4 DE OCTUBRE

Mary Frances pasó la aspiradora por el suelo de la sala. Se sentía hinchada y cargada de hormonas. El mero hecho de existir, de poner un pesado pie delante del otro, exigía un gran esfuerzo. Era viernes, las clases ya habían terminado, y pasó la aspiradora alrededor de Suzanne, quien, arrodillada en el suelo, veía en la tele unos dibujos animados. Pasó la aspiradora sobre el saliente que separaba la sala del comedor, alrededor de la mesa y debajo del aparador de roble. Hoy su cuerpo presentaba mucha resistencia, había demasiadas fuerzas contrapuestas.

Win pasó ante la puerta con un cuchillo en la mano.

Mary empujó la aspiradora hasta la sala. Era una Hoover de hacía cinco años, con el receptáculo en forma de satélite espacial. Le extrañó poder pasar la aspiradora por delante de Suzanne y que la niña no se quejara. La pequeña veía a través de ella y oía las voces de los dibujos animados a pesar del estruendo de la Hoover.

Después de la cena, Win bajó al sótano para investigar un ruido. Se vio bajar por la escalera de madera, con la cabeza algo inclinada y los dedos de la mano derecha extendidos. Mary Frances decía que las casas siempre hacen ruido. Percibió el olor de la trementina y comprendió que era posible quedar enganchado, entregarse a ese olor volátil, persistente, a pino, toda tu vida girando sobre el eje de los efluvios de la trementina. Mary Frances le aseguró que las casas se mueven y cambian de sitio constantemente.

Gracias. Pero a veces se trata de algo más.

Win regresó a la sala y se sentó junto a ella para oír la radio. A Mary le gustaban los predicadores evangelistas, hombres de una elocuencia que ponía los pelos de punta.

—¿No te encuentras bien? —se interesó Win.

—Estoy muy bien.

—Quiero que te sientas bien.

—Estoy muy bien.

—Si no estuvieras bien, sería devastador. No debe ocurrir, ¿de acuerdo? A decir verdad, no podría soportarlo.

Mary tenía un catálogo de Sears sobre el regazo. Había hecho compras por catálogo cuando los destinaron a zonas perdidas. ISOLATION TROPIC. Win se preguntó qué diablos habría ocurrido con Mackey.

—Ya está bien de solemnidades —exclamó Mary.

—¿No te gusta que se ocupen de ti?

—Tal como lo haces, no.

—El ama de casa que nunca tiene tiempo para sí misma. ¿No disfrutas con estas atenciones?

—Tal como lo haces, no. Te muestras tan afligido que se me congela la sangre.

Win rio. Oyeron que Suzanne cruzaba la cocina tarareando una canción infantil muy popular. Mackey había esquivado todos los intentos de Parmenter por dar con él. ¿Qué significaba? Según Larry, lo más probable era que se hubiera largado. No quiere hacerlo, quiere cambiar de carrera. Se terminó. Lo intentamos.

Alubias, alubias, el fruto musical,

cuantas más comes, más suenan.

Parmenter había viajado a Buenos Aires para conocer su nuevo destino. Aquí está el futuro de la Agencia, le dijo a Everett. Hay que seguir el rastro de las divisas. Mover y ocultar dinero. Crear reservas monetarias. Financiar grandes operaciones con complicadas redes de dinero.

Lancer viajará a Texas.

—¿Notaste su tono indiferente? —preguntó Mary Frances.

—Sólo es una rima infantil. ¿A qué tono te refieres?

—No, me refiero al modo en que ensayó la indiferencia, para que no nos enteráramos de lo que debíamos oír.

—Fue indiferente porque es indiferente.

—¿Dónde está el cuchillo para carne que has usado para rascar pintura? Nos estamos quedando sin cuchillos.

Premoniciones. El comentario sobre el viaje del presidente apareció en el Record-Chronicle de la semana pasada. Una breve gira por Texas en noviembre, después de su estancia en Florida. Paradas en Houston, San Antonio, Fort Worth y Dallas. La noticia estaba escondida en el periódico. Eran tres o cuatro líneas que sólo una persona profundamente interesada en el paradero del presidente podía descubrir. A Win le llamó la atención que el presidente Jack tomara esa dirección. La conspiración iba al encuentro del conspirador, en el supuesto de que lograra pasar de Miami. Parmenter podía equivocarse. Tal vez algo seguía vigente, un movimiento una lógica demoledora.

—No he logrado encontrar el rascador de pintura —se excusó Win.

—Deja en paz los cuchillos.

—Pasa algo con el rascador de pintura. Sabes que está allá, lo estás mirando, pero no logras distinguirlo del fondo. Seamos sinceros: el fondo es inmenso y confunde.

Buscaba una solución para la culpa y el miedo. No era lo bastante fuerte para sobrevivir a los daños que podría provocar esa operación si se convertía en una segunda vida. Casi anhelaba que lo descubrieran. Hasta cierto punto, el hecho de que le hicieran frente, lo sometieran al detector de mentiras y le obligaran a decir la verdad sería una liberación. Win creía en la verdad. Temía y le agradaba la posibilidad de que lo sometieran al detector. La Oficina de Seguridad dispone de modelos diseñados para caber en una maleta. Podían interrogarte en casa. Llegarían con una Samsonite en la que caben dos trajes. Desembalarían el aparato y mezclarían algunas preguntas de control con el material de fondo. Su cuerpo haría el resto, revelaría los datos no protegidos. La máquina se interpone entre el hombre y sus secretos. Hay algo íntimo en el detector de mentiras. Mide la conducción epidérmica y oye tu sudor. Da pie a que te entregues. Las mentiras aceleran la respiración y hacen martillear la sangre. Se trataba de una idea anticuada, vieja y pintoresca, pero había visto con sus propios ojos lo bien que funcionaba. Falló una prueba y se derrumbó al comenzar la siguiente. El detector de mentiras, o polígrafo. Poseía un agradable sonido técnico, especializado, pero seguía siendo tradicional, descifrable, provenía del griego.

—¿Dónde está? ¿Dónde está mi pequeña? —gritó Win.

—En su habitación —respondió Mary Frances.

—La queremos aquí abajo, necesitamos que alguien nos dé ánimos.

—En cuanto se mete en su habitación, el tema está cerrado. Se acabó la jornada.

—Yo tuve que compartir mi habitación —comentó Win.

—Gracias a Dios, tuve una habitación para mí sola.

—Supongo que sabes que muy pocas de las grandes figuras históricas tuvieron su propia habitación.

—Adoraba mi dormitorio.

—¿Estás diciendo que no has vuelto a tener nada tan bonito? —Y luego añadió a gritos—: Baja a charlar con nosotros o nos sentiremos muy triiiistes.

Win salió al porche para investigar un ruido. Encendió un cigarrillo. Oía una radio lejana. Una voz antigua, una voz radiofónica de otra época puede restituir los recuerdos. Aquella casa alimentaba recuerdos: el porche curvo, los postes de roble cubiertos de catalpa.

Aunque conocía todas las técnicas inventadas para superar a la máquina, sabía que sería incapaz de ponerlas en juego. Creía en el detector. Deseaba cooperar, demostrar a todos que la máquina funcionaba a la perfección. Ese tipo de artilugios nos vuelve dóciles y flexibles, deseamos satisfacerlos. El polígrafo era su única esperanza de liberación después de lo que había hecho, de lo que había desencadenado en medio de la multitud. Un modo de escapar a la muerte porque, con el tiempo, la compasión cubriría sus rostros. Todos comprenderían que sólo buscaba lo mejor para su patria. Amaba a su país. Amaba a Cuba, conocía su lengua y su literatura. No se limitaría a afirmar y negar. Les hablaría para explicarles que la lógica de toda conspiración conduce a la muerte. T-Jota está en alguna parte, mascando chicle y bizqueando a causa del resplandor. Ellos asentirían y comprenderían. Sus miradas transmitirían el perdón. Al fin y al cabo, no son despiadados. Puedes despotricar contra la Agencia, pero lo cierto es que perdona.

Dios está en Texas vivito y coleando.

Entró y apagó la radio. La jornada ni siquiera había transcurrido y ya tocaba volver a acostarse. Comprobó que la puerta principal estaba cerrada y apagó la luz del porche. Recorrió el pasillo por enésima vez, comprobó que la puerta de atrás estaba también cerrada y el horno apagado. Salvo la luz de la cocina, lo último que comprobaba en la planta baja era el horno. Apagó la luz de la cocina y subió la escalera.

Tropezó casi al final, un vulgar traspié, sin hacerse daño y sin consecuencias, pero Mary Frances salió disparada del dormitorio, en silencio, para cogerlo del brazo y guiarlo.

Win se sentó en el borde de la cama y se quitó los zapatos. Mary, que lo observaba, se esforzaba por interpretar su expresión.

—Sólo fue un tropezón.

—Eso me pareció.

—Resbalé como un tonto.

—Mañana a las diez tienes un seminario. En el edificio de artes y ciencias.

—Quiero que estés bien —insistió Win—. Tienes que estar absolutamente bien. No podemos pasar por una situación en la que no te encuentres totalmente bien. Sería incapaz de seguir adelante si no estuvieras bien. Cuento contigo para todo lo que importa.

La Agencia perdona. No había un solo integrante de los niveles superiores de los cuatro directorios que no apreciara los peligros del trabajo clandestino. Les satisfaría su voluntad de cooperar. Por añadidura, admirarían las complejidades de su plan, pese a ser incompleto. Había en él arte y memoria. Había sentido de la responsabilidad, de la fuerza moral. Y era una imagen tangible de sus propios deseos oscuros. Nunca se sintió tan integrado en la Agencia como durante los primeros y jadeantes días del desarrollo de esa conspiración.

Una vez en pijama, permaneció en pie al lado de la cama. Había olvidado comprobar si el horno estaba apagado. Tendría que bajar a comprobarlo. Mary Frances, tendida a oscuras y casi dormida, respiraba profundamente. Tiene que comprobar que el horno está apagado y registrar ese hecho. Eso significa que una noche más están a salvo.

Mackey, de pie junto a la nevera, bebía agua de una jarra. Llevaba chándal y gorra de béisbol. Había adoptado la costumbre de salir a correr por la noche para controlar su peso.

Se quitó la gorra y la lanzó al aire. Se sentó ante la mesa de la cocina y mondó una naranja. La casa se alzaba al final de una calle sin pavimentar, aproximadamente a un kilómetro del corazón de la Pequeña Habana.

Entró Raymo y preguntó:

—¿Cuándo has vuelto?

—Esta tarde.

—¿Has oído los rumores? Alguien ha planeado lo mismo en Chicago.

—Llamó Banister. Leyó un teletipo del FBI en el que se habla de un intento de asesinato.

—Un equipo de cuatro hombres. Como mínimo, uno podría ser cubano. En Chicago esperan a JFK el 2 de noviembre.

—Esperaremos nuestro turno.

—Si se corre la voz, podría sucedernos lo mismo.

—Eso espero —replicó T-Jota—. En realidad, he tomado medidas para acelerarlo. Es la única posibilidad de tener éxito. Lo haremos rápida y decididamente. Mantén el pico cerrado y no se lo cuentes a Frank ni a Wayne.

—Olvidaremos Miami.

—Correcto.

—Entonces no traemos a Leon aquí.

—Correcto.

—¿Dónde está?

—Cogió un autocar de Transportes del Norte hasta Laredo. Te apuesto lo que quieras a que viaja de allí a Dallas en un Greyhound. Lo importante es que los cubanos le rechazaron. Leon se quedó sin visado. Todo empieza a tomar forma. Queremos algo modesto, espontáneo, un homicidio semejante a los que ocurren en Texas todos los días.

—JFK.

—El mes que viene visitará Dallas. Este hombre no para de viajar. Dondequiera que va, alguien desea algo de él. Grandes esfuerzos por expresar deseo y cólera. No sé muy bien de qué se trata. Tal vez es demasiado guapo para seguir vivo.

Separó un par de gajos y se los dio a Raymo.

—Será mejor que alguien vigile a Leon.

—Sospecho que Leon se ocultará de nosotros —opinó T-Jota—. Sabe qué tramamos y no está muy convencido. De momento, tenemos nuestro propio modelo de Oswald. Alpha ha desplazado individuos por todo el Estado. En el último momento tendremos que encontrar el original.

—Cuando lo llevamos a Houston, no intercambió más de diez palabras conmigo. Sólo habló con Frank.

—¿Y qué dijo?

—En seguida se lio con Frank. Quería que le diera clases de español.

A oscuras, Suzanne se sentó en la cama. Sabía que ellos dormían. En cuanto dejaba de oír el ronroneo de la radio, le bastaba con contar hasta cien. Ambos dormían a pierna suelta. Éste era el momento ideal para trasladar las Figurillas. Necesitaba un escondite más seguro. En el ropero había tanto desorden que cualquier día lo limpiarían, y las Figurillas estaban escondidas en el bolsillo de la bolsa para zapatos que colgaba en el interior de la puerta. Si encontraban las Figurillas, sería el fin de Suzanne. Ya no le quedaría protección en este mundo.

Por fortuna había encontrado un buen sitio donde mantenerlas a salvo.

Saltó de la cama y levantó la persiana hasta la mitad para que entrara la luz de la farola. Se desplazó subrepticiamente con el camisón que le llegaba al suelo. Sacó las Figurillas de la bolsa de los zapatos y las depositó en el estrecho anaquel que había detrás de la vieja cómoda que un día fuera de la abuela. El anaquel sobresalía tres centímetros casi en la parte inferior de la cómoda. Sólo su mano pasaba por el espacio entre la cómoda y la pared. Era el sitio ideal, ya que las Figurillas estaban sentadas y se mantenían en equilibrio. Se trataba de un hombre y una mujer de barro que Missy, su mejor amiga, le había regalado por su cumpleaños. Eran indios de un poblado, con el pelo y la ropa pintados de negro, y ojos y boca señalados también con puntitos negros.

Regresó a la cama y se tapó.

Las Figurillas no eran juguetes. Jamás jugaba con ellas. La razón de su existencia era permanecer ocultas hasta que llegara el momento en que ella las necesitara. Debía tenerlas cerca y protegidas por si las personas que se hacían llamar mamá y papá eran, en realidad, otros.