CAPÍTULO 8
Nunca habíamos viajado en barco. La novedad nos despertó una cierta inquietud, en la que se mezclaban el deseo de aventura y el temor a lo desconocido. Momentos antes de embarcar en el puerto de Málaga, a pesar del calor primaveral, tenía mis manos heladas. Aún recuerdo el impacto que me produjo descubrir la imponente figura del buque que nos transportaría hasta la costa norteafricana. Pequeñas olas rebotaban contra su armazón negro sin perturbar su aplomo. Una negra chimenea se erguía desafiante humeando por encima de los toldos que, a modo de techumbre, cubrían la cubierta de proa a popa. No pudimos reprimir un sobresalto al sonar la potente sirena del barco. Aquel sonido hosco surgió de las entrañas metálicas del buque reclamando con soberanía a los pasajeros. Un temblorcillo se apoderó de todo mi ser cuando comenzamos a subir por la pasarela de madera que unía la solidez del puerto con la vacilación del buque. Mamá Ana trataba de no pisarse la falda al subir por ella y de que no se volara su sombrero, que una suave brisa trataba de descolocar. Al llegar a bordo, un marinero nos condujo a los camarotes que teníamos reservados. Tras acomodar nuestro equipaje, volvimos a cubierta. A la tercera llamada con sirena, la tripulación apartó la pasarela y la nave comenzó a engullir con estrépito la pesada cadena del ancla por un orificio del casco. La vibración de los motores se acrecentó apoderándose de todas las fibras del buque. El barco arremetió con toda la potencia de sus calderas enronquecidas y comenzó a despegar su costado metálico del muelle. Las negras bocanadas que salían por la chimenea se incrementaron y un penetrante olor a combustible quemado se extendió por toda la cubierta. A medida que la distancia con el muelle iba aumentando, los saludos de despedida de los que se quedaban en tierra se convertían en recomendaciones a voz en grito y besos al aire. Unas cuantas maniobras bastaron para enderezar el buque hacia la salida del puerto y para que las voces de los familiares se transformaran en silenciosos pañuelos ondulantes que iban quedando atrás.
Al salir del abrigo del puerto de Málaga, nos desplazamos a la proa del barco. Ya comenzábamos a surcar aguas más libres y profundas y el Mediterráneo nos mostró su verdadero azul majestuoso por el que se abría paso con determinación el buque. Repentinamente, quedamos rodeados por un solemne silencio que solo profanaban el chasquido del oleaje al ser hendido por el casco y el bronco ruido de los motores. El aire a proa comenzó a resultar molesto y nos dirigimos toda la familia hacia popa. Allí se podía seguir contemplando la costa. Apoyada en la barandilla, quedé hechizada durante un buen rato contemplando los caminos de espuma que el batir de las hélices dejaba abiertos a nuestro paso. En medio de aquella inmensidad, me sobrecogió una profunda sensación de desvalimiento y de incertidumbre ante lo desconocido. Dos lágrimas me delataron ante mi padre que me apretó en silencio contra su pecho robusto y protector. Abrazados, contemplamos cómo al ocultarse el sol se desvanecían como espejismos las montañas rosadas y azules de Málaga y ennegrecía el mar. Aquel pesado buque ya había alcanzado su máxima velocidad y se hundía y elevaba acompasadamente con monótona tozudez. La brisa se volvió arisca y fría y buscamos refugio en el interior del barco. Al llegar a nuestros camarotes, nos separamos. Las pequeñas viajarían en literas dispuestas en la suite de mis padres y a mí me habían destinado un camarote individual, contiguo al de ellos. El cabeceo del buque se transmitía a los camarotes con crujidos y como un vaivén al que era mejor abandonarse para no sufrir sus desagradables efectos. Decidí tumbarme un rato hasta la hora de la cena. Me despertó el sonido de una campanilla que agitaba un camarero, que iba avisando de que el comedor destinado a los pasajeros de primera clase estaba dispuesto para la cena. Papá Humbert, vestido para cenar con su esmoquin blanco y pajarita negra, me puso al tanto de que mamá Ana no se atrevía a levantarse, afectada por el mareo, y las pequeñas se habían quedado dormidas. Me preguntó si le acompañaba al comedor. Le comenté que probablemente no subiría hasta comprobar que me habituaba al vaivén. Ocurrió antes de lo que pensaba, así que me refresqué la cara y los brazos y cuando ya me sentí dispuesta, me dirigí al comedor. En la entrada, un camarero de impecable uniforme blanco me franqueó la entrada y me acompañó hasta donde se encontraba mi padre. Para mi sorpresa no estaba solo, pues había sido invitado por el capitán a compartir su mesa con él y con el resto de la oficialidad y otro pasajero más. Quiso la fortuna que yo apareciera en escena a espaldas de mi padre, cuando respondió a las preguntas de los comensales, interesados por los motivos que le llevaban a Melilla. Le oí decir con toda tranquilidad que su labor le obligaría a internarse en territorio inexplorado en muchas y repetidas ocasiones y, que puesto que le ocuparía un tiempo considerable, varios meses o un año quizás, era el motivo por el que traía consigo a su familia.
—… Y supongo que esta encantadora señorita forma parte de ella —interrumpió con un marcado acento francés el otro pasajero que compartía la mesa del capitán al advertir mi presencia, al tiempo que se ponía respetuosamente en pie, gesto que hizo reaccionar a todos de igual manera—. ¿O me equivoco, monsieur Beaumont? —dijo quien vestía con idéntica indumentaria que mi padre.
—No se equivoca monsieur Delbrel —respondió algo sorprendido mi padre al volverse y encontrarme allí, pero sin perder en ningún momento la compostura—. Caballeros, les presento a mi hija mayor, Agnès.
Sus palabras fueron seguidas de una cordial invitación por parte del capitán a acompañarles y de un atento saludo de los oficiales. Un camarero trajo un asiento y lo colocó junto a mi padre y frente a Delbrel.
—Un plaisir, mademoiselle —dijo Delbrel acompañándose de una respetuosa inclinación de cabeza—. No es frecuente poder encontrar por aquí compatriotas y mucho menos tan bellas —me dijo con mirada golosa y desplegando su más rutilante sonrisa bajo su fino bigotito.
Me fijé en él mientras tomaba asiento. Era bien parecido y proporcionado, con pequeños ojos muy oscuros que daban la impresión de no tener final conocido. Su nariz ligeramente prominente, que delataba una fuerte personalidad, le quedaba enmarcada en el paréntesis profundo de dos pliegues que partían de su base hasta las comisuras de sus labios. El cabello lo conservaba bastante negro, salvo un pequeño mechón blanco justo en el medio de la raíz del flequillo peinado hacia atrás con fijador.
—No somos compatriotas, señor Delbrel, aunque hablemos el mismo idioma —respondí—. Soy española, aun cuando haya crecido en Francia —añadí sorprendiéndome a mí misma y provocando la aprobación de los oficiales y una socarrona sonrisa en mi padre.
—Hace usted bien, señorita Beaumont —intervino el sonrosado capitán de blancos bigotes y canosa barba—, parándole los pies al señor Delbrel. Aquí todos apreciamos a este antiguo suboficial del ejército francés, que se ha convertido en un intrépido explorador que conoce como nadie la geografía del Rif. —Delbrel asintió halagado—. Pero debe usted saber, señorita Beaumont, que se rumorea en Melilla que sus aventuras no se limitan a internarse en esas áridas tierras. —Las risas de los oficiales dejaron bien a las claras cual era una de sus aficiones favoritas y me sentí enrojecer hasta las orejas—. No se avergüence, señorita Beaumont, si nos permitimos bromear con el señor Delbrel es porque siempre alardea de que los límites del Rif son confusos y los suyos desconocidos, así que todos le agradecemos que una joven española se los haya puesto a él. —Miró con complicidad a sus oficiales y con evidente simpatía a Delbrel. Luego se dirigió a mi padre y le espetó—: Puede quedarse usted tranquilo, señor Beaumont, su hija sabe defenderse perfectamente.
—Touché! —respondió Delbrel al tiempo que levantaba las dos manos. Acto seguido, tomó su copa animando a brindar—. ¡Por la encantadora mademoiselle Beaumont! —Y todos le siguieron con simpatía—. Y ahora, messieurs, les propongo un nuevo brindis. —Se puso en pie—. En esta ocasión, en honor al valiente médico que favorecerá el entendimiento entre España y los inhóspitos habitantes del Rif: ¡le docteur Beaumont!
Todos se pusieron ceremoniosamente en pie, salvo mi padre, y con gran solemnidad los comensales dirigieron sus copas hacia él y bebieron a su salud. No daba crédito a lo que acababa de presenciar. Debía de haber un error, algo se había tergiversado porque pensaban que mi padre era médico en vez de ingeniero. Mi padre hablaba perfectamente el español, pero podría haberse equivocado al mencionar su profesión. Estaba segura de que cuando todos tomaran asiento mi padre desharía el malentendido. Sin embargo, no fue así. Nada más lejos. Sentí una punzada en mi tobillo izquierdo. No había duda. Había sido mi padre dándome aviso de que no interviniera.
—Debería saber, monsieur Beaumont —intervino Delbrel—, que es tremendamente difícil siendo cristiano penetrar en tierras rifeñas. Sus habitantes suelen interpretarlo como un sacrilegio. —Dio una calada a su cigarrillo—. Y los rifeños lavan los sacrilegios con la sangre del intruso.
—Tengo entendido que los judíos pueden entrar —dijo mi padre—. ¿No es así?
—Sí, desde luego —respondió el geógrafo aventurero—. Pero usted no es judío y además, sepa que les obligan a vestir con un pañolón negro igual que si fueran mujeres. Han de renunciar a ser considerados hombres mientras estén en su territorio. —Las declaraciones de Delbrel escandalizaron a los oficiales que mostraban abiertamente su rechazo a tan bárbara humillación—. Ya le digo, pueden entrar, pero bajo ciertas condiciones y solo les permiten ir por las rutas de los zocos, para comerciar en ellos al por menor.
—Entonces, cómo se explica que usted, señor Delbrel, haya podido recorrer libremente desde hace cinco años el Rif sin impedimentos —preguntó mi padre con verdadera curiosidad.
—Es muy sencillo —explicó el aventurero—. Tenía cheque en blanco para comprar todas las voluntades que hiciera falta para llegar hasta El Roghi. —Dio una calada al cigarrillo—. Me respaldaban el gobierno francés y las compañías francesas para las que trabajaba entonces. Les aseguro que ninguno de ellos reparaba en gastos para lograr sus intereses, bien sûr!
Delbrel apagó el cigarrillo retorciéndolo sobre un cenicero y luego se retrepó en su asiento mientras se palpaba el bolsillo de su chaqueta blanca buscando el paquete de cigarrillos. Nos miró a todos como para cerciorarse de que tenía atrapada la atención y prosiguió:
—Me encargaron que consiguiera acuerdos comerciales y creara puntos de distribución de mercancías en el Rif. Se trataba de bloquear a la rival de Orán: la ciudad de Melilla. Las poderosas compañías francesas no podían permitir que el volumen de negocio se desviara hacia Melilla y su puerto y que sus mercancías venidas de Francia no tuvieran la salida que se esperaba en el territorio argelino.
Y añadió dirigiéndose a mí:
—No se sorprenda, mademoiselle, ya lo verá con sus propios ojos como acuden por centenares caravanas venidas más allá del Sáhara, del Muluya y de Argelia a abastecerse. —Golpeó varias veces el nuevo cigarrillo contra la mesa como para ordenarlo interiormente.
Un rumor recorrió la mesa corroborando lo que explicaba el francés. Delbrel comprobó satisfecho que continuaba siendo el centro de atención.
—¿Quién es El Roghi? —pregunté.
—Es un caudillo rifeño —respondió el capitán—. Tengo entendido que su nombre significa «el Pretendiente», porque aspira a convertirse en el Sultán de Marruecos. ¿Me equivoco, señor Delbrel?
—No, capitán. Así es. Los rifeños viven en una permanente Guerra Civil, señorita Beaumont —respondió con gravedad el geógrafo francés—. Son un pueblo disperso en miles de cabilas que forman tribus que se niegan a someterse al sultán de Marruecos. Son anárquicos, indómitos, desconfiados y fanáticos, créame. No aceptarán la autoridad del sultán ni la de nadie más allá de su tribu.
Delbrel dio una profunda calada a su cigarrillo que hizo aparecer, por un instante, pequeñas ascuas incandescentes. Luego prosiguió con calma, mientras expulsaba el humo por la nariz, dirigiéndose a todos los comensales como si reflexionara en voz alta.
—Solo temen a lo que es más fuerte que ellos y, como el actual sultán es débil, han surgido cabecillas que se atribuyen el derecho a ocupar su trono. Es cierto —y se dirigió hacia el capitán— que a El Roghi se le conoce como «el Pretendiente», aunque los rifeños prefieren llamarle Bu Hamara. —Delbrel no pudo evitar una risita burlona—. «El hombre de la burra». —Su comentario despertó la hilaridad de todos los presentes—. ¡Pero es el hombre con quien hay que tratar para firmar contratos de explotación! Porque es el único capaz de tener sometidas a las tribus rifeñas.
—Aún no nos ha dicho, señor Delbrel, cuáles eran los intereses del gobierno francés, solo el de las compañías mercantiles —pregunté insolentemente.
—Veo que no se le escapa nada, mademoiselle —dijo Delbrel sorprendido y añadió dirigiéndose a mi padre—: El capitán tiene mucha razón, monsieur Beaumont, puede estar tranquilo con respecto a su hija.
—Lo sé —respondió de inmediato papá Humbert—. Estoy orgulloso de ella, sobre todo porque es una buena hija. Jamás haría nada que dañara a su padre. —Y esto último lo dijo dirigiéndome una mirada cómplice mientras golpeaba delicadamente mi muslo con unas suaves palmaditas.
—Pues respondiendo a su pregunta, mademoiselle, le diré que los intereses de Francia no eran otros que preparar la colonización de Marruecos sin que su gente lo sospechara. —Exhaló una larga calada y apagó el cigarrillo retorciéndolo contra el fondo del cenicero metálico y añadió—: ¿Qué ingenuidad, n’est pas? Confunden la ignorancia con la estupidez. Así que la otra parte de mi misión era mucho más sutil y encubierta bajo la comercial: la de confeccionar un mapa detallado de la geografía del Rif, hasta entonces absolutamente inconnue. —Se llevó un nuevo pitillo a la boca y encendió una cerilla que mantuvo en el aire unos instantes—. Porque de eso se trata, de que nadie sospeche cuáles son los verdaderos motivos, ¿verdad, docteur Beaumont? —dijo esto último con un cierto tono irónico que quedó amagado tras las caladas que dio al encender el cigarrillo.
Al percibir cierta tensión en mi padre y tratando de evitar que los demás la detectaran si arrancaba a hablar, insistí:
—¿Y todavía sigue defendiendo los intereses franceses, señor Delbrel?
—No, mademoiselle —respondió con llaneza—. Y bien lo saben estos caballeros que nos acompañan. —A lo que asintieron graves a su afirmación—. Dejé de hacerlo cuando empecé a defender los intereses españoles.
—No deja usted de sorprenderme, monsieur Delbrel —intervino mi padre—. ¿Acaso nos está diciendo que ha traicionado los intereses de su país para defender los de otro? —preguntó casi irritado.
—No, monsieur Beaumont —respondió Delbrel avanzando ligeramente sobre la mesa, apoyó los dos brazos sobre ella y entrelazó los dedos de sus manos mientras sostenía el cigarrillo entre dos de ellos—. Lo que estoy diciendo es que dejé de defender a Francia, cuando Francia me traicionó. —Me dirigió la mirada—. Pese a lo que haya podido oír hablar sobre mí, créame, docteur, que soy un hombre de palabra. Les había conseguido los datos cartográficos y confeccioné los mapas que tanto deseaban, pero comencé a resultar incómodo para mi gobierno tras la conferencia internacional del pasado año, en Algeciras. Allí se repartieron Marruecos entre Francia y España. ¡Ya le pueden dar gracias a los ingleses, porque fueron ellos los que se empeñaron en que mi país no se quedara con todo Marruecos! Temían perder el control en el Estrecho si los franceses ocupábamos la orilla mediterránea de Marruecos. —Dio una calada—. Y tenían razón, bien sûr!
—No acabo de comprender, señor Delbrel —pregunté—, ¿por qué el gobierno francés dejó de apoyarle si usted trabajaba precisamente para ellos?
—Muy sencillo, mademoiselle. —Sonrió con amargura—. La zona donde yo estaba operando se le ha adjudicado a España. Desde ese momento, dejé de ser valioso para el gobierno francés. Tampoco me sentía ya seguro al lado de El Roghi, a pesar de haberme convertido en el Jefe de su Estado Mayor. Ya no confiaba en mí como antes, desde que sufrimos juntos un atentado del que sobrevivimos milagrosamente. Así que opté por ser yo quien diera el primer paso.
—¿Y qué hizo? —pregunté sinceramente intrigada.
—Secuestrar a El Roghi —intervino el capitán del barco— y enviar un comunicado de que abandonaba su causa. Aún recuerdo el artículo que publicó El Telegrama del Rif. ¡No me lo podía creer!
—¿Es posible que hiciera usted eso? —preguntó mi padre asombrado—. ¿Pero con qué finalidad?
—Bien sûr! ¡Era la única manera de que los españoles me creyeran! Había trabajado contra los intereses de España. Además, si abandonaba a El Roghi ¿por qué no cobrar la recompensa que ofrecía el sultán por él? —Y dio una nueva calada.
—¡Válgame Dios! ¿Entregó usted a El Roghi? —pregunté.
—No, mademoiselle. Me traicionaron antes. Afortunadamente, pude huir a tiempo y refugiarme en Melilla antes de que me cosieran a tiros —sonrió—. El que me acogieran en territorio español sin reproches, me salvó la vida. Eso no lo olvidaré jamás —dijo con acento sincero y exhaló una larga calada de su cigarrillo—. Pero dejemos estas conversaciones tan tristes, messieurs, vamos a aburrir a la señorita Beaumont.
—Todo lo que ha contado el señor Delbrel —apuntó uno de los oficiales—, se ajusta a la realidad, doctor Beaumont. Téngalo muy en cuenta. Resulta extraordinariamente difícil internarse en esas tierras y sobrevivir sin protección militar. ¿Cómo va a ejercer usted allí sin exponerse continuamente?
De la sorpresa al descubrir que mi padre les había hecho creer que era médico, pasé a la perplejidad al escucharle responder que se le había encomendado la atención médica de los jefes de las cabilas más próximas a Melilla, que la habían solicitado de forma extraoficial. Además, afirmó que portaba una carta de recomendación, a fin de que el General Marina le facilitara el acceso a territorio rifeño para ejercer la medicina. La alusión a la que supe que era la máxima autoridad de Melilla provocó un pequeño revuelo y expresiones de admiración entre los comensales. No podía dar crédito a lo que estaba presenciando y escuchando: a mi propio padre lanzando una patraña magníficamente urdida, cuyo sentido desconocía por completo y que sin duda no había improvisado. ¿Pero por qué mentía? ¿Por qué ocultaba su verdadera profesión? Y sobre todo, ¿cuál era, entonces, la verdadera razón por la que íbamos a Melilla? Sufrí un pequeño vahído y mi palidez debió ser tan acusada que el oficial que tenía a mi lado se ofreció a acompañarme fuera del salón, a ver si con un poco de aire fresco se me pasaba. Le contesté con un debilitado sí y me sostuvo con firmeza y suavidad hasta que me aferré por mí misma a la barandilla de madera del pasillo exterior. Unos instantes después apareció Delbrel e insistió en acompañarme hasta comprobar que me reponía. El joven oficial saludó y se despidió de nosotros.
—¿Se encuentra mejor, mademoiselle? —preguntó sinceramente interesado.
—Parece que esta brisa me reanima, gracias —respondí—. Es usted muy amable, monsieur Delbrel.
—Gabriel, para usted —dijo y sus ojillos oscuros y profundos sonrieron cordiales y astutos. Yo le devolví la sonrisa con agrado—. ¿Conoce usted algo acerca de la ciudad a la que se dirige? Va a pasar una buena temporada en ella, por lo que he oído —preguntó.
—Pues la verdad es que no. En realidad, lo que acabo de escucharle a usted —respondí.
Delbrel estalló en una sonora carcajada.
—¡Pues me temo que le he debido dar una idea bastante tremendista! —dijo apoyando los antebrazos sobre la barandilla y se quedó por un instante mirando al mar—. No tema. Es un lugar seguro y muy curioso, créame. —Se giró hacia mí y añadió—: En este tiempo he recorrido todos sus rincones y los hay muy hermosos, especialmente por la costa. Si usted me lo permite, podría ser su guía. —Al observar cierto reparo en mí, agregó—: siempre y cuando a usted y a sus padres les parezca bien, bien sûr!
—Por supuesto —le miré y añadí—. A mí me parece una buena idea.
—Excellente! Así lo haremos. Le enseñaré la ciudad. —Delbrel se detuvo y levantando el índice advirtió—: Por cierto, tiene una historia muy curiosa. Seguro que no la conoce.
—Vuelve a equivocarse conmigo, señor Delbrel. He curioseado un poco la historia de esta ciudad antes de venir y algo sé.
—¡Vaya, vaya! Además, de una muchacha atractiva es usted un alma inquieta y curiosa. Très intèressant! ¿Y qué es lo que ha averiguado, mademoiselle?
—Que es una pequeña ciudad amurallada. Que ha resistido varios asedios. Que fue conquistada por Pedro de Estopiñán, el hombre de confianza del Duque de Medina Sidonia y que este acometió la empresa por deseo de los Reyes Católicos —respondí de un tirón satisfecha de mí misma.
—¡Bravo! Estoy profundamente impresionado, Agnès —dijo Gabriel Delbrel—. ¡Lástima que solo sea cierto en parte!
—¿Cómo? ¡Si lo leí en un libro de historia de España!
—No se ofenda, chérie. En realidad, todo es cierto menos una palabra: con-quis-ta.
Le dirigí una mirada interrogante y añadió:
—Digamos que es inexacta —y se giró apoyándose de medio lado en la barandilla—, porque lo que ocurrió realmente es que los musulmanes y judíos que habían sido expulsados por los Reyes Católicos, recalaron en la costa africana en el enclave donde podían acercarse con sus barcos, una zona muy próxima a las ruinas de una antigua ciudad romana, Flavia, que antes fue cartaginesa y que los fenicios llamaban Russadir. Por aquellos tiempos de la conquista de Granada recibía el nombre de Melilla. Al parecer, triunfó el sobrenombre que recibió en tiempos de Tiberio, porque el emperador se hacía llevar la miel de allí, la más deliciosa mellita del Mediterráneo. Se establecieron y trataron de continuar con la cultura y forma de vida que habían conocido en la península. Pero las tierras próximas a la costa estaban pobladas por tribus muy belicosas, con las que ellos nada tenían que ver, ni social ni culturalmente, ni lograban llegar a acuerdo alguno para apaciguarlos. Así que los habitantes de Melilla, judíos y musulmanes, vivían atemorizados ante la barbarie de las tribus del entorno y sufriendo continuos asaltos.
—Entonces, ¿qué hicieron? ¿Formaron un ejército?
—¡Oh, no! Ni podían, ni sabían. En su mayoría eran comerciantes y artesanos. Aunque también había familias poderosas económicamente, no estaban preparados para defenderse. Necesitaban un ejército y los Reyes Católicos lo tenían. —Delbrel encendió un nuevo cigarrillo en el hueco de su mano para evitar que la brisa del mar se lo impidiera—. Desesperados ante la situación y, como sabían que los Reyes Católicos tenían interés en mantener puntos estratégicos en la costa africana próxima a España, para contener una nueva invasión y limpiar la costa de piratas los caudillos musulmanes solicitaron negociar con los Reyes Católicos la entrega de la ciudad a cambio de la protección real. Sería territorio español y no de ellos, pero podrían vivir en paz y desarrollar sus actividades comerciales bajo la protección de las coronas de Castilla y de Aragón. Los primeros contactos tuvieron lugar apenas unas semanas antes del descubrimiento de América ¿curioso, verdad? —me preguntó.
—Y los Reyes Católicos dijeron que sí, claro —apostillé.
—No tan deprisa, mademoiselle —sonrió Gabriel—. Como dicen ustedes: «las cosas de palacio, van despacio». Pues, en este caso, también. A nuestros amigos les tocó esperar aún unos años. Hicieron llegar a través de dos judíos cercanos a los reyes la propuesta de entregar la villa de Melilla y la fortaleza de Mazalquivir y otras más a cambio de protección. Los caudillos ofrecieron como garantía a sus propios hijos, que enviaron como rehenes a la península. —Sonrió divertido Delbrel—. ¡Claro que así también los alejaban del peligro! ¡Ellos siempre tan sutiles! La propuesta fue bien recibida y firmaron los pactos. —Delbrel apoyó la espalda y los codos sobre la barandilla y siguió el relato mirándome de frente—. ¡Lástima que hasta que el Papa no puso orden entre Portugal y España en el reparto de las nuevas tierras descubiertas en América, no se pudieron cumplir! Todo quedó resuelto en el Tratado de Tordesillas. De esta forma, Melilla pasó a formar parte de la Corona de Aragón y el rey Fernando pudo, ¡por fin!, dar la orden de que se cumpliera lo pactado: proteger a la población refugiada en Melilla, y se lo encomendó al Duque de Medina Sidonia que envió a sus tropas.
—Pero los rifeños, ¡seguro que les verían venir en los barcos!
—Efectivamente, ese era el gran problema que había que resolver. Además, el puerto natural de Melilla no permitía que se acercaran barcos de cierto calado, ¡menos aún barcos grandes cargados de hombres, armas, caballos y avituallamiento! —Delbrel encendió un nuevo cigarrillo—. Así que es aquí donde entra el ingenio del hombre de confianza del Duque, don Pedro de Estopiñán, voilà! —El aventurero hizo un gracioso gesto con su mano que me hizo sonreír—. Don Pedro exploró estas tierras para informar de las verdaderas posibilidades de desembarcar tropas cristianas. Lo hizo disfrazado de mercader y camuflado entre ellos. Pudo comprobar las carencias defensivas de la vieja ciudad y también que los rifeños solo permitían que se acercaran a sus costas los comerciantes, y por el tiempo preciso. Las conclusiones no pudieron ser más negativas: a pesar de encontrarse sobre una gran elevación, la ciudad tan solo contaba con los restos de un murallón y una torre como defensa. Las tropas no podrían alcanzar las murallas de la ciudad sin ser abordadas por las tribus que habitaban a los pies del monte Gurugú. El desembarco se convertiría en una carnicería de cristianos.
—Así que las tropas cristianas tenían el apoyo de los habitantes, pero no podían acercarse a ellos. ¿Cómo lo resolvió Estopiñán? —pregunté verdaderamente intrigada porque el problema me parecía irresoluble.
—Con mucho ingenio, mademoiselle —dijo Delbrel acercándose como si fuera a hacerme una confidencia—. La solución no pudo ser más sorprendente. Don Pedro de Estopiñán tuvo una genial ocurrencia y el duque la apoyó poniéndole al mando de una escuadra de más de cinco mil hombres y de varios barcos, con armas y avituallamiento para resistir durante varios meses. Y cuando llegó el mes de septiembre de 1497, don Pedro dio la orden de zarpar desde Sanlúcar de Barrameda hacia Melilla, dispuesto a poner en marcha su plan para tomar la ciudad e incorporarla a la Corona de Aragón.
Al caer la noche, y ya próximos a la costa, detuvieron los barcos y utilizaron chalupas para acercarse sin ser avistados. Las cargaron con todo lo necesario para la toma y la defensa de la ciudad, incluidas unas misteriosas cajas cuyo contenido solo conocían don Pedro y un pequeño grupo de carpinteros. Remaron en silencio hasta una cala a los pies del farallón donde se levantaban las ruinas. Descargaron y, con la ayuda de las cuerdas y garruchas que les tendían desde las murallas los habitantes de la ciudad, comenzaron a subir tanto los hombres como a los pertrechos. Una vez arriba, don Pedro puso a trabajar a los carpinteros con lo transportado en estrechas y largas cajas y, con la ayuda de los soldados, comenzaron a ensamblar las piezas que contenían. Para asombro de todos, incluidos los habitantes de la ciudad en ruinas, al amanecer habían levantado lo que, desde lejos, parecía ser una fortaleza inexpugnable, y que no era más que un inmenso y perfecto decorado. Gracias al realismo y perfección de la obra, el espanto de los rifeños duró varios meses, creyendo que aquella fortaleza era obra del diablo. Al menos, duró lo suficiente para que, mientras tanto, los soldados fueran extrayendo del propio suelo del farallón las piedras, que labradas por los canteros, iban levantando las verdaderas murallas. En un tiempo increíblemente breve lograron reconstruir los muros defensivos y, poco tiempo después, acometieron las obras que le dieron su forma definitiva —Delbrel hizo un alto y asintió—. Créame, Agnès, es una de las fortalezas del Renacimiento más hermosas que yo haya visto.
—Bueno… —exclamé—. Es una leyenda preciosa y magníficamente relatada, Gabriel.
—Gracias, Agnès, me alegra que le haya complacido; pero no es ninguna leyenda mon amie, sino historia y bien documentada. —Gabriel Delbrel sonrió y añadió—: Es usted aún muy joven, chérie, pero ya irá comprobando que la realidad siempre supera la ficción. —Echó un vistazo al mar en dirección hacia donde se presumía que nos esperaba la costa—. Y muy especialmente en esta ciudad africana. Al fin y al cabo, es una ciudad orgullosa de haberse hecho a sí misma, con su propia materia ¿impresionante, n’est pas?
—¿Qué parte de la ciudad le gusta más, Gabriel?
—Si tuviera que elegir… —Se encogió ligeramente de hombros mientras se decidía—. Bon, peut-être… El torreón que llaman de la Florentina.
—¿De la Florentina? ¿Y qué tiene que ver Florencia en esto?
Gabriel Delbrel sonrió y añadió:
—Supongo que porque las obras las dirigía un ingeniero italiano que trajo las novedades defensivas ideadas por el mismísimo Leonardo Da Vinci. —Gabriel hizo una graciosa reverencia que me impulsó a reír divertida.
—Es usted una caja de sorpresas, Gabriel. ¿Cómo sabe tantas cosas? —pregunté asombrada y deseosa de continuar con aquella conversación, pero un escalofrío delató que estaba comenzando a sentir los efectos de aquel aire frío y húmedo.
—¿Quiere que entremos, Agnès? No vaya a enfriarse.
—No, gracias, prefiero seguir un poco más aquí. —Sonreí cubriéndome la boca disimuladamente con la mano—. Hay demasiado humo ahí dentro. Prefiero un poco de fresco al humo de los puros.
Lo cierto era que la compañía de Gabriel Delbrel me resultaba deliciosa y francamente interesante. Ante mi negativa a entrar, Gabriel se quitó su americana y me cubrió con ella, lo que agradecí sinceramente al reconfortarme con su calor. En aquel momento apareció mi padre portando un chal que había traído de mi camarote.
—¡Ah, ya veo que monsieur Delbrel cuida de ti! —exclamó mi padre.
—Es lo menos que puedo hacer por su hija, docteur —respondió Delbrel colocándose de nuevo su americana mientras yo me envolvía en la prenda que me había traído mi padre—. Aunque también puedo hacer algo por usted, si me lo permite.
—¿De qué se trata? —dijo mi padre mirando con ojos entrecerrados a Gabriel.
—De uno de sus rivales en Melilla.
—Pardon?
—Me refiero a Anghello Ghirelli, un italiano muy curioso que estoy seguro que llegará a conocer. Es difícil no reparar en él. Es un tipo bien parecido, refinado, brillante, que alegra las veladas de las mejores familias tocando el piano.
—¿Por qué dice usted que es uno de mis rivales, monsieur Delbrel?
—Porque se dedica a lo mismo que usted. —Delbrel sonrió malévolo—: A ejercer la medicina.
Delbrel apuró su cigarrillo, se detuvo un instante y añadió:
—Claro que a todas esas habilidades, Ghirelli le suma la de confeccionar mapas asombrosamente fidedignos. ¿Curioso, n’est pas?
—Comprendo —dijo mi padre—. Le agradezco la advertencia, pero ya contaba con encontrar aquí a otros colegas.
—Así es —respondió Delbrel—, y Ghirelli no va a ser el único competidor que se encuentre usted por aquí. —Y añadió sonriente—: Aunque dudo que resulten tan polifacéticos como él.
—Le recuerdo, monsieur Delbrel, que mi profesión me llevará a ejercer fuera de los límites de Melilla y no tengo previsto hacerlo en la ciudad; por lo tanto, no cabe competencia alguna.
—Bueno —sonrió Delbrel—, en ese caso todo será más sencillo. Le deseo suerte, docteur —y se dirigió hacia mí—. Bonne nuit, mademoiselle.
Delbrel se marchó y mi padre se colocó junto a mí, apoyado en la barandilla y con la vista perdida en la oscuridad. La techumbre del pasillo exterior, en que nos encontrábamos, nos protegía de los embates del aire que sufrían los toldos que se extendían por toda la cubierta, bajo los cuales se oían voces apagadas de los pasajeros de tercera. Permanecimos en silencio durante unos minutos, hasta que lo rompí.
—Sé guardar un secreto, papá.
Papá Humbert apenas varió la dirección de su mirada, pareció calibrar cuidadosamente mis palabras y solo quebró su mutismo para sentenciar:
—Yo también. Por eso te pido, ma chérie, que esto quede entre los dos. —Me clavó el ámbar de su mirada y añadió—: Algún día te lo explicaré. Ahora debes acostarte.
Caí rendida en mi litera y no desperté hasta que un camarero, agitando una estridente campana, fue avisando por los pasillos de que debíamos prepararnos para desembarcar. Cuando estuvimos listos, acudimos los cinco a la cubierta y logramos hacernos un hueco en la barandilla entre los pasajeros, que se apretaban para asomarse por ella, tratando de distinguir el horizonte en aquella continuidad gris que formaban el cielo y el mar a aquella hora temprana. Un banco de bruma se había interpuesto en nuestra ruta, flotaba a la deriva por delante del buque, y al atravesarlo nos mantuvo aislados de todo lo que nos pudiera estar rodeando. Tan solo se oía el roce del casco contra el mar, el ronquido de los motores y, de vez en cuando, a lo lejos, el choque de las olas contra algún rompiente que no alcanzábamos a vislumbrar. De improviso, surgió la inesperada compañía de un grupo de delfines que nadaban al compás del buque provocando la algarabía de los pasajeros. Poco a poco, a levante, una finísima línea de plata fue engrosándose hasta separar definitivamente el cielo del mar. Surgido de las aguas, un sol pálido fue imponiendo lentamente su presencia y, a medida que se elevó, el mar fue adquiriendo un saludable color azul. La tibieza del sol fue desvaneciendo la calina hasta extinguirla y aparecieron, súbitamente, unos imponentes acantilados que la bruma nos había ocultado. Nos cortaron el aliento con su austera verticalidad, provocando un rumor de admiración en el pasaje que se hallaba en cubierta. Al acallarse, dejó paso a un profundo silencio por el respeto que inspiraban aquellas majestuosas formaciones calcáreas. Las paredes de la abrupta costa africana, coronada por bosquecillos de pinos enanos, comenzaron a adquirir un enérgico color blanquecino a medida que el sol iluminaba con más intensidad su superficie. Al llegar a la altura de un cabo, que todos señalaban con el nombre de Tres Forcas, el barco se mantuvo alejado de las crestas rocosas que asomaban bajo las aguas. Cuando el buque acabó de recorrer el contorno del cabo, surgió ante nosotros un farallón descarnado sobre el que se levantaba una robusta ciudad amurallada. Una euforia generalizada se apoderó de los pasajeros al sentirse tan cercanos a su destino: la ciudad de Melilla.
A media milla del puerto, el buque se detuvo. Un fuerte sonido metálico de eslabones rozando el casco a proa nos hizo comprender que el ancla se estaba deslizando ruidosamente, hasta hundirse en el fondo de la rada. Desde la cubierta, pude contemplar que las fachadas de los edificios que asomaban por encima de las gruesas murallas que los rodeaban y sus torreones circulares, iban adquiriendo un suave color dorado mientras despertaban, un día más, sobre el mar y frente a las dos cabezas del monte Gurugú. Un toque de diana, venido desde algún punto en el interior de la ciudad, resonó metálico en la lejanía. Su insistencia consiguió que se descorrieran visillos, se abrieran postigos y que la gente se asomara por las ventanas. Incluso llegó hasta nosotros el eco del paso ligero de invisibles regimientos acuartelados en la fortaleza, movidos al unísono por el ritmo apresurado de cornetas y tambores. El voceo de las órdenes de los oficiales, disponiendo a la tropa para formar, resonaba en la oquedad del interior de las murallas y las traspasaba hasta llegar al buque. Tras unos breves toques de corneta y un breve silencio, comenzó a sonar una música solemne interpretada por tambores, trompetas y platillos. Todo el pasaje enmudeció y aún se pudo escuchar con mayor claridad traída por el viento.
—¿Por qué se han callado todos, papá? —pregunté en voz baja.
—Es el himno de España, ma chérie.
Desde el barco vimos cómo ascendía lenta y ondulante la bandera de España en el centro de la fortaleza, arropada por la majestuosidad de los compases del himno español. Al finalizar la marcha, el pasaje recobró su algarabía. Las gemelas señalaron con asombro una gigantesca grúa colocada en el extremo de un rompeolas que descargaba colosales bloques de hormigón componiendo un dique. El muelle se veía atestado de gente que saludaba y agitaba pañuelos, sombreros y sombrillas, con gran expectación ante la llegada del buque. Mi padre preguntó a uno de los camareros que pasaba por cubierta si viajaba alguna personalidad importante en el barco que justificara un recibimiento tan masivo y entusiasta. El camarero sonrió condescendiente:
—Al que reciben así es al barco, señor.
No tardaron en llegar unos lanchones tripulados por hombres de uniforme azul. Una vez pegados al casco metálico del buque, una escalerilla de cuerda nos permitió bajar hasta aquellas barcazas. El único tripulante de la chalupa nos ayudó a subir a bordo y fue distribuyendo a los pasajeros. Nos condujo remando él solo hasta los escalones de piedra del muelle y, por fin, pisamos tierra africana. Un policía municipal nos iba recibiendo a los pasajeros en el muelle. A los de primera nos saludó cortésmente. A los de tercera clase, les iba exigiendo uno a uno la cédula que demostraba que eran vecinos de Melilla, o bien, que abonaran el importe de un billete de barco, para asegurarse su devolución a la península en caso de crear conflictos. Gabriel Delbrel se acercó a saludarnos y a presentarse a mi madre. Tras desplegar todo su encanto, se despidió de nosotros, no sin antes ofrecerse como guía para mostrarnos la ciudad y quedar a nuestra disposición para lo que fuera menester. Concertamos la visita turística para un par de días más tarde y mi familia y yo subimos a un coche de punto que contratamos, tras haber enviado a nuestra nueva dirección otro coche portando el equipaje.
El coche de caballos nos subió por la cuesta de acceso a la ciudad amurallada, y tras atravesar la Puerta de la Marina, nos adentramos en un laberinto de calles adoquinadas y cuesta arriba hasta llegar a la plaza de los Aljibes, para continuar ascendiendo hasta la plaza del Gobernador, una explanada limitada por el palacio del Gobernador Militar, por el edificio de la torre del Reloj y el teatro Alcántara. Detuvieron los coches en un extremo de la plaza, junto a una empinada calle cuesta arriba, la de San Miguel, delante de una casona de aspecto sólido que la Société Lyonnaise había alquilado para nosotros. Allí nos esperaban en la puerta la señora Justina y Manolita, una muchacha algo más joven que yo, ambas se harían cargo del mantenimiento de la casa.
A pesar de los años transcurridos, no he olvidado aquella primera impresión al ver a Manolita tan morena, menuda y fibrosa, limpiándose continuamente la nariz con la manga de su vestidillo y aquel misterio de adivinar hacia dónde miraba realmente, si con su ojo bizco o con el bueno, que tanto meneaba hacia arriba como hacia abajo. Cuando bajé del coche, Manolita se me acercó, hizo un amago de saludo y, sin mediar palabra, me arrancó de las manos con brusquedad el bolsón de viaje que llevaba y cargó con paquetes y bolsos, que el cochero iba bajando del carruaje, con la diligencia y la fuerza de una hormiga. Cuando subimos a las habitaciones, todo estaba ya repartido por aquella criatura «bruta, pero trabajadora como una mula», según nos aseguró la señora Justina y fiel como un perro, puedo añadir yo.
Los primeros días los dedicamos a reponernos del agotador viaje y a explorar aquella singular ciudad con la ayuda inestimable del señor Delbrel, quien nos fue introduciendo en Melilla y poniéndonos al día en los usos y costumbres. Nos hizo ver que nos encontrábamos en un lugar fuertemente militarizado. No solo porque cada jornada era saludada y despedida con un toque de corneta, subiendo o bajando la bandera con los regimientos en perfecta formación en la plaza de Armas, o porque nos lo recordaran los centinelas repitiendo cada cuarto de hora en las garitas de las murallas la consigna de esa noche durante la ronda, sino, y sobre todo, por la estricta jerarquización entre los civiles. Era un curioso fenómeno el que se daba allí por aquellos años. No eran clases lo que se había creado en la sociedad civil melillense, sino castas según el grado de relación con las autoridades militares que, por aquel entonces, eran las únicas que regían la vida de la pequeña urbe en todos los aspectos.
—¡Oh, qué terrible! —se lamentó mi madre al serle revelada la clave para pertenecer a la burguesía melillense en la soleada azotea de nuestra casa—. Nosotros no tenemos aquí contacto con ninguna autoridad militar. Bueno, quizás Humbert conozca, pero no sé yo…
—¡No tiene nada que temer, madame! —aclaró Delbrel que trataba de descubrirnos desde aquella altura, a mi madre, a mis hermanas y a mí, no solo las claves sociales, sino los nuevos límites de una ciudad que había comenzado a expandirse por una vasta llanura más allá del encorsetamiento de sus murallas—. ¡Ustedes son una familia venida del mismísimo París! Su esposo es médico, sus hijas unas señoritas perfectamente educadas y usted, madame, permítame decirle que es la personificación de lo que se entiende como una auténtica dama. —Delbrel respiró satisfecho y añadió—: Les recibirán con los brazos abiertos, bien sûr! Aquí la gente es muy activa y está deseosa de novedades, de gente nueva, de nuevos espectáculos, de nuevos deportes… No tendrán ningún problema para ser aceptados, más bien tendrán problemas para decidir a qué acto acudir. Además —añadió—, yo mismo me encargaré de presentarles a unos cuantos conocidos míos, entre los que se cuentan las esposas de importantes autoridades, vous pensez bien?
—¡Oh, sería magnífico, monsieur Delbrel! ¿Verdad, niñas?
—Claro, mamá —respondí mientras mis hermanas correteaban por la azotea entre la ropa tendida.
—¡Pues no se hable más! Cuando usted disponga, madame, les presentaré personas muy interesantes con las que departir y pasar buenos ratos. —Mamá Ana aplaudía de puro contento—. ¡Y les propongo algo más: mañana las guiaré por la nueva Melilla!
Y así fue. Mientras papá Humbert se dedicaba a cumplimentar engorrosos trámites burocráticos en diferentes organismos oficiales, Delbrel se ocupó de procurarnos distracciones y, cumpliendo lo prometido, nos llevó fuera de los muros de la ciudad a visitar los nuevos barrios que comenzaban a surgir a sus pies. Bajamos hasta una amplia explanada destinada a zoquillo diario y que acababa en la llamada Puerta del Campo, que por aquel entonces hacía las veces de aduana para quienes llegaban por tierra. Allí aguardaban los cabileños desde muy temprano a que se abrieran las puertas de la ciudad, para conseguir los mejores puestos. En el zoquillo hombres rudos y de piel reseca, que si no calzaban babuchas caminaban descalzos, vestidos con largas chilabas, oscuras o rayadas y con turbantes distintos, según la tribu a que pertenecieran, voceaban y ofrecían sobre mantas extendidas en el suelo artesanía de cuero y abalorios o dentro de alforjas de esparto los productos de sus huertas y granjas.
—¿Y toda esta gente? —preguntó mamá Ana un tanto aturdida por el trasiego de rifeños a su alrededor y el voceo constante de las mercaderías.
—La mayoría vienen de las cabilas más cercanas, a ofrecer sus productos a los habitantes de Melilla y a las caravanas venidas desde Debdú, Zeluán, de las dos orillas del Muluya, incluso de más allá del desierto del Sahara, sí, sí —insistía Delbrel ante el estupor de mamá Ana—. Tras la Puerta del Campo paran las caravanas, que también venden productos que traen de todo el Rif, incluso desde Marrakech. Pero, sobre todo, vienen para aprovisionarse de productos europeos que pueden comprar aquí un veinte por ciento más barato que en la zona francesa: jabón, velas, alimentos en conserva… —sonrió—. ¡Por eso me encomendaron acabar con la competencia que esta ciudad le hace a Orán! —Se descubrió de su sombrero de paja y se secó el sudor de la frente con un inmaculado pañuelo blanco, que guardó con habilidad y rapidez en el bolsillo superior de la chaqueta de su traje color tabaco—. Ahora les llevaré al mercado donde las caravanas se surten.
—¿Aquella arboleda con palmeras al otro lado de la explanada, qué es? —preguntó mamá Ana.
—Oh! Bien sûr! Es un hermoso parque. Fue inaugurado hace pocos años —explicó Delbrel—. En muy poco tiempo se ha convertido en la zona de paseo preferida por los melillenses, junto con la avenida principal. Le llaman el parque Hernández, por el general que encargó su creación. Realmente estuvo muy acertado. Transformó un terreno pantanoso en un hermoso jardín. Luego les llevaré, pues les reservo allí dos sorpresas —se sonrió satisfecho ante nuestra expectación—: une pour la mama et une autre pour les petites. —Las gemelas dieron pequeños saltos de alegría.
Gabriel, como buen conocedor de los gustos femeninos, supo anticiparse a nuestros deseos y nos condujo a un lugar menos masificado y polvoriento. Nos encaminó hacia la parte de la nueva ciudad y nos condujo a donde se podían adquirir productos importados de todas partes del mundo y donde se surtirían los caravaneros una vez concluido el zoquillo: el mercado del barrio del Mantelete.
—Para que no extrañe sus compras en París, madame —dijo Delbrel.
Este curioso mercado era el alma de un barrio que había surgido a los pies de las murallas, donde establecieron sus viviendas y comercios un gran número de familias hebreas. Allí se habían levantado los principales establecimientos comerciales de Melilla. Gabriel nos explicó que era preciso acudir a estos comerciantes judíos, no solo para los productos importados, sino también para comprar productos básicos, algunos de los cuales solo se podían adquirir a través de ellos. Como ocurría con el azúcar y las bebidas alcohólicas, cuyo monopolio de venta y distribución habían conseguido. La mayoría de la población judía era descendiente de sefardíes expulsados por los Reyes Católicos, pero nos explicó que hacía unos dos años se les habían sumado cientos de judíos que habitaban por los alrededores de Taza y que se refugiaron en Melilla huyendo de las barbaries de los rifeños. Allí encontraron la protección del ejército español y las donaciones espontáneas de los melillenses para cubrir sus necesidades más inmediatas, pues habían llegado con lo puesto. Muchos de ellos, poco tiempo después habían ido prosperando mediante el comercio y la artesanía y poco a poco fueron configurando un peculiar mercado de puestos de madera que se alineaban en dos hileras formando una calle y que mantenían levantados sus frontales alzados, a modo de toldos.
Nos refugiamos del calor bajo la sombra que proyectaban y fuimos curioseando la extraña mezcolanza que ofrecían, desde conservas, quesos, alcohol y tejidos venidos de Holanda, Francia, Gran Bretaña, Alemania, Estados Unidos, India y China, a los productos traídos desde la península: conservas, dulces, frutas, tejidos o velas, a artículos de bisutería y artesanía traídos desde Tetuán, Fez, Rabat, Marrakech o Xauen, sandalias y babuchas de fino cuero, jaiques bordados con hebras de plata, ceñidores, abanicos con plumas exóticas, brazaletes repujados y tapices, pieles y alfombras. Una infinidad de artículos que no solo se podían hallar en aquellos puestos sino en las calles adyacentes, donde florecían un sinnúmero de tiendecitas. El gran número de gente que acudía a este mercado, y recorría las calles del barrio, era una muestra de la ebullición que iba apoderándose de una ciudad que comenzaba a expandirse aceleradamente.
—¿Por qué ha venido tanta gente a vivir a esta ciudad? —preguntó mi madre un tanto agobiada por el gentío y los carros que trasegaban por las calles del barrio del Mantelete.
—Lo que está usted viendo, madame Beaumont, es el resultado de las obras de construcción del puerto —explicaba Delbrel—. Si se fijaron cuando llegamos, una grúa estaba colocando grandes piedras para construir un dique n’est pas? Esta obra necesita gran cantidad de mano de obra y en la península hay mucha gente sin trabajo y han venido por cientos.
—Yo diría que por miles —apostilló mamá Ana e hizo un gesto como para que miráramos a nuestro alrededor e hiciéramos un cálculo—. ¿Y se puede saber dónde se meten? ¡La ciudad es muy pequeña!
—Oui, madame! Por eso se están construyendo nuevos barrios a gran velocidad, no solo cerca de las murallas, también en las partes más altas del territorio, incluso a lo largo de la carretera que lleva a Nador, porque a toda esta gente que viene sin cesar hay que darle vivienda.
—Supongo que la construcción de casas atraerá aún a más gente —comenté sujetando mi sombrerito al levantar la vista para contemplar lo avanzadas que estaban las obras de una de las viviendas que teníamos próximas.
—Bien sûr, ma chérie! —respondió Delbrel mientras se abanicaba con su sombrero—. ¿Qué les parece si tomamos un refresco en el parque Hernández y luego les enseño las sorpresas que les esperan en él?
Acompañamos entusiasmadas a Gabriel Delbrel, cuyo magnetismo personal y encanto se iba granjeando nuestra simpatía por momentos. Nos llevó a un sorprendente bar-cafetería, El Preferido, cuyo interior estaba recubierto desde el techo hasta media altura de las paredes de auténticas filigranas árabes y, el resto, de azulejos de reflejos azules y dorados que nos transportaron a un palacio digno de Abderramán. Tras degustar unas «cuajaditas», que resultaron ser unos ricos granizados de limón que nos libraron del acaloramiento, nos condujo a través del largo paseo central del parque, flanqueado por hileras de esbeltas palmeras. A los lados se abrían extensiones de césped y grupos de árboles de cuyas copas entraban y salían constantemente pajarillos. Las palomas paseaban por el suelo picoteando la tierra prensada y, de vez en cuando, repentinamente levantaban el vuelo espantadas por las gemelas, que intentaban atraparlas inútilmente. En nuestro paseo, Delbrel nos mostró la artística pérgola destinada a cobijar a los músicos que amenizan los paseos de las mañanas de domingo.
—¿No hay bancos para sentarse? —preguntó mamá Ana.
—No, pero hay un señor que se dedica a alquilar sillas plegables —explicó Delbrel—. Siempre anda por aquí y por una cantidad insignificante se tiene asiento, si se desea.
Al final del recorrido nos esperaba nuestra primera sorpresa: la destinada a mamá Ana.
Se trataba de una zona acotada por una valla metálica y en la parte superior de la puerta un cartel indicaba que nos encontrábamos ante el Melilla Sporting Club. Nos explicó Delbrel que hacia tan solo dos años que había sido fundado por un grupo de señoras, desafiando las burlas de los hombres y de la opinión pública en general, que no veía bien que las mujeres se dedicaran al deporte.
—¡No me imaginaba que por estas tierras las señoras estuvieran tan avanzadas! —exclamó mi madre sinceramente sorprendida mientras observaba como cuatro señoras, con vestidos blancos de tirantes y con el pelo sujeto por una ancha felpa alrededor de la cabeza, jugaban al tenis por parejas en una espléndida pista de tenis.
—Es una ciudad pequeña, bien sûr! —respondió Delbrel—, pero es un cruce de caminos y aquí hay gente venida de todas partes del mundo, la mayoría con grandes inquietudes y con muchas ganas de prosperar. ¡Pero no perdamos tiempo, mesdames, pasemos y les presentaré a algunas de mis conocidas! —Abrió la verja y nos dejó pasar caballerosamente a nosotras primero—. Magnifique! Hoy está la señora de Arrieta —añadió Delbrel en voz baja—: Es íntima amiga de la esposa del Comandante General.
—¿Y ese comandante, es importante aquí? —preguntó mamá Ana.
—Madame! Ici, c’est le maximum!
No fue necesario que avanzáramos mucho en el interior de aquel recinto al aire libre ni que Gabriel Delbrel tuviera que hacerse anunciar, su sola presencia revolucionó a las señoras que esperaban su turno para participar en el juego y consiguió que se detuviera el que estaba en marcha. Todas acudieron a él de inmediato rodeándole con jubiloso cacareo.
—Mes chers amis! —dijo Delbrel dirigiéndose al alborotado corro—. Les presento a la esposa y a las hijas del doctor Beaumont, un prestigioso médico francés recién llegado a estas tierras junto con su familia desde París.
—Bienvenida, querida, soy la señora de Arrieta —dijo amablemente tomando la iniciativa aquella a quien todas parecían tener un especial respeto—. Lamento muy de veras que mi francés sea tan escaso, pero seguro que nos entenderemos.
—No será necesario que hablemos en francés, señora —respondió mamá Ana imprimiéndole una graciosa ondulación al movimiento de su abanico—. Soy española.
—¡Oh, cuánto lo celebro! Es estupendo que se incorpore a nuestra sociedad una dama de su categoría. —Y añadió dirigiéndose a todas las demás—: Seguro que tiene mucho que contarnos. ¡París, Dios mío! Estaremos encantadas de que vengan a practicar sport con nosotras —dijo indicando las pistas de tenis y de patinaje—. ¿Puedo tutearla, querida?
—Desde luego, llámeme Ana, por favor; y mi hija mayor se llama Agnès.
—Encantada, Agnès. Mira, Ana —dijo volviéndose para mostrarle las pistas—, aquí podréis practicar plan tenis y karting. —Y se dirigió hacia las gemelas—. Vosotras también patinaréis en el club cuando seáis unas señoritas y, mientras, podéis jugar en el parque infantil con nuestros hijos.
—Les agradezco muchísimo esta cálida bienvenida, señoras —respondió mamá Ana—. Por supuesto que vendré a practicar deporte con ustedes y tendré mucho gusto en asistir a sus reuniones —mamá Ana se detuvo un instante y prosiguió—. Confieso que no esperaba encontrarme con este ambiente tan chic ni que estuvieran tan adelantadas.
—¡Ya estamos acostumbradas a eso, querida! Todos los que vienen a Melilla esperan encontrarse o la selva o el desierto. Nunca esperan encontrar una ciudad con sus comodidades. —Ladeó la cabeza y añadió—: Es cierto que aún nos queda mucho por hacer. Pero, querida, eso es lo más interesante: que podemos crear entre todos una ciudad moderna y es justo lo que estamos haciendo en este momento —y con tono desenfadado, añadió—: Como dice mi buena amiga, la señora de Tur: «¡Dios mío, está Melilla lo mismo que London!, pues funda sociedades y se entrega al sport». —Todos reímos la ocurrencia—. Aquí, Ana, no echarás de menos nada de lo que pudieras comprar en París, y si no lo encuentras, nuestros maridos lo traerán como tantos otros productos refinados —suspiró antes de continuar—. Lo que no encontrarás son los espectáculos de una gran ciudad.
—Bueno, ya van viniendo compañías de teatro al Casino Militar, y algunas muy buenas al teatro Alcántara —intervino otra de las damas deportistas.
—Afortunadamente —añadió una señora rubia—, no todo van a ser cupletistas en ese teatro de mala nota, ese… ¿cómo se llama?
—El Ideal, madame —dijo Delbrel—. Y no son malos sus espectáculos, créame. Vienen muy buenas artistas y cupletistas excelentes.
—¡No serán malos para usted, que es un hombre! Pero son afrentosos para una mujer de buena reputación —insistió la tenista rubia parpadeando coqueta y repetidamente.
—Como te decía, querida —retomó el protagonismo la señora de Arrieta—, lo más granado de esta sociedad tratamos de organizar todo tipo de eventos, a los que espero que no faltes: tertulias en las cafeterías, bailes, veladas musicales, carreras ciclistas… Es muy importante tenernos distraídas —la señora de Arrieta miró a sus amigas con una mirada cómplice—, porque si se nos agotan las distracciones tendemos a practicar la afición más extendida en Melilla: el cotilleo —dijo provocando las risas de las acompañantes.
—Confío en que se acostumbre a ello —apostilló Delbrel divertido—, aquí es imposible escapar de esa condena. —Y nos indicó que miráramos hacia otro lado del parque—. Eso sí que le agradará, madame Beaumont. ¿Ven aquellos operarios, mesdames? Están empezando a montar las casetas de la feria.
—¡Oh! ¡Cómo he podido olvidarlo, querida! —se lamentó la deportiva señora de Arrieta apoyando su raqueta en el hombro—. ¡Por supuesto! Dentro de poco estarán las casetas montadas y todo el parque engalanado para la feria. ¡Ya verá qué bonito queda! Las atracciones estarán fuera del parque —y mirando a las pequeñas siguió—, habrá tiovivos, tómbolas… de todo para los niños. —Se volvió hacia mi madre—. La caseta oficial y la del Casino Militar son espectaculares querida, no se lo puede perder. Allí se tapea y se baila bajo las carpas de las casetas hasta buenas horas de la noche. ¡Hay que disfrutar del verano!
—¿Ha visto alguna vez una corrida de toros, señora Beaumont? —preguntó la señora rubia.
—Hace muchos años en Almería, con mis padres, cuando era muy jovencita —respondió mamá Ana.
—Bueno, pues aquí tendrá muchas ocasiones de hacerlo —intervino la señora de Arrieta y tomó de la mano a mi madre y añadió—: Ana, cuando regrese a París, querida, nunca podrá decir que Melilla es aburrida. Eso, se lo puedo garantizar.
Tras despedirnos de las damas del Melilla Sporting Club, Delbrel nos indicó que nos llevaría hasta el local de moda en el que solían reunirse estas señoras, pero que antes nos dirigiríamos hacia la sorpresa que tenía reservada a las gemelas, aún unas niñas de nueve años. Era otra zona dentro del parque. A medida que nos aproximábamos comenzamos a escuchar el sonido inconfundible de chorros de agua de una multitud de surtidores. Atravesamos un paseo delicioso bajo arcadas de espeso follaje que reproducía fielmente los surtidores del Generalife de la Alhambra, según nos indicó Delbrel y como pude corroborar personalmente años después. Al finalizar aquel refrescante paseo, los graznidos de los patos desataron de las manos de mamá Ana a Sophie y Juliette que corrieron hacia el lugar prometido. Estaban felices de encontrarse con su sorpresa: un pequeño lago artificial lleno de nenúfares y plantas acuáticas en las que patos y cisnes sumergían las cabezas y se sacudían el agua de las plumas. Junto al lago, una gigantesca jaula contenía todo tipo de pájaros exóticos que revoloteaban en su interior desplegando sus brillantes colores. Gabriel nos descubrió un pequeño paraíso donde pasar horas serenas y distraídas.
Tras un buen rato descansando en una bancada de piedra junto al lago, Delbrel nos dijo:
—Si en algún momento sienten nostalgia de París, les recomiendo, mesdames, que se dirijan sin dudar al local al que voy a llevarlas: Le Lion d’Or, les aseguro que allí volverán a pisar París. —Y añadió Delbrel—: No tiene pérdida. Está en la avenida —sonrió—, la única por el momento.
Era cierto, en aquel momento era la única avenida con la que contaba la nueva ciudad en construcción. Su nombre oficial era el de avenida de Alfonso XIII, pero los melillenses ya la denominaban entonces familiarmente como la Avenida. Los bajos de sus edificios estaban ocupados por establecimientos comerciales y locales de ocio; pero aún había edificios en construcción y solares vacíos que, según nos dijo Delbrel, habían comprado acaudaladas familias judías que esperaban ilusionadas la llegada de un arquitecto catalán, Enrique Nieto, discípulo de Gaudí, quien iba a proyectar sus futuras viviendas.
—¿No cree que exagera, monsieur Delbrel? —dijo mamá Ana con cierto tono escéptico mirando a su alrededor mientras nos adentrábamos en una calle sin asfaltar, que por sus dimensiones nunca encajaría con el concepto que de avenida teníamos—. Si el local es como la avenida, no será para tanto, Gabriel.
—Bueno, juzgue por usted misma, madame —dijo al tiempo que se detenía ante una señorial puerta de madera con un cristal serigrafiado con cintas enlazadas que formaban caprichosos dibujos al más puro estilo art decó—. Bienvenidas al Lion d’Or. Retrouvez Paris, mesdames!
Delbrel abrió la puerta y nos cedió el paso al interior de un local fabulosamente decorado con espectaculares vidrieras de colores, en las que aparecían representadas a tamaño natural las musas de las diferentes artes. Ricas maderas forraban el suelo y las paredes del local, iluminado por delicados globos de cristal encendidos con luces de gas y preciosos quinqués sobre veladores de mármol verde y pie de forja que conformaban una refinada decoración art decó que nos impresionó vivamente. Una vez más, el intrépido aventurero había calculado con precisión nuestras reacciones cuando nos descubriera aquel establecimiento mezcla de pastelería, cafetería, tetería y salón de billar. Era tal cual como las cafeterías que habíamos dejado atrás en París. El sonido de un acordeón que tocaba melodías francesas nos transportaba a nuestro lugar de origen. La gran diferencia estaba en la chispeante forma de ser del público del local, que iba aumentando el volumen de su conversación y del que, de vez en cuando, surgía una carcajada lanzada con libertad, pero siempre dentro de un orden. A decir verdad, no esperábamos tanto refinamiento en aquella diminuta y peculiar ciudad en la que parecía cruzarse lo más representativo de dos mundos: el occidental, con su desarrollo tecnológico contrarreloj originando cambios constantes, y el de la vida indígena rifeña, en el que el tiempo no cuenta porque se detuvo muchos siglos atrás y los cambios no forman parte de ella.
Hacia el mediodía apareció papá Humbert por el Lion d’Or. Las gemelas corrieron a su encuentro y se acercó a saludarnos a mamá, al señor Delbrel y a mí. Le agradeció muy sinceramente el que se hubiera ocupado de nosotras aquel día tan complicado para él y le invitó a compartir el almuerzo con nosotros, a lo que Gabriel rehusó amablemente. Se despidió, no sin antes prometer que volveríamos a vernos. Durante el almuerzo pusimos a papá Humbert al día de todo lo que habíamos descubierto de la mano de Delbrel. Las pequeñas se atropellaban intentando explicar todo lo que habían visto aquella mañana: la jaula, los patos, las pistas de patinaje, la feria… Papá Humbert les advirtió que tendrían que acostumbrarse a hablar en español.
—Sé que lo entendéis todo, pero tendréis que hablar con los niños de aquí en español —dijo papá Humbert a las pequeñas.
—¿Nosotras podemos enseñarles francés, papá? —preguntó Sophie.
—No —respondió papá Humbert—. Así no sabrán lo que habláis entre vosotras.
Tras una sobremesa tranquila en aquel mágico local, que nos ayudó a reponernos de los ajetreos de la mañana, coincidimos con las deportivas señoras del Melilla Sporting Club. Con su compañía transcurrió la tarde deprisa y nos despedimos dispuestos a regresar a nuestra casa. Al salir del establecimiento nos esperaba una nueva sorpresa. Era costumbre en verano que al caer la tarde, cuando cesaba la bullanguera actividad de los comercios, la Avenida se cerrara al tráfico y su suelo polvoriento fuera regado por carros-cisterna, convirtiéndola en lugar de paseo atrayendo a cientos de personas. Sus aceras se transformaban en cuestión de minutos en terrazas de casinos y cafeterías que llenaban de vida la principal arteria de la ciudad. No tardamos mucho tiempo en descubrir que, en los atardeceres de verano y los domingos a la salida de misa de doce, la Avenida se inundaba de niñas casaderas y de hombres jóvenes. A la hora de interesar a las jovencitas, los militares de cierta graduación competían con ventaja sobre los civiles, por sus vistosos uniformes y su paga fija, siendo los que más sonrisas arrancaban a los grupos de muchachas.
Terminamos de recorrer la Avenida y nos dirigimos a Melilla la Vieja para ir a nuestra casa. Después de subir por la cuesta de la puerta del Mar, nos detuvimos a tomar un poco de aire en un repecho en el que la brisa del mar corría alegremente. Desde aquella altura nuestra vista alcanzaba el puerto, la explanada delimitada por la puerta del Campo y el camino polvoriento que partía de ella y llevaba fuera de los confines del territorio, el parque Hernández y los nuevos barrios que estaban en construcción y la propia Avenida con el mercado del Mantelete a sus espaldas. El aire corría fresco y, sabiendo que aún quedaban unas cuantas cuestas por subir, nos mantuvimos un tiempo más ante aquella vista. De repente, la luz que había inundado la ciudad a raudales, perdió su fuerza al ocultarse el sol, tras la gigantesca silueta del Gurugú. El cielo se había transmutado en un velo a jirones anaranjados, con bordes iluminados, y una fosforescencia dorada comenzó a adueñarse de edificios y calles. Quedamos extasiados ante aquella belleza que destilaba una atmósfera de irrealidad. De repente, las gemelas señalaron entusiasmadas bandadas de ruidosos estorninos, que se dirigían hacia los árboles y palmeras del parque Hernández buscando refugio.
A medida que el sol se recostaba suavemente, el cielo empalideció, hasta volverse plateado y fresco y las nubes, tornadas al malva, se fueron disolviendo en el añil del cielo hasta desaparecer. Una pátina de luz violácea envolvió la ciudad hasta igualarla con la oscuridad azul de las laderas del Gurugú, cuya silueta adquiría un aspecto más adusto y misterioso a medida que anochecía. Poco a poco, las farolas de gas fueron delatando la extensión de aquella ciudad que acariciaban suavemente olas mansas en sus playas. Dos gruesas lágrimas escaparon de mis ojos; no tanto conmovida por aquella visión, sino porque comenzó a resonar en mi interior la melodía que el violinista de la estación había tocado para mí. Lloré en silencio al comprender que la ciudad que tenía frente a mí había adquirido el aspecto de una ensoñación. Sí, de una ensoñación al borde del mar.
Tras descansar profundamente aquella noche, desperté entre el lánguido toque de campanas de la torre del reloj marcando las ocho y los voceos del repartidor de periódicos y del aguador. Ya no me despertó el cornetín del toque de diana; me había acostumbrado rápidamente a él. Me asomé por la ventana de mi habitación. Desde ella podía ver a mi izquierda un costado del teatro Alcántara, enfrente la torre del reloj y a la derecha la fachada del palacio del Gobernador y su jardín. Entre su muralla y la puerta de casa arrancaba la empinada cuesta de San Miguel. Por ella vi bajar corriendo a unos niños y detrás unas mujeres cargadas con canastos, que charlaban entre ellas. Se detuvieron ante un hombre que subía la cuesta cargado con una cesta llena de huevos. El hombre cubría su cabeza con una kipá, que evidenciaba que era judío. Regatearon el precio hasta llegar a un acuerdo y, tras la compra, continuaron sus caminos despidiéndose con un saludo. La vida estaba en la calle y yo me la estaba perdiendo, así que, como era una mañana espléndida y la temperatura todavía era fresca, decidí mientras desayunaba que si mamá Ana no me necesitaba, dedicaría la mañana a conocer mi entorno en aquella fortaleza.
Al salir de casa y comenzar a subir la cuesta de San Miguel me topé de frente con un hombre que conducía un asno cargado de carbón. El hombre voceaba su mercancía de vez en cuando y su resignado borriquillo no cesaba de mover las orejas para sacudirse las moscas, que le picoteaban con inquina. Al llegar ante la iglesia de la Purísima me adentré por una de las calles que abocan a esa plaza. Recorrí un insospechado entramado de callejuelas serpenteantes y silenciosas, de suelo almohadillado por piedras pulidas, por el que fui descubriendo bares y tabernas, tiendas de comestibles y todo tipo de artesanía. De vez en cuando se abría una ventana y alguien tendía ropa o charlaba animadamente con la vecina de enfrente. Me encaminé hacia las murallas que dan al mar hasta llegar a los pies del faro. Era de mayor tamaño de lo que había apreciado desde el barco. El bonete metálico cerraba un espacio transparente en el que giraba sin cesar un espejo guiando a los buques. Desde aquella altura y con la infinitud del mar rodeándome, me congracié con aquellos paisajes tan distintos a los que había conocido y decidí que el tiempo que pasara en aquella curiosa y diminuta metrópoli lo viviría intensamente.
El primer domingo que disfrutamos en Melilla, comenzó con el arrebato de las campanas de la iglesia de la Purísima llamando a misa. Papá Humbert nos propuso desayunar en el Lion d’Or donde elaboraban unos deliciosos churros que allí acostumbraban a tomar con té moruno. Aceptamos encantadas, y no había transcurrido media hora, cuando ya nos encontrábamos disfrutando del delicioso aroma de la infusión con hierbabuena y de unas crujientes y doradas ruedas de masa frita. Mientras nosotras acabábamos de tomar aquel manjar, papá Humbert pidió una cerveza de importación y se dispuso a leer el periódico local. En ello estaba enfrascado cuando fue interrumpido por un individuo de pequeña estatura y modales afectados que se detuvo ante nuestra mesa. Saludó descubriéndose de su canotier, se dirigió a mi padre como doctor Beaumont y luego saludó a mamá Ana. Él se presentó como Ceferino Sierra y al sonreír estiró su fino bigotito y mostró el hueco que formaban sus paletas notoriamente separadas. Mi padre se levantó de inmediato e hizo un aparte con él, convinieron en algo y se despidieron. Mamá Ana no puso demasiado interés en la interrupción que acababa de tener lugar, absorta como estaba siguiendo con atención el vestuario de las demás damas. Papá Humbert regresó a su asiento sin hacer comentario alguno, sorbió cuidadosamente la abundante espuma de su cerveza holandesa, desviando la vista hacia el lado opuesto por el que desaparecía aquel curioso personaje. No pude oír lo que hablaron entre ellos, pero sí alcancé a entender que todo estaba preparado para que se internaran en el Rif. Irían acompañados de un magrebí que haría de intérprete. Al parecer sería pronto. En realidad, mucho antes de lo que imaginaba.
A partir del día siguiente, mi padre comenzó sus incursiones en territorio rifeño acompañado por el tal Ceferino y el magrebí. Mamá Ana dejaba a las gemelas al cuidado de la señora Justina y se hacía llevar en un coche de punto hasta el parque Hernández para practicar tenis con sus nuevas amistades. Solía regresar a casa para bañarse y, una vez mudada, volver a Melilla con sus amigas para almorzar y pasar la tarde. Papá Humbert regresaba al caer la tarde cubierto de polvo y con pocas ganas de conversar.
Ante todo el mundo mi padre representaba el papel de médico. Incluso nuestra ingenua y despistada madre había llegado a creerse que papá Humbert había estudiado Medicina en la Sorbona y que no se lo había confesado antes por modestia. La realidad de los títulos universitarios de papá Humbert era lo que menos le interesaba a nuestra madre en aquellos momentos que, lejos de lo que había supuesto, había encontrado una ciudad y una sociedad que le ajustaba como anillo al dedo. Su halo de glamour de dama venida directamente de París, esposa de un apuesto médico de quien se rumoreaba era amigo personal del mismísimo conde de Romanones, la situaba directamente entre las fuerzas vivas de una pequeña ciudad de pujante crecimiento, donde la burguesía local ansiaba nuevas y lujosas diversiones; pero que ninguna le resultaba tan atractiva como la de inmiscuirse en la vida de los demás y desgranar hasta el último detalle en petit comité.
En cierta ocasión, como en tantas otras, mamá Ana tras despedirse de las pequeñas, me dio un beso antes de subir al carruaje que la esperaba en la puerta. En esta ocasión no llevaba su ropa deportiva, sino que iba elegantemente vestida.
—¡Ah, Agnès, cariño! Casi lo olvidaba. Dile, por favor, a la señora Justina que no prepare comida para mí —dijo—. Hoy no iré al tenis y no comeré en casa. Tenemos que presidir una tómbola benéfica ¡y nos llevará todo el día! ¡Adiós, niñas!
Hice entrar a mis hermanas al interior de la casa tras despedir a mamá Ana y le transmití a la señora Justina lo dicho por mi madre. Las pequeñas se quedaron jugando al cuidado de Manolita y yo me fui a mi habitación a leer un rato. Estaba inmersa en mi lectura y tardé en percatarme del sonido de una bocina. Al insistir los bocinazos, me alcé y miré a través de la ventana que estaba abierta. Mi sorpresa no pudo ser mayor al ver un automóvil delante de la puerta de casa. Estaba pintado en un delicado beis y las puertas delanteras eran de un negro acharolado, como la tapicería y la capota que llevaba recogida. El motor estaba encendido y un montón de chiquillos y curiosos se iban arremolinando a su alrededor. El conductor llevaba un guardapolvo gris sobre sus ropas, una gorra en la cabeza y cubría sus ojos con unas gafas especiales para protegerlos. Miraba divertida aquel espectáculo cuando el conductor se descubrió los ojos y volvió a tocar la bocina.
—¡Agnès, baje y daremos un paseo! —gritó sonriente Delbrel.
No podía dar crédito a lo que estaba viendo. Realmente, Gabriel Delbrel era capaz de superar la capacidad de sorpresa de cualquiera. Bajé corriendo a la calle y me deleité tocando la suavidad de aquella sorprendente máquina.
—¿Le gusta? —preguntó divertido—. ¿Qué le parece mi propuesta?
—Verá, Gabriel… Me encantaría, por supuesto, pero…
—¿Pero qué? ¿Qué hay de malo en pasear por la ciudad?
—Bueno, es que… No están ni mi padre ni mi madre y debería pedirles permiso —dije—. Lo lamento, Gabriel, tendrá que ser otro día.
—No soy hombre que se rinda fácilmente —sonrió—. Verá, Agnès, se me ocurre algo. ¿Dónde están sus padres?
—Papá… Salió temprano con un conocido.
—Comprendo… —interrumpió Delbrel—. ¿Y su madre, madame Beaumont?
—Está en una rifa caritativa.
—Pas de problème, mon amie! Acudimos a donde se encuentre su señora madre y le pedimos permiso para dar un paseo en el coche.
—Pero si voy en el coche, ya lo habré hecho sin su permiso y se enfadará conmigo…
—Oh, ma chère! ¡No añada problemas a las dificultades! Añada soluciones. —Comenzó a desprenderse de las gafas, de la gorra y de la bata, que colocó cuidadosamente en el amplio asiento trasero—. No es necesario que nos vea llegar en automóvil. Lo detendré antes de llegar a la Junta de Arbitrios, donde están reunidas las damas de la Caridad, y caminaremos hasta allí para pedirle permiso, vous pensez bien?
Esta vez no escondí mi sonrisa. Tal y como lo había previsto Gabriel, mamá Ana no puso más objeción que la de que no corriera demasiado y una sola condición: que en otra oportunidad la invitara a ella también. Antes de lo que hubiera pensado, me encontraba feliz recorriendo las calles de la ciudad nueva dentro de aquel flamante automóvil convenientemente cubierta con gorra de visera, bata gris y gruesas gafas, que me protegían de la polvareda que levantábamos. Todos los viandantes se quedaban pasmados a nuestro paso, algunas mujeres se persignaban. Los caballos de tiro se inquietaban y los perros acudían ladrando y seguían al vehículo en marcha. Delbrel lo solucionaba pronto; cada vez que ocurría, tocaba la bocina y los espantaba, provocando nuestra carcajada ante la cara de susto que se les quedaba a los pobres animalitos.
—¡Ya se acostumbrarán a la vida moderna! —me decía Delbrel divertido.
—¡Espero que nos acostumbremos nosotros! —le respondí y él asintió sonriente.
Pasamos una mañana verdaderamente divertida y nos despedimos en la puerta de casa, no sin que antes Delbrel consiguiera la promesa de que otro día volveríamos a pasear en automóvil.
Estaba deseando que volviera mamá Ana a casa para relatarle los pormenores del paseo y las anécdotas divertidas. Así que cuando escuché abrir y cerrarse el portalón de casa y la oí saludar a la señora Justina, bajé corriendo las escaleras y entré en el comedor.
—¿Qué maneras son esas, Agnès? —preguntó mamá Ana—. ¿Qué va a pensar el señor Ghirelli de la educación que te hemos procurado?
—Je vous demande des mes excuses, maman —respondí aún algo conmocionada y sorprendida por haberme encontrado con un invitado de mamá Ana que no esperábamos.
—Per favore, Ana! Non sgridare la ragazza! —restó importancia el visitante—. Permítame que me presente, signorina, soy el doctor Anghello Ghirelli.
—¿Cómo está usted, señor Ghirelli? —respondí y dirigiéndome a mamá Ana, pregunté—: ¿Te encuentras mal, mamá?
—No —respondió extrañada—. ¿Por qué?
—Como ha venido un médico a casa… —razoné.
—¡Oh, nena! No viene a mejorar mi salud, sino mi forma de tocar el piano —dijo mientras se sacaba del cabello la aguja que sostenía en un lugar imposible el sombrerito que la cubría y lo dejó sobre una mesita—. El señor Ghirelli, bueno, Anghello, además de médico es un consumado pianista. A partir de hoy vendrá a darme clases, ¿no es así, Anghello?
—Así será, si no hay inconveniente —sonrió seductoramente aquel varón que encarnaba la personificación del refinamiento masculino.
Confluían en Anghello Ghirelli un hermoso rostro perfectamente esculpido, iluminado por el rubio de su cabello y la luz de sus ojos azul celeste, con una complexión atlética, ágil y ligera, propia de un consumado bailarín y la desenvoltura de un diplomático. La aristocrática exquisitez de sus maneras había dado pábulo a los rumores que afirmaban que era el hijo ilegítimo de un conde italiano. Realmente, no podrían haberle impuesto un nombre más apropiado a Anghello Ghirelli.
Ghirelli se puso ante el piano y comenzó a templarlo, para pasar a continuación a interpretar una pieza que hacía que sus dedos volaran desde las escalas centrales hasta las más alejadas para volver de nuevo a las primeras. Tuve la sensación de que el piano, que no había conocido a nadie tan virtuoso, resonaba satisfecho de haber dado de sí lo que era capaz. Mamá Ana aplaudió entusiasmada y Ghirelli se alzó del asiento y se lo cedió caballerosamente. Comenzó la clase de piano y ella se esforzaba en seguir sus pacientes instrucciones. Las notas agarrotadas de mamá Ana repasaban tenazmente, una y otra vez, el pasaje indicado por el profesor italiano cuando se oyó en el vestíbulo el golpe potente y seco del portalón que anunciaba que nuestro padre había llegado. Oímos a la señora Justina recibir a papá Humbert. La voz de papá me pareció algo más umbría que en otras ocasiones y supuse que sería por contraste con la alegría que se respiraba en el salón donde estábamos reunidos. Apareció papá Humbert en el salón con cara de pocos amigos y con el cansancio escrito en ella. Fui hacia él y le besé.
—Hola, ma petite —respondió a mi beso y dirigiéndose a mamá Ana preguntó—. ¿Cómo estás, chérie?
—¡Hola, cariño! Este es el señor Ghirelli, es doctor como tú y se ha prestado muy amablemente a ayudarme a perfeccionar mi técnica pianística, ¿no es ideal?
—Disculpe si no le ofrezco mi mano —respondió papá Humbert—. Pero como podrá observar vengo en unas condiciones poco adecuadas para estrechar la mano de un caballero como usted —dijo esto sin hacer el más mínimo ademán de ofrecérsela al italiano—. ¿Así que toca el piano? Vaya, los italianos, siempre tan polifacéticos. ¿Con qué frecuencia piensa impartir sus clases a mi esposa, señor Ghirelli?
—Considero que para poder depurar su estilo lo suficiente, sería conveniente que recibiera clases diarias.
—Mucho me temo que mi esposa solo va a disponer de tiempo para dos clases a la semana.
—¡Oh, querido! Pero eso no…
—Eso es así, chérie. No quiero que luego estés tensa ni preocupada porque te falte tiempo para atender tus obligaciones familiares y compromisos sociales. Eso afecta a tu salud nerviosa. Estoy seguro de que el doctor Ghirelli lo comprende parfaitement.
—Desde luego —dijo Ghirelli—. Su esposo tiene razón, signora Beaumont. No me perdonaría ser el culpable de que usted sufriera por no poder atender sus múltiples ocupaciones. Lo haremos como ha dispuesto su marido.
—¿Qué días vendrá por aquí, doctor Ghirelli? —preguntó papá Humbert.
—Pues… eso va a depender de las circunstancias —concluyó Ghirelli sin amilanarse.
—Ya veo —respondió papá Humbert, deteniéndose por un instante a pensar—. Sigan, por favor, no interrumpan la clase por mí. Mientras tanto yo iré a asearme y a ponerme ropa limpia. —Cuando papá Humbert se disponía a subir por la escalera hacia las habitaciones, se dirigió de nuevo hacia nosotros—. Me despido ya de usted, doctor Ghirelli, porque estoy seguro de que cuando baje ya no se encontrará usted por aquí. Buenas tardes.
Se produjo un silencio un tanto incómodo que mamá Ana solucionó volviendo a la lección que habían comenzado. Yo también me despedí del hermoso señor Ghirelli y subí a mi habitación.
Los días de aquel verano incipiente iban transcurriendo tranquilos dentro de la rutina que, poco a poco, se había ido estableciendo en nuestras vidas. Papá Humbert salía a los territorios exteriores acompañado del inefable Ceferino y del intérprete, y mamá Ana pasaba el día con las amigas y, un par de veces a la semana, recibía clases de piano del señor Ghirelli. Así que, cuando cierta mañana apareció Gabriel Delbrel de nuevo con su flamante automóvil, no me lo pensé y subí dispuesta a dar un divertido paseo. Le pedí que viniera Manolita con nosotros, así me sentiría más tranquila al no haber pedido permiso a mis padres. Delbrel aceptó encantado e iniciamos nuestro paseo en automóvil. Sin embargo, en esta ocasión los planes de Delbrel iban algo más lejos. Cuando vi que atravesaba la puerta del Campo y salíamos de los límites de la ciudad nueva, le pedí que detuviera aquel artefacto y que diera la vuelta.
—Mi querida, niña —dijo sonriendo entre nubes de polvareda—. No tienes nada que temer. No está en mi ánimo hacerte ningún daño. —Los baches de aquel camino de tierra blanquecina entrecortaban la conversación—. Recordarás que te prometí esta mañana una sorpresa. N’est pas? La mamá ha tenido su sorpresa, las pequeñas también han tenido una, ¿por qué no habrías de tener tú la tuya?
—Pero es que… —Un vaivén me hizo dudar de mis argumentos.
—Pero-es-que, pero-es-que… ¿No está aquí Manolita? Pues quédate tranquila, ma chère amie, que no murmurarán. ¡No irás a perderte la playa más bonita del mundo por el qué dirán!
—¿Una playa, Gabriel?
—Sí, chère Agnès. Una auténtica preciosidad. —Me miró contagiándome su entusiasmo—. No está lejos de Melilla, tan solo a unos pocos kilómetros.
—¿No será peligroso alejarse tanto?
—Yo no las pondría a ustedes en peligro y, además, yo tampoco puedo exponerme. ¡No quiero pensar qué haría conmigo El Roghi si cayera en sus manos!
—¡Dios mío! ¿No estarán por aquí sus hombres?
—¡No, no, para nada! —respondió—. Hace un año que no se atreven a moverse por aquí. No se acercan tanto a Melilla. —Señaló con el dedo a una distancia no lejana—. Es por allí.
Recorrimos el camino hasta la altura que nos había indicado y allí tomamos una bifurcación que se encaminaba hacia el mar. Pronto llegamos a una zona en la que el terreno crujía bajo los neumáticos. Me asomaba para mirar al suelo buscando la explicación. Delbrel me lo aclaró.
—Son conchas marinas —dijo—. Hace millones de años que el mar llegaba hasta aquí. —Detuvo el coche ante unas elevadas dunas que cortaban el paso—. Seguiremos a pie. Ya verán qué preciosidad.
Al alcanzar la parte más alta de la duna, ante nuestros ojos apareció una playa en forma de media luna, de arena blanquecina y aguas transparentes, salpicada de palmeras. Gabriel no nos había mentido, pero pronto pudimos comprobar que estaba equivocado; porque, sin que nos explicáramos cómo, aparecieron tres rifeños armados y nos apuntaron con sus armas. Resultaron ser hombres de El Roghi. Uno de ellos golpeó a Gabriel con la culata del fusil en el estómago, doblándole de dolor. Hablaban entre ellos en su idioma incomprensible pero su actitud violenta y agresiva no dejaba lugar a dudas. Delbrel les habló en su idioma. Repitió varias veces una misma frase. Nos miraron a Manolita y a mí y deliberaron entre ellos. Volvieron a golpear a Delbrel, esta vez en la cara, abriéndole una brecha en la mejilla. Sé que grité y salí huyendo. No fui muy lejos. Al instante me habían alcanzado dos de ellos. Manolita lloraba aterrorizada y Delbrel, de rodillas y con la cara ensangrentada, gritaba para que me calmara.
—Tranquila, Agnès, no les harán nada —dijo con la respiración entrecortada—. Solo me quieren a mí. Vuelvan tranquilas, les he regalado el coche y he prometido que les enseñaré a conducir si las dejan volver en paz —se sonrió dolorosamente—. Les he dicho que les enseñaré mañana, para asegurarme de que no les hagan nada.
—¡Cómo quiere que me vaya tranquila! ¿Y usted? —Rompí a llorar—. ¿Qué van a hacer con usted?
—No pierda más tiempo. ¡Váyanse antes de que se arrepientan! —dijo Delbrel—. Agnès, vuelva a Melilla y cuente a las autoridades lo que ha pasado para que intenten negociar con El Roghi. Sé que ha jurado matarme; pero le conozco bien, es avaricioso y un rescate le puede hacer cambiar de idea —sonrió amargamente—. Es la esperanza que me queda. Allez!
Comenzamos a correr en dirección a Melilla por aquel camino lleno de tierra blanca, crustáceos marinos pulverizados y calor abrasador. Pero nuestra carrera duró poco bajo aquel sol implacable y continuamos caminando lo más aprisa posible hasta conseguir regresar bajo el cobijo de la mirada de los vigías, que dieron la voz de alarma y nos recogieron en un carro.
Nunca había visto a mi padre tan fuera de sí. Pasaba de la ira a la confusión. Se frotaba con el índice y el pulgar el entrecejo intentando deshacer aquello que le presionaba la cabeza con tanta intensidad. Puso los brazos en jarras y resopló con fuerza. Al final de su batalla interna entre castigarme severamente o dar las gracias al cielo, optó por alegrarse de que su hija estaba sana y salva y que tampoco le había ocurrido nada a la pobre Manolita. Me estrechó fuertemente contra él y rompió a llorar deslizándose hasta hincar una rodilla en el suelo. Repetía entre sollozos que si me hubiera pasado algo, él nunca se habría perdonado habernos traído hasta aquí.
—Papá, escúchame. Tú no tienes la culpa de nada de lo que nos suceda aquí —le dije sujetándole su cara con mis manos y acariciando su perilla—. Si nos has traído, es porque tenías que hacerlo.
—No lo sé, ma petite, ya no lo sé —respondió enjugándose las lágrimas con su pañuelo e incorporándose.
En cuanto a la suerte de Delbrel, supimos al cabo de unos días que los diplomáticos españoles habían contactado con El Roghi y estaban negociando con él para tratar de librarlo del fusilamiento que le esperaba en la alcazaba de Zeluán, donde su antiguo jefe lo tenía encerrado.