CAPÍTULO 17

Matías marchó a Madrid y se hizo cargo de nuestra cervecería, La Fontana de Oro, un próspero negocio del que apenas nos llegaron rentas desde que él comenzó a regentarlo. Julián no quería indagar porqué. No volví a saber nada más de aquel indeseable, al menos, directamente. De vez en cuando, recibía sobres dirigidos a mí conteniendo amenazas anónimas de contar cierto escándalo. Tras la muerte de Julián, tuve que reunir el valor suficiente para encontrarme frente a frente con aquel indeseable chantajista. Tenía que acabar con su tiranía y conseguir salvar de la subasta lo que mi propio sobrino Roberto me había robado a mis espaldas. Fue una temeridad enfrentarme a una víbora como Matías. Debí haber imaginado que, de su mente sucia y de aquellos labios groseros, no podría salir nada limpio. No sé si por ingenuidad o por desesperación decidí ir a Madrid, presentarme en la cervecería y reclamarle los pagos atrasados. Como supuse, no estaba dispuesto a soltar la ubre. Matías le dio la vuelta a la situación: o le hacía propietario de la cervecería casándose conmigo o no me entregaba el dinero, la declaraba en quiebra y la compraría él. Le pedí que me diera un día para reflexionar. Al día siguiente, llegué a la cervecería con la cara demacrada de no dormir; con la cabeza ida de los vértigos que había sufrido en la soledad de mi habitación de hotel mientras le daba vueltas al asunto, sintiéndome atrapada por aquel maldito chantajista; con el paladar quemado por los vómitos que me produjo el comprender que solo tenía una salida. Acudí a la cita con la respuesta remachada en la mente y atravesada en el corazón.

—Me casaré contigo —le espeté cuando le tuve frente a mí como si le escupiera.

Su sonrisa cínica se expandió triunfante bajo aquella nariz violácea y carcomida como una esponja por la erisipela. No llegó a completarla, porque se la trunqué apuntándole con una pequeña pistola de bolsillo.

—Pero esta es la única compañía que voy a tener en mi cama —le dije encañonándole con la pequeña Victoria de mi padre—. Si me tocas, juro que te mataré.

Así quedó zanjado el tema conyugal. No es que me resultaran indiferentes los hombres, sino que aquella sabandija se convertía en mi tercer marido únicamente por desesperación y aún recordaba su brutalidad en las cuadras del cortijo. Ni siquiera le consideraba un hombre, un concepto que siempre me había merecido respeto. Más aún, lo cierto es que nunca dejaron de llamar mi atención los hombres interesantes y que tuve que hacer grandes esfuerzos para no ceder a lo que la naturaleza reclamaba como derecho propio, cuando recibía las atentas visitas de don Hipólito en la tienda del almacén.

Por aquel entonces, ya llevaba casada varios años con Julián, unos años de buena compañía y duro trabajo; pero la relación que entre un hombre y una mujer se ha de dar era del todo imposible. Reconozco que al principio pensé que bien se podría subsanar la tara de Julián con la habilidad de sus caricias; pero le resultaba tan afrentoso contentar a su esposa de forma diferente a la establecida por las costumbres y tan limitado se veía por las vergüenzas, que tuve que resignarme a la abstinencia y a la castidad impuesta. Decidí convertirlas en una bandera propia; al menos, me proporcionaría la satisfacción del prestigio que otorga la inaccesibilidad. Sin embargo, esta convicción interna se resquebrajó en mil pedazos con el trato galante y arrebatadoramente masculino de don Hipólito.

Don Hipólito, un apuesto coronel retirado, no faltaba un solo día a su visita al almacén. Julián y él mantenían una cordial y entrañable amistad desde años atrás y la costumbre de verse cada tarde y charlar en animada tertulia. Era la única persona a la que Julián mostraba auténtico respeto y con quien se sentía lo suficientemente cómodo para mantener una conversación. Quizás ayudara la vocalización perfecta del viejo coronel y su pausada forma de hablar, acompañada de escasos gestos, sí, pero tranquilos y precisos. Poco a poco, a medida que la costumbre de recibirle mientras despachaba se instaló y el trato educado y amable de don Hipólito conmigo se tornaba en confianza, tengo que confesar que la complicidad entre ambos fue creciendo. No sé desde cuándo, alguna tarde, don Hipólito comenzó a decirme con sus ojos lo que su educación y mi posición de mujer casada no le permitían. El coronel me traía libros interesantes para que los leyera en los que, previamente, había guardado entre sus hojas poemas sin firmar salidos de su puño y letra y directamente de su alma. Hipólito se había introducido dentro de mí por la estrecha rendija de la sensibilidad. Su dulzura, su amor sincero, maduro, sin más esperanza que la de poder verme y conectar con mis ojos, consiguieron conmoverme hasta los huesos. Solo nuestro pudor por la situación obligó a que desde un primer momento nos mostráramos contenidos y reservados. Una vez más, veía cómo la vida me impedía amar y ser amada. Aquel hombretón varonil y señorial destilaba un cariño ansioso de ternura, de caricias suaves, de silencios amigables y de compañía acogedora. Su sola presencia me turbaba y provocaba que el corazón volviera a vivir. En cierta ocasión, casi inocente por lo imprevista, en la que en el interior del almacén varios sacos de azúcar cayeron al suelo y bloqueaban uno de los pasillos, ante la ausencia de Julián, se ofreció a ayudarme a colocarlos en su sitio. Los colocó en orden él solo pero en el último momento, cuando creía haber acabado, el saco que dispuso arriba comenzó a resbalar a lo que acudimos ambos a sujetarlo simultáneamente. Quedamos tan cerca el uno del otro que pude sentir la tibieza de su robusto cuerpo, su efluvio de varón bragado y curtido y la respiración agitada pero contenida de su pecho. Pero fue la ternura y la súplica de su mirada la que me rindió, haciéndome perder las fuerzas para seguir sujetando el saco. Él dedicó sus manos a sostener el óvalo de mi cara. El saco comenzó a deslizarse hasta el suelo donde reventó vertiendo su contenido silenciosamente a nuestro lado. Mientras los cristales de azúcar iban cubriendo nuestros pies, Hipólito me dedicaba el beso más dulce y enamorado que supo darme reviviendo en mí la ilusión de ser amada. El momento se nos tornó amargo al comprender que aquello solo podría ser la maravillosa cata de un manjar prohibido. Sin embargo, no tan negado como habíamos supuesto.

Una tarde de tantas, Julián le pidió a don Hipólito antes de marcharse que hiciera el favor de volver a la hora de cerrar, que tenía que comentarle algo importante. Así fue. Don Hipólito apareció de nuevo por la tienda del almacén cuando ya estaba la persiana metálica medio bajada y la tienda vacía. Julián se encontraba en el mostrador haciendo caja y yo me encontraba dentro del almacén. Escuché cómo, al verlo asomarse bajo la persiana, le invitaba a pasar saludándole con afecto y le explicaba el motivo de hacerle volver.

—Mire usted, don Hipólito, tengo un encargo que hacerle porque estoy seguro de que usted es el más indicado.

—Usted dirá, don Julián, en qué puedo servirle.

—Pues verá, me han regalado dos entradas para el cine, para mi señora y para mí; pero se da la circunstancia de que estoy muy liado con unos encargos y no puedo atenderla a ella. Así que he pensado que podría usted acompañarla —le dijo Julián— para que ella tenga un esparcimiento, que bien que se lo merece.

Por el instante de silencio que precedió a la respuesta de don Hipólito, intuí que él se estaba tan turbado como yo, pues por el tono que empleó Julián para su propuesta parecía dar a entender algo que resultaba tan insólito como improbable.

—No sabe hasta qué punto le agradezco la confianza, don Julián —agradeció prudentemente el coronel—, pero puede que su señora se sienta incómoda si yo la acompaño y ponga inconvenientes…

—¿Qué inconveniente le va a poner? ¡Si no se lo pongo yo…! —Julián clavó sus ojos oscuros en su viejo amigo y la firmeza de su tono no dejaba lugar a dudas—. Mire usted, don Hipólito, solo se lo voy a decir una vez: haga usted por mí lo que yo no puedo. Y con esto, ¡ya está dicho todo!

Cuando aparecí tras las cortinas de canutillo que separaban la tienda del almacén, Julián y don Hipólito se estaban estrechando la mano y sellando en silencio un pacto entre caballeros.

—Arréglate, Inés, que don Hipólito te va a llevar al cine.

Y así Julián nos dio su bendición y me demostró lo mucho y profundamente que me amaba, por encima de todo, incluso de su orgullo. Dios sabe qué pena tendría dentro de él, pero su mirada tierna cuando me veía amanecer satisfecha junto a él me hablaba de la profundidad de su afecto y de su verdadero deseo de verme feliz. Fueron años dulces, años en los que los detalles de Hipólito eran tan constantes como discretos, salvo uno de dimensiones tan colosales que solo podía percibirlo yo: la construcción del cine Monumental.

Hipólito tuvo noticias de que un buen amigo suyo había comprado un solar con el propósito de levantar en él un gran edificio destinado a cine y teatro, que compitiera con los de las principales capitales europeas. Hipólito, que contaba con unos abultados ahorros, le propuso asociarse y contribuir a sufragar gastos a condición de poder llevar a cabo un proyecto que a su amigo le entusiasmó y que los arquitectos cumplieron escrupulosamente. Hipólito estaba exultante a medida que las obras avanzaban pero mantenía secreta la razón. Sería su gran homenaje y estaba ansioso por ofrecérmelo. Una sorpresa que se desvelaría el día de la inauguración y que a mis ojos tendría un valor añadido y secreto que para el resto. Mi buen Hipólito me acompañó discretamente al gran acontecimiento. La prensa y los invitados esperábamos impacientes ante las puertas del Monumental a que abriera sus puertas por primera vez. El edificio era sencillamente magnífico, sobrio y elegante haciendo honor a su nombre. La alegría y la expectación de las más de dos mil personas que nos encontrábamos ante su fachada aumentaban a medida que se acercaba la hora. Al leer en los carteles que se estrenaría con la proyección de la película El teniente seductor, protagonizada por Maurice Chevalier y Claudette Colbert, me entusiasmé pensando que ese era el particular tributo que me había reservado Hipólito: inaugurarlo con una película protagonizada por mi actor favorito. Hipólito sonrió bonachón cuando se lo dije. A la hora establecida se abrieron sus portones y accedimos a un espacioso vestíbulo del que arrancaban unas magníficas escaleras imperiales que repartían a los asistentes por los diferentes pisos del anfiteatro, palcos y patio de butacas. Subí las escaleras siguiendo a cierta distancia a Hipólito, que se detuvo ante la puerta de un palco. Con un gesto de su mano me ofreció entrar en él. Una vez dentro, me dijo: «Este es el nuestro, querida». Al entrar quedé boquiabierta y no pude evitar un gemido de asombro al contemplar la suntuosa decoración que reconocí al instante. Hipólito sonreía satisfecho y me miraba emocionado. Había soñado con ese momento. Ese era su homenaje a mi amor y que le había permitido su amigo con todo gusto. Ante la imposibilidad de vivir juntos en París, este era su gran regalo, con el que me obsequiaría cada semana: una réplica exacta del interior del Teatro de la Ópera de París. Fui la única persona entre las dos mil quinientas que rompió a llorar y ninguna era tan feliz.

Así transcurrieron unos cuantos años dulces. Hipólito era mi secreta ilusión. Sin embargo, llegó el momento en que tuve que renunciar incluso a aquella deliciosa complicidad. Los años habían pasado y Merceditas se había convertido en una mujer. Los pretendientes no le faltaban; pero a todos les encontraba una pega. El tiempo transcurría, Merceditas ya no era una niña y se le pasaba el arroz. Me angustiaba qué sería de ella cuando Julián y yo faltáramos. No podía dejarla al frente del negocio porque mi Merceditas no tenía ni carácter ni preparación para ello. Destinaba para Soledad y para ella las rentas de las casas que había comprado Julián para sus obreros, pero iban quedando viejas y pronto tendrían más gasto que renta. Por otro lado, Merceditas tampoco había querido cursar estudios en la Universidad de Granada, a donde también quise enviar a Margarita en su momento. Las dos se negaron a ir, instigadas por su madre, que no le parecía decente que unas muchachas se fueran lejos de su madre. La única forma de que Merceditas tuviera un futuro cuando faltáramos sus tíos era casándola; pero no había forma de que aceptara a alguno de los jóvenes que la rondaban. ¿Cómo no me di cuenta antes? El motivo de que Merceditas rechazara a los muchachos era Hipólito. Merceditas vivía ilusionada con las visitas al almacén de don Hipólito y deslumbrada por su apostura y elegancia, interpretando equivocadamente sus atenciones como las propias de un interés más allá de la caballerosidad, que en Hipólito era consustancial a su persona y educación, tan natural como inevitable. La pobre mía soñaría con ser su jovencísima esposa y su enfermera leal con el correr del tiempo. Tuve que intervenir y arrancarme lo único que me unía a la ilusión por vivir; pero no podía arruinar el futuro de mi Merceditas. Así que, en cierta ocasión, aproveché un incidente en la tienda para hablar con Hipólito en la trastienda y le pedí que no volviera y que evitara a mi sobrina para no ilusionarla inútilmente. Él me suplicó que no le impidiera venir a verme.

—Si lo que necesita Merceditas es un novio —dijo Hipólito—, déjemelo de mi cuenta, Inés. Ya verá cómo encuentro un hombre adecuado para su sobrina.

Así fue como Hipólito se las ingenió para que Amador, un oficial del Ejército de quien tenía muy buenas referencias y sabía deseoso de acabar con su pertinaz soltería, conociera a Merceditas. Antes de que Hipólito preparara el encuentro, hice que trajera al pretendiente a la tienda para dar mi aprobación. Cuando vi entrar a aquel hombre de corta estatura, pero robusto y firme como un roble, educado y serio, con la miel de la sinceridad en la mirada, supe que debía tratarse del oficial del que me habló. Me sentí aliviada y reconfortada. Amador fue sincero, escueto y directo. Buscaba esposa y había visto a Merceditas en alguna ocasión al pasear por el parque y le resultó de su agrado. Para él sería un honor que le permitieran hablar con ella y tratar de conocerla. Él aportaba unas tierras en Soria, su sueldo de oficial y su honestidad. Yo también fui escueta y directa.

—Con mi sobrina no se juega, ¿me entiende? —le dije mientras le repasaba con la vista de arriba abajo—. Si viene en serio, adelante; y si no, salga por donde ha venido. En cuanto a la herencia de Merceditas, le anticipo que no le vamos a dejar el negocio. Se lo digo para que usted no se haga cálculos equivocados.

Amador me dedicó una larga mirada dolorida y se mantuvo en silencio unos breves segundos.

—Con el negocio pueden ustedes hacer lo que les apetezca —respondió Amador—; lo que no quisiera es perder a Merceditas. Haría cualquier cosa por tenerla a mi lado.

Me impresionó el acento contenido de aquel hombre que estaba más profundamente enamorado de lo que, incluso él mismo, estaría dispuesto a admitir.

—Cualquier cosa —volvió a insistir subrayando la frase.

—Está bien, puede usted verla —le respondí—. Siga las indicaciones de don Hipólito.

Amador, tras despedirse, se cubrió con su sombrero de fieltro y salió a la calle donde le esperaba Hipólito, quien le explicó detalladamente qué tendría que hacer a partir del día siguiente. El mismo día, a partir del cual, Hipólito tendría que distanciar sus visitas tal y como se comprometió. Por tal motivo no me resultó extraño que no me visitara durante unos días. Pero al transcurrir un tiempo sin saber de él, comencé a angustiarme. Justo entonces reapareció en la tienda del almacén, apoyándose, no ya por coquetería sino por necesidad, en su bastón negro de cabeza plateada, arrastrando ligeramente una pierna. Hipólito había sufrido una apoplejía. Había acudido para despedirse de mí antes de tomar el barco para Málaga, adonde marchaba para vivir con una hermana soltera. A mi mirada espantada y suplicante para que no se marchara, respondió besando mi mano con fervor y se marchó sin decir palabra. Todo estaba dicho y todo estaba dado. Ya no podría continuar siendo mi amante y yo no podría atenderle a él porque me debía a mi marido. Con el tiempo supe que mi distinguido coronel seguía cabalgando, erguido e impecable, sobre una silla de ruedas en la que visitaba a diario el puerto de Málaga contemplando los barcos que llegaban desde Melilla, con la secreta esperanza de verme bajar de uno de ellos algún día.

La misma jornada en que conocí a Amador, le planteé a Merceditas durante la cena que tendría que ir pensando en casarse. Que la boda de Margarita había supuesto un gasto extraordinario y que no lo recuperábamos a la velocidad que habíamos previsto. Julián no se encontraba bien y estábamos gastando mucho en médicos y medicinas. No podía atender el negocio como antes y yo tenía que dedicarle tiempo a cuidarle. Que al encargarse Roberto y Felipe del almacén, y en muchas ocasiones de la tienda, éramos más a repartir ganancias…

—Y tu hermana, Soledad ¿es que no has pensado en ella? —le dije—. Yo me tendré que seguir haciendo cargo si no se casa… ¡que es lo más seguro! Y de tu madre, por supuesto. Somos muchas bocas, Merceditas, y un solo negocio. —Le dejé un instante para que reflexionara—. Y a esas criaturas que se dejan la piel en el trabajo, no las voy a tirar a la calle como tú comprenderás… Así, que cuando te salga un buen hombre, ni te lo pienses. Te casas. Montas tu casa y sé una reina. ¡Y deja de pensar en aventureros o en militares retirados…! Que no son plan para ti.

Sé que desvelarte tus más íntimos sentimientos te humilló. Fui demasiado dura contigo. Lo sé. Como sé que serás tú, de todos los míos, quien finalmente lea estas páginas. Reconozco que en aquellos momentos no tenía más sentimiento que el de taponar las grietas que iba detectando en la estructura que sustentaba tu futuro. También quise asegurarme de que no te embarcarías en más locuras como tu intento de fuga con Cipriano. Supe que no me habías perdonado, lo vi en tus ojos al mencionártelo en la cena. Creías que tu joven pretendiente preparaba una fuga contigo en aquel barco italiano. Que cuando le sorprendiste haciendo preparativos para un escondite en la sala de máquinas del buque en el que estaba arreglando la maquinaria, te hiciste ilusiones de que os marcharíais ocultos en el barco a recorrer mundo. Las cosas no eran como tú creías. Era algo muy serio, Merceditas. Demasiado serio para que te lo pudiéramos decir entonces. Aquel barco italiano no transportaba pastillas de jabón como hacían creer los títulos de su cargamento. En sus bodegas alojaba su verdadera mercancía: la muerte. Aquel era uno de tantos buques camuflados que se acercaban a nuestra costa durante la II Guerra Mundial, cuya verdadera misión era minar el Mediterráneo, para destruir los barcos de los países que defendían la libertad. Tú, nenita, no podías comprender qué era lo que realmente estaba en juego. Yo vivía con angustia la situación de Francia: tomada por las tropas nazis y su población sometida a su dictadura demoníaca. Imaginar un mundo sin libertad me helaba el corazón. Ya habíamos pasado nosotros el horror de nuestra guerra española y con la angustia de no tener escapatoria. Ya que no tenía oportunidad de hacer algo por recuperar nuestros derechos y libertades, al menos, podía colaborar a que otros no los perdieran también. Por eso, cuando los agentes secretos franceses establecieron contacto conmigo, conocedores de que éramos quienes abastecíamos a todos los buques, y me pidieron opinión sobre quién podría ser un hombre válido para poder entrar sin sospechas en el interior de los barcos y realizar operaciones delicadas, inmediatamente pensé en Cipriano. Nadie podría ser más indicado. Cuando se estropeaba alguno de los motores que bombeaban los pozos de agua de Melilla, o algún cinematógrafo, o el reloj del Ayuntamiento, siempre se reclamaba con urgencia la ayuda de Cipriano. Su habilidad y extraordinaria inteligencia eran probadas en estas situaciones, que para él resultaban un mero divertimento. Donde Cipriano verdaderamente se explayaba era con los novedosos y prácticos artilugios que inventaba. Cipriano tenía la cualidad de resolver cuantos problemas se le plantearan y con ellos vivía la excitante oportunidad de superar un reto. Era perfectamente capaz de idear la maquinaria, herramienta o artefacto adecuado para resolver el problema que fuese. Así lo constataron los agentes franceses y dieron parte a los americanos. Cipriano aceptó trabajar para los aliados. Su espíritu aventurero y sus ideales de defensa de la libertad se vieron colmados con sus misiones secretas. De eso se trataba, niña mía, de una misión secreta. Aquellas averías en los barcos que atendía Cipriano habían sido provocadas antes por otro agente que entraba en el barco como uno más de nuestros estibadores de suministros. Cipriano tenía que montar la bomba en el interior del barco, alternándolo con la reparación de la avería, como otras veces. Pero aquel día apareciste tú, por sorpresa, en la sala de máquinas del barco donde te habías subido siguiéndole a escondidas. El montaje del artefacto no podía hacerlo en tu presencia, por tu seguridad y para que no descubrieras qué estaba ocurriendo realmente. Tu insistencia en permanecer en el barco junto a él, hizo que el tiempo que disponía Cipriano para montar la bomba se agotara. Tuvo que improvisar y provocar otra pequeña avería para justificar el permanecer más tiempo entre la maquinaria. Alguien me dijo que te habían visto subir al buque italiano y fui corriendo a sacarte de allí. Hice que el capitán te hiciera bajar del barco y nunca me lo perdonaste. Creías que estaba impidiendo tu fuga con Cipriano. Yo te aseguraba que Cipriano no se iba a marchar. Cuando vimos que el barco recogía la escalerilla y levaba anclas, las dos comenzamos a llorar desconsoladas. Tú por fuera y yo por dentro. Tú llorabas y me maldecías porque creías que te había impedido ser feliz con el muchacho que te amaba, que se marchaba en ese buque sin ti. Yo lloraba por dentro, porque sabía que algo andaba mal y que aquel podía ser el final de un muchacho valiente y extremadamente inteligente, por culpa de una jovencita que aún creía en aventuras románticas. Hija mía, no creo que pueda expresarte qué terrible punzada sentí que me atravesaba al comprender el sacrificio de aquel muchacho. En su empeño por evitar que aquel cargamento arrasara las vidas de quienes defendían la libertad, Cipriano optó por continuar ocultándose en la bodega y acabar de montar la bomba que lo impediría, aunque supusiera morir con ellos. No dejé de seguir con la vista al buque mientras maniobraba en el puerto ni cuando le vimos alejarse hasta desaparecer. En ningún momento le vi saltar. Dos días después apareció la noticia en el periódico: la explosión del buque italiano frente a las costas de Túnez. Rogué a Dios por su alma.

Comprendo que la brillantez y el espíritu libre de Cipriano te atrajeran; pero era inútil seguir esperándole. Tenías que casarte, ya que no aprovechaste las ocasiones que te brindamos para ser independiente. En realidad, no estabas preparada para ser tu propia dueña. Vivías y querías vivir en un mundo en que todo ajustaba a la perfección si se seguía el camino establecido. Estaba convencida de que Amador sería un buen marido para ti. En realidad, lo que vi en él era un buen hombre que te quería a su manera. Pero eso no basta ni es suficiente. No es suficiente el amor. El cariño no puede justificar la asfixia del otro. Nunca ha tenido una mala palabra contigo, ni una más alta que la otra. Lo sé. Pero yo he visto en tus ojos, Merceditas, que no eres feliz. Nunca me lo has contado, pero supe que llegaste a visitar al médico; pero no es él quien te puede curar del daño que te hice. Voy a tratar de compensarte por los pasos equivocados que di y para agradecerte, desde lo más profundo de mi corazón, tus cuidados y atenciones que comparto con tu madre, también enferma, y que Soledad se encarga de cuidar a tiempo completo. ¡Ay, mi Soledad! Si mantiene su idea de ingresar en una orden religiosa no se lo impidas, pero trata de quitarle de la cabeza el meterse a misionera; que ella no tiene ardides para tanta tarea y tan gravosa. Quisiera compensarte, Merceditas, por tantos sinsabores en medio de tantos lujos. Voy a testar a favor tuyo, como heredera universal. Como me siento empeorar de este tifus, que ya se ha llevado a Matías, y no me encuentro con fuerzas para ir a un notario, lo escribiré de mi puño y letra; porque es mi voluntad que tú, mi Merceditas, seas la propietaria de La Fontana de Oro. Así, niña mía, darás rienda suelta a tus sueños de salir de lo cotidiano y vivir otra vida rodeada de artistas y literatos. Allí conocerás a los más afamados intelectuales, cómo analizan la realidad del país y del mundo en sus tertulias, podrás escuchar cómo declaman sus poesías, dramatizan sus textos… Incluso podrás enseñarles los tuyos, esos que escribes a escondidas, para que te corrijan y enriquezcan y, quien sabe, quizá llegues a ser uno de ellos. Allí, día a día, podrás ser feliz si tú te lo permites.

Por mi parte, de nada de lo que he hecho me arrepiento; tan solo de lo que he dejado de hacer. Espero que Dios me perdone, porque no me arrepiento de haber dejado morir a Matías. No puedo decir que me sorprendiera al conocer su confesión sobre la muerte de Eduardo. Aunque reconozco que mientras me contó, con manos temblorosas y ojos espantados, la pesadilla que le asaltaba en una de sus fiebres nocturnas y en la que el difunto doctor Vidal se le aparecía gritándole: «¡Vuelva, Matías! ¡Vuelva!», en mí saltó un resorte oculto que me impidió seguir ofreciéndole el vaso de agua que sostenía a quien había abandonado sin piedad ni clemencia a mi amado Eduardo. Hinchado como una bota por la erisipela, y entre temblores y escalofríos, aquel miserable se fue desprendiendo de la verdad que le lastraba el espíritu, impidiéndole morir en paz. Matías relató mientras tiritaba, no sé si de fiebre o de miedo, lo que ocurrió a partir de que ambos llegaran a Annual a bordo de su furgoneta.

Cuando Eduardo y Matías llegaron a bordo de la furgoneta en el campamento de Annual, la situación se había vuelto extremadamente peligrosa como para que un civil se aventurara a regresar sin protección y no se consintió el regreso de Matías a Melilla. La sorpresa de Matías fue comprobar que solo uno de los cuatro campamentos que formaban la posición de Annual, el del regimiento de Ceriñola, estaba rodeado por una alambrada y fortificado con un parapeto, aunque roto en algunos sitios. Los otros tres, el de África, Regulares y los Quintos, solo estaban rodeados de alambradas en algunos tramos. Llegaron en plena agitación porque se estaban tratando de auxiliar a los sitiados en Igueribén. Eduardo fue inmediatamente incorporado al convoy que al día siguiente trataría de hacerles llegar alimentos, armas y atención médica. Puedo imaginar la complicación que debió suponer aquella misión y el riesgo que corrieron todos, más aún los sanitarios, porque conozco bien el tortuoso camino a Igueribén desde Annual. Discurre por el lecho de un río que se seca todos los veranos, cuyas paredes son un profundo barranco. El camino más accesible, el de la orilla derecha, está dominado desde las alturas. El de la izquierda, aún es más comprometido, apenas un bordillo saliente, que serpentea el contorno del barranco y por el que ni las mulas pueden avanzar por él. Matías respiraba agitadamente al recordar cómo el convoy, al que seguía con ayuda de unos prismáticos desde el campamento de Annual, fue atacado con una lluvia incontrolada de proyectiles que estallaban por todas partes, cuando ya se encontraba próximo a la posición de Igueribén. El ataque costó la vida a muchos soldados. Médicos y camilleros no daban abasto para atender heridos. Lo más difícil y peligroso era cargarlos en las artolas y controlar las mulas que tiraban de ellas, para que no huyeran despavoridas bajo el fuego enemigo. Con los muertos no se pudieron entretener y regresaron a Annual sin lograr llegar a los sitiados y siendo perseguidos de cerca por una harka de rifeños.

A la vista de la imposibilidad de asistir a aquellos hombres que resistían en Igueribén, enfermos de beber su propia orina, Silvestre terminó enviando desde Annual un telegrama autorizando que evacuasen la posición y trataran de salvar la vida. No sirvió de mucho. Desde el campamento, Matías pudo contemplar, a través de los prismáticos, hombres saltando los parapetos y tratando de huir desperdigándose velozmente por el infame camino hacia Annual. Desde lo más alto de los barrancos, los urriagueles les cazaban si piedad. Solo un grupo conseguía avanzar despavorido hacia la salvación del campamento, cuando una lluvia de moros comenzó a resbalar por las laderas de las lomas y los acosaron hasta dar muerte a casi la totalidad. El humo espeso que comenzó a salir desde la posición de Igueribén confirmó la aniquilación total. Apenas unos pocos hombres consiguieron alcanzar las líneas de Annual, llevando tras sus talones a los urriagueles. Matías se tapaba los oídos reviviendo, con el terror escrito en sus ojos, el griterío infernal de la avenida de los rifeños y el toque de generala que colocó a toda la tropa de Annual en los parapetos en posición de defensa para repeler la acometida. Aquello iba en serio. Iban a ser atacados y él se encontraba en medio de todo aquel lío sin tener por qué. Pensó en huir en su furgoneta, pero el enemigo ya estaba saltando la alambrada. Los oficiales dieron orden de recurrir a la artillería y disparar las baterías con la espoleta a cero, dada la proximidad de la avalancha moruna y lo masivo del ataque. Consiguieron, a la desesperada, hacer retroceder al enemigo. Pero todos intuyeron que aquello no había quedado ahí.

Esa misma noche, Silvestre, que había regresado a Annual ante la gravedad de la situación, convocó a una reunión a todos los oficiales. No sé cómo pero Matías se las apañó para escuchar lo que allí se deliberaba. Oyó de viva voz de los oficiales que solo había víveres para cuatro días y agua ya no quedaba ni para los heridos. Por si fuera poco, los moros habían cortado el teléfono y solo contaban con municiones para un solo combate. A la vista de la situación, Silvestre decidió que al amanecer iniciarían la retirada. No se lo dirían a la tropa hasta el último momento, cuando ya estuvieran formados. En el momento en que terminaran el acarreo del agua y se repartiera, comenzarían a evacuar el campamento sin más carga que el arma y la cantimplora llena, imprescindible para sobrevivir al ardiente camino hasta Izumar, la posición más cercana.

A las siete de la mañana, el grupo de hombres encargados de ir a por agua fueron acribillados en las proximidades del pozo. La noticia llegó junto con el resplandor del amanecer, que descubrió el entorno montañoso de Annual completamente ribeteado por miles de rifeños armados a caballo y otro tanto a pie, formados en varias columnas de unos dos mil hombres. No dio tiempo a determinar qué hacer sin agua. Antes de que reaccionaran los españoles, más de diez mil rifeños enfebrecidos comenzaron a deslizarse por las laderas, desde todas direcciones, lanzando gritos infernales, uniéndose en una oleada imparable hacia el endeble campamento de Annual. El toque de generala puso de nuevo en los parapetos a los soldados, para intentar rechazar el ataque que se les venía encima. El plan de evacuación que había previsto Silvestre había saltado por los aires, dejando sin instrucciones a los oficiales para organizar la tropa.

Contó Matías, entre fatigas y temblores, que todos en el campamento empezaron a correr aturdidos de un lado para otro. La tropa no sabía nada de la orden de evacuación y no había dado tiempo a formarlos para que salieran de forma ordenada. El caos era mayúsculo, los oficiales improvisaban consignas. Los toques de corneta transmitiendo órdenes eran contradictorios con las que daban a voz en grito. La artillería de los moros comenzó a explotar dentro del campamento. Las columnas de caballería moruna se acercaban como locomotoras enloquecidas resollando y levantando una polvareda sobrecogedora. Los chillidos espeluznantes de los jinetes moros y el relincho de sus monturas se multiplicaban con su eco en la cárcava de los barrancos, impidiendo oír las instrucciones a voz en grito de los oficiales, haciéndoles perder el control de la tropa. La infantería mora se fue posicionando en lo alto de las lomas cercanas, a la espera del paso de los españoles por el único camino de huida posible: el que llevaba a Izumar.

Juraba Matías haber visto, en mitad del campamento y de aquella inmensa confusión, a Silvestre gritando una y otra vez «¡Retirada! ¡Evacuación!». Pero la evacuación era imposible de organizar y la bestial avalancha enemiga ya saltaba el parapeto. Contaba que en ese momento fue cuando alguien tiró de su brazo y le dijo: «¡Venga, rápido!». Era el doctor Eduardo Vidal. Estaba terminando de llenar de heridos una de las ambulancias para tratar de evacuarlos antes de que fuera demasiado tarde. Mientras Matías arrancaba la ambulancia, Vidal subió a peso, con sus propios brazos, a uno de los escasos supervivientes de Igueribén, el que se encontraba más débil, un tal Julián Rosales, quien había sufrido heridas por metralla de una bomba en los oídos, en el abdomen y en la pelvis. Matías arrancó la ambulancia con Eduardo en el asiento del copiloto y la condujo hacia la salida del campamento, abriéndose paso entre la masa humana que se apelotonaba, retenida por los disparos, y que taponaba la salida. Muchos aprovecharon el parapeto que suponía el chasis de la ambulancia para salir del atolladero. El fuego era devastador, venía de las alturas del desfiladero y no había vuelta atrás, el enemigo ya estaba entrando en el campamento e iba arrasando todo lo que encontraba a su paso. El pánico de los hombres hizo que olvidaran toda norma civilizada y humanitaria y se impuso la ley del más fuerte en aquel desfiladero de apenas cuatro metros de anchura y abismos insondables a lo largo de dieciocho kilómetros. La pared de la derecha estaba dominada desde la altura por el enemigo que disparaba sin descanso sobre la riada de hombres que huían del campamento en total desorden. El tiroteo restallaba enloquecedor en el encajonamiento del desfiladero. Los soldados y las mulas se enredaban y entorpecían mutuamente en el agobio de la huida. Los que intentaban retroceder eran empujados hacia delante por los que venían detrás. Los conductores de los carros azotaban con ahínco a las bestias que conducían y también a quienes intentaban arrebatarles los animales para escapar subidos en ellos. En la desesperación por escapar, los carros pasaban por encima del reguero de muertos y heridos, chocaban entre ellos y volcaban, siendo arrastrados por sus mulas desbocadas hasta el barranco, donde caían al vacío con sus ocupantes, dejando un rastro de relinchos y gritos escalofriantes. La ambulancia que conducía Matías consiguió salir de aquella marea humana y adelantarse, alcanzando una zona más despejada en la que dejaron de recibir disparos. No mucho más allá tropezaron en el camino con otra ambulancia de la Cruz Roja, que había volcado. Eduardo le hizo detenerse y bajó para comprobar si había algún superviviente. Matías se mantenía al volante con el motor encendido y mirando a todas partes por si aparecían rifeños. El doctor Vidal se asomó y le dijo que aún quedaban dos hombres con vida, que bajase para ayudarle a meterlos en la ambulancia.

Los temblores de Matías arreciaron al narrar ese momento y, mientras lo contaba, sus ojos se abrieron como platos, apuntando con un índice temeroso hacia el rincón donde juraba estar viendo al doctor Vidal. Comenzó a gritar suplicándole que se fuera de allí, que no le hiciera daño, que no le tocase. Que si huyó con la ambulancia fue porque tuvo miedo, de un momento a otro vendrían los moros. Había que marcharse y él estaba empeñado en ocuparse de unos malditos moribundos.

Aquel miserable quedó delante de mis ojos, no ya como el cretino aprovechado por quien le tenía, sino por un cobarde sin escrúpulos que me había privado de lo que más había amado en este mundo y de mi felicidad. Si retiré el vaso de agua que le estaba ofreciendo, no fue por crueldad ni siquiera por venganza, sino porque experimenté el más profundo de los desprecios y un infinito asco por él, que me impidió aproximarme a su persona hasta que dejó de respirar.

Dejar morir a Matías no fue una decisión. Tampoco un acto movido por el odio; porque no le odiaba. Pues para odiar es necesario sentir y yo ya no sentía nada. Absolutamente nada. Simplemente cesaron todas mis sensaciones. Nada sentí cuando Matías me llamaba angustiado pidiendo ayuda. Sí, me daba cuenta de que estaba haciendo con él lo que yo le reprochaba que él había cometido con Eduardo, pero no podía evitar mi parálisis. Nada sentía al oír sus arcadas cuando vomitaba en la cama. Tampoco cuando suplicaba agua a gritos, cada vez más débiles. Nada sentía al oír sus ahogos. Nada. Ni siquiera sus estertores me incitaron a mover un músculo. No sentía nada. Nada. Estaba aún más muerta que él. Pasaban los días con sus noches meciéndome como una sonámbula en la mecedora. Nada comí. Nada bebí. Me limitaba a balancearme sin sentir nada. Solo hacía una cosa: esperar. Varias madrugadas después, en la habitación de Matías dejaron de oírse jadeos y estertores. Detuve el balanceo. No se oía ningún ruido. Solo el tic-tac del péndulo del carillón. Me levanté tranquilamente, sin conciencia del tiempo transcurrido. Me dirigí a la habitación de Matías, terminé de abrir la puerta entornada empujándola con desgana. Contemplé con indiferencia el cadáver patético de aquel miserable, rodeado de sus propios vómitos y empapado en excrementos. Cerré la puerta con energía y solo la volví a abrir cuando di orden a los funerarios de que lo metieran en el ataúd envuelto en las sábanas sucias. Hice sacar el colchón a la calle y que le prendieran fuego en un descampado junto con toda su ropa y pertenencias. Por la mañana hice pintar las paredes de toda la casa con cal. Sé que mi pasividad no le mató; solo me matará a mí. La casa se infectó con sus humores y a mí han pasado, de la misma sutil e invisible manera que su falta de escrúpulos y de sentimientos. No es castigo divino este tifus que me ha contagiado; sino, consecuencia de mi abandono y de haberme dejado contaminar por su mezquindad; pero no pude hacer otra cosa sino lo que sentía: nada.

A ti, Felipe, hijo mío, cuando leas estas páginas, ya habrás sabido la verdad por mi propia boca. Te lo habré confesado antes de morir. Te pido perdón por el daño que haya podido causarte, hijo mío; pero no ha sido otra mi intención que por donde pasaras, todos reconocieran en ti a un gran señor; pero eso no está en mis manos, sino en las tuyas. Te he querido y quiero tan profunda como silenciosamente, que no está el amor en lo visible, hijo mío, sino presente en sus más calladas manifestaciones. Nada me hubiera satisfecho más que ofrecerte un hogar completo, en compañía de mi Eduardo, tu padre. El solo hecho de pensarlo, me desborda de felicidad.

Os beso a todos y a cada uno de los míos: vivos o muertos, leales o traidores y, muy especialmente a ti, Merceditas, tan soñadora y, por lo tanto, tan frágil y vulnerable. ¡Ojalá estas páginas sirvan para desprender el plomo de tus alas y te atrevas a cumplir tu sueño! Quiero hacer justicia contigo, mi niña. Puesto que marqué el rumbo de tu vida, justo es que ahora te proporcione la oportunidad de decidir cómo quieres vivir. Ya te lo he dicho, serás mi heredera universal: para ti será La Fontana de Oro, lo único que he conservado de mi naufragio. Si te decides, si reúnes el valor suficiente para imponer tu voluntad sobre la de Amador, allí tendrás lo que tanto deseabas. No hay mayor prueba de valor que la de superar los propios miedos; ni abismo más profundo que el de la falta de confianza en uno mismo. Si eres capaz de comprender que la sima que crees abierta ante tus pies y que te separa de tu sueño, solo está en la caverna de tu mente; entonces, te librarás de tus miedos y vivirás a gusto contigo misma. Alcanzarás la satisfacción de ser auténtica, a pesar de todo y a pesar de todos.

Ruego vuestra comprensión con los errores de esta mujer que no quiso renunciar a su esencia y que se siente privilegiada, no por lo acontecido, pues no ha tenido la vida que hubiera deseado ni ha podido culminar sus sueños, sino por haber vivido profunda e intensamente los años dulces y los amargos, extrayendo de ellos compases con los que ha ido componiendo su propia música. Una melodía que he ido enriqueciendo con cada anhelo, cada vivencia, con cada uno de mis pensamientos y emociones. Sé que he completado mi sintonía. En realidad, estuvo sonando toda mi vida en mi interior y he logrado ser fiel a ella. Y os confieso que no se me antoja un lugar más adecuado para componer mi propia ensoñación, que esta sorprendente y cautivadora Melilla, que se yergue orgullosa de sí misma al borde del mar.

Melilla, a 3 de septiembre de 1959.

Inés Belmonte Muñoz