EN DALLAS
Cuatro mujeres tomaban café y pasaban el rato en torno a la mesa de la cocina, en casa de la señora de Ed Roberts. En la encimera había un cesto de ropa doblada. Ruth Paine volvió a gesticular y pidió silencio. Todas esperaron. En ruso imperfecto, habló amablemente con Marina Oswald, que la escuchó y sonrió, con un dedo doblado en el asa de la taza. Se hablaba de niños, maridos y médicos, el parloteo habitual, pero a Ruth le resultaba interesante. Le permitía hablar en ruso. La señora de Bill Randle, sentada a su lado, asentía a medida que Ruth iba traduciendo. Dorothy Roberts escudriñaba el rostro de Marina para cerciorarse de que entendía. Querían hacerle sentir que formaba parte de las cosas.
Los chicos armaban jaleo en la habitación contigua. Ruth Paine dijo a sus dos vecinas que el marido de Marina no había tenido suerte a la hora de buscar trabajo. Había decidido vivir en una pensión de Oak Cliff hasta encontrar trabajo y un apartamento para su familia. Marina estaba a punto de dar a luz.
Dorothy Roberts habló de Manor Bakeries. Esa panificadora tenía un servicio de reparto a domicilio. También estaba Texas Gypsum, donde, según le habían dicho, contrataban personal.
Ruth Paine explicó que el marido de Marina no sabía conducir, lo que reducía las posibilidades.
Linnie Mae, la señora de Bill Randle, dijo que, después de todo, tomaría una ración de pastel de moka. Tenía realmente un aspecto tentador.
—¿Hace calor para octubre o soy yo? —preguntó Dorothy Roberts.
La puerta de una furgoneta se cerró violentamente en la acera de enfrente.
Linnie Mae Randle mencionó a su hermano. Comentó que días atrás había dicho que necesitaban otro empleado en el almacén de libros en el que trabajaba, situado en el centro de Dallas.
Ruth tradujo para Marina.
Apareció una de las niñas y se mojó el dedo para recoger migas de la mesa.
Dorothy abrió la puerta que comunicaba con el cobertizo para el coche.
—Queda en Elm Street, cerca de la autopista de Stemmons.
Cinco minutos después, Ruth, Marina, June Lee, y Sylvia y Chris —los hijos de Ruth— cortaron por el jardín hasta la residencia de los Paine, situada al lado, un sencillo rancho con cochera adosada. Al llegar a la puerta, Ruth se dio la vuelta y vio que Marina se acercaba lentamente, ancha y pesada, transportando otra alma de la oscuridad al mundo, o mejor dicho a los suburbios de Dallas. La familia Oswald se estaba poniendo a la altura de los Paine. A Ruth no le molestaba. Ni siquiera le molestaba que Lee fuera de visita una vez por semana. Estaba separada y, en realidad, era agradable contar con un hombre que realizaba ciertas tareas en la casa.
Cuando entraron, Marina le pidió a Ruth que telefoneara. Ruth buscó en la guía el número del Depósito de Textos Escolares de Texas. Habló con un tal Roy Truly para solicitar trabajo para un joven veterano de las fuerzas armadas cuya esposa está embarazada, tienen una niña pequeña, lleva una temporada en paro, desea conseguir un empleo, está dispuesto a trabajar media jornada o completa, y quiero saber si existe la posibilidad de que haya una vacante.
Marina permanecía a su lado, esperando a que Ruth tradujera.
Era un edificio de ladrillos de siete plantas, con un anuncio de Hertz en el techo. Lee se encargaba de preparar los pedidos. Cogía las hojas de pedido de la rampa del primer piso y las ponía en su sujetapapeles. Por lo general, luego subía al sexto a buscar los libros. Casi todos los que hacían ese trabajo eran negros. Por la tarde celebraban carreras con el ascensor. Portazos, voces que retumbaban en el hueco de la escalera, risas, insultos. Llevaba los libros a las chicas del primer piso, al sector de embalaje, donde controlaban y expedían la mercancía.
Infinidad de libros. Pilas de diez cajas de libros. Cajas con el sello de Libros. Con el sello que decía Diez Rolling Readers. Alcanzaban una altura superior a la de las altas ventanas. Las cajas son tan grandes que tienes que luchar con ellas. Abres una caja y te llega el olor del papel, de las hojas y la encuadernación. Los recuerdos de la escuela te embargan.
Le gustaba tener un sujetapapeles. El sujetapapeles le hacía sentir que ésa era una manera medianamente digna de ganarse el sustento. No tenía que aguantar máquinas de mierda. En ese trabajo no había suciedad ni grasa. Sólo se levantaba polvo cuando por la tarde los hombres corrían hacia los ascensores, tres o cuatro tipos pisoteaban los viejos suelos de madera para iniciar la carrera… Entre los libros se alzaba una nube de polvo soleado.
Lee estaba en el comedor de casa de los Paine y se preguntaba dónde se habrían metido las mujeres. Marina y Ruth aparecieron con un pastel y cantando Cumpleaños Feliz. Lo sorprendieron. Se emocionó. Rio y lloró. Veinticuatro años.
Era viernes, y pasó allí la noche. Al día siguiente, se sentó por la tarde en el suelo a ver una doble sesión por la tele, y Marina se recogió a su lado, con la cabeza apoyada en sus piernas.
La primera película era Suddenly. Frank Sinatra es un veterano que se presenta en una pequeña ciudad y se apodera de una casa que comunica con la estación de trenes. Ha ido para asesinar al presidente. Lee percibió inmovilidad a su alrededor. Tuvo la extraña sensación de que lo observaban para ver cómo reaccionaba. Se espera que el presidente llegue ese mismo día, en tren. Irá a pescar a un río de montaña. Por los coches y los peinados, Lee se percató de que la película había sido rodada en los años cincuenta, lo cual significaba que el presidente era Eisenhower, aunque nadie pronunciara su nombre. Se sintió relacionado con los hechos de la pantalla. Era como las instrucciones secretas que entran en las redes de señales y frecuencias de emisión: la ajetreada atmósfera de las transmisiones. Marina dormía. A través de la noche enviaban un mensaje a su piel. Frank Sinatra coloca en la ventana un rifle de alta potencia y aguarda la llegada del tren. Lee sabía que fracasaría. Al fin y al cabo, sólo era una película. Tenían que arreglarlo para que fracasara y muriera.
Después vio We Were Strangers. John Garfield es un revolucionario norteamericano en la Cuba de los años treinta. Se propone asesinar al dictador y hacer volar por los aires al consejo de ministros en pleno. Lee sabía que eran los días del férreo gobierno de Machado, conocido como el presidente de los mil crímenes. Las calles estaban oscuras. La casa quedaba sumida en la oscuridad salvo por la pantalla parpadeante. Una cinta vieja y arañada que contenía sus sueños. La perfección de la ira, la perfección del dominio, la fantasía nocturna. John Garfield y sus reclutas cavaron un túnel bajo el cementerio. Lee se sintió en su propia salsa: pasaban esa película sólo para él. No necesitaba hacer que la película apareciera y desapareciera. Ocurría por su cuenta, bajo la luz temblorosa, con un mechón de pelo que se agitaba en un ángulo de la pantalla. John Garfield muere convertido en héroe. Tiene que morir. Eso es lo que da pábulo a la revolución.
Al concluir la película, Lee permaneció sentado mientras sonaban los estentóreos anuncios de última hora, uno tras otro, hombres de habla rápida que mostraban batidoras, champús milagrosos, y Marina yacía a su lado, dormía y respiraba suavemente.
No sólo las películas le hicieron percibir cierta extrañeza en el ambiente. Era también la época del año. Celebraba su cumpleaños en octubre. En ese mes se había alistado en los marines. Se disparó a sí mismo en el brazo, allá en el Lejano Oriente, en octubre. Octubre y noviembre eran meses de toma de decisiones y de graves acontecimientos. Llegó a Rusia en octubre. Fue el mes en que intentó suicidarse. Había visto por última vez a su madre un año atrás, en octubre. En octubre estalló la crisis de los misiles. Marina lo abandonó y regresó en noviembre pasado. Noviembre fue el mes en que, con Dupard, decidieron cargarse al general Walker. Había visto por última vez a su hermano Robert en noviembre.
Los hermanos de ambos se llamaban Robert.
Llevó a Marina a la cama, se sentó a su lado y murmuró naderías para ayudarla a conciliar nuevamente el sueño. Sintió la fuerza de su quietud, el ardor y la confianza femeninas, y la del hijo que llevaba en sus entrañas. En seguida se pondría a ahorrar para comprar una lavadora y un coche. Conseguirían un apartamento con balcón, y para variar tendrían sus propios muebles, piezas modernas, funcionales y limpias. Son modos corrientes de dejar de sentirse solo.
La casera le permitía guardar un pote de mermelada y leche en un rincón de la nevera. Se reunía media hora por semana con los demás inquilinos para ver la tele, eso era todo. Jamás les dirigió la palabra ni levantó la mirada para verlos con claridad. Eran figuras grises aposentadas en viejos sillones, totalmente anónimas. Se había inscrito como O. H. Lee.
La pensión se encontraba en una zona de Oak Cliff que él conocía al dedillo. Enfrente quedaba la gasolinera Gulf en la que se había citado con Dupard. La lavandería rápida, que ahora se llama Reno’s, se encontraba a media manzana. Visitó la lavandería y se enteró de que Bobby ya no trabajaba allí. Durante el día, el local era lugar de encuentro de media docena de mujeres con sus desaliñados críos. Éstos comían y jugaban. Las expendedoras de Coca-Cola escupían botellas por la ranura.
Su habitación medía dos metros y medio por tres y medio. Cama, tocador y ropero. Pasaba horas allí, leyendo el Militant y el Worker. Una noche cogió el autobús 22 para ir al centro. Deambuló por las calles y observó los bares. Anduvo hasta South Akard y se detuvo a las puertas del Gene’s Music Bar. Dos hombres le rozaron al entrar y los siguió. Se quedó cerca de la puerta. El local estaba repleto. A lo largo de las paredes había bancos duros, desbastados. Podría limpiar fácilmente el local con un AR-15, el arma que utilizan para la protección del presidente, si disparaba en automático. Se proponía pasar allí tanto tiempo como pudiera sin llamar la atención, mirando, viendo cómo se ponen de acuerdo los invertidos.
Alguien dijo:
—No es asunto mío pero…
Lee intentó escoger a una persona con la que tal vez le interesara hablar, un tipo comprensivo. Atrajo algunas miradas de soslayo, y luego cara a cara. Tenía dos opciones: acercarse a la barra y pedir algo de beber o largarse. Decidió que en aquella visita sólo quería estudiar el ambiente. Regresaría con una mayor certeza, sin sentirse tan extraño y a la defensiva. Hidell significa no digas nada. Salió al aire fresco y se dio cuenta de que estaba sudando. Regresó a la pensión y leyó hasta la última palabra del Militant de la semana anterior. También leyó entre líneas. Percibes si quieren que hagas algo en nombre de la lucha. Publican un mensaje escondido en el texto.
Tres días después del nacimiento de Rachel, Lee asistió a un mitin en el Memorial Auditorium. El principal orador era Edwin A. Walker. Lee se quedó en la parte trasera del salón y observó a la gente que entraba. El secreto que acarreaba consigo le hacía sentirse intocable. Era él, el hombre que lanzó un disparo que erró por los pelos. Se trataba de un secreto y de una fuerza. Y allí estaba, entre ellos, entre los miembros de la Birch y los derechistas, con el 38 bajo la cazadora de cremallera.
Había alrededor de mil asistentes. Walker permaneció en pie, con su Stetson alto, y se quejó y despotricó contra las Naciones Unidas. Aplausos y más aplausos. La ONU era un elemento activo de la conspiración comunista internacional. Aplausos y más aplausos. Lee ocupó una butaca situada aproximadamente en mitad del pasillo. Percibió la pequeñez y el rencor de los asistentes. Necesitaban arrojar a alguien al suelo y pisotearlo durante quince minutos. ¿Así os sentís mejor? Walker empezó a discursear sobre algo llamado Aparato de Control Real. Habló de una manera torpe que no comprometía a nada, no obligaba a nada. A un lado había un estandarte de los subtenientes, y al otro la bandera de los Confederados. Lee bajó por el pasillo, agachado para no impedir la visión a nadie, y encontró un asiento cerca del escenario. Walker era un hombre cansado. Su rostro parecía el de un actor maquillado para denotar fatiga y envejecimiento. Lee vio la imagen de un manchón rojo brillante en la pechera de la camisa de Walker, justo debajo del corazón.
Fuera de la sala, la gente se apiñó en torno al general e intentó tocarlo, mostrarle la cara. Walker caminó despacio hacia el coche que lo aguardaba. Lee se abrió paso en medio del gentío. La gente situaba su rostro en la línea de mira de Walker. Lo llamaban y se estiraban por encima de otros cuerpos. Lee cruzó una mirada con el general y sonrió, como diciendo: apuesto a que no sabe quién soy. Me he vuelto intocable. Tenía la mano dentro de la chaqueta y aferraba la culata del 38 sólo por hacerlo, por acercarse y demostrar qué sencillo, cuán extrañamente fácil resulta hacer notar tu existencia. Vio una imagen de la multitud espantada, que gritaba mientras se dispersaba, No, no, no, y a Walker en el suelo, sin sombrero, una foto de primera página en el Morning News.
Cogió el autobús hasta la pensión. Se sentó en la cama con el revólver en la mano. Disparar ahora contra Walker era un gesto sin porvenir. No sabía cómo llegar a Cuba. Lo más probable era que no lo aceptaran aunque se cargara al general y lograra escapar. Para Edwin Walker, la historia estaba cumplida. Lee guardó el revólver en un cajón del tocador. Se dirigió a la cocina y bebió un sorbo de leche, de pie en la oscuridad.
¿Qué tendría que darle a Fidel para que le permitieran vivir feliz en la pequeña Cuba?
Estaba al volante de la furgoneta de Ruth Paine. El polvo se arremolinaba en la superficie de grava del inmenso aparcamiento. Era domingo y el solar estaba vacío.
Ruth Paine era una treintañera alta y esbelta, de mandíbula alargada, pelo rizado de muñeca y gafas de bibliotecaria. Ruth se volvió en el asiento y miró hacia atrás.
—Despacio, despacio, despacio —repitió—. Hazlo muy despacio.
Lee condujo treinta metros marcha atrás, frenó bruscamente y ambos pegaron un respingo. Se quedaron mirando el aparcamiento azotado por el viento.
—¿Le dijiste dónde vivo?
—No sé dónde vives —respondió Ruth—. Me di cuenta de que no lo sabía cuando me lo preguntó. Marina tampoco lo sabe. Ponlo en marcha y daremos algunas vueltas.
—¿Te dijo cómo te encontró, cómo supo que Marina está contigo?
—Me pareció un hombre muy sensato. Estoy segura de que no te creará problemas en el trabajo. Dijo que no lo hará y yo le creo.
—¿Sabe dónde trabajo?
—Se lo dije. No se me ocurrió nada mejor. Lee, representan al gobierno. —Lee miró por el parabrisas—. Ponlo en marcha, conduce hacia aquella papelera y al llegar dobla a la izquierda.
De pronto Lee recordó. Antes de irse a México, había dejado unas señas en el correo de Nueva Orleans para que le remitieran la correspondencia. Eran las señas de Ruth Paine. ¿Por qué lo buscan? Porque saben que visitó las embajadas soviética y cubana. Lo han filmado. Han grabado su voz. ¿Cómo lo llaman? ¿Escuchas electrónicas clandestinas?
—Suelta un poco el acelerador —aconsejó Ruth.
En la papelera habían pegado una octavilla que decía EL VATICANO ES LA ZORRA DE LA REVELACIÓN. Efectuó el giro correctamente y enderezó el volante.
—Quería saber quién te visita y quién te llama por teléfono. Le respondí que tus contactos sociales en casa de los Paine consistían sobre todo en marcar el número del servicio horario. Le pareció graciosísimo.
Si los fedes habían sido capaces de encontrarlo, Guy Banister podría hacer lo mismo. Éste averiguaría todo lo que los fedes supieran. Un voluminoso periódico dominical se dispersó por los aires y las páginas volaron frente a ellos. Lee paró el coche y miró fijamente a través del parabrisas.
—Probemos una vez más la marcha atrás —propuso Ruth Paine, en voz baja.
Vio un comentario en el Morning News sobre la visita de JFK a Dallas. Un almuerzo el 21 o el 22 de noviembre. Leyó el artículo por encima. Apenas paseó la mirada por la superficie de las palabras. Era un día fresco y despejado. Vio un carro de la compra que salía rodando lentamente de un callejón.
Marina salió de la casa durante la segunda visita del agente del FBI. Dio vueltas alrededor de su coche, intentando adivinar de qué modelo era. No entendió lo que decían las letras metálicas pero memorizó la matrícula, tal como había ordenado Lee, y al regresar a casa la anotó en un papel, pero puso mal un número.
Lee escribió una carta a la embajada soviética en Washington con la máquina de Ruth Paine. Tuvo que mecanografiarla varias veces y también tuvo dificultades con el sobre, ya que mezcló la dirección y el remite y olvidó algunos números y palabras. Pero valió la pena por ver cómo las frases aparecían claras y sólidas, con una fuerza que su letra era incapaz de transmitir. Se quejaba del tan cacareado FBI. Intentó comunicar entre líneas a la embajada que era conocido en el KGB. Solicitó visados de entrada en la Unión Soviética y comunicó el nacimiento de su hija. Culpó a los cubanos del episodio en México D.F.
Luego escribió una nota al agente del FBI, y durante la hora del almuerzo la llevó a la oficina local. Se la entregó a una recepcionista y se largó. Por lo que había entendido, el agente se apellidaba Hardy y ésa fue la única palabra que anotó en el sobre. Ni firmó ni fechó la nota, en la que decía que estaba harto de que el FBI molestara a su esposa y que, si no los dejaban en paz, tomaría medidas. Añadía que pertenecía al FBI de Nueva Orleans, donde le habían asignado un número cifrado oficial que podía verificarse.
El fin de semana hizo prácticas de aparcamiento con Ruth.
Volvió a sufrir hemorragias nasales.
Jugó con la pequeña Rachel, que, como su papá, tenía hoyuelos. Meses atrás, David Ferrie le había dicho que los hoyuelos eran una característica de los Libra.
Nicholas Branch tenía una cinta magnetofónica grabada en Miami nueve días antes de que el presidente visitara esa ciudad. La conversación fue grabada secretamente por William Somersett, un informador de la policía. El hombre que hablaba con Somersett es Joseph A. Milteer, miembro del Congreso de la Libertad y del Concejo de Ciudadanos Blancos de Atlanta.
SOMERSETT: Creo que alrededor del dieciocho, Kennedy vendrá a pronunciar un discurso.
MILTEER: Puedes apostar hasta el último dólar a que dirá muchas cosas sobre los cubanos. Hay tantos aquí…
SOMERSETT: Sí, es verdad, vendrá con mil guardaespaldas. Por eso no te preocupes.
MILTEER: Cuantos más guardaespaldas traiga, más fácil será alcanzarlo.
SOMERSETT: Dime, ¿cómo coño imaginas que sería mejor darle?
MILTEER: Desde un edificio de oficinas con un rifle de alta potencia. Sabe que es un hombre marcado.
SOMERSETT: ¿Es verdad que intentarán cargárselo?
MILTEER: Sí, claro, se está cociendo. Y en este asunto no hay cuenta atrás. Tenemos que estar listos para lo que se tercie. En la cuenta atrás, se abalanzan sobre ti, pero si estás listo no pueden hacer nada. La cuenta atrás sirve para una operación lenta y preparada. Cuando se trata de una operación de emergencia, tienes que estar listo.
SOMERSETT: Chico, si le dan a Kennedy, debemos saber qué terreno pisamos. Puedes estar seguro de que si lo hacen se armará un buen jaleo.
MILTEER: Removerán cielo y tierra. No hay duda. Si ocurriera algo semejante, en pocas horas detendrían a alguien, aunque sólo fuera para quitarse al público de encima.
Cuando los miembros del servicio secreto oyeron la cinta, convencieron a los hombres del presidente para que cancelaran la caravana de automóviles programada para Miami. Kennedy viajó en helicóptero desde el aeropuerto hasta un hotel céntrico, donde habló con un grupo de periodistas.
Branch tiene dos teorías con respecto a este incidente.
Primera: T. J. Mackey comunicó la noticia de la conspiración directamente a Milteer o a los de su círculo. Se sabe a ciencia cierta que Mackey estaba conectado con la unidad de inteligencia de la policía de Miami, y cabe la posibilidad de que supiera que controlaban a Milteer. Milteer, un georgiano de sesenta y dos años, era conocido por participar en la resistencia violenta a la integración.
Segunda: Fue Guy Banister quien habló a Milteer del proyecto de atentado en Miami y, sin pretenderlo, dio al traste con la operación.
(El servicio secreto no dio detalles sobre las conversaciones grabadas con los agentes encargados de la seguridad del presidente en Dallas. Después del magnicidio, el FBI interrogó superficialmente a Milteer).
Branch también ha desarrollado una teoría sobre los dobles de Oswald que durante casi dos meses estuvieron activos básicamente en Dallas, pero asimismo en otras ciudades texanas. Opina que Mackey creó ese plan con el propósito de tener ocupado a Alpha 66, para que sus miembros se encontraran tan empantanados en acuerdos y montajes rígidos que no pudieran adaptarse en cuanto la primera brisa derrumbara la fachada de Miami. Joseph Milteer había aludido a la diferencia entre cuenta atrás y estar listo. Mackey quería cerciorarse de que Alpha quedaba inmovilizada en la cuenta atrás. Pero él estaría listo.
Fue una operación tosca. Alguien que se parece a Oswald entra en un concesionario de automóviles, dice llamarse Lee Oswald, asegura que pronto recibirá dinero, prueba un Comet a alta velocidad y hace un comentario sobre su retorno a Rusia. Alguien que dice llamarse Oswald acude a un armero y hace montar una mira telescópica en su rifle. Alguien que se parece a Oswald acude seis veces a un campo de tiro en un período de trece días y se dedica a disparar a los blancos de los demás.
Todos esos incidentes ocurrieron en momentos en que se sabía que el verdadero Oswald estaba en otra parte.
Últimamente con más frecuencia, a Nicholas Branco le parece que «Lee H. Oswald» es un diagrama técnico, el fragmento de un ejercicio de manipulación secreta de la historia. La fotografía tomada por cámaras ocultas de la CIA a un hombre que pasa ante la embajada soviética en México D.F. tiene una tarjeta de identificación que reza «Lee H. Oswald». Aunque por aquel entonces Oswald se encontraba en México D.F., el de la foto es otro: de pecho ancho, cara redonda y pelo corto, al final de la treintena o principio de los cuarenta. Otro tipo de doble. A nadie sorprende que Branch sólo piense en términos numéricos en el día y mes del asesinato: 22/11.
Sin embargo, existe algo aún más curioso que el error de identificación. El hombre de la foto corresponde a las descripciones físicas que Branch ha visto por escrito de T. J. Mackey.
(El supervisor jamás ha podido proporcionar una foto de Mackey etiquetada como tal).
Branch se repantiga en su sillón de cuero como un guante y contempla las montañas de papel que le rodean. El papelamen escapa de la habitación y franquea el umbral rumbo a la casa propiamente dicha. El suelo está atiborrado de libros y papeles. El armario está repleto de material que aún no ha leído. Tiene que encajar nuevos libros en los estantes, meterlos por la fuerza, insertarlos de lado, apretar y conservar todo. En esa estancia no hay nada que pueda desechar por improcedente o anticuado. A uno u otro nivel, todo tiene importancia. Es la sala de los datos solitarios. El material sigue llegando.
El supervisor envía treinta tomos más del expediente de ciento cuarenta y cuatro volúmenes que la CIA ha acumulado sobre Oswald. Envía cajas con los informes de las investigaciones y las transcripciones de los juicios relacionados con personas lejanamente conectadas con los acontecimientos del 22 de noviembre. Envía los informes de los forenses sobre los muertos.
Salvatore (Sam) Giancana, el jefe mafioso que se crio en Chicago cerca de donde vivía Jack Ruby, aparece muerto en junio de 1975 en su sótano recién terminado, con un disparo en la nuca y seis alrededor de la boca, en forma de costura. Cinco días después debía declarar ante un comité del Senado encargado de investigar las conspiraciones contra Castro. Aparece el arma asesina y se sigue su pista hasta Miami. No hay arrestos.
Walter Everett Jr., el creador de la trama, aparece muerto en mayo de 1965 en la habitación de un motel de las afueras de Alpine, Texas, donde colaboraba con el rector del Sul Ross State College. Se dictaminó que había muerto de un ataque cardíaco. Estaba inscrito como Thomas Stainback.
Wayne Wesley Elko, ex paracaidista y mercenario en sus ratos libres, aparece muerto en enero de 1966 en una habitación de motel de las afueras de Hibbing, Minnessota. Se dictaminó una sobredosis de morfina. En su camioneta, la policía halló herramientas e hilo de cobre robados en una mina de hierro cercana, y un crío de dos años dormido en un asiento de coches para bebés.
Francis Gary Powers, el piloto del U-2, consigue trabajo en la KNBC de Los Ángeles. Pilota un helicóptero e informa sobre el tráfico y los incendios de matorrales hasta que un día de agosto el Bell Jet Ranger se queda sin combustible y cae en picado sobre un campo donde unos muchachos juegan al béisbol. Powers muere en el acto.
El accidente tiene lugar a unos cinco kilómetros de Skunk Works, un edificio con ventanas tapadas de la Lockheed Aircraft, donde veintidós años antes se desarrolló el primer U-2.
Branch recela de estos casos de fácil coincidencia. Piensa que alguien quiere encaminarlo hacia las supersticiones. Le gusta que cada cosa sea lo que es. ¿Acaso un hombre no puede morir sin el consiguiente ritual de la búsqueda de pautas y vínculos?
El supervisor envía un estudio de cuatrocientas páginas sobre las semejanzas entre la muerte de Kennedy y la de Lincoln.
Wayne compartió el asiento trasero con el viejo pastor alemán de Raymo. Se proponían viajar ligeros de equipaje. Habían salido de Miami a toda velocidad, y cogieron tan sólo lo imprescindible, por lo que resultaba difícil entender para qué llevaban el perro, corpulento y mareado, falto de oxígeno.
Viajaron de noche.
Raymo condujo y Frank se sentó a su lado. Casi todo el tiempo hablaron en español, y Wayne ni se molestó en descifrarlo. Su mente aún estaba perturbada por la certeza de lo que iban a hacer: cruzarían la frontera. Parecía de ciencia ficción. Te transportaba más allá de los pórticos corrientes.
Frank condujo un rato y Wayne viajó en el asiento delantero. Por suerte no usaban el Bel Air. Era un Mercury del 58 con la carrocería picada de viruela y el motor más que a punto, una maravilla que funcionaba a la perfección. Wayne puso la radio a todo volumen. El viento silbaba. A excepción del rifle que llevaba Mackey, el resto de las armas nuevas estaba en poder de Alpha. El rock and roll resonaba en pleno rostro de Wayne. Mediada la noche pasaron por Tallahassee.
El padre de Wayne solía decir: «Dios creó gente corpulenta y gente menuda, pero Colt inventó el calibre 45 para igualar las cosas».
No era ésta una misión de búsqueda del promedio social. Se trataba de un viaje a toda marcha para cruzar la frontera. Wayne no hacía más que sacudir la cabeza para que todas las piezas encajaran en su sitio. Esos movimientos temblorosos atrajeron la mirada de Frank, que estaba al volante. A Wayne lo asombraba que en Estados Unidos pudiera existir semejante idea. Y él estaba en el corazón del proyecto mientras el viento sacudía el coche.
Hicieron un alto para orinar en medio del campo, bajo la llovizna.
Wayne cogió el volante cuando las primeras luces del alba rojiza rompieron a sus espaldas. En ese momento no había radio ni vientos. Frank dormía en el asiento trasero y se quejaba.
—Aún intento comprender —musitó Wayne, y miró a Raymo—. ¿Lees ciencia ficción?
—Wayne, ¿estás loco?
—Hay algo que solía sentir antes de saltar por la noche. Me preguntaba: ¿sucede de verdad?
—Te aseguro que esto es real.
—Ya lo sé.
—Primero suspenden Chicago de repente y luego van a Miami sin la caravana de automóviles. Ellos saben que es real.
Wayne siguió observando a Raymo, y de vez en cuando miraba la carretera. El coche funcionaba a la perfección, se portaba maravillosamente bien.
—Parece una carrera a través de la noche —comentó, burlonamente nervioso.
—Pagan muy bien. Piensa en lo que ganas en una jornada.
—Somos hombres elegidos a dedo para la misión más importante de nuestra vida.
Adelantaron un convoy de vehículos militares. Un rato después, Raymo señaló el asiento trasero y dijo:
—Se me acaba de ocurrir algo.
—¿Qué?
—Creo que debería sacrificarlo.
—¿De qué hablas? ¿Del perro?
—Ha perdido la coordinación. Cuando intenta incorporarse, le resbalan las patas traseras.
—El sistema nervioso empieza a fallar.
—Detesto llevarlo a la perrera. Allí los sacrifican con gas.
—Y tú no quieres gas.
—Detesto esa idea.
—Pero sabes que hay ciertas cosas que son ineludibles.
—He tenido a este perro desde antes de Girón.
—Y ahora te falta valor.
—¿Te molestaría ocuparte de este penoso asunto?
—Pararé en cuanto pueda —aseguró Wayne.
Escudriñó el rostro de Raymo, inexpresivo, y ocho kilómetros más adelante tomó el desvío que conducía a un aeropuerto regional.
Llevaba un cuchillo de caza envuelto en un par de jerseys, dentro del saco de color caqui.
Paró en el arcén cubierto de hierba de un camino largo y recto que discurría junto a una cerca de cadena coronada por alambre de espino. Se apeó y esperó a que Raymo depositara al perrazo sobre la hierba. Vislumbraba perfiles de hangares y de avionetas. Raymo subió al coche, condujo treinta metros y se detuvo. El perro se incorporó a la vera del camino. Wayne se acercó por detrás y se puso a horcajadas sobre el animal. Aún había estrellas. Aferró al perro por el cogote y tiró con fuerza. Las patas delanteras se agitaron en el aire y Wayne movió la mano derecha bajo el morro del perro. Gruñó al cortar la garganta del animal. Dejó de hacer fuerza con la mano izquierda. El perro cayó violentamente y quedó tendido entre los pies de Wayne, en un charco de sangre. Volvió a gruñirle al animal y caminó hasta el coche, esgrimiendo el cuchillo ensangrentado. Quería que Raymo lo viera, sólo como señal, un gesto cuyo significado no podía expresarse con palabras.
Ahora estaba en condiciones de dormir. Dormitaron todos un rato a última hora de la mañana. Más tarde, a oscuras, captaron por radio los primeros latidos de Dallas, un zumbido y un crujido en los límites de la banda de frecuencias, y escucharon una voz extraña que resonaba en la larga noche.
«Os diré algo, corazones míos, esta noche la gran D está nerviosa. Se acerca el momento. Fijaos que la gente dice cosas espeluznaaantes. Sentid cómo la noche se abalanza sobre nosotros. ¿No lo percibís a vuestro alrededor? El peligro está en el aire. Se ve en las calles: carteleras, pegatinas y octavillas. Dicen cosas horribles de nuestros dirigentes. Esta mañana, cuando paseaba por la calle, en un escaparate vi un dibujo en zigzag y de pronto pensé: Es una esvástica. ¿Creéis que me lo invento? Pues no. Permitidme trasladar un pensamiento a través del ozono para que vuestros relojes dejen de funcionar. ¿Cómo sabemos que realmente es él quien viene a visitarnos? ¿Habéis oído los rumores según los cuales viaja con una docena de sosias cuando se interna en tierra de nadie? Sólo lo hace para desorientar al enemigo. Tal vez nos toque Jack séptimo o Jack décimo. O todos al mismo tiempo en diversos escenarios. Personalmente lo comprendo, o quizá se debe a que soy receptivo a las fantasías ajenas. Algunas cosas son verdaderas y otras son más veraces que la verdad misma. Oh, el ambiente está caldeado. ¿Acabáis de sentir la tensión? ¿Sabéis lo que representa Dallas en el plano del universo? Somos como cualquier otro sitio, mejor dicho, como cualquier otro sitio que desea ser. Vestimos, hablamos y pensamos de manera semejante. Somos un modelo para el país. No me lo estoy inventando. Sin embargo, el ligero escozor se transmite. ¿No notáis como pugna por subir a la superficie? La gente dice que entrará en la ciudad montado en el triciclo de Caroline. No es lo bastante duro para conducirnos a Armagedón. Los antiguos terrores de la noche. Lo estamos viendo, sabemos que está aquí, sentimos que está aquí. Tiene que ocurrir, sucederá algo extraño, oscuro y temible. Barbarrara dice: La noche cae sobre la gran D.»
Raymo, Wayne y Frank nunca habían estado en Dallas y se preguntaron de qué hablaba ese chalado.
Miércoles. Lee salió de la pensión y se encaminó al bar donde desayunaba casi todas las mañanas. Observó las matrículas de los coches aparcados en North Beckley, en busca de la del agente Hardy.
Tendrían sus propios muebles, modernos, y una lavadora para Marina.
Pidió huevos pasados por agua. Comió con el codo izquierdo apoyado sobre el periódico doblado. El ruido y las conversaciones le rodearon. Inclinó la cabeza sobre el diario y leyó el cuarto o quinto artículo aparecido durante la última semana sobre un profesor de ciencias políticas de Yale detenido en la Unión Soviética por espía. Lo arrestaron a las puertas del Hotel Metropole, uno de los sitios donde Lee se había hospedado. Lo detuvieron y luego lo pusieron en libertad. En realidad, el artículo trataba de Lee. Últimamente, todo lo que oía, veía y leía trataba de sí mismo. Le transmitían mensajes a su piel.
Caminó hasta la parada del autobús, sin dejar de comprobar las matrículas. Un Mercury de color cobre avanzaba al mismo ritmo de Lee calle abajo. Tenía cristales ahumados. Se hallaba dispuesto a identificarse como O. H. Lee y a no decir nada más. Conocía sus derechos. Sus derechos estaban garantizados. No soportaría el menor hostigamiento.
Se abrió la ventanilla, David Ferrie apoyó el codo en la portezuela y se volvió para mirarlo.
—No puedo llegar tarde al trabajo —dijo Lee.
Fueron en coche hasta el Depósito de Textos Escolares. Lee interrumpió varias veces la conversación a fin de dar instrucciones, temeroso de equivocar el camino.
—¿Has leído la prensa? —preguntó Ferrie—. Publicaron un artículo cada dos días. Primero dijeron que venía y luego que almorzaba en el Trade Mart. Luego hablaron de la caravana de coches que desfilaría por el centro. Y por último los periódicos de ayer, los dos, que vi con mis propios ojos. Hay un plano calle por calle de la ruta del desfile de coches. De Harwood a Main. De Main a Houston. De Houston a Elm. Bajará por Elm hasta la autopista de Stemmons. Pensé para mis adentros: el viejo Leon lo está viendo. ¿Qué sentirá? ¿Qué sentiste, Leon? Debió de ser un momento inefable, como una visión en el firmamento. Se te debió parar la circulación.
—Sólo sé que recorrerá cinco ciudades en dos días. Aquí estará un par de horas.
—Saben dónde vives y dónde trabajas.
—A decir verdad, ayer no leí el diario.
—Por supuesto que lo viste. Decía que el presidente pasará bajo tu puñetera ventana. El condenado edificio da a Elm Street, ¿no? Su coche bajará por Houston en línea recta hacia ti. Después descenderá por Elm. Pasará lenta y grandiosamente a tu lado. Es el único sitio del mundo donde trabaja Lee Oswald. Y en el único momento del día en que se sienta a solas junto a la ventana y disfruta de su almuerzo. Las coincidencias no existen. Como no sabemos qué nombre darles, hablamos de coincidencias. Ocurren porque tú las haces ocurrir.
Ferrie estaba acalorado y casi gritaba. Lee le indicó que girara a la izquierda. Ferrie sujetó con fuerza el volante.
—Te das cuenta de lo que significa. Te muestra lo que tienes que hacer. Nosotros no decidimos que trabajaras en ese edificio ni organizamos la ruta del desfile de automóviles. No tenemos tanta influencia ni poder. Hay algo más que genera este acontecimiento, un pauta que va más allá de la experiencia. Algo que te echa de un empujón del giro de la historia. Creo que hasta ahora se te ha dado muy mal. Querías entrar en la historia. Te equivocaste de enfoque, Leon. Lo que realmente quieres es salir, largarte, dar el salto, encontrar tu sitio y tu nombre en otra esfera.
Lee le dio indicaciones para llegar a Houston Street y aparcaron frente al viejo tribunal, al sur, de espaldas al Depósito de Textos Escolares, situado a manzana y media. Ferrie se quitó saliva de las comisuras de los labios. Estaba jadeante. Lee, impertérrito, miraba por la ventanilla.
—Leon, esto es lo que estabas esperando.
—Entro a trabajar a las ocho.
—Ese edificio ha estado esperando a que Kennedy y Oswald convergieran.
—Por curiosidad, ¿cómo averiguó dónde vivo? Los fedes no lo saben, sólo conocen mi lugar de trabajo.
—Conocen tu lugar de trabajo. Por eso lo sabemos. Anoche te seguimos del trabajo a casa. Nos interesas más que a ellos. Escucha, pasé media noche en el coche, frente a tu pensión. Tenía miedo de entrar a verte. Ahora que está a punto de ocurrir, estoy acojonado. El miedo circula por mis venas. Fíjate en lo que estamos haciendo. ¿Te figuras el caos, la condenada angustia que provocaremos? Haremos contraer el cáncer a medio mundo. Me quedé sentado en el coche. Tenía miedo de dar la cara. Pensé en lo que le hacíamos al pobre Leon. Pensé que el pobre Leon había leído el artículo del diario. De Harwood a Main. De Main a Houston. De Houston a Elm. Como si se tratara de una nana espeluznante. Leon se arrodillará delante de la ventana y lo hará. Y yo soy uno de aquéllos, soy el agitador, soy el loco responsable.
Lee sacó un chicle del bolsillo y lo partió en dos. Ofreció medio a Ferrie, que se lo arrancó de un manotazo.
—¿Dónde está el rifle?
—En un garaje del suburbio en que se aloja Marina.
—Una vez hecho, te llevarán en coche a Galveston. Allí me reuniré contigo. Estaremos a una ciudad de distancia del lugar de los hechos. Habrá un avión preparado para emprender el vuelo desde Galveston. Volaremos a Yucatán, a un lugar llamado Mérida. Cruzarás la península en coche. Te meterán en un barco rumbo a La Habana. Te quieren allí. Se adapta a sus fines tanto como a los tuyos. El barco está preparado. Te darán un nombre y documentos. —Ferrie lo miró apenado—. Ah, más vale no olvidarlo: hay algo que no sabemos. Por ejemplo, en Yucatán podrían matarnos a los dos. Lee soltó una risilla y expulsó aire por la nariz. Luego se dio la vuelta para mirar el reloj adosado al letrero de Hertz que había en el tejado del depósito. Se apeó del coche y echó a andar.
Poco después de la hora del almuerzo, pasó ante el despacho de Roy Truly, situado en la planta baja. El señor Truly, que lo había contratado, charlaba con uno de los vendedores de libros. Lee vio que el vendedor entregaba un rifle al señor Truly. En la puerta había dos o tres hombres que conversaban entre ellos. Lee se acercó. El vendedor dijo que acababa de comprar dos rifles, un 22 para regalárselo a su hijo en Navidad y otro para cazar ciervos, que era el que miraba el señor Truly. Los otros siguieron dando su opinión desde la puerta. Lee vio que el vendedor guardaba el 22, caminaba hasta el ascensor y apretaba el botón del sexto piso. No le sorprendió ver armas en el edificio. ¿De qué iba a sorprenderse? Todo se refería a él. Todo lo que ocurría le pertenecía.
Jueves. T. J. Mackey se encontraba en la entrada del Archivo del Distrito. Cruzó la calle hasta el triángulo ajardinado entre Maine y Elm. Contempló las vías del ferrocarril que se extendían sobre el triple paso subterráneo. Atravesó Elm al trote y se detuvo en la pendiente herbosa de delante de la columnata. Caminó hacia el vallado que delimitaba el aparcamiento, y desde allí observó Elm. Se dirigió hacia la señal de la autopista de Stemmons. Por todas partes circulaban coches a gran velocidad. Miró hacia el cielo y se frotó la boca.
Más tarde se sentó en un Ford oscuro, en los límites del centro, y le quitó la envoltura a un bocadillo. Era una zona de viejas casas encajonadas, con las vías del ferrocarril parcialmente pavimentadas, y los laterales de los inmuebles revelaban ladrillo y argamasa dejados al descubierto por la demolición de edificios adyacentes. Todo espacio aprovechable se dedicaba a aparcamientos: callejones, solares polvorientos, antiguas zonas de carga y descarga. Predominaba el persistente silencio de mediodía, una lejanía que a Mackey le resultó extraña pues sólo estaba a manzana y media del gentío y el tráfico. Vio que Oswald se acercaba vacilante.
Estaba convencido de que Oswald quería ser el único tirador. Es lo que ocurre con los solitarios, con aquellos que sueñan eternamente con un gran momento. Sería bastante fácil hacérselo creer. También tenía que cerciorarse de que Oswald no disparase hasta que la limusina le hubiera superado y se encaminara hacia el triple paso subterráneo. T-Jota quería un fuego cruzado. Si Oswald fallaba, su segundo tirador estaría en posición ideal: tendría el coche casi de frente. T-Jota no confiaba en Oswald para ese disparo. Se trataba del mismo chico que no había acertado al general Walker a menos de cuarenta metros; un hombre inmóvil en medio de una habitación perfectamente iluminada. Además, el Mannlicher es un arma vieja, tosca y poco fiable. Si dispara y falla mientras el coche sigue en Houston Street, acercándose a él, sin posibilidades de que el segundo tirador efectúe un buen disparo, tendremos que largarnos con las manos vacías. Como francotirador Oswald era superfluo, sólo servía de apoyo. Su papel consistía en proporcionar artefactos de interés histórico, un arma rastreable, todos los recortes y tesoros de su carrera cubana.
T-Jota vio que Oswald divisaba el coche e inclinaba ligeramente la cabeza. Se acercó y subió, con un bocadillo y una botella de leche.
—¿Cómo está la recién nacida?
—Muy bien. Está realmente bien.
—Se acercará a ti a lo largo de una calle, girará en Main y se acercará a Houston —explicó T-Jota—. No lo cojas en ese momento, no es el adecuado. Se trata de un blanco fácil, el más fácil que cabe esperar, pero te estará viendo. Hay un coche de vigilancia, unos quince polis en moto, el vehículo del servicio secreto con ocho agentes, cuatro de ellos colgados de los estribos. Todos se apiñarán alrededor de la limusina presidencial y mirarán hacia ti. En cuanto se produzca el disparo, sabrán con exactitud de dónde salió. El edificio se llenará de policías. Te recomiendo, insisto en ser categórico: espera. Espera a que giren por Elm y se dirijan al paso subterráneo y la autopista. No es un disparo difícil. Apunta al bulto, a la parte central de su cuerpo o a la que resulte visible a través de la mira. Pero espera, aguarda a que se aleje por Elm. Y luego espera a que supere el roble. Tiene que superar ese árbol. Calculo que el primer disparo tendrá lugar a menos de sesenta metros. A partir de ese momento, todo depende de lo que tarde en reaccionar el conductor. Supongo que el estampido rebotará en el paso subterráneo. No sabrán con certeza de dónde proviene. Como ahora estás detrás de ellos, les costará más trabajo distinguirte en el paisaje. Ganarás segundos adicionales. Tal vez diez segundos adicionales, lo que te permitirá llegar a la planta baja. Podría ser decisivo. Espera. Toma conciencia de que tienes que esperar. Ni se te ocurra asomarte por la ventana antes de que el coche llegue al roble. Y espera a que la limusina supere el árbol.
El plan contenía un elemento que los niveles y sutilezas de Win Everett no podían proporcionar: la suerte. T-Jota vio que Oswald apartaba la lechuga del pan y la comía por separado.
—Una vez en la calle, abandona la zona a toda velocidad. Por Jefferson Boulevard, no lejos de tu pensión. Acude a West Jefferson, por la acera norte, al número 231. Es un cine con fachada de estilo español y podrás entrar, ya que abre a la una menos cuarto. Entra, elige una butaca y mira la película. Al anochecer te llevaremos a Galveston y al alba estarás fuera del país.
Mackey hizo una bola con el papel del bocadillo y la arrojó por la ventanilla. Sacó cuatro cartuchos del bolsillo, los agitó en la palma de la mano y los dejó caer en la fiambrera de Oswald.
—Estoy seguro de que no necesitarás más de cuatro.
—No habrá tiempo.
—Confía en tus manos.
—He accionado mil veces el cerrojo.
—¿Cómo se llama la pequeña?
—Mi esposa le puso Audrey, por Audrey Hepburn en Guerra y paz, de Tolstoi. Pero su segundo nombre es Rachel, y la llamamos así.
—Esta operación te encantará —aseguró T-Jota.
Mackey vio que Oswald recorría el callejón que desembocaba en Griffin Street y luego se dirigía hacia el sudoeste, de vuelta al trabajo.
Lo fundamental es que Kennedy muera.
El paso siguiente es que muera Oswald.
En cuanto se conozcan las tendencias izquierdistas de Oswald, las autoridades llegarán a la conclusión, querrán llegar a la conclusión, de que fue reclutado, usado y asesinado por agentes castristas.
Guy Banister alertaría al FBI con respecto al alias Hidell.
David Ferrie pasaría una noche solitaria en Galveston.
Marina y Lee, en el patio trasero de la casa de los Paine, columpiaban por turno a los críos: Sylvia, Chris, Junie y los dos pequeños de la casa de al lado. Aunque era ya casi de noche, los chicos se negaban a entrar. Había dos columpios y dos adultos para columpiarlos.
—Aún no me has dicho qué haces aquí en jueves.
—Echo de menos a mis niñas —respondió Lee.
—Ni siquiera has avisado de que vendrías.
—Si vinieras a vivir a Dallas…
—No.
—Entonces no tendría que venir de visita y todo cambiaría. No aguantaré mucho más en la habitación de la pensión.
—Aquí las niñas están mejor.
—¿Sabes cuánto mide mi habitación?
—Ruth se siente feliz de hospedarnos.
—Papá cree que no le quieres.
Bajaron a dos niños de los columpios y subieron a otros dos. Marina seguía enfadada con Lee por no haberle contado que usaba un nombre falso. Lo descubrió cuando Ruth telefoneó a la pensión y preguntó por Lee Oswald. Deseaba que ese asunto disparatado terminara de una buena vez: pura comedia. Primero una cosa y luego otra.
—¡Más alto! —gritaron los niños.
—Te compraré una lavadora —afirmó Lee.
—Un coche nos vendría mejor.
—Ahorro todo lo que puedo. Primero tenemos que alquilar un apartamento.
—No.
—Si vinieras a vivir a Dallas…
—No.
—Las chicas quieren estar con su papá.
—¿Y con quien hablaré durante el día? Aquí charlo con Ruth, que es una gran ayuda para mí.
—Podríamos tener un balcón, como en Minsk.
A la hora de la cena, Ruth propuso que los tres se cogieran de la mano y explicó que era el modo cuáquero de bendecir la mesa. Se espera que cada uno recite una plegaria para sus adentros, si bien para Marina resultó evidente que el silencio de Lee no era nada religioso.
Mientras Marina fregaba los platos, apareció Ruth y dijo desconcertada que alguien había dejado encendida la luz del garaje. Llegaron a la conclusión de que probablemente había sido Lee mientras buscaba un jersey entre sus pertenencias. Casi todas las cosas de los Oswald estaban guardadas en cajas en el garaje de Ruth.
Una vez en el dormitorio, Marina se desvistió. Lee estaba sentado y vestido, salvo por los zapatos y los calcetines. Se disponía a acostarse, como cualquiera allí, en aquel lugar norteamericano.
—Todo cambiará.
—No.
—Primero tendríamos que convivir.
—Creo que no hay motivos para darse prisa.
—Si vinieras a vivir a Dallas…
—Aquí los niños juegan en el jardín y cuento con Ruth.
—He ahorrado un poco.
—No quiero amamantar nerviosa a mi pequeña.
—Para variar, tendríamos muebles nuestros.
Marina estaba desnuda al otro lado de la cama. Se acercó a la silla para coger el camisón. Lee la observaba. Marina pensó que estaba a punto de decirle algo. Se puso el camisón y retiró las mantas. Todo era corriente, sencillos movimientos que se sumaban mientras la lluvia caía sobre el césped.
A primera hora de la mañana, Lee se había ido ya. Marina encontró pequeños puñados de dinero en el tocador y, sorprendida, lo contó. Sumaban ciento setenta dólares. Tuvo la certeza de que era todo lo que Lee poseía.
Tres veces le había pedido que se fuera a vivir con él a Dallas. Las tres veces se negó. Se quedó pensativa junto al tocador. Era una pauta archiconocida: cosas que ocurren por tríos. Existía cierta fuerza aciaga en el número tres. Marina sabía desde siempre que significaba mala suerte.