CAPÍTULO 10

Llegó el día. Acudimos al puerto a despedirle. Vestía su traje blanco de verano y canotier a juego. Antes de subir a bordo nos besó y abrazó a las tres con sentida emoción. «Solo serán unos días y luego, ya sabes, lo imprescindible. No puedo estar mucho tiempo sin vosotras» —me dijo en voz baja. A continuación, besó en la mejilla a nuestra madre y se despidió de ella con un beso en la mano y un «Adieu, ma chérie». Subió por la escalerilla y al llegar arriba se mantuvo apoyado en el pretil. Nos sonreía y saludaba de vez en cuando, y mis hermanas y yo le respondíamos enviándole besos y agitando las manos con más ahínco. Mamá Ana hacía oscilar lánguidamente su pañuelo. El zumbido agrio de la sirena del buque me devolvió a la cruda realidad. Comenzaron las maniobras de desatraque y el barco fue separándose del muelle hasta salir de la bocana del puerto. La figura de papá Humbert se fue reduciendo, hasta convertirse en un punto blanco en la popa del buque. Entonces, junto a él, apareció una diminuta figura femenina. Aquella fue la última vez que le vimos.

Los primeros días de ausencia de papá Humbert transcurrieron plácidos. Mientras, yo me iba preparando interiormente para la tormenta que se avecinaba y para tomar las riendas de la situación cuando estallase. Pero la vida siempre sorprende con algún factor que no tenemos previsto. Tal y como mi padre me había prometido, nos envió dinero el primero de julio. Volvería el día cinco para hacerle la entrega del dinero personalmente a El Roghi antes que su competidor español, ya que el día siete vencía el plazo marcado. Una vez cumplida su misión, regresaría nuevamente a Madrid, donde le esperaría Dorita y, cobrado el porcentaje acordado con su empresa, marcharían a París donde la Criolla deseaba probar suerte con su carrera de artista. Una vez instalada, él vendría a recogernos. Ese era el plan previsto o, al menos, lo que papá Humbert me había contado antes de marchar. Nada que ver con lo que ocurrió realmente. No regresó a Melilla con los dos millones de pesetas que le había entregado el representante de la Société Lyonnaise en Madrid para cerrar el trato con el cacique rifeño. Quienes lo cerraron fueron los agentes de las compañías españolas. Ellos sí que aparecieron ante El Roghi el día y a la hora acordada. Los agentes españoles adquirieron los derechos de explotación de las minas y así se fundó la Compañía Española de Minas del Rif. El agente británico llegó un día más tarde, cuando ya estaba cerrado el trato. El agente francés no apareció con el dinero; papá Humbert nunca volvió a por nosotras, ni a enviar un solo franco a su familia, ni supimos nada más de él.

La reacción de la Société Lyonnaise no se dejó esperar. Yo iba amontonando en un cajón de la mesa de su frío y deshabitado despacho sus furibundos telegramas exigiendo a nuestro padre que diera cuenta de la suma que le habían entregado para comprar los derechos sobre los yacimientos. Me hervía la sangre al pensar qué ríos de champán correrían por las mesas de los restaurantes a los que estaría sentando mi padre a Dorita, la Criolla y en la suavidad y tibieza de las pieles en las que la envolvería, mientras nosotras comenzábamos a sentir los primeros efectos de las estrecheces, renunciando a la asistencia de la señora Justina por no poder pagarle sus servicios. No tardó en llegar el telegrama que nos conminaba a desalojar la vivienda, cuyo alquiler corría a cargo de la compañía, en el plazo de un mes. Poco después, abrí el que nos ponía en conocimiento que Humbert Beaumont se encontraba en busca y captura ante las autoridades francesas y españolas y de nuestra obligación de dar cuenta de él si supiéramos su paradero.

Una noche, cuando apenas quedaba algo más de una semana para que se acabara el plazo que nos había dado la compañía para abandonar la vivienda, uno de los cuarterones de cristal del ventanal del salón estalló en mil pedazos. Lo había destrozado una piedra que quedó en mitad del salón. Estaba envuelta en un papel sujeto con un cordel. Contenía una nota amenazando con difundir la traición hacia la compañía por parte de mi padre, al robar el dinero destinado a la contratación de las minas, si no lo devolvía. La pequeña Sophie me preguntó por qué había hecho eso el señor Ceferino. La miré extrañada y me indicó con un gesto que ella le había visto correr huyendo de allí. Comprendí con angustia que papá Humbert ya no regresaría a por nosotras jamás. Que la pasión por aquella mujer había podido más que el cariño a sus hijas y no solo la vergüenza le impediría regresar, sino el temor real a ser encarcelado. Vi con gran claridad que tendríamos que empezar de cero y con nuestras solas fuerzas. Así que había que borrarle de nuestras vidas cuanto antes.

Fue entonces cuando decidí enviarle un telegrama a mi madre que le comunicara la falsa muerte de papá Humbert. Mamá Ana recibió la noticia de la muerte de su marido con una mueca de incredulidad, negó que estuviera muerto, afirmó que volvería capitaneando una lujosa caravana de camellos y nos llevaría con él a un idílico oasis. Nos convocó en el salón a mis hermanas y a mí y, tras prohibirnos tajantemente que volviéramos a hablar del tema, se encerró y tocó el piano durante tres días con sus tres noches. Mis hermanas, que a sus diez años ya tenían conocimiento suficiente para darse cuenta del desamparo en que se encontraban, acudían a mi regazo buscando el apoyo y el consuelo que su madre no estaba en disposición de ofrecerles. El llanto sentido y desgarrado de mis hermanas me partía el corazón y me hacía envidiarlas a un tiempo. Pues si algo hubiera deseado con toda mi alma era haber podido llorar la muerte de nuestro padre como ellas, con esas lágrimas gruesas y sentidas, en vez de tener que estancar en lo más profundo de mí la tristeza y el desencanto que me provocó su mezquina desaparición.

No podía perder mucho tiempo en contemplaciones, pues el plazo que la compañía nos había dado para que nos fuéramos de la casa era muy corto y, en Melilla, en aquellos tiempos, el alojamiento era un problema de difícil solución. En la ciudad vieja, donde nosotras vivíamos entonces, no quedaba ya hueco ni para un alfiler. Las casas acogían a varias familias y familias enteras compartían una sola habitación. En pocos meses, a la avalancha de mano de obra que se había apoderado de Melilla por las obras del puerto, se les habían sumado sucesivas oleadas de gentes que llegaban buscando trabajo en las obras de construcción del ferrocarril, el que conectaría las minas de hierro con el cargadero del puerto, para así volcar directamente los vagones repletos de rocas de mineral de hierro en las bodegas de los buques. Pero lo que había atraído a una auténtica multitud de decenas de miles de personas, fueron las propias minas. Aquella marea humana era tremendamente difícil de absorber en tan poco tiempo y comenzó una febril construcción de viviendas, hasta el punto de que pude ver cómo se construían casas y se levantaban barrios, prácticamente, en semanas.

El abanico que formaba la nueva Melilla, que se extendía por terrenos llanos hacia la falda del monte Gurugú, crecía a una velocidad de vértigo, añadiendo cada día una nueva varilla a su trazado de calles ordenadas en cuadrículas. Con mucha suerte, podía encontrarse alguna vivienda de alquiler en las elegantes fincas del centro de la ciudad, pero en nuestra situación los precios resultaban prohibitivos. Tenía que administrar con mucho tiento los ahorros que nos quedaban para alargarlos hasta final de año, cuando el capataz del cortijo le enviaría a mamá Ana los beneficios de la cosecha que aún estaba por recoger. Así que, si quería conseguir una vivienda tendría que buscar en los nuevos barrios obreros entre las que dedicaban a alquiler. Solían ser casas de planta baja abocadas a un patio interior comunitario, con pozo de agua dulce y excusado compartido. Ahí podríamos tener una oportunidad. Necesitaba ponerme en contacto con alguno de esos propietarios y fue Manolita quien me lo proporcionó. En una de esas viviendas estaba como inquilino su padre, quien pasaba todo el día en el bar o en la cama durmiendo la mona y de quien huía como de la peste para que no le cruzara la espalda a correazos. El propietario de la vivienda, un acaudalado hebreo que nos atendió en su despacho de la Avenida, lamentaba no poder darme una solución.

—Mire esta carpeta. —Me mostró apenado una carpeta con cientos de solicitudes, cuyo contenido desbordado impedía anudar sus lazos para mantenerla cerrada—. Créame que no le exagero, cuando le digo que no dispongo de un hueco que ofrecerle a usted y a su familia, señorita… ¿Cómo dijo que se llamaba?

—Belmonte —respondí españolizando mi apellido para evitar que nos relacionaran en esta nueva vida con quien fuera un afamado médico francés que se fugó con el dinero de su empresa—. Ya veo que se le amontonan las solicitudes y que no dispone de ninguna vivienda libre. Gracias por recibirnos, señor Nahón —dije levantándome del asiento que nos había ofrecido en su despacho.

—¡Pero usted me dijo una vez —intervino Manolita— que me podría quedar con la casa que tiene alquilada a mi padre! ¡No puede dejar en la calle a esta señorita ni a sus hermanas, ni a su madre…!

—¡Por favor, Manolita! —dije asombrada—. ¡No insistas! —Me dirigí al señor Nahón—: Disculpe, Manolita es muy vehemente en sus expresiones.

—No se disculpe, señorita Belmonte —respondió tranquilo el casero—. Ella dice la verdad. En cierta ocasión le dije que si su padre decidía abandonar la vivienda, que no se preocupase, que le traspasaría el contrato a ella, sin más problemas y con arreglo a ley. —Se detuvo un momento a observarme y se atrevió a decir lo que pensaba—. Por cierto, disculpe si me entrometo; pero ¿dónde está su madre? Es usted muy joven para tratar estos asuntos. ¿Por qué no ha venido ella?

—Está enferma, señor, muy enferma —respondí.

—¡Vaya, lo lamento! —dijo con acento sincero—. ¡Veré lo que puedo hacer por ustedes! Si alguna vivienda quedara libre o pudiera hacer algo que esté en mi mano, créame, que lo haré. Pero comprenda que no puedo echar a la calle a una familia para darle cobijo a otra.

—Lo sé y se lo agradezco. Gracias —me despedí estrechando su mano.

Mandé a callar a Manolita varias veces mientras bajábamos las escaleras. No cesaba de repetirme que solo quedaban tres días para desalojar la casa y no teníamos adónde ir.

—¿Pero qué va a hacer ahora, señorita Agnès?

—¿Cuántas veces te he dicho, Manolita, que no me llames ya Agnès? Que quiero que me conozcan por Inés. ¡Ya sabes por qué!

—Entonces, ¿qué vamos a hacer —Manolita tragó saliva—, señorita Inés?

—Confiar en Dios. ¡Y no me llames señorita, que ya ves cómo están las cosas!

—Es que usted… —Manolita me miró de arriba abajo con su ojo bueno y meneando la cabeza me soltó—: Es una señorita de verdad y lo será siempre, pase lo que pase. ¡Y si hay que pedir a Dios para que esto se arregle, ahora mismito empiezo! ¡Que si el que Él haga caso es por echarle ganas…!

Dicen que Dios escucha a los corazones sencillos. Ha de ser verdad, porque no podré olvidar mientras viva en qué estado de euforia volvió a casa Manolita al día siguiente cuando regresó de llevarle la comida a su padre. La muchacha acostumbraba a llevarle a su padre en un pote una ración y le obligaba a tomársela, pues sabía que de no hacerlo así se quedaría tumbado en la cama sin probar bocado, empalmando la borrachera de la mañana con la de la noche. En aquella ocasión, por cómo Manolita golpeaba la puerta con la aldaba, su estado de nervios y los gritos que daba, creí que le habría ocurrido algo grave. Cuando abrí la puerta y la vi, me desconcerté porque la expresión de su cara no podía estar motivada más que por algo inesperadamente maravilloso. Trataba de contarnos algo desde el mismo instante en que abrí la puerta, pero se atropellaba de tal manera, que no la podíamos entender. La sujeté cogiéndola por los brazos, le ordené que se calmara y dijera, de una vez, qué le había ocurrido. Me respondió con cara resplandeciente y un destello de triunfo en su ojo, que iba y venía en todas direcciones: «¡Inés, mi padre se ha muerto!». La solté de repente y mi rostro debió expresar tanto estupor que provocó una reacción airada en ella. «No me mire así, señorita Inés. ¡Era un cabrón!… Y perdone la palabra, ¡pero es la pura verdad! Ahora descansamos todos. ¡Sobre todo yo, que era la que le sufría el genio y los azotes! ¡Ojalá, Dios lo tenga en su Gloria, que yo me he quedado en la mía! ¿No se da usted cuenta, Inés? Ahora puede usted alquilarle la casa al hebreo. ¡Tiene que darse prisa, antes de que alguien se le adelante! Si quiere, yo voy con usted y le reclamo el derecho a seguir en la casa que tenía alquilada mi padre; ¡al fin y al cabo, la medio pagaba yo!».

Reflexioné unos instantes y le propuse: «Si la conseguimos ¿te quedarás a vivir con nosotras?». La sonrisilla socarrona de Manolita contestó por ella.

Todo salió tal y como Manolita había previsto y, al día siguiente del entierro de su padre, comenzamos a limpiar y pintar entre las dos la vivienda, preparándola para trasladarnos lo antes posible. Mis hermanas eran mucho más conscientes de la situación en que nos encontrábamos que mamá Ana. Desde que salió del salón después de tocar durante tres días y tres noches el piano, nuestra madre dedicaba las horas del día a tejer pequeños jerséis de lana para unos ratoncitos que solo ella veía.

—¿No te dan lástima, hija, tan chiquitos y desnuditos? Y si nos vamos de esta casa, ¿quién cuidará de ellos? Son casi transparentes y los pueden pisar sin querer. ¡Mira, mira ese, míralo cómo baila! ¿No ves qué gracia tiene?

—Madre, en esta casa no hay ratones.

—¿Serás boba, hija, que los tienes delante y no los ves?

Para vencer su resistencia a abandonar aquella casona, opté por convencer a mi madre de que en la nueva casa había muchos ratoncitos que necesitaban que les cosiera ropita nueva. Así, de esta manera, se avino a trasladarse sin protestar. Le agradó el patio común lleno de geranios en flor desde el que se accedía a todas las viviendas y saludó alegre a todas aquellas personas que, según ella, habían salido al patio a recibirla. Su rostro cambió de expresión cuando entró al interior de la nuestra y comprobó que en su totalidad no alcanzaba el tamaño de lo que, hasta entonces, había sido su dormitorio. Antes de que pusiera objeciones le expliqué que la casa estaba adaptada al tamaño de los ratoncitos, para que se encontraran a gusto. Me dedicó una mirada de complicidad y soltó una risita por lo bajinis. Entró en una de las dos únicas habitaciones, puso su bolsón sobre la cama que compartiríamos a partir de entonces y lo abrió.

—¡Ya podéis salir, pequeñines! —dijo dirigiéndose al interior de su bolsón—. ¡Ya veréis qué bien vais a estar aquí! —Y sonreía ofreciendo carantoñas a sus imaginarios roedores danzarines.

Las gemelas le dedicaron una mirada escrutadora a aquella minúscula planta baja. No dijeron nada; pero saltaba a la vista que las entristecía aquella casa escasa y oscura en la que había que compartir el excusado con todos los vecinos. Carecía de bañera, y en su lugar había que utilizar un barreño de zinc en medio del exiguo comedor.

A Manolita le advertí que no divulgara nuestra relación con el ingeniero francés que desapareció con el dinero de la compañía de minas; pues no quería que empezáramos esta triste etapa de nuestras vidas marcadas por la infamia. Más aún, cuando suscribí el contrato con el arrendador de la vivienda me hice llamar Inés Belmonte. Trataba de interponer una cortina de humo que ayudara a diluirnos entre la multitud de nuevas almas que inundaban Melilla a diario en busca de fortuna. Aleccioné debidamente a mis hermanas para que aceptaran pasar a llamarse Sofía y Julieta. El destino nos había ligado a aquella tierra española y tuve que amputarme a mí misma la esperanza de recuperar el futuro que Francia me hubiera ofrecido. No fue un corte limpio. En el fondo de mí me resistía a renunciar a lo que hubiera sido posible de haber continuado en París o si mi padre no se hubiera marchado definitivamente con la Criolla. Detestaba a aquella mujer que se había interpuesto en mi camino y cambiado, por completo, el rumbo de mi vida. Me negaba a renunciar a una existencia llena de las vivencias que me correspondían y a dejar de ocupar el lugar social para el que había sido educada. Reclamaba mi derecho a ser quien yo podría llegar a ser. Debí desearlo tanto y tan sinceramente, que el Buen Dios me lo concedió; pero Dios llegó más lejos aún: me haría contemplar, impotente, cómo Dorita, la Criolla me arrojaba al vacío más negro por segunda vez.

Llegó la Navidad de aquel 1907 sin noticias de papá Humbert. Aquel año las rentas del cortijo habían disminuido por culpa de la filoxera, que a punto estuvo de acabar con todas las viñas. Además, en su carta, Juan, el capataz, nos trasladó su preocupación por la actitud de un grupo de jornaleros que capitaneaba el Chisquero, que se estaban dejando influenciar por ideas radicales de los anarcosindicalistas. Aun así, la cantidad que nos ingresó en la cuenta que abrí en la Banca Salama nos permitiría vivir durante una temporada; pero era evidente que habría que buscar un modo de ganarse el sustento y pagar los estudios de mis hermanas. A esas alturas, resultaba vano esperar que papá Humbert se acordara de nosotras. Confieso que anidó en mí un rencor casi infinito hacia aquella cupletista, a quien había llegado a admirar por su arrolladora personalidad y por estar adornada con unas gracias que a mí se me habían negado. Me carcomía pensar que se nos avecinaban una Nochebuena y una Navidad llenas de tristeza. Sin embargo, no había contado con una curiosa circunstancia: nuestra nueva vivienda. Una más en el bloque de planta baja que conformaba una manzana completa, como tantos otros que habían sido levantados aceleradamente para dar cobijo a los que llegaban a Melilla buscando su particular El Dorado. Aquellas humildes manzanas de viviendas funcionaban como islotes de camaradería y buena vecindad, donde el centro de la vida giraba en torno al patio común al que se agrupaban. Allí se compartía todo, las riñas, los ratos de zurcido, las tertulias, los duelos, los cotilleos, las alegrías y las penas. En la nuestra, también. Una semana antes de las fiestas navideñas comenzaron los preparativos en los que participaban todos los vecinos de una u otra manera. Las mujeres, elaborando durante días pestiños, borrachuelos, roscos de anís y polvorones. Yo me uní a ellas y aprendí a hacer dulces navideños. Los roscos y polvorones se llevaron al horno de una panadería para que los cocieran y la víspera de la Nochebuena nos dedicamos a freír, en un caldero instalado en el patio, los pestiños y borrachuelos, mientras los hombres y los niños terminaban de adornar el belén que habían montado sobre una larga tabla sujeta por caballetes. Acudían vecinos de toda la calle a admirar las figuritas de barro, el riachuelo de agua natural y la noria con movimiento. Durante aquellos días previos a la Navidad, el patio estaba a rebosar de gente a cualquier hora, el ambiente era de fiesta y contagiaba hasta el corazón más deprimido. A mis hermanas les vino muy bien aprender villancicos y participar en la disposición de las figuras con los demás chiquillos. Mamá Ana contribuyó con la confección de pañales y peleles de miniatura, primorosamente cosidos, que colocaron en un diminuto tendedero junto al portal del Niño Jesús.

Fue una Nochebuena extrañamente hermosa, que solo conoció alimentos sencillos pero que sabían a gloria; en la que las puertas de las casas permanecían abiertas y pasaban los vecinos de una a otra ofreciendo dulces y anís, cantando villancicos, juntándose para bailar, contar chistes y entonar canciones picantes hasta el amanecer. Nuestros corazones, tan vacíos de cariño, se llenaron por una noche, como nuestra casa, de afecto sincero, olvidando por unas horas la sensación de abandono, derrota y desarraigo. Rodeada de aquella buena gente que trataba de contagiarnos su alegría con sus cánticos y chistes, cruzó por mi mente, como un relámpago, una idea curiosa que en aquel momento no tenía sentido, pero que guardé en mi interior celosamente: todas estas personas llenas de energía y entusiasmo y con enormes deseos de prosperar, podrían convertirse en las columnas de un imperio; solo necesitaban que alguien los condujera con decisión y firmeza hacia un objetivo común. Aún no sabía cuál, pero los años me darían ocasión para practicar lo que intuí, rodeada de todas aquellas buenas gentes que cantaban, raspaban botellas de anís y reían con la boca llena, sin más preocupación que disfrutar de estar vivos y en grata compañía.

Pasó la Navidad y dio comienzo el año de 1908. Resolví que había que buscar un medio de vida que nos mantuviera con dignidad. No contaba con más mimbres que los de mi esmerada educación francesa, mi agilidad mental y mi sentido práctico de la vida; así que me dirigí a la redacción del diario El Telegrama del Rif dispuesta a publicar un anuncio en la sección de demandas de empleo. Entré decidida, con la osadía que me daban mis quince años sabiendo que aparentaba veinte, y sintiendo sobre mí las responsabilidades propias de los treinta. Así, segura y convencida, me dirigí a un joven en mangas de camisa que tomaba unas notas apoyado en el mostrador, tras el que comenzaba la redacción del periódico. Le pregunté a quién debía dirigirme para publicar un anuncio. Me dedicó una lánguida mirada, me ignoró y prosiguió con sus notas. A pesar de su aspecto refinado, del cuidado bigotito, el chaleco, la impecable camisa de cuello duro, corbata y el cabello engominado, no podía ocultar su origen rifeño. Le delataban su piel cetrina, sus rasgos y el instante mudo de soberana displicencia ante la interrupción por parte de una mujer en sus asuntos. Insistí en que deseaba ser atendida; si no, reclamaría serlo por el director en persona. Terminó soltando el lápiz sobre el mostrador y respondió con una mueca de fastidio: «Está bien; entonces pase y dígaselo a él». Levantó una parte móvil del mostrador de madera y abrió la portezuela disimulada en el frontal y, con un teatral gesto de bienvenida, me invitó a pasar a la redacción. Entré y le seguí entre las mesas de redactores embebidos en la escritura de sus artículos, hablando por teléfono o traduciendo frenéticamente del morse las últimas noticias. Abrió la puerta de un despacho en el que el escaso espacio se repartía entre una mesa de madera oscura, un sillón giratorio, una silla para las visitas y un perchero de madera con pies curvos que sostenía una chaqueta. Me indicó que me sentara y anunció que el director me atendería inmediatamente. Cogió la chaqueta que pendía del perchero, se la colocó y tomó asiento en el sillón del director, al otro lado de la mesa. Juntó las yemas de sus dedos formando una curiosa pirámide con sus manos, mientras sonreía socarrón:

—Usted, dirá señorita. ¿En qué puedo ayudarla?

Estaba turbada, pero no quise demostrárselo. Comprendí que ese era el efecto que buscaba: un efecto sorpresa que desconcertara al recién llegado y le impidiera reaccionar. No me cupo duda que me encontraba ante una mente talentosa que había sabido absorber magistralmente todas nuestras formas y maneras, y que disfrutaba con su doble identidad. Aquellos ojos pequeños, redondos, de apariencia anodina, que se tornaron brillantes y agudos al gozar del resultado de su estrategia, resultaron ser los del director del suplemento en árabe de El Telegrama del Rif. También eran los del Secretario de la Oficina de Asuntos Indígenas.

—¿Le sorprende que el director sea yo?

Le miré directamente a los ojos.

—No, en absoluto, en usted no me sorprende —le respondí sinceramente.

Sonrió con cordialidad y se presentó como Mohamed, me explicó que por encontrarse ausente el director del periódico, él había sido designado para sustituirle hasta su regreso y preguntó qué clase de anuncio era el que deseaba publicar. Le expliqué que deseaba ofrecerme como institutriz. Alzó las cejas y frunció los labios.

—¿No es usted muy joven para ser institutriz? ¿Qué edad tiene?

—La suficiente para serlo.

—¡Vaya, reaños no le faltan! Eso le irá bien para manejarse con niños ricos consentidos —dijo sonriendo con ironía—. Veamos, ¿qué desea que diga el anuncio?

—Algo así como: «Señorita francesa se ofrece como institutriz para familias distinguidas».

—Así que… señorita francesa. Entonces, ¿habla francés?

—Perfectamente. ¿Le sorprende?

—No, en absoluto, en usted no me sorprende —sonrió devolviéndome la frase—. ¿Le gusta la música? ¿Es usted soltera?

—Oiga, ¿pero qué importa si me gusta la música o si soy soltera? ¿No pensará poner eso en el anuncio? ¿O es que piensa contratarme para sus hijos?

—No tengo hijos. Si aún no he tomado esposa es porque tengo el terrible defecto de sentirme atraído por mujeres inteligentes.

—Eso no es un defecto; más bien, por el contrario, le honra. Ni es motivo para no casarse.

—Sí lo es —me contestó con rudeza y añadió tras un breve silencio—. Una mujer inteligente no puede ser una buena esposa. Se resistirá a obedecer y siempre dará problemas. Y si además le gusta la música…, aún peor.

—¡Qué absurdo! ¿Por qué?

El director suplente se tomó su tiempo para contestar, mientras miraba meditativo a través de los ventanales que daban a la avenida principal. Se volvió hacia mí y respondió con semblante grave:

—Porque si siente la música, soñará; y una mujer que sueña…

Remató la frase con un gesto de sus dedos que venía a representar una pompa explotando en el aire. El director suplente inició una sonrisa que se truncó.

—… escapará de su marido siempre que quiera. Resulta… ¿cómo se dice en español algo que no se puede atrapar?

—Inaprensible —dije.

—¡Exacto! —Una sonrisa le iluminó la cara—. Inaprensible.

Me resistí a hacer comentario alguno por la posición en la que me encontraba, pero tuve que morder mis labios para no espetarle en la cara que lo que realmente temía es que una mujer pensara y sintiera libremente. Se incorporó de su asiento haciéndome comprender que la entrevista había concluido. Me acompañó hasta la puerta de su despacho con cortesía y frialdad. Me indicó dónde debía abonar el importe del anuncio y aseguró que él personalmente se encargaría de su confección. Se despidió con un apretón de manos:

—Mohamed Abd-el-Krim, a su disposición, señorita. Ha sido un placer.

No mucho tiempo después, el nombre de Mohamed Abd-el-Krim pasaría de aparecer en los créditos del periódico local, como director del suplemento en árabe, a los titulares de la prensa europea, como el caudillo de la República Independiente del Rif.

Durante dos semanas el periódico anunció mi oferta, una más de la que había abonado. Vi en ello la mano de Mohamed, gracias a lo cual, comencé a trabajar como institutriz en una de las casas más distinguidas y con un sueldo respetable. Estaba al cargo de la educación y comportamiento en sociedad de dos gemelos, traviesos como demonios, a los que la disciplina, el uso de los cubiertos y las normas de higiene más elementales les resultaban tan ajenos como a los pigmeos. Vivía con la impresión de desperdiciar mis energías en una labor que, aunque iba dando sus frutos, no me resultaba nada estimulante. Tenía un claro sentido de la provisionalidad de aquella tarea. Mientras, le iba dando vueltas a qué podría dedicarme en un futuro. No hizo falta que tomara una decisión; una vez más, la realidad se impuso.

Una vez pasado el terrible calor de aquel verano de 1908, al llegar el otoño, los rifeños se unieron y se alzaron contra El Roghi por considerar una traición el que vendiera los derechos de explotación de las minas de hierro de Guelaya. La única autoridad visible en el Rif, de repente, se vio convertida en un fugitivo desesperado cuya cabeza tenía puesto precio por el sultán a quien pretendía destronar. La noticia viajó a Melilla a la velocidad del telégrafo, los rumores la propagaron, los periódicos la confirmaron y, en horas, el temor estremeció a la ciudad entera. Todo el mundo tenía en mente el mismo pensamiento, y una misma pregunta se repetía en todas las tertulias y a cada paso: ¿Qué ocurrirá ahora, sin un caudillo controlando las cabilas? Aquella falta de control de las tribus rifeñas no solo nos alarmaba a los que habitábamos en las ciudades españolas del norte de África, sino también a las potencias europeas, que veían peligrar sus intereses en la zona. En los cafés de la Avenida, se oían rumores cada vez más insistentes de que Francia había propuesto al gobierno español poner en marcha, sin más dilación, el Protectorado conjunto de Marruecos. Los debates en los cafés llegaban a ser encendidos entre los partidarios y detractores de su implantación…

—¿Qué necesidad tenemos, caballeros, de internarnos en territorio ajeno para llevarles un progreso que ni desean ni entienden esos bárbaros? —argumentaban entre rumores de aprobación los que solo veían inconvenientes en que España se arrogara el quijotesco papel de civilizar a quienes no lo habían pedido, sino todo lo contrario, rechazaban de plano cualquier cambio en sus costumbres.

—Y yo les pregunto, señores —replicaba alguien puesto en pie desde alguna mesa próxima—: ¿Es lícito que los europeos disfrutemos de nuestros adelantos tecnológicos, de nuestros avances en medicina y de nuestra superior civilización y no los hagamos extensivos a los pueblos desheredados de la Tierra? ¡Más aún, afirmo que cuando se trata de pueblos vecinos es un deber moral, caballeros! —Los aplausos de los partidarios se mezclaban con las protestas de los contrarios.

—¡Cómo se atreve a hablar de un deber moral! —replicaba la parte contraria también puesta en pie—. ¿Acaso estarían dispuestos a compartir nuestro progreso sin contraprestación alguna? ¡Si no tuvieran los minerales más ricos de la Tierra, nadie movería un dedo por ellos!

—Y yo pregunto —le daba la contrarréplica el cabecilla contrario—: ¿Es que nuestro progreso no es el resultado del esfuerzo y el sacrificio de nuestros antepasados? Así que, caballeros, convendrán conmigo en que ¡no es pedir demasiado, a cambio de mejoras en la higiene, de atención médica, educación, cultura y progreso científico, que nos entreguen un puñado de piedras, ya que es lo único que producen sus estériles tierras!

Las discusiones se volvían eternas y eterno debió parecerle a mi antigua patria el proceso de protección a Marruecos y el retraso en la explotación de sus riquezas naturales. Un día leí en El Telegrama del Rif que un fanático musulmán había asesinado a un prestigioso profesor francés en Marrakech. La excusa perfecta para que las tropas francesas ocuparan Casablanca y las principales ciudades marroquíes para, supuestamente, proteger a sus colonos. Tal y como vaticinó Delbrel, estaban confundiendo la ignorancia con la estupidez. La reacción de los marroquíes fue iracunda ante la invasión encubierta. Las tribus del Rif se levantaron en armas y comenzaron a atacar las colonias francesas. El temor a que atacaran Melilla se palpaba por todas partes. En principio, lo sucedido nada tenía que ver con los españoles, ni Melilla era una colonia; pero una vez encendida la mecha del rencor de los musulmanes hacia los occidentales ¿distinguirían entre franceses y españoles o, por el contrario, todos les resultábamos infieles?

Por si teníamos pocos motivos de preocupación, por aquellos días, El Roghi fue apresado y asesinado cruelmente. La noticia cayó como una bomba. Ahora nadie sabía qué ocurriría con los derechos mineros que él había concedido, ni si se levantarían en armas las tribus que tenía sometidas. Pronto lo supimos: contra todo pronóstico, todo continuó tranquilo en las cabilas próximas a Melilla. En realidad, solo se estaban tomando el tiempo que necesitaban para armarse y esperar el momento adecuado.

El momento llegó un año después, a primeros de julio de 1909. Todos nos sobresaltamos al oír por la mañana temprano el toque de generala extenderse por los fuertes que limitaban el territorio. En menos de media hora, las tropas que custodiaban la ciudad aparecieron formadas en la explanada del barrio de Triana. La alarma cundió por la ciudad al comprobar que el propio Gobernador Militar, el General Marina, encabezaba una columna de soldados que salía de los límites de España ante la incertidumbre de la población, que desconocíamos qué estaba ocurriendo. Una hora después, Manolita me trajo corriendo la noticia que ya iba de boca en boca.

—¡Han matado a siete! —gritó entrando a casa muy alterada—. ¡Y ha sido ahí mismo, a tres kilómetros de Melilla!

—¿Pero qué ha ocurrido? ¿A quién han matado?

—A los obreros del ferrocarril —explicaba Manolita—. A los que están levantando el puente de la Compañía Española para las minas de Uixan.

Lo que tanto habíamos temido, acabó ocurriendo: la ola de odio a lo occidental que se había desatado en el protectorado francés, había alcanzado a las tribus del Rif próximas a Melilla. Este fue el comienzo de nuestro particular infierno. Los hostigamientos al territorio melillense no cesaron, al contrario, cada vez sufríamos ataques más virulentos y cercanos a la ciudad. Ante la gravedad que iban adquiriendo, el Gobierno acordó convocar a los reservistas en el puerto de Barcelona para embarcarlos hacia Melilla. Un auténtico desatino, porque la mayoría de ellos eran hombres casados y con hijos pequeños. El descontento fue creciendo como la espuma y los disturbios desembocaron en la insurrección de reservistas y en atentados anarquistas. Las noticias que nos llegaban de Barcelona eran cada vez más negras. Tanto, que la prensa dio en llamar «Semana Trágica» a aquellos terribles días en los que la sangre también corrió por la península. Mientras, iban llegando soldados venidos de todas partes de España, pero principalmente de Valencia, Alicante, Murcia, Albacete, Cataluña y Andalucía, salidos del pueblo más llano y desvalidos de todo, dejando atrás familias que dependían de ellos y novias que les esperaban. Aquellos mismos que habían coreado los cuplés en los teatrillos los días de permiso, ahora caían por racimos en las lomas del Barranco del Lobo, víctimas de las balas de los maüsser que los alemanes vendían a los rifeños para debilitar el Protectorado franco-español.

Más de cuarenta y dos mil combatientes albergó Melilla en sus cuarteles para intentar acabar con el ataque de los moros. A pesar de la numerosa tropa, el cerco se iba estrechando peligrosamente y las bajas eran continuas. La incertidumbre y la angustia iban en aumento. Una noche varios cañonazos estallaron en los barrios limítrofes y su población huyó atemorizada hacia el centro de Melilla, extendiéndose entre la población la sensación de desvalimiento. Pero, cuando llegaron a la ciudad soldados de las posiciones sin armas y alertando de que los moros habían llegado a los lavaderos y al barrio del Hipódromo, el pánico se extendió ante el inminente peligro de muerte y comenzó la más terrible de las luchas: la de la supervivencia. Grupos de gente se apoderaron por la fuerza de las barcazas del puerto y se echaron al agua para alcanzar los buques que ya estaban en altamar. Cuando se supo que estábamos sin barcazas suficientes para huir hasta los buques que pudieran enviar en nuestro auxilio, el terror se apoderó de todos. En la confusión de la noche, miles de personas tratábamos de huir y refugiarnos al abrigo de la vieja fortaleza. Entre Manolita y yo cogimos lo indispensable y, con mi madre y mis hermanas, nos unimos al río de gente que subía precipitadamente por las cuestas que llevan a Melilla la Vieja. Nos fuimos concentrando a millares en la Plaza de Armas. Las autoridades militares pusieron orden en aquel caos. Dispusieron cobijar a los más indefensos en las galerías de la Melilla subterránea. A los hombres válidos se les repartieron las escasas armas de fuego con las que se contaba por si llegara a ser necesaria la defensa desde las murallas. Un destacamento se encargó de ir conduciendo por grupos a mujeres, niños y ancianos hacia la entrada de las cuevas, junto a la Puerta de Santiago. Abrieron la verja, tan antigua como la ciudad-fortaleza. Dos sargentos, portando antorchas, nos condujeron a través de aquel laberinto bajo tierra, de ramales que se retuercen y conectan con galerías a otros niveles, esquivando simas sin fondo y evitando caminos sin retorno, donde si el enemigo penetrase no podría encontrarnos y quedaría atrapado hasta extinguirse como un mal recuerdo en el cavernoso cerebro de la ciudad vieja. Dependíamos de ellos, tanto para entrar como para salir de aquellas galerías húmedas y traicioneras cuyo recorrido solo conocían un reducido número de soldados. Mis hermanas, mi madre, Manolita y yo pasamos muchas noches en vela, cubiertas por mantas, hacinadas junto a centenares de personas en aquellos túneles de Melilla la Vieja, que demostraron el sentido de su existencia y de su naturaleza severa y hermética. Dentro de aquellas galerías que comenzaron a excavar los hombres de Estopiñán, y que continuaron tantos otros a lo largo de siglos, permanecimos las mujeres cobijando a los niños en el regazo, tranquilizando a los ancianos, racionando la comida y el agua que un grupo de soldados se encargaba de traernos cada dos días, rezando con miradas huidizas para que los disparos provenientes de las laderas del Gurugú, no alcanzaran a ningún español. Los cañonazos se repetían tan seguidos que se solapaban unos a otros, formando un trueno continuo. Las granadas estallaban apenas a un kilómetro de la frontera. Temblando aprendí cómo el tiempo se dilata durante la trayectoria silbante de un proyectil y cómo se contrae, repentinamente, al estallar contra el suelo y expandir su terrorífica vibración hasta nuestras catacumbas. Cuando hubieron transcurrido más de veinte días en aquella angustiosa situación, pregunté:

—¿Cuándo va a acabar esto, sargento?

—No lo sé, señorita —respondió sin levantar la vista del suelo—. Lo que sí sé es que en los pabellones del hospital militar ya no caben más heridos y han tenido que meterlos en los teatros. Por si fuera poco, este mediodía los moros han retorcido los rieles del tren y no se les puede llevar el suministro a los del frente. ¡La locomotora ha tenido que retroceder a toda leche bajo una lluvia de balas y con más heridos!

Ya no me atreví a preguntar más, pero oí comentarios de la gente que se atrevía a salir de las cuevas, de que en el cementerio de La Cañada no daba tiempo a cavar tumbas para dar sepultura a tanto cuerpo muerto.

Un día que parecían estar más apaciguados los cañones, Manolita y yo nos atrevimos a salir de las cuevas buscando aire limpio, algo de comida y noticias. Bajamos al centro de la ciudad y tratábamos de abrirnos paso entre centenares de personas que se agolpaban por las calles céntricas.

—¿Y toda esta gente, de dónde ha salido? —pregunté.

—Son los que no han querido abandonar sus casas —me respondió Manolita.

Apenas se podía avanzar por la calle y tuvimos que refugiarnos en el zaguán del hotel Asia, al final de la Avenida. Una discusión, entre unos periodistas y una pareja de guardias civiles, nos reveló que estaban requisando los coches de los corresponsales de guerra para destinarlos al transporte de heridos. Así fue que supimos que la retaguardia estaba tan solo a quinientos metros de la frontera y que dos batallones avanzaban ascendiendo a la desesperada, y sin protección, por la loma que desemboca en el Barranco del Lobo. Los periodistas protestaban airadamente ante la orden de requisarles los vehículos, porque sin ellos no podía ir y venir del frente llevando noticias al telégrafo.

—¿Usted tiene mano? —le espetó Manolita a uno de los corresponsales a quienes habían requisado los vehículos.

—¿Mano, para qué? —respondió sorprendido un joven de nariz afilada y pelo rubio aplastado por la gomina.

—Para sacarnos de Melilla a cinco personas si la cosa se pone más fea aún —respondió sin pensárselo Manolita.

El joven se detuvo, nos contempló dubitativo por unos instantes.

—Puede ser —respondió con cierta curiosidad—. Pero ¿por qué habría de hacerlo?

—Porque a cambio podemos llevarle a un sitio desde el que podrá verlo todo y enviar telegramas —respondió Manolita ante mi estupefacción.

—Pues, que así sea y le doy mi palabra de que haré lo posible —respondió con firmeza.

No podía dar crédito, pero la menuda y fibrosa Manolita se fue abriendo paso entre el gentío que se aglomeraba ocupando todo lo ancho y largo de la Avenida. El periodista y yo la seguimos por el camino que ella iba creando, hasta la ciudad amurallada y recorrimos su particular laberinto de calles empinadas hasta llegar al faro. Entramos en su interior y subimos por una retorcida escalera metálica. Llegamos sin apenas resuello hasta el último piso del faro. Allí estaba el farero, padrino de Manolita, quien nos recibió con sencillez y gustoso de mostrarnos su pequeño dominio. Desde lo alto del faro podíamos alcanzar a ver toda la ladera del Gurugú y sus recovecos.

—Tome —dijo el farero ofreciendo al periodista un catalejo—, esto le ayudará.

Tras observar durante un buen rato, el reportero se dispuso a telegrafiar y me pasó el catalejo. Así fue como pude contemplar lo que ocurría en aquellas agrestes laderas. Allí, en silencio, recogida tras el grueso vidrio de los ventanales del faro, mientras el mar rompía contra el cortado, seguía tras el catalejo los movimientos de las figuras blanquecinas de los soldados avanzando trabajosamente por la ladera del Gurugú y me estremecía verlos caer como pétalos mustios entre mudos estallidos de tierra que elevaban por el aire las granadas. Algún grito se me escapó al ver grupos de rifeños que reptaban, sin ser descubiertos, hasta nuestros soldados acuchillándolos por la espalda. Pero lo más terrorífico fue contemplar bandadas de marroquíes descendiendo en tropel por el barranco para rodear a las tropas españolas que se precipitaban por las laderas de un barranco, engullidos por un sumidero de cantos rodados y dispararles sin compasión mientras caían indefensos rodando por él. Las humaredas grises desde detrás de las chumberas delataban el origen de los cañonazos. No podía soportarlo y le pasé el catalejo al periodista.

—¿Y si pierden los nuestros, qué pasará? —pregunté.

—No perderán —respondió el corresponsal.

—Pero, ¿y si perdemos? —insistí.

El corresponsal apartó el catalejo marino de su ojo y miró a través de la amplia cristalera del faro. El mar estampó contra el acantilado una ola más brava y espumosa que las anteriores.

—Tienen que ganar. No nos queda otra salida.

Las palabras del corresponsal me convirtieron en una figura de cuero rígido. Los oídos me pitaban de pura alarma y un incontrolable temblor se apoderó de mis vísceras.

—¡Los del Regimiento de África! —gritó de repente el periodista.

—¿Por qué se alegra tanto? —pregunté.

—Porque ¡estos sí que conocen a los moros! —respondió—. Luchan con sus mismas tácticas. ¡Ahora sí que ganamos!

Pese al optimismo del corresponsal, las horas no parecían acabarse nunca. Solo cuando el sol abrasador de julio acabó plegándose, los moros se dieron por vencidos.

Aun cuando continuaron los hostigamientos en frentes alejados de Melilla, la situación en la ciudad estaba lo suficientemente controlada como para volver paulatinamente a la normalidad. Las cuevas se desalojaron y volvimos a nuestras casas y a las actividades cotidianas. Pero el número de heridos era desbordante, bien porque no había habido tiempo para evacuarlos a la península o porque muchos de ellos no estaban en condiciones de serlo. Los medicamentos pronto escasearon, ni se disponía de más médicos que los militares ni de más enfermeras que algunas monjas con experiencia en cuidar enfermos. Fue entonces, cuando decidí que tendría que seguir intentando que dos diablillos aprendieran a sentarse correctamente a la mesa, porque era lo que nos daba de comer a mi familia y a mí, pero que donde era más necesaria era ayudando a atender a aquellos hombres que habían parado las balas de los rifeños con sus cuerpos.

Como tantas otras jóvenes melillenses, me presenté voluntaria en el hospital militar dispuesta a colocarme el delantal, la toca y el brazalete de la Cruz Roja. Y lo que creí que sería una ocupación circunstancial hasta que aquellos hombres regresaran a sus casas y la ciudad volviera a la normalidad, tomó un rumbo imprevisible. Aquel impulso de gratitud hacia todos esos defensores de gentes que no conocían, valerosos a la fuerza tras arrancarlos de sus campos y sus casas, me fue recompensado convirtiéndome en una enfermera experimentada y brindándome la oportunidad de vivir, en carne propia, una historia de amor como jamás hubiera soñado.

En el hospital militar se presentaban a diario decenas de muchachas dispuestas colaborar en el auxilio de los soldados heridos. A ninguna nos resultó difícil decidirnos. Lo realmente duro fue permanecer ante la verdadera cara de la guerra. Las monjas del hospital militar lo sabían. Una vez que al nuevo grupo de jóvenes nos admitieron como voluntarias, las monjas con experiencia en enfermería nos dirigieron hacia los vestuarios donde nos entregaron el uniforme y nos adjudicaron una taquilla.

—Ahora, abran sus taquillas, señoritas —nos ordenó tajante sor Teresa y al abrirlas, todas nos sorprendimos al encontrar dentro un orinal.

—Eso —respondió sor Teresa anticipándose a que le preguntáramos— es para cuando ustedes, señoritas, tengan ganas de vomitar. ¡Se vienen aquí, donde los heridos no las vean ni las oigan! Pero les advierto —sor Teresa tensó el rostro—, se les retirará dentro de una semana y solo podrán usarlo una vez. ¡No estamos para atenderlas a ustedes, sino a ellos!

Nos dieron instrucciones precisas de lo que debíamos hacer con los heridos que llegaban del frente: taponar las heridas abiertas y procurar calmarlos hasta que fueran atendidos por los doctores y una vez ingresados, asearles, ponerles ropa limpia y seca, dar de comer a los que pudieran ingerir alimentos y controlarles la temperatura regularmente. A las nuevas nos asignaban el cuidado de los heridos menos graves, para ir acostumbrándonos a la visión de las heridas. La crudeza de la realidad de la guerra hizo que el número de voluntarias disminuyera progresivamente; la mayoría no pudo soportar el horror de las heridas ni el sufrimiento inhumano que se acumulaba en aquellos pabellones de madera del hospital militar.

Puesto que todas las manos eran pocas, pronto tuve que curar heridas de cara y cuello junto con la hermana Teresa, la monja más experimentada en enfermería. Las de bala solían ser heridas más limpias y, con suerte, si eran superficiales y no afectaban a grandes vasos, no presentaban complicaciones graves si se lograba evitar la infección. Sin embargo, los heridos por metralla de granada llegaban con rostros reducidos a una masa de carne con colgajos de piel sangrante; sin nariz, sin barbilla, sin labios, con cuencas vacías, ojos estallados y desinflados, que había que enuclearlos sin apenas anestesia por escasa y precisa. Fueron pocas las noches que pude dormir en mi casa y tuve que hacer un esfuerzo titánico para regresar cada día después de mi trabajo con los gemelos a aquel templo del dolor. Reconozco que en más de una ocasión no hubiera vuelto; pero sentía que si no lo hacía les abandonaba en su peor momento, que debía hacer lo que sus madres y hermanas hubieran hecho de estar allí, pues ellos nos habían defendido como si fuéramos sus propias familias.

En aquellos días de peligro extremo, en que los hostigamientos se recrudecían, no había tiempo para lamentaciones. Ni siquiera cuando el tren que paraba ante la puerta del hospital descargaba entre los cadáveres los de nuestros propios médicos y sanitarios. Para el doctor Serrano, que había sido alcanzado mientras asistía a un herido en el campo de batalla, no hubo mucho tiempo de llorarle. Tras recibir su cadáver, tuvimos que dedicarnos a atender a un soldado herido que traían en unas parihuelas, preso de un ataque de pánico. Estaba tan excitado que era imposible curarle de sus heridas. Intentaba quitarse los vendajes improvisados que traía puestos, forcejeaba con todos los que le sujetábamos para que no se lastimara aún más. Gritaba y daba terribles alaridos en plena crisis de alucinaciones por la insolación, la sed y el terror. Tres de mis compañeras y yo, junto con dos monjas y uno de los médicos, a duras penas podíamos con él. El doctor Pacheco, el director, dio orden de que unos mozos le ataran a la cama para evitar que se autolesionara. El soldado, una vez atado, siguió con su forcejeo y sus gritos durante toda la tarde y la noche hasta caer agotado. Mientras, hubo que seguir atendiendo a los que vomitaban, a los que convulsionaban por fiebre, a los que no recordaban quiénes eran, a los que se golpeaban la cabeza contra la pared y a las enfermeras que caían en redondo al suelo por agotamiento. Tuvimos que aprender rápido a hacer de todo, porque teníamos que sustituirnos unas a otras en cualquier momento. Eso suponía aprender, además, técnicas de quirófano. Y llegó el momento más temido: el día que me correspondió asistir por primera vez en las labores de quirófano. Estaba angustiada ante el temor de mostrarme torpe o, peor aún, de equivocarme.

Hasta entonces me había limitado a atender el antes o el después del paso de los heridos por la mesa de operaciones. Ignoraba lo que pudiera ocurrir en el interior de aquellos quirófanos circulares de paredes de cuarterones de cristal para aprovechar toda la luz solar y que me producían una extraña mezcla de respeto y pavor. La monja enfermera me ayudó a colocarme el gorrito, la mascarilla, la bata y los guantes para que aprendiera a hacerlo por mí misma. Me indicó que repasara el instrumental para asegurarme que todo estaba dispuesto antes de que entrara el doctor Vidal. Cuando entró el cirujano en el quirófano, ya estaba extendido sobre la mesa de operaciones el herido al que había que intervenir. En cuanto al capitán médico Eduardo Vidal, uno de los cuatro cirujanos militares de que disponía la plaza, solo le conocía por comentarios de mis compañeras. De él sabía tres cosas: la primera, que a sus treinta años era ya el cirujano jefe; la segunda, que era muy exigente con sus colaboradores y, en cuanto a la tercera, era la causa de tantos cuchicheos femeninos: que tras la mascarilla y su espesa barba negra, tan oscura como sus cabellos, se escondía el hombre más atractivo del mundo.

Cuando entró en el quirófano, don Eduardo Vidal llevaba puesto el blusón blanco de cirujano, el gorrito y una mascarilla sujeta por las orejas, que solo le dejaba libres dos potentes pupilas rodeadas de un intenso verde menta y unas negras pestañas que parpadeaban serenas. Le ayudé a colocarse los guantes. Estaba tan abrumada por el hechizo de sus ojos, que no me atrevía a mirarle, en un intento absurdo de que mi torpeza pasara desapercibida.

—Prepare el cloroformo —me ordenó.

Sor Teresa iba cortando las ropas al soldado y desprendiéndole de ellas con rapidez y habilidad mientras le animaba.

—Paco, hijo, todo irá bien. Estás en las mejores manos. Cuando te recuperes, nos tienes que dar otro concierto.

El joven apretó la mano del doctor Vidal y trató de hablar. Solo consiguió un burbujeo sanguinolento en la herida abierta en la garganta y un gorjeo que solo comprendió el doctor.

—Claro que seguiremos con las clases de guitarra —respondió el cirujano y sus ojos le sonrieron—. ¡No pienso perder a un maestro tan bueno como tú!

Mis ojos estaban detenidos en el vendaje mal ajustado y empapado de sangre que le envolvía el cráneo.

—¿Es que no ha oído lo que le he dicho? —El tono autoritario del doctor Vidal me hizo reaccionar—. Míreme cuando le hable.

Cumplí su orden tajante y me tropecé con sus pupilas rodeadas por la selva más frondosa y fascinante que se pudiera contemplar jamás. Tras la mascarilla, se adivinaba un rictus severo que no dejaba lugar a dudas de la gravedad de la situación.

—Aplique el cloroformo y límpiele la tráquea. ¿No ve que se está ahogando?

El muchacho tiritaba y tosía a un tiempo. Con cada golpe de tos burbujeaba sangre por la herida de la tráquea. Limpiándole, observé que expulsaba por la nariz unos espesos mocos grises. Miré al cirujano con ojos de extrañeza.

—Es masa encefálica —me respondió en voz baja y con tensa tranquilidad—. Limpie y continúe con el cloroformo. Cuando esté dormido, quítele la venda lentamente.

Una vez anestesiado, fui desliando aquel caótico vendaje. Al acabar, quedó al descubierto el destrozo que ocultaba y quedé paralizada. Una mirada directa y tensa del doctor Vidal fue suficiente para que me contuviese, hiciera de tripas corazón y me aguantara las náuseas. No era momento de melindres. Ni había tiempo que perder. Mientras esperaba sus instrucciones, le observaba. Aquel cirujano, enfundado en su mascarilla, estudiaba con minuciosidad el reto que le planteaba la muerte. Permanecía imperturbable mientras trazaba con su bisturí el camino por donde habría de penetrar el espíritu de la vida. Su circunspección le creaba un espacio aislado de todo lo humano. Tuve la extraña sensación de encontrarme ante un sumo sacerdote, capaz de canalizar la energía vital hacia los tejidos maltrechos que trataba de recomponer. Don Eduardo me pedía el material que iba necesitando. Me confundí en varias ocasiones, pero nada me reprochó. Ignoraba mis errores y me indicaba con paciencia qué quería, mientras continuaba manipulando el interior ensangrentado y palpitante de aquel soldado.

Mientras él terminaba de suturar, le pregunté si viviría aquel muchacho. No me respondió. Al acabar su labor, y mientras retiraban al soldado y colocaban a otro en su lugar, Vidal se bajó la mascarilla para responderme descubriendo unos labios delicados, perfilados por un bigote y barba cuidadosamente recortados:

—La tráquea ha quedado libre —dijo y suspirando añadió—, pero ha perdido masa encefálica y tiene varios órganos afectados por la metralla. Solo un milagro le salvaría y yo no hago milagros.

No volví a hacer preguntas. A aquella intervención le siguieron nueve más, de muy diferentes envergaduras, sin apenas tiempo entre una y otra de ventilar el quirófano, y el justo para cambiar sábanas y aportar instrumental recién desinfectado. Solo nos detuvimos para beber líquido y tomar algún bocado. Aún recuerdo cómo era aquel ambiente sofocante, pestilente y nauseabundo en el que se mezclaban el olor del éter, el de la sangre de las heridas recientes y el de la carne podrida de las heridas rancias.

Fueron unos días terribles en los que los desvelos no siempre estaban recompensados por el éxito. El descanso no era posible ni por las noches, pesadas y calurosas del mes de julio, en aquellas salas atestadas de heridos que permanecían con los ojos abiertos sin poder dormir o sollozaban en la oscuridad. Monjas y voluntarias hacíamos rondas nocturnas paseando cuidadosamente y en silencio, en medio de una casi total oscuridad y con la llama de los quinqués al mínimo, por entre las camas para que se sintieran acompañados y asistirles. Pocos eran los que lograban dormir, la mayoría permanecía pendiente de la proximidad de los cañonazos que resonaban en la lejanía; otros, no lograban evitar que se les escaparan quejidos de dolor; muchos estaban, sencillamente, inconscientes. Me interesaba en especial por los que había asistido en quirófano. Solía tomarles de la mano cuando aún no habían despertado de la anestesia, acariciarles la frente y llamarles por su nombre, animándoles a salir adelante, a sabiendas de que no podían escucharme. El que más me preocupaba era Paco, el guitarrista. La fiebre no remitía y aún no había salido del estado de coma.

Una tarde me dieron aviso de que el cirujano jefe quería hablar conmigo. Al verme convocada por mi superior, comencé a dudar si habría faltado a alguna de sus instrucciones. Así que respiré hondo y entré en la consulta del doctor Vidal, esperándome una llamada de atención a sabiendas de su severidad. Llegué ante la puerta de su despacho y golpeé con los nudillos.

—¡Pase! —dijo el doctor Vidal desde el interior.

El despacho que tenía destinado como consulta era muy pequeño y oscuro, lo justo para una mesa, una silla giratoria de madera con respaldo para él y una banqueta para los pacientes. La luz del quinqué apenas alcanzaba para iluminar el texto que estaba leyendo y resaltar los rasgos más sobresalientes de su rostro, que levantó al oírme entrar. Clavó en mí sus ojos de hierbabuena, se apoyó en el respaldo de su asiento, quedando en parte en la penumbra y carraspeó. Era la primera vez que le veía sin el blusón de operaciones; resultaba más esbelto y proporcionado a su estatura, solo un palmo más alto que yo. Vestía el uniforme militar rayadillo, de lona blanquecina, con cuello ruso y con correajes negros que le cruzaban el pecho y le ceñían la cintura. También era la primera vez que le veía lucir sus galones de capitán médico.

—Con su permiso, don Eduardo. ¿Quería hablar conmigo?

—Sí, pase y siéntese.

Hice lo que me indicó, se cruzó de brazos, ladeó la cabeza y me espetó:

—¿Quiere explicarme qué les hace a esos pobres muchachos?

Quedé estupefacta, no sabía a qué se refería y sentí un golpe de sangre invadirme interiormente el pecho. No había duda de que debía de ser grave.

ऀ—Confiese. —Adelantó el cuerpo y la luz le descubrió el rostro e insistió mientras tamborileaba con las yemas de los dedos sobre la mesa. Vidal me sostenía la mirada y, de repente, sus ojos se volvieron afables al sonreír abiertamente—. ¿Por qué los hombres que he operado con usted están fuera de peligro?

No sé qué me impresionó más, si la sincera satisfacción que rezumaba o descubrir que se le formaban unos encantadores hoyuelos en las mejillas al sonreír.

—Me consta que les ha dedicado un cuidado especial. Eso ayuda mucho. Más de lo que usted se cree.

—No se burle de mí, doctor. Además, no son todos. El guitarrista está muy grave.

—Ya lo sé. Pero la suerte de Paco ya estaba echada antes de la operación. Es caso aparte. En cuanto a los demás, nadie mejor que yo para saber en qué estado se encontraban.

—¿Pero qué puedo haber hecho yo? No comprendo que…

—Es usted muy joven, Inesita, ¿qué tiene usted, diecinueve… veinte años? Mire, yo le doblo la edad y ya he visto mucho en este mundo y en mi profesión. Aunque mis colegas lo nieguen, hay fuerzas que llegan a donde no alcanza la ciencia. Y por lo visto, usted posee una fuerza interior más potente de lo habitual. —Me recorrió el rostro con su mirada—. Usted es de las que pueden conseguir lo que se propongan.

Se sonrió y prosiguió más jocoso:

—Discúlpeme, Inesita, pero… ¡voy a tener que incorporarla a mi instrumental! —Reímos la broma y se dejó caer en el respaldo de su asiento, luego carraspeó intentando recomponer la compostura—. La verdad es que me gustaría que se quedara entre nosotros como profesional, una vez que pase todo esto. En esta ciudad escasean las enfermeras con experiencia y usted está adquiriendo en este hospital una formación impagable. Piénselo y haga la solicitud. Yo abogaré para que lo aprueben.

Golpearon brevemente la puerta de la consulta del doctor Vidal y se abrió. Era sor Teresa.

—Doctor, venga enseguida. Es Paco. Se nos va.

Acudimos de inmediato los tres junto al granadino, a quien sus compañeros no solo apreciaban por su camaradería y buen humor, sino por el virtuosismo con el que el joven maestro interpretaba en su guitarra tanto piezas clásicas como flamencas. Con ellas había aliviado en muchas ocasiones la soledad y la nostalgia que embargaba por las noches a los soldados en el frente haciéndoles soñar por unos minutos que estaban muy lejos de allí.

La noticia del agravamiento repentino del estado de Paco había corrido como un reguero de pólvora por el pabellón. Se encontraba rodeado de aquellos con los que había compartido los últimos meses de su vida en el frente y que querían despedirse de él. Tuvimos que abrirnos paso entre los que habían acudido a su lado ayudándose de muletas o apoyados en otros, para poder llegar hasta él.

Paco tenía la frente perlada de sudor y ardía de fiebre. Su agonía le había hecho salir del coma y le mantenía en un estado de semiinconsciencia que le permitía reconocer a quien se le acercaba. Comenzó a tiritar. «¿No podemos hacer nada por él?», le pregunté a don Eduardo. No me respondió. Yo sabía que la morfina estaba estrictamente racionada y escaseaba más que el oro. Don Eduardo se le acercó y le cogió de la mano. El joven se agitó y comenzó a respirar ruidosamente. El doctor Vidal trató de calmarlo y le susurró algo al oído. Paco asintió levemente y don Eduardo ordenó en voz alta: «¡Que alguien traiga su guitarra!». Unos instantes después, una de las voluntarias acercó la guitarra y la tomó don Eduardo. Pidió que hicieran sitio. Nos apartamos e hicimos corro en torno a la cama. Don Eduardo se sentó en una banqueta junto al granadino. El doctor tomó en sus brazos la guitarra y cerró los ojos. Tras un breve silencio que recalcó la agitada respiración de Paco, del suave roce de los dedos del doctor Vidal sobre las cuerdas, comenzó a surgir un hilo de notas entrelazadas que repiqueteaban frescas como las gotas de agua de un surtidor. Eduardo Vidal interpretaba una pieza compuesta por el maestro Tárrega, Recuerdos de la Alhambra, la única que pudo enseñarle aquel prometedor joven, y que sin duda le transportaría a su Granada natal. Las yemas de los dedos de don Eduardo siguieron arañando amorosa, pero firmemente, las cuerdas; recreando, con vaivenes en la intensidad, los de los borbotones de agua de los surtidores del Generalife. La respiración de Paco se fue acompasando, serenándose poco a poco. Mientras los acordes subían y bajaban a lo largo del mástil de la guitarra, el rostro de Paco se iba relajando, abandonándose a un sueño, profundo y sereno. Los pálidos labios de granadino se entreabrieron cuando las últimas gotas de los surtidores repiqueteaban en la boca de la guitarra. Paco lanzó su último aliento y ladeó la cabeza, vencida y laxa. La guitarra agotó sus últimos compases y cinco notas le pusieron fin a la vida de aquel artista pobre. Las lágrimas recorrían las mejillas de los presentes en silencio. No escapaban solo por presenciar la muerte de Paco, sino emocionados ante la belleza derramada por aquellas notas que expresaban todo lo hermoso y bello que había en él y en su tierra natal, y que le habían envuelto amorosamente en su final, transformado en un momento de éxtasis y plenitud. Aquella era la sintonía de su vida, no me cupo duda. Entonces, volví a recordar las palabras del violinista de la estación de París-Lyon.

De regreso a nuestros puestos, cuando don Eduardo se disponía a entrar de nuevo en su consulta, se volvió cabizbajo y me dijo:

—Si caigo herido, Inés, cuide de mí con el mismo fervor que a esos hombres.

Debí haber continuado hacia la sala de enfermeras y haber retomado mis quehaceres sin mediar palabra. Sin embargo, hice lo que nunca debe hacer una mujer para no quedar desarmada: responderle con el alma.

—A usted, le cuidaría hasta el último día de mi existencia, don Eduardo.

No comprendo cómo pudo ocurrir, ni cómo pude confesar en voz alta lo que yo misma no me había reconocido, que le amaba profundamente. A don Eduardo se le escapó un gesto de sorpresa y una suave mueca de afecto.

—Vaya, veo que si caigo herido, seré un hombre afortunado —dijo sonriendo un poco forzado y entró a su consulta.

Yo, por mi parte, le estuve evitando en lo posible durante bastante tiempo por los pasillos. Creía morir de vergüenza cuando coincidíamos en las curas o en las intervenciones, a pesar de que su trato era absolutamente correcto y natural, como si nada hubiera pasado y mi frase y su contenido hubieran caído en el más profundo de los abismos de la indiferencia. Esto, precisamente, era lo que más me torturaba.

El verano pasó y, a finales de septiembre, nuestras tropas consiguieron ocupar el cerro de Tahuima y Nador. La noticia nos llenó de alivio, pues con esto se restablecían las comunicaciones, se ampliaba el terreno de seguridad y era signo inconfundible de que íbamos ganando la guerra. Se pudo llegar hasta el Barranco del Lobo y rescatar los cadáveres de los españoles atrapados en él. Sus restos fueron sepultados en Melilla con todos los honores y con la mayor solemnidad que fuimos capaces de ofrecerles los melillenses, acompañándoles multitudinariamente hasta su última morada.

Días después, mientras ayudaba al doctor Vidal a extraer una bala del hombro de un oficial, oímos disparar salvas desde todos los fuertes de Melilla y desde los buques atracados en la rada. Anunciaban que la bandera española ondeaba en lo más alto del Gurugú. Los colegas de Vidal, contagiados del entusiasmo por la victoria, acudieron a la sala de curas para invitarle a brindar junto con los demás oficiales. El júbilo llegó antes a la primera plana de los periódicos de Madrid que al ánimo del cirujano. Vidal continuó imperturbable con su manipulación y, a los que invadieron triunfantes la sala de curas, les respondió con cinco palabras: «La guerra no ha terminado».

Y la realidad estuvo de su parte. Todos creíamos que los cadíes acudirían en comisión para pedir la paz. También lo creyó el General Marina; pero no fue así. La harca moruna atacó de nuevo y continuó el hostigamiento a Melilla, obligando a nuestras tropas a resistir y avanzar en el lago de barro en que los temporales del otoño habían convertido las cercanías de Nador. Todo cesó a finales de noviembre, cuando se consiguió ocupar Atlaten y Taxud. Entonces, por fin, los cadíes solicitaron la rendición definitiva. Lo primero que hizo Marina fue aceptar la rendición; y lo segundo, enviar a todos los soldados de vuelta a sus hogares. La guerra había acabado.

La noticia de que pronto serían devueltos a sus casas, en la medida en que se fueran recuperando, y la bendición de un tiempo casi primaveral en aquellos días de noviembre, permitió que los heridos se restablecieran antes disfrutando de horas de sol en el jardín que rodeaba el hospital militar. En él me encontraba, ayudando a sentarse a uno de ellos junto a una de las mesitas, cuando escuché decir a mi lado:

—¿Me permite que la ayude, mademoiselle?

No podía dar crédito. Esa voz era inconfundible. Me giré sobresaltada y allí le encontré, frente a mí, con su sonrisa inconfundible, a Gabriel Delbrel.

—Espero que se alegre de verme, ma chère amie.

—¡Gabriel! ¡Dios mío! ¡Qué alegría ver que está bien! No supe nada más de usted.

—Respondí a su carta, mon amie, pero no obtuve contestación. —El semblante de Delbrel expresaba preocupación—. Pensé que habría vuelto a París.

Enrojecí al comprender que la enviaría a la dirección de la casa donde él me había conocido y al estar dirigida a mi verdadera identidad, nunca llegó a mis manos.

—Bueno, quizás, es porque cambiamos de vivienda. Es posible que por esa razón nunca me llegara.

—¡Lástima! Quién sabe… si hubiera usted leído aquella misiva, quizás todo hubiera sido diferente. —Los ojos de Delbrel expresaron una pena infinita.

—¡Delbrel! —escuché la voz del doctor Vidal que se acercaba—. ¿Cómo usted por aquí? ¡Bienvenido!

—¿Se conocen ustedes? —pregunté anonadada.

—¡Desde luego! —respondió don Eduardo—. La colaboración del señor Delbrel como asesor del Alto Mando ha sido crucial para lograr la victoria.

—¡Bueno, bueno! Me va a sonrojar, docteur —respondió Delbrel—. Simplemente he cumplido con mi deber de español.

—¿Le han concedido la nacionalidad española? No ha tenido que esperar mucho, por lo que veo. Le felicito —celebré sinceramente.

—¿Y cómo usted por aquí? —preguntó alegre don Eduardo.

—He venido a visitar a un colaborador mío, que está herido. —Levantó las manos—. Afortunadamente, nada serio y estando en sus manos y en las de la señorita Beaumont, no hay nada que temer.

—¿Beaumont? —preguntó extrañado don Eduardo—. ¿Ha dicho usted, Beaumont?

Sentí que me estaba quedando paralizada y no era capaz de articular palabra, algo que pudiera distraer la atención del doctor y que no indagara más o escuchara lo que pudiera revelarle Delbrel. Solo sabía retorcerme las manos inquieta.

Bien, sûre! Tuve el placer de conocer hace tiempo a la señorita Agnès Beaumont cuando viajaba hacia Melilla acompañada de su padre el docteur Beaumont. Seguro que habrá oído hablar de él.

—¡No creo, Gabriel, que el doctor Vidal haya conocido a mi padre! Porque no era médico, sino ingeniero —fue mi única ocurrencia para tratar de alejar al doctor Vidal del asunto.

Gabriel Delbrel me miró sorprendido, no porque le descubriera nada que él no supiera desde el principio, sino porque yo lo dijera abiertamente.

—Pues no, la verdad es que no he conocido al padre de la señorita Belmonte, pero creo haber oído hablar de él —dijo don Eduardo con semblante serio.

Temí que me despreciara por descubrir que ocultaba la verdad.

—¡Oh, ya veo! Señorita Belmonte, suena muy bien —sonrió Delbrel—. Ha hecho usted bien en volverse española, como yo.

—¡Gabriel, Gabriel! —oímos gritar por el jardín—. ¿Dónde estás? ¡Oh, estás ahí!

Una señora se acercaba con paso apresurado y al llegar a nuestra altura, tomó del brazo a Gabriel.

—Doctor, señorita Belmonte, les presento a mi esposa, Dorotea.

—¿Cómo está usted? —dijimos al unísono el doctor y yo.

—Debemos marcharnos ya —dijo Delbrel—. Ha sido un placer —Y, descubriéndose de su sombrero, añadió clavando su mirada en mis ojos—: ¡No sabe cuánto lamento que no recibiera mi carta! —Se alejó con una amarga sonrisa en los labios y con su señora cogida de su brazo.

Mes y medio después aún quedaban heridos alojados en los teatros Alcántara y El Ideal y se dispuso que fueran trasladados a las nuevas instalaciones del hospital militar. El doctor Vidal fue designado para supervisar las condiciones del traslado de los heridos que se encontraban en El Ideal y me encargó los preparativos. Pronto tuve listo todo lo necesario para realizar curas, varios pares de muletas, así como unas angarillas para los más graves. Nos esperaban carros catalanes, de esos con forma de herradura y tirados por mulas, y ambulancias tiradas por caballos.

El pequeño convoy se dividió en dos y condujo a cada equipo sanitario al teatro que le había sido asignado, para recoger y trasladar a los convalecientes. Don Eduardo y yo íbamos sentados en el pescante junto al conductor de la ambulancia. Me preguntó si no salía con amigas, pues le extrañaba no haberme visto nunca por las cafeterías de la Avenida, ni por el parque Hernández los domingos. Le respondí que no tenía amigas para salir.

—Pues tiene usted que lucirse, Inesita, que si no, ¡no le va a salir novio! —Con la mirada que le devolví tuvo bastante—. Ya veo, el panorama no le gusta —se sonrió—. Comprendo. Es usted una muchacha refinada —frunció los labios—; se ve en sus maneras y en su forma de hablar. —Se acarició la barba—. No encaja por aquí: mucho soldado y poco hombre instruido… Desde luego, esto no es para usted. Debería ir a Madrid, o a…

—A donde quiero ir es a París; pero para eso hace falta mucho dinero.

—¡Vaya, París! ¿Y no le parece que pica usted muy alto? ¿Por qué París precisamente? No será por ese Delbrel… Además, está casado y ya no vive en París, sino en San Juan de las Minas.

—No es por Delbrel, por supuesto. —Y miré desafiante a don Eduardo—. Es porque allí está mi casa y allí en donde debe estar mi padre.

—Así que es usted parisina… ¡Vaya, vaya! ¡Qué cosas!

—Estoy trabajando y ahorrando para que mis hermanas, mi madre y yo podamos marcharnos. —Le miré de reojo—. Por otro lado, quisiera quedarme en España.

—Sería lo más prudente —respondió sin atisbo de haber captado ningún otro matiz en mi frase que el simplemente informativo—. Los tiempos están muy revueltos en Europa. Alemania anda buscándole las cosquillas a Francia y se están armando hasta los dientes y cualquier día… Reflexione, si estallara una guerra… —Hizo un alto y luego añadió—: Y puede que su padre ya no se encuentre allí. ¿Le ha comunicado dónde está?

—No —respondí secamente—. Puede que tenga usted razón. Aquí en España, al menos, tenemos el cortijo de mis abuelos; bueno, ahora de mi madre. ¡Pero no estoy dispuesta a encerrarme en él! Si nos quedamos en España, ha de ser en una gran ciudad.

—Pues no se lo piense. ¡Váyase a Madrid con su familia en cuanto le sea posible! Y antes de que sus hermanas se ennovien y no quieran moverse de aquí.

Le miré con espanto y al mismo tiempo descubriendo un peligro que no había calculado. Quedamos en silencio y el ruido de los cascos de los caballos llenó el vacío.

—¿Sabe? —dijo el doctor Vidal—. A ver qué le parece: dentro de un par de semanas se va a celebrar en el Casino Militar el final de la guerra. Al acabar el acto, habrá una cena. Asistiremos los oficiales y podemos ir acompañados. —Ladeó la cabeza graciosamente mientras me dirigía una mirada pícara—. Le aseguro que entre los jóvenes oficiales hay hombres muy interesantes, con un gran porvenir. Podría acompañarme, si le apetece, y se los presentaría.

El rubor de mis mejillas respondió por mí y don Eduardo se sonrió. Sus hoyuelos hicieron aparecer, una vez más, aquel aire pícaro y travieso que mostraba cuando estábamos a solas y que tanto me atraía en él.

—Lo pasará muy bien, Inesita. Así tendrá ocasión de conocer a un hombre que la haga feliz. Que bien que se lo merece. —Su rostro se ensombreció y bajó los ojos—. Ya verá, como con esa cara tan bonita no podrá quitarse de encima a los pretendientes.

Los carros y las ambulancias se detuvieron al llegar ante la puerta del teatro El Ideal. No pude evitar acordarme de mi padre y de Dorita. Bajamos las angarillas y los botiquines. La penumbra del vestíbulo nos recibió con un pestilente adelanto de la atmósfera malsana que había en las entrañas de aquel local. Al llegar a su interior, no pude reprimir un gemido de espanto por el fantasmagórico aspecto que ofrecía. Donde estuvo la platea, ahora desprovista de sillas y veladores, se distribuían diez camastros ocupados por soldados. El suelo, desnudo de moqueta, mostraba ladrillos amarillentos, porosos y bastos. Restos de vendajes sucios estaban esparcidos alrededor de los camastros. La pianola, envejecida, se mantenía en el mismo lugar que ocupó en las brillantes noches del cuplé. Ahora servía de improvisada y única mesa sobre la que se amontonaban los frascos de medicamentos, utensilios de afeitar, rollos de vendas, pomadas, un botijo y una fotografía de Alfonso XIII. El telón, recogido con desgana a los lados del escenario, dejaba expuestos a la vista sillas y veladores amontonados y paredes sucias y desconchadas. Del techo del escenario pendía una pantalla de tela para la proyección de películas, desigualmente recogida, dibujando una diagonal en el aire. No pude evitar quedarme mirando el escenario, irreconocible de cómo yo lo había visto cuando mi padre lo frecuentaba. Un aluvión de recuerdos me asaltó, también la zozobra de no tener noticia alguna de él. La voz, inusualmente autoritaria, de don Eduardo me sacó bruscamente de mis ensoñaciones y me devolvió a la cruda realidad.

—¿Se puede saber en qué están pensando? ¿A qué esperan para empezar?

Pero lo más inexplicable fue su reacción cuando uno de los camilleros le respondió en tono de broma «¡A que salga la cupletista, a ver si le vemos las rodillas!». Por la ocurrencia del muchacho todos reímos, incluidos los heridos que se encontraban en mejor estado. El doctor Vidal se dirigió hacia él a grandes zancadas y le cogió por las solapas, lo elevó un palmo sobre el suelo, acercándoselo a la altura de su rostro: «¡Como vuelvas a hacer otra gracia como esta, te…!». Le soltó con rabia y nos conminó a todos, enfurecido, a que no perdiéramos el tiempo y cumpliéramos con nuestra misión. Todos quedamos pasmados y enmudecimos ante su brusco cambio de humor, nunca antes le habíamos conocido enfadado de ese modo. Su estado de ánimo no fue pasajero y de regreso al hospital, la rigidez de su rostro le impedía esbozar el más mínimo atisbo de sonrisa, se levantó las solapas de su guerrera y ni tan siquiera medió palabra durante todo el camino.

Pronto se me pasó el mal sabor de boca y cuando regresé a mi casa comencé a preparar con ilusión las prendas que vestiría para la cena en el Casino Militar. Aún conservaba buenos vestidos, pero había que adaptarlos a las nuevas modas y a mis formas de mujer completamente desarrollada. El escaso tiempo que me restaba de mi trabajo de institutriz y mi voluntariado, lo dedicaba a arreglarlos. Soñaba de día y de noche con el ansiado momento en que don Eduardo me recogiera y compartiéramos juntos una velada. Todo era demasiado hermoso: los cañones se habían silenciado, el doctor Vidal me pedía que le acompañase a una cena oficial y, una semana después, me comunicaban la concesión de una plaza como enfermera titular en el hospital militar. No cabía más felicidad en mí. Por eso, cuando entré en la consulta de don Eduardo para recoger las historias clínicas, embriagada por esa sensación de triunfo, me atreví a participarle mi alegría por continuar en el hospital ya como profesional.

—Lo sé —respondió sin volverse y sin dejar de guardar sus libros en una caja grande de cartón—. Enhorabuena, Inés. Se lo merece.

Se giró, dedicándome una sonrisa distraída y prosiguió recogiendo las pertenencias que tenía sobre la mesa y los cajones.

—¿Cambia de consulta, doctor? —le pregunté extrañada mientras observaba sus idas y venidas.

—Tengo que volver urgentemente a Madrid —respondió.

—No será por mucho tiempo, ¿verdad? —pregunté.

Se tomó un instante y respondió:

—Esas cosas nunca se saben. No depende de mí. Supongo —sonrió irónico—, que hasta la próxima guerra.

Sentí caer sobre mi espalda un jarro de agua helada. La euforia que me había acompañado hasta hacía un instante se disolvió como un azucarillo en agua hirviendo. Como en la lejanía, le oí decir algo inespecífico del porqué se marchaba de inmediato a Madrid. En su ir y venir, se detuvo ante mí.

—Ya que está aquí, aprovecho la ocasión para despedirme de usted, Inés.

Me extendió su mano fuerte, cálida y delicada. Yo le ofrecí una mano inerte, helada, que él estrechó afectuoso entre las suyas mientras afirmaba, algo así, como que había sido muy grato tenerme a su lado.

—Mucha suerte, chiquilla —me deseó al tiempo que me besaba en la frente. Luego, prosiguió recogiendo sus enseres con tranquilidad.

Salí de aquella consulta con el corazón encogido, con la pena atravesándome el alma y con unas ganas desesperadas de salir corriendo y huir para gritar y llorar a solas; pero no podía hacerlo ni tenía donde. Así que, en vez de correr como era mi verdadero impulso, caminé anormalmente despacio a lo largo del interminable pasillo del pabellón procurando mantenerme en pie, sintiendo resonar en mi interior mi propio taconeo, apretando la mandíbula cuando me cruzaba con alguien, conteniéndome en cada paso para sostenerme, remetiéndome el grito en mis pliegues más profundos para, cuando regresara de noche a casa, liberarlo contra el colchón y ahogarlo bajo la almohada.

Aquella tarde me resultó un siglo y cada una de las tareas que tuve que cumplir, densas y anodinas. El tiempo no parecía correr; creí que no iba a acabar nunca aquella jornada. Cuando dieron las ocho de la tarde no me desprendí con el cuidado habitual de la cofia, del delantal, de la bata blanca, ni de las medias blanquecinas para guardarlas en mi taquilla. Cuando dieron las ocho de la tarde me arranqué las prendas del uniforme, vestí las mías y hui del hospital. Atravesé a toda prisa la alameda de plátanos de jardín y palmeras que rodean los pabellones del sanatorio, crucé bajo el arco de la puerta principal y caminé sin rumbo fijo sintiéndome perseguida y acosada por mi propia desgracia. Solo sabía que no quería volver a mi casa, allí no tenía intimidad ni para llorar. No iba a permitir que mi madre o mis hermanas, ni la marisabidilla de Manolita supieran qué me hacía sufrir. Tampoco los vecinos. Allí nada quedaba oculto. Todo se oía a través de aquellas paredes de escaso espesor y luego se murmuraba en los corrillos del patio. Dando vueltas y más vueltas me anocheció. Aparecí, agotada de cuerpo y alma, en la orilla del río de Oro. A aquellas horas ya no quedaban moras lavando ropa, ni soldados lavando las suyas y lanzando requiebros a las jóvenes musulmanas. Tan solo se oía el cansino croar de las ranas. Aquel silencio roto, pero sereno, me invitó a remeterme por entre los cañaverales de la orilla del río, buscar cobijo entre ellos y ocultarme de toda mirada indiscreta. Y allí, de rodillas, bajo la majestuosidad de un cielo africano plagado de destellos, donde arranca el valle que acaba en el Gurugú, volqué mi desesperación llorando y gimiendo, hasta quedar sin voz ni aliento. Estaba convencida de que si mi figura hubiera sido más esbelta y agraciada, los ojos verdes y almendrados de don Eduardo hubieran reparado en la mujer dulce y cariñosa que habitaba en mí. Fue entonces, cuando entre hipidos, me percaté de que mis manos habían quedado impregnadas del olor de las suyas al estrechármelas y de que aún podía evocar el efluvio a maderas nobles que desprendía la cálida piel de su cuello. Bastó aquel instante de proximidad, cuando me besó la frente como a una niña, para percibir un aroma que, cuarenta años después, aún no he olvidado.

Comprendí junto a los lodos del río de Oro que yo no resultaría nunca una mujer codiciada por su belleza, puesto que carecía de ella. Que nunca bailaría un vals porque no servía para mecerme y acoplarme al ritmo de un hombre que no admirara con toda el alma. Que no me conformaba con los jóvenes que conocía o pudiera conocer. Arrodillada frente a aquellas aguas mansas, me di cuenta de que tendría que abrirme paso en la vida yo sola, completamente sola, sin un hombre. Que mi sueño de ser amada como la Criolla iba a ser casi inalcanzable. Lástima. Nunca debí concederme el casi. Hubiera sido mejor que, aquella misma noche, me arrancara definitivamente el corazón.

Regresé a casa y, tal como supuse, la mayor parte de los vecinos habían sacado sus sillas a la fresca; unos a la entrada del bloque y la mayoría en el interior del patio rodeado de macetas de geranios. El suelo recién baldeado aportaba un frescor que aliviaba el calor seco y áspero que traían los vientos de poniente. Una ligera brisa agitó el jazminero y me recibió a la entrada del bloque. Aquel aroma sutil me acarició el alma, tan herida, consolándome con la suavidad de las alas de un ángel. Fue lo suficientemente reparador como para que pudiera atravesar con entereza las filas de vecinos, sentados en sus sillas de anea y poderles responder con naturalidad a sus saludos desenfadados. La oscuridad fue una aliada perfecta para que no se percataran de los rastros que el dolor había dejado en mi rostro.

Pasaron dos años en que los días eran iguales unos a otros. Me mantenía en pie la esperanza de que el cortijo levantara cabeza a pesar de las revueltas, de las huelgas y de las malas cosechas, y sirviera para ayudar a marcharnos a una gran capital. Soñaba con instalarnos en Madrid y con la posibilidad de volver a ver a don Eduardo. Sabía que resultaría muy difícil coincidir, pero… ¡la vida da tantas vueltas y el mundo es tan pequeño! Por otro lado, mantenía la esperanza de que las escaramuzas esporádicas de los rifeños obligaran a enviar refuerzos y cirujanos de guerra. ¡Que Dios me perdone! Porque tanto lo deseé, y con tanta fuerza, que acabó ocurriendo: estalló una nueva guerra.

Cuando Alfonso XIII viajó a Melilla para visitar las posiciones recuperadas por el Ejército, la prensa hablaba de «la conquista del Rif» dando la impresión de que se trataba de una toma de posesión de terrenos conquistados, no con la finalidad de protección. No hacía falta ser un experto en asuntos políticos para comprender que no tardarían en despertarse los recelos de los rifeños, al ver a nuestros soldados como una fuerza invasora. Así fue. La furia rifeña estalló. En la primavera de 1911 sufrimos una breve, pero sangrienta guerra, que se inició en las orillas del río Kert. En esta ocasión, los periódicos no enviaron corresponsales y pasó mucho más desapercibida que otras campañas. Los diarios estaban demasiado ocupados con la huelga general y los graves conflictos sociales que desestabilizaban la península. Por aquellos días, recibí una carta del capataz de nuestro cortijo comunicándome las dificultades por las que atravesaba la heredad, que no se libró de los ataques y revueltas de los revolucionarios, que dañaron sin remedio buena parte de los viñedos.

En Melilla, la situación de las tropas se agravaba por momentos y enviaron refuerzos. En una semana llegaron más de cuarenta mil hombres. A cada desembarco, me hacía hueco entre el gentío que acudía al puerto a recibirlos, con la secreta esperanza de reconocer entre los sanitarios a Eduardo. Con el último remplazo desembarcado, tras el desfile, una vez más regresé hacia casa desilusionada al no encontrarle entre ellos. Así que, en el camino desde el puerto hasta casa, decidí que había llegado el momento de marcharnos de Melilla. Aquel lugar había perdido todo el sentido para mí: una ciudad que se mantenía en un vacilante equilibrio entre el bienestar del lujo y el peligro de la aniquilación. Ya no me parecía la minúscula metrópoli que encontré a mi llegada, sino un enorme socavón imposible de rellenar y en el que iba a enterrar lo que me restaba de juventud. Ya había reunido ahorros suficientes como para poder alquilar una casa céntrica en Madrid y mantenernos una buena temporada. La idea de retornar a París se alejaba definitivamente, tanto porque ya no albergaba duda de que mi padre no regresaría a por nosotras, como por la tensión creciente en toda Europa que hacía barruntar la proximidad de una guerra, tal y como vaticinó don Eduardo. Era mucho más sensato mantenerse alejadas del peligro. En cuanto a mis hermanas, ya habían acabado sus estudios secundarios y era el momento de que, convertidas en unas señoritas, encontraran un marido de buena posición en la capital. Ellas, no tendrían dificultades al ser unas muchachas agraciadas, espigadas y con el saber estar que se les había imbuido desde la infancia. En cuanto a mí, en Madrid podría encontrar trabajo como enfermera, como profesora de francés o como institutriz… y existía la posibilidad de volver a encontrarme con don Eduardo.

Regresé a casa con el firme propósito de comenzar a dar los primeros pasos para nuestra partida. Cuando llegué, me extrañó no encontrar ni a mis hermanas ni a Manolita. Solo estaba mi madre; sentada en la mecedora junto a la ventana con un muñeco de trapo con cabeza de porcelana sobre las rodillas, al que regañaba por no estarse quieto mientras le probaba una blusita que le había confeccionado. Salí de casa para buscar a Manolita y a las niñas antes de que acabara de caer la tarde. Los estorninos se recogían en bandadas estridentes en dirección al parque Hernández. Yo también me encaminé hacia allí. Al llegar frente a la pérgola vi a Manolita. Se había cortado el pelo a lo garçon. «¿Y las niñas?», le pregunté. Manolita, atribulada, no atinaba a contestarme de forma convincente y dirigía su ojo bizco en todas direcciones buscando refugio. Al final conseguí sonsacarle. Descubrí que mis hermanas se veían a escondidas con dos muchachos que las pretendían. La reprendí severamente por ocultármelo, puesto que yo era la cabeza de familia y la responsable de mis hermanas. Manolita me respondió que no me preocupara, que las niñas no eran tontas, que solo habían dejado que se les arrimaran unos que estaban muy bien situados, un dentista y un consignatario de buques «¡y yo no las dejo nunca solas!». Mi enfado no se debía tanto, como creía Manolita, a que temiera a que ocurriese algo irreparable con las niñas, que ya estaban en edad de merecer, sino a que veía venir que se cumpliría el fatal pronóstico de que no quisieran salir de Melilla y me ataran para siempre a ella. Me entró un verdadero ataque de desesperación al ver cómo mis planes podrían truncarse si no me daba prisa.

Aquella misma noche reuní a mis hermanas y a Manolita después de cenar y les comuniqué mi decisión: en el plazo de un mes, nos marcharíamos de Melilla y nos alejaríamos de sus guerras. Iríamos a Madrid donde encontraríamos el lugar que nos correspondía; antes, pasaríamos por el cortijo para comprobar cómo estaban por allí las cosas. Mis hermanas se miraron horrorizadas. Julieta se levantó con decisión y me espetó que con ellas no contara, que se quedaban en Melilla, que no estaban dispuestas a perder la oportunidad de casarse con hombres de buena posición y mejor fortuna como los que las pretendían. Allí disfrutarían de todo lo que desearan. Sofía fue más allá; me reprochó que yo tenía muchas ínfulas y me advirtió que había llegado la hora de que pusiera los pies en la tierra y olvidara la idea de regresar a París; y en cuanto a Madrid, allí no se nos había perdido nada. Julieta añadió que no tenían por qué pagar el que me estuviera convirtiendo en una solterona amargada; que me marchara yo, si ese era mi deseo. Ambas se encerraron en la habitación que compartían con Manolita. Julieta abrió bruscamente la puerta del dormitorio y gritó: «¡En Melilla seremos reinas! ¿Qué seríamos en Madrid?», y cerró con un fuerte portazo.

Me quedé sentada, en silencio, con los brazos extendidos sobre la única mesa, bajo el haz de luz del quinqué de cinco brazos del techo. Manolita se mantenía cabizbaja junto a la pila de fregar, secando anormalmente despacio los platos y colocándolos en su sitio con cuidado de no hacer ruido. El tic-tac del carillón me ayudaba a empujar mi corazón, que no sabía si se había parado o, simplemente, desvanecido dejando su propio hueco. Mi madre se me acercó con el muñeco vestido con el blusón. «Mira, hija, ¿verdad que le queda largo por delante? Mejor le cojo el bajo por aquí, con disminución, no sea que al andar se tropiece la criatura y tengamos un disgusto». Manolita dejó de colocar los platos en su sitio y sin darme la cara del todo me dijo con timidez: «Señorita Inés, ya verá como vuelve». «No, Manolita, mi padre no puede volver». A ella tampoco le había contado la verdad por prudencia, no fuera a escapársele algo delante de las niñas o de mi madre. Preferiría que le dieran por muerto a que vivieran en una espera eterna como yo. «No me refería a su padre, señorita; me refería a… él…, al doctor Vidal». Me quedé de una pieza, Manolita me volvió la espalda con rapidez y continuó secando nerviosamente un vaso. No pude contener el raudal de lágrimas que acudieron en auxilio del grito que ahogaba. Cuando mi mandíbula llegó al límite de tensión que era capaz de soportar y mi pecho al del dolor que podía almacenar, sentí cómo me derretía inexorablemente; cómo todas y cada una de las hebras de mi ser se separaban y quedaban deshilachadas. Me fui doblegando hasta quedar vencida, con la cabeza apoyada sobre mis brazos encima de la mesa. No pude impedir que saliera todo el dolor que llevaba dentro, pues ya no era dueña de mí. Bajo el haz de luz del quinqué aullé de dolor, el de los que se saben abandonados, el de los que nunca serán amados, el que sienten los que nadie sabe amarlos en la medida que ellos son capaces de amar… No sé qué ocurrió realmente; pero, en medio de mi desgarro, sentí un beso de papá Humbert en mi cabeza.