrir los mismos acontecimientos, pero vaya a donde vaya se encontrará con usted. —El músico sonrió benévolo—. Usted, como todos, lo que quiere es ser feliz y para eso solo tiene que saber escoger, mademoiselle.

—¿Qué tengo que escoger?

—Si va a prestar más atención a los pasajes tristes o a los dulces —afirmó encogiéndose de nuevo de hombros mientras sostenía su violín en una mano y el arco en la otra.

—¡A los dulces, como todo el mundo!

—No crea, mademoiselle —el rostro del músico se ensombreció ligeramente—, no es tan fácil. La mayoría solo repara en los tristes como si no hubieran vivido otros. Usted también lo acaba de hacer.

No supe qué responderle. Tenía razón. La belleza de la música que había oído me había llevado hasta él y mi melodía era aún más hermosa que la de aquella muchacha y, sin embargo, había reparado más en las notas amargas. Fue entonces cuando papá Humbert tiró de mi brazo y me avisó de que solo quedaban cinco minutos para que partiera el tren.

—¡Vamos! ¿Qué haces aún aquí? —me recriminó mi padre sujetándome por el brazo y arrancándome de allí.

Mademoiselle! —gritó el violinista mientras me alejaba de él—. ¡Vaya donde vaya y ocurra lo que ocurra, vívalo como solo lo viviría usted! ¡Bon voyage, mademoiselle, bon voyage! —Y agitó su arco en el aire como despedida.

Aún tendrían que pasar varios años para rencontrarme con aquella melodía que parecía contener mi destino, pero ha sido necesario llegar hasta hoy para comprender la verdad que encerraban aquellas notas y la sabiduría de aquel viejo músico.

Pese a viajar en confortables departamentos en los sucesivos trenes con los que nos desplazamos, primero, por territorio francés y, más tarde, por España, las jornadas de viaje en ferrocarril resultaron agotadoras, especialmente para las gemelas. El primer tren nos llevó hasta Lyon y luego otro hasta Perpiñán. Al llegar a la frontera con España, hubimos de cambiar de ferrocarril por el distinto ancho de vía español. Una vez en Barcelona comenzamos un sinfín de cambios de trenes regionales hasta llegar a Almería, donde papá Humbert alquiló dos automóviles con chófer hasta Gádor, uno para que nos llevara a nosotros y otro para transportar el equipaje. Una vez allí, nos dirigimos hasta el cortijo que había heredado mi madre, que llamaban La Jara.

Cuando, por fin llegamos ante la puerta de la verja del cortijo, nos pareció que había pasado una eternidad desde que salimos de París. Al ruido de los motores de los coches acudieron varios perros enfurecidos. No tardó en aparecer la guardesa dando gritos de alegría, los ató y nos abrió las puertas con evidentes muestras de regocijo. Los vehículos franquearon la verja abierta y nos fueron adentrando en la finca recorriendo con soltura un camino de tierra blanquecina bordeado de limoneros y naranjos en flor, a cuyos lados se extendían campos con viñedos perfectamente alineados. Al final de aquel recorrido se levantaba una edificación rústica de gruesos muros encalados y rematada por tejas rojas. Al aproximarnos, pudimos distinguir adosadas a su exterior varias construcciones de menor tamaño que parecían dedicadas a las labores del campo y a cuadras. Otra de fachada más trabajada, y separada del cortijo por escasos metros, se adivinaba que era una capilla, que más adelante supe que estaba dedicada a la patrona del lugar, la Virgen del Rosario. Al llegar a la entrada del cortijo, unos portones de madera bajo un arco de medio punto se abrieron dándonos paso a una despejada explanada, encuadrada por los arcos de los soportales de la edificación principal. Allí nos recibieron el capataz, su familia y los empleados que se encargaban de mantener y explotar aquella heredad desde los tiempos de mis abuelos.

Aquellas gentes campechanas y laboriosas nos agasajaron desde el primer momento, especialmente a mis hermanas y a mí, a quienes nos dedicaban todo tipo de muestras de cariño. Sobre todo, la buena de Carmen, la mujer del capataz, que nos envolvía en una nube de atenciones constantes. Ella había cuidado de mi madre desde que nació, a pesar de que tan solo se llevaban diez años. Esta mujer curtida y diligente tenía ardiles y carácter para llevar adelante aquel caserón, dirigiendo con mano izquierda, pero con firmeza, a un pequeño ejército de ayudantas y mozos, con los que atendía las mil y una tareas que requería aquel enorme cortijo. De ella aprendí durante nuestra estancia asuntos tan provechosos y dispares como la habilidad de dirigir a un grupo de asalariados, endulzar membrillos o a desconfiar de miradas aviesas como la del Chisquero, un jornalero del cortijo de quien previno seriamente a su hija Charo en mi presencia:

—¡Que tú ya eres una mocita y te has de guardar! Que el Chisquero es mala gente, y anda siempre por ahí rumiando nada bueno para sus adentros.

Rodeados día y noche por aquella familia que nos acogió, no como a sus amos, sino como a parientes ricos a los que se les festeja su regreso, redescubrí y recuperé mi lengua materna que enriquecí con cientos de expresiones que desconocía y con la capacidad de reconocer el doble sentido de algunas frases. Esta buena gente no perdía oportunidad de demostrar su devoción por nosotros, especialmente con la comida. Si los guisos eran ennoblecidos en nuestro honor con todo tipo de carnes y embutidos, los almuerzos resultaban pantagruélicos, a base de jamón, quesos curados, pan de hogaza, gazpacho helado, dulce de membrillo y todo ello acompañado de buen vino de la tierra, que mi padre degustaba con auténtico deleite. Todo resultaba tan natural y delicioso que, incluso, mi madre olvidó sus precauciones habituales para conservar su estilizada figura, que le compensaba de su corta estatura. De todas formas, mamá Ana siempre disfrutó de la bendición de no engordar y permanecer delgada sin apenas privaciones. La misma que heredaron mis hermanas, quienes con el tiempo resultaron ser una versión revisada y mejorada de nuestra madre, pues además de sus grandes ojos negros a juego con el azabache de sus cabellos y la naricilla insolente, superaron con creces la estatura de nuestra madre. Frente a la esbeltez de mis hermanas, a mí me correspondió una estatura aún más considerable y una silueta de trazo grueso que me hacían semejante al corpulento y robusto papá Humbert. De él también recibí el rubio cobrizo del cabello y el mismo caramelo de sus ojos, sus pómulos anchos y planos, el sonrosado permanente de las mejillas y labios, la blancura de la piel y la incorregible tozudez de las carnes en permanecer prietas; pero, sobre todo, su tendencia natural a convertir las dificultades en peldaños. Sin embargo, si algo envidiaba de mis hermanas era sus dentaduras, de blancas y pequeñas piezas perfectamente ordenadas; a diferencia de las mías, que sin ser excesivamente grandes, el régimen de ligera indisciplina en el que se habían acomodado no me invitaba a sonreír a menudo, sino a conservarlas en secreto. Esto contribuía, junto con mi carácter, a que mi expresión resultara más severa y adusta de lo que me correspondía por edad. Lo cierto es que en mi juventud mantuve sellados los labios por coquetería; pero, si en mi madurez tampoco los descosí, fue para que por ellos no escapara ni el más mínimo rastro de las confesiones que, gente de toda condición social, me hacía en el mayor de los secretos, ni para que se adivinara el mío propio.

Si de algo disfruté especialmente de la estancia en el cortijo fue de los largos paseos por entre las cepas al caer la tarde. Aquellos apretados y dorados racimos de uva no eran la única riqueza que poseía el cortijo de nuestra madre. Esa tierra era valiosa además por la abundancia de minerales, como todo su entorno. A pocos kilómetros se explotaban minas desde el tiempo de los romanos y de ellas aún extraían plomo, cobre y zinc. Pero en tiempos de mis padres, el producto más valioso de la comarca pasó a ser el hierro que abundaba en aquellas tierras.

Eran los años del auge de la ingeniería, y la industrialización europea no parecía tener límites: engullía y exigía cada vez mayores cantidades de hierro y lo convirtió en el más preciado mineral. Los grandes cambios tecnológicos terminaron modificando nuestras vidas y costumbres de comienzos del siglo XX. Todo se aceleró, incluso las grandes potencias europeas comenzaron una desenfrenada carrera por la colonización de África. Esa tensa rivalidad las había lanzado a un ritmo febril de fabricación de armamento que exigía ingentes cantidades de hierro. La abundancia del preciado mineral en aquel rincón de Andalucía comenzó a atraer a grandes compañías mineras extranjeras, principalmente británicas y francesas, que se asentaron en la zona. Para una de ellas, la francesa Société Lyonnaise, trabajaba mi padre como ingeniero.

Con ocasión de las mediciones de terrenos y catas practicadas por la compañía de mi padre en las tierras de mis abuelos maternos, se conocieron Humbert Beaumont y Ana Muñoz. Ambos formaban una pareja de desigual tamaño en la que el joven y corpulento ingeniero francés aportaba una buena posición, elegancia parisina y un futuro prometedor, y ella, la menuda, frágil y única heredera, la solidez de un cortijo, tierras de gran valor y una sustanciosa renta anual producto de la vendimia y de las cosechas. Un año después de la boda, en 1893, nací en aquel precioso cortijo blanco. No pasaron dos años completos cuando mi padre fue reclamado por la Société Lyonnaise para dirigir en Marsella una delegación de la compañía. Vivimos en Marsella durante unos tres años. Fue el siguiente ascenso de mi padre lo que marcó para siempre mi todavía breve vida: nos trasladamos a vivir al corazón de París, a un elegante piso junto a los Campos Elíseos.

Nuestra llegada a París coincidió con el nacimiento de mis hermanas y el comienzo de mi escolarización. Era una alumna ávida de conocimiento. Devoraba cuanto libro caía en mis manos tanto en francés como en español. Parecía intuir que el tiempo del que dispondría para mi instrucción sería mucho más breve de lo que se hubiera podido predecir entonces; pues todo parecía transcurrir bajo el signo de la más absoluta estabilidad en nuestra burguesa vida parisina. La llegada al mundo de mis dos hermanas gemelas pareció traer nuevos proyectos para papá Humbert, que acometía con éxito y le facilitaban prosperar cada año. Mamá Ana era feliz dedicándose a recibir clases de piano y supervisando el cuidado de sus tres hijas, labor que delegaba en manos de dos abnegadas criadas que conseguían que sus reiterados despistes como regidora de aquella casa quedaran compensados y, de esta manera, mamá Ana pudiera seguir sin dificultades con su apretada agenda de compromisos sociales. Mis padres se dedicaban durante la semana a sus respectivas ocupaciones, pero no faltábamos ni un solo domingo a nuestro paseo en familia por los Campos Elíseos. A lo largo de nuestro paseo, nuestro padre era saludado continuamente por conocidos a los que respondía descubriéndose de su sombrero de paja en verano o de su lustrosa chistera en invierno. Solíamos tomar el aperitivo en compañía de amistades y, rara era la ocasión, en la que no surgiera como tema de conversación la torre que Eiffel, años atrás, había levantado con motivo de la Exposición Universal. La mayoría de nuestros conocidos abogaban por desmontarla, pues argumentaban que su horrorosa estampa destruía la armonía del urbanismo parisino. Mi padre, por el contrario, se mostraba decididamente partidario de mantenerla, por considerarla todo un símbolo del progreso de los tiempos modernos y de la superioridad de la ingeniería sobre la arquitectura.

En otras ocasiones, paseábamos aprovechando el sol de la tarde y en esos paseos en familia, si cruzábamos la explanada en la que se yergue Nôtre-Dame, mi corazoncito se aceleraba de alegría porque sabía que aquello significaba que estaba a punto de saborear uno de los mayores placeres de mi infancia: une perle de pluie. Un pastelillo de crujiente hojaldre que debía su curioso nombre a la transparencia perlada de la crema, de exquisito sabor avainillado y de textura suave, de la que estaba relleno. Su fórmula la guardaba celosamente monsieur Trichet, el propietario de La Rose d’Or, una elegante confitería de la vieja isla de París. También sabía que cuando entráramos en su local una campanita en lo alto de la puerta anunciaría nuestra llegada y me sentiría envuelta por su cálida atmósfera, que aunaba el aroma tibio de los croissants de mantequilla recién horneados, el fresco olor de los bizcochos de almendra, la densa voluptuosidad del chocolate y un coqueto toque de vainilla que siempre impregnaba el local, dando la más cordial bienvenida a sus visitantes. En los días soleados, buena parte del París elegante disfrutaba de la terraza de La Rose d’Or frente a la severa mirada de Nôtre-Dame; y en los días lluviosos, se resguardaba en su interior, pero siempre paladeando petites perles de pluie elaboradas secretamente cada noche por el rollizo y cachazudo monsieur Trichet para su selecta clientela.

Pese a mi temprana edad, o puede que precisamente por ello, París imprimió en mi forma de ser unas características muy marcadas. No solo porque allí nacieran mis hermanas, Sophie y Juliette y este acontecimiento me llevara a desarrollar de forma precoz un fuerte sentido de la responsabilidad, sino porque la grandiosidad de sus monumentos y el airecillo de libertad que circulaba por sus amplios bulevares fraguaron en mí un espíritu libre. Ambos sentimientos, el del deber y el de la libertad, penetraron en mi espíritu dándole forma y dotaron a mi mente de una arquitectura propia, convirtiéndome sin saberlo en un templo donde, por muy fuertes que soplaran los vientos, no se extinguiría jamás la llama del inconformismo y la resistencia a dejar de ser yo misma.

Pero si algo recuerdo de París con viveza son sus espectáculos. Afortunadamente, poco antes de marcharnos a España, mis padres me permitieron acompañarles por primera vez al Teatro de la Ópera. Fue una experiencia inolvidable para una jovencita de catorce años que comenzaba a sentirse mujer: disfrutar del privilegio de vestir de largo, envolverse en una dulce estola de piel blanca, sentirse mirada por muchachos distinguidos y elegantes al ascender por las monumentales escaleras de mármol que abrazan el interior del teatro. ¡Qué sensación tan grandiosa atravesar las pesadas cortinas de terciopelo y aparecer en nuestro palco! Creí que flotaba sobre aquel estallido de raso rojo y de sillería dorada del patio de butacas. Mis ojos no lograban abarcar la abigarrada decoración de la techumbre, con incrustaciones asemejando piedras preciosas de gigantesco tamaño. Aquella velada la viví intensamente y con una profunda y contenida emoción. Pero la vida no da cuartel. Tan solo una semana después, estábamos empaquetando a toda prisa lo imprescindible para trasladarnos durante unos meses a España. Papá Humbert nos explicó que nos instalaríamos por un breve tiempo en Melilla, una pequeña ciudad del norte de África de la que jamás habíamos oído hablar. Su compañía le había encargado una misión delicada y no podía defraudarles. Lo que no imaginábamos en aquel momento era que el contacto con aquella ciudad, hecha a sí misma, nos pondría a todos a prueba. Melilla haría salir lo más auténtico de cada uno de nosotros y nos enfrentaría a nuestras propias debilidades, a lo largo de un laberinto de acontecimientos inesperados.

Abandonamos el cortijo camino del puerto de Málaga, donde embarcaríamos rumbo a Melilla. Durante el trayecto, mecida por el suave traqueteo del coche, le pedí a Dios que me concediera una vida interesante, auténtica y llena de emociones. Cualquier cosa, menos la monótona existencia de señorita bien que temía que me esperaba tanto en Melilla como a nuestro regreso a París. Los planes que me tenía reservados mi madre a nuestro regreso estaban íntimamente relacionados con el veterano conde de Mantoux, de quien había oído hablar por su afición desmesurada a coleccionar soldaditos de plomo y a revivir con sus amigos batallas de siglos pasados en sus posesiones en el campo. Los conocí de boca de mi madre al contárselos a Carmen en un aparte. La buena mujer, al conocerlos, me dedicó una larga mirada y bajó los ojos y con su gesto contrariado delató que para sus adentros se decía: «No sé yo, si la señorita Agnès va a poder soportar tanta tontería». Cualquier cosa, le pedí. Pues os digo que Dios existe, porque me escuchó y colmó mi súplica. No dispuso una vida a medida de mis deseos; sino que me dotó de una forma de sentir que, fuera como fuese la existencia que se desplegara ante mí, nunca sería una vida insulsa porque la viviría intensa y profundamente, subiría sus crestas y bajaría por sus barrancos extrayendo el sabor de cada instante, aunque fuese amargo como la hiel; como el dolor que me esperaba en mi camino.