EN EL BRONX

Corría el año en que él viajaba en metro hasta los confines de la ciudad, trescientos veinte kilómetros de vías férreas. Le gustaba instalarse en la parte delantera del primer vagón, con las palmas de las manos apoyadas en el cristal. El tren taladraba la oscuridad. Los viajeros aguardaban en pie en los andenes con la mirada perdida en el vacío, una actitud sustentada por años de práctica. Al pasar a toda velocidad, se preguntaba quiénes eran en realidad. Su cuerpo se estremecía en los tramos de mayor aceleración. Viajaban tan rápido que a veces creía que estaban a punto de perder el control. El ruido crecía hasta un nivel doloroso que él asimilaba como una prueba personal. Otra curva delirante. Había tanto hierro en el chirrido de esas curvas que casi podía saborearlo, como cuando, de pequeño, te llevas un juguete a la boca.

Los trabajadores se desplazaban por las vías adyacentes, provistos de linternas. Estaba atento a las ratas de alcantarilla. Bastaba una décima de segundo para ver una cosa en su totalidad. Y después, las estaciones de los expresos, los frenos gimientes, los viajeros que se apiñaban como refugiados. Entraban hormigueando, rebotaban contra los bordes de caucho, ganaban centímetro a centímetro, quedaban rápidamente asimilados y miraban por encima de las cabezas contiguas hacia ese olvido habitual.

No tenía nada que ver con él. Él sólo viajaba por viajar.

En la Ciento cuarenta y nueve, los portorriqueños. En la Ciento veinticinco, los negros. En la calle Cuarenta y dos, después de una curva que reprimía el grito, se producía el aluvión más intenso: carteras, bolsas de la compra, mochilas de colegiales, ciegos, carteristas, borrachos. No le llamaba la atención que el metro albergara cosas más interesantes que la famosa ciudad que se extendía en la superficie. Allí fuera, en la clara luz de la tarde, no había nada importante que no pudiera encontrarse, en forma más pura, en los túneles que corrían bajo las calles.

Madre e hijo miraban la tele en la habitación del sótano. La mujer había comprado un filtro coloreado para su Motorola. El tercio superior de la pantalla permanecía siempre azul, el central rosa, y el inferior de un verde ondulante. El chico le contó que había vuelto a hacer novillos y había tomado el metro hasta Brooklyn, donde vio a un hombre con un abrigo al que le faltaba una manga. Aquí lo llamaban hacer novillos. A Marguerite no le parecía tan grave que de vez en cuando faltara a clase. Los compañeros se burlaban de él constantemente, y al muchacho le costaba trabajo seguir el ritmo de los demás; habitaba en él la agitación: la realidad asumida de un niño sin padre. Como cuando amenazó con una navaja a la mujer de John Edward. Marguerite consideraba que no valía la pena sostener una áspera disputa familiar en defensa de su nuera. No era una persona demasiado valiosa y la discusión se debía a las astillas de madera, las virutas que él había arrojado al suelo del apartamento de la muchacha, donde todos intentaban volver a formar una familia. Así eran las cosas. Se negaron a seguir alojándolos y tuvieron que trasladarse a la habitación del sótano del Bronx; la cocina, el dormitorio y todo lo demás en un espacio único, donde desde la pantalla del televisor les hablaban cabezas azules.

Cuando empezó el frío, golpearon las tuberías para avisar al casero: tenían derecho a una calefacción decente.

Marguerite se sentaba y escuchaba las quejas del chico. Aunque no podía prepararle una fuente de chuletas cada vez que a él se le antojaba, no era tacaña con el dinero para el almuerzo, e incluso le daba de más para un tebeo o un paseo en metro. Llevaba toda la vida aguantando la injusticia de esas quejas. Edward la abandonó cuando estaba embarazada de John Edward porque no estaba dispuesto a mantener a un hijo. Robert cayó muerto en una húmeda tarde de verano en Alvar Street, Nueva Orleans, cuando ella estaba encinta de Lee, lo cual la obligó a buscar trabajo. Después, apareció el sonriente señor Ekdahl, el mejor de todos, su única esperanza, un mecánico mayor que ganaba cerca de mil dólares al mes. Pero cometió astutos adulterios, y finalmente ella lo pescó: primero le envió un chico con un telegrama falso y luego, al abrir la puerta, Marguerite lo sorprendió con una mujer en négligé. Eso no impidió que Ekdahl montara un divorcio fraudulento y la dejara en una situación apurada. La vida de Marguerite se convirtió en una sucesión de mudanzas a viviendas cada vez más modestas.

En el Daily News, Lee vio las fotos de unos griegos que se zambullían desde el muelle por una cruz sagrada, en el downtown. Los sacerdotes griegos llevaban barba.

—¿Crees que no sé que debería estar aquí?

—He pasado todo el día en pie —dijo la mujer.

—Es a mí a quien arrastras.

—Jamás he dicho semejante cosa.

—¿Crees que me gusta prepararme la cena?

—Trabajo sin parar. ¿No lo ves?

—No había casi nada para comer.

—No soy de las que se pasan el día llorando.

Los jueves por la noche el chico veía las series policíacas: Racket Squad, Dragnet y otras. Al otro lado de la ventana con barrotes, la nieve caía oblicuamente a la luz de la farola. El frío y la humedad del norte. Al regresar a casa, Marguerite le comunicó que se mudaban de nuevo. Había alquilado tres habitaciones en la calle Ciento y pico, cerca del zoo del Bronx, un sitio que podía resultar atractivo para un adolescente interesado en los animales.

—Naturalezas escritas al revés —dijo la tele.

Era un piso junto al ferrocarril en un edificio de ladrillos rojos, de cinco plantas, en una calle donde ocurrían desagradables incidentes. Un subnormal de la edad de Lee cojeaba arriba y abajo, metiendo en las narices de los críos más pequeños un cangrejo vivo que había sustraído en el mercado italiano. Era una escena cotidiana. También lo eran las peleas a pedradas. Y los muchachos con ruidosas armas de fuego fabricadas en el taller de la escuela se habían convertido en otra rutina. Desde la ventana, Lee vio una noche a dos gamberros que metían al gato de la tienda de alimentación en un saco de arpillera y lo golpeaban contra un poste del alumbrado. Lee intentó adaptar sus movimientos al ritmo de la calle. Mantente lejos del asfalto de doce a una y de tres a cinco. Descubre los callejones, aprovecha la oscuridad. Viajaba en metro. Pasaba mucho tiempo en el zoo.

Algunos viejos no hacían más que sentarse en el escalón de la entrada después de haber extendido cuidadosamente sus pañuelos sobre la piedra gris.

Su madre era baja y esbelta, y apenas empezaban a brotarle canas. Le gustaba llamarse «chiquita» a sí misma, broma que se tomaba muy en serio. Durante las comidas, se miraban. Lee aprendió a jugar al ajedrez, con ayuda de un libro, en la mesa de la cocina. Nadie sabía cuánto le costaba leer. Marguerite compraba estatuillas y chucherías, y hablaba de su vida. Él oía sus pasos, la llave al girar en la cerradura.

—Ha llegado otra notificación —le dijo ella—; amenazan con llevarnos a juicio. ¿Has ocultado las anteriores? Quieren celebrar una vista por faltar a clase, y dicen que es el último aviso que envían. Dicen que desde que nos mudamos no has asistido a clase ni un solo día. No entiendo por qué tengo que enterarme de estas cosas a través del correo. Es una bofetada, un shock para mi organismo.

—¿Por qué quieres que vaya? Ellos no me quieren y yo no quiero ir. Lo mejor es seguir así.

—Tomarán medidas severas. Aquí no es como en nuestra tierra. Nos harán un juicio.

—No necesito ayuda para presentarme en el juzgado. Puedes ir a trabajar como cualquier otro día.

—Sabes perfectamente que habría dado el mundo con tal de quedarme en casa y criar a mis hijos. Es algo que me duele. No olvides que yo también tuve sólo a mi madre. Sé que es una situación penosa. Allá en mi tierra trabajé en tiendas y llegué a ser encargada.

Vuelve a la carga. Olvida que el chico está presente. Habla durante dos horas con ese tono agudo y sibilante que se adopta al leer para un crío. Lee observa el dibujo del test de Dumont.

—Amo a mis Estados Unidos, pero no me gustaría verme ante un tribunal, como sucedió con el señor Ekdahl, que me acusó de padecer ataques de ira irrefrenables. Alegarán que hemos sido advertidos oficialmente. Responderé que soy una persona sin estudios que se hace buena compañía a sí misma, y que mantengo la casa limpia. Somos una familia militar. Esa es mi defensa.

El zoo estaba a tres manzanas. Había restos de hielo alrededor del estanque de las aves salvajes. Deambuló hasta el recinto de los leones con las manos hundidas en los bolsillos de la cazadora. No había nadie. Llegó hasta él un fuerte y cálido olor, el penetrante hedor a carne cruda, a sudor animal y a vapores de orina.

Oyó que se abrían las pesadas puertas y, a continuación, unas voces estentóreas, y en seguida supo de qué iba la cosa: eran dos chicos de la Escuela Pública 44. Se trataba de Scalzo, un fornido muchacho con chaquetón marinero y zapatos ruidosos, acompañado de un pequeñajo mocoso y grotesco a quien Lee conocía sólo por su apodo callejero, Nicky Black. Iban allí para incordiar a las bestias, para provocar los rutinarios alborotos que daban sentido a sus días. Lee entrevió el regocijo que sintieron al verle, una ligera contracción muscular en sus gargantas.

La voz de Scalzo atronó en la alta estancia:

—Todos los días cantan tu nombre al pasar lista. ¿Pero qué clase de nombre es Lee? ¿Es un nombre de chica, o qué?

—Se llama Tex —afirmó Nicky Black.

—Es un soplapollas —agregó Scalzo.

—¿Sabes qué hacen los soplapollas? Díselo, Tex.

—Soplan pollas —intervino Scalzo.

Lee salió por la puerta norte, con una ligera sonrisa dibujada en el rostro. Bajó la escalera y rodeó las ornadas jaulas de las aves de presa. No le importaba liarse a puñetazos. Estaba dispuesto a hacerlo. Ya se había peleado con el chaval que le tiraba piedras a su perro; peleó y ganó; le dio una buena paliza, le golpeó y lo dejó con la nariz ensangrentada. Ocurrió en Vermont Street, en Covington, cuando tenía un perro. Pero este hostigamiento resultaba insoportable. Se metían con él, lo desdeñaban, a veces iban tras él, le pinchaban sin cesar, se hacían los matones, abrían trampas bajo sus pies.

Scalzo se acercó a un grupo de chicos y chicas mayores que fumaban apiñados alrededor de un banco. Lee oyó que alguien decía:

—Un Oldsmobile Rocket de dos toneladas con ruedas reforzadas.

Con la cabeza y el cuello pelados, el rey de los buitres estaba acomodado en su percha. Hay un tipo de buitre que casca los huevos de avestruz lanzándoles piedras con el pico. Nicky Black permanecía en pie a su lado. Siempre utilizaban el alias completo, nunca Nicky o Black por separado.

—Una cosa es hacer novillos, que me parece muy bien, pero a ti hace un mes que no se te ve el pelo. —Sonaba como un cumplido—. ¿Juegas al billar, Tex? ¿A qué te dedicas? ¿Te quedas en casa todo el día? Juegas al billar, ¿verdad? Piensa deprisa. —Amagó un puñetazo a la entrepierna de Lee, quien retrocedió—. ¿Por qué has venido a vivir al norte? Mi hermano estuvo destinado en Fort Benning, Georgia. Dice que en el sur han de llevar un guijarro en una mano para distinguir la derecha de la izquierda. ¿Es cierto?

Nicky Black lanzó unas fintas, ladeó la cabeza y respiró agitadamente por la nariz.

—Mi hermano está en el servicio de guardacostas —le informó Lee—. Lo destinaron a Ellis Island, y por eso estamos aquí. Lo llaman seguridad portuaria.

—Mi hermano está ahora en Corea.

—Mi otro hermano es marine. Podrían enviarlo a Corea, y eso me preocupa.

—Deberías preocuparte por los jodidos chinos, y no por los coreanos —proclamó Nicky Black.

Su voz denotaba veneración y una débil nota de aflicción. Llevaba unas gastadas Keds y una chaqueta de campaña casi tan raída como la cazadora de Lee. Era pequeño y mocoso, y el lado izquierdo de su cara exhibía una mueca permanente.

—Sé dónde birlar almendras. Podemos tostarlas en el solar cercano a Belmont. ¿Hay almendras en el sur? También sé dónde conseguir esos libros en los que, al pasar las páginas deprisa, ves gente jodiendo. El chico sabe mucho de estas cosas. El chico dejará la escuela en cuanto cumpla los dieciséis. Ya lo veréis. —Escupió una brizna de tabaco de la punta de la lengua—. El chico conseguirá trabajo en la construcción. Primero comprará diez camisas elegantes. Ahorrará dinero, y antes de que te des cuenta será dueño de un automóvil. Una vez al mes lo abrillantará. El coche le resolverá la vida. ¿Conoces a alguien que esté en mejor situación que el chico?

Scalzo se acercó a paso lento con un ligero balanceo de hombros. Las tapas de sus zapatos rascaban levemente el áspero asfalto.

—Tex, ¿por qué nunca me hablas?

—Nos gustaría oír cómo arrastras las palabras —apostilló Nicky Black.

—Creo que lo haces bien.

—Habla con Richie. Tiene mucha labia.

—Queremos oír cómo arrastras las palabras. En serio. Estoy esperando.

Lee sonrió y echó a andar; pasó junto al grupo de los que inclinados sobre el banco del parque intentaban encender unos cigarrillos a pesar del viento, delante de las quinceañeras con los labios pintados de carmín brillante, de los niñatos de pantalones claveteados con costuras gruesas y bolsillos pistolera. Deambuló hasta el jardín principal y tomó el sendero que conducía a la salida más próxima a su calle.

Scalzo y Nicky Black seguían sus pasos unos diez metros más atrás.

—Oye, encanto.

—Chupa Clorets.

—Del mal aliento a los dulces besos en cuestión de segundos.

—A la una, a las dos…

—Ya está bien.

—Un, dos, cha cha cha.

—No sabe menearse.

—Será mejor tener cuidado.

—¿Por qué no quiere dirigirme la palabra?

—¿Qué podemos hacer?

—Fumarnos un Fagateeeer.

—Demasiaaaado suave.

—Ya está bien.

—Venga háblanos.

—¿No sabes hablar o qué?

—Vamos, di algo.

—Piensa deprisa, Tex.

—He dicho que ya está bien.

Al llegar a la salida, un hombre con chaqueta de leñador y corbata le preguntó cómo se llamaba. Lee respondió que no hablaba con yanquis. El hombre señaló un punto en la acera, dando a entender que Lee tendría que permanecer allí hasta que se aclarara el asunto. Se acercó a los otros dos chicos, habló unos segundos con ellos y señaló a Lee. Nicky Black guardó silencio. Scalzo se encogió de hombros. El hombre se identificó como un funcionario encargado de vigilar que nadie hiciera novillos. Scalzo se agarró la entrepierna y miró al hombre directamente a los ojos. ¡Y qué, señor! Nicky Black dio unos pasos de baile, con las manos en los bolsillos, y sonrió de oreja a oreja.

Una vez en la calle, el hombre escoltó a Lee hasta un coche patrulla verde y blanco. El muchacho estaba impresionado. Había un poli detrás del volante. El agente condujo con una sola mano y mantuvo la otra, que sostenía un cigarrillo, entre sus rodillas.

Marguerite estuvo levantada hasta tarde contemplando el dibujo del test.

A Lee le chiflan los animales, por eso el zoo es una bendición para él, pero lo envían a un edificio del centro de la ciudad donde los psicólogos le incordian veinticuatro horas diarias. Un reformatorio. Hay portorriqueños para dar y vender. Tiene que ducharse en medio de ese manicomio. John Edward intentó convencerlo de que hablara con el psicólogo, pero Lee no le dirige la palabra a John Edward desde que amenazó a su mujer con la navaja. Lo metieron en un dormitorio de internos. Le preguntan si se muerde las uñas. ¿Practica alguna religión, y yo qué sé qué más? ¿Provoca desórdenes en clase? Señoría, Lee no conoce esa jerga. El lugar está plagado de chicos de estilo neoyorquino. Ven que mi hijo lleva Levis y que habla con acento. Bueno, muchos chicos usan Levis. ¿Qué tiene de raro? Lo atosigan preguntándole si se cree Billy el Niño. Es un chico que jugaba al Monopoly con sus hermanos y tenía unos informes normales cuando vivíamos con el señor Ekdahl, en la Octava Avenida de Fort Worth. Es una cuestión de adaptación, señor juez. Sólo era una navaja de tallar madera, en realidad no le hizo daño y ahora no se hablan, pero son hermanos. Es un muchacho que estudia la vida de los animales, los modos de comer y dormir de los animales, los animales en sus cuevas y madrigueras. ¿Cómo se dice? ¿Guaridas? Señoría, va adelantado. Ya he mencionado que desde su más tierna infancia le gustaban las historias y los mapas. Sabe cosas raras que no tienen nada que ver con la escuela. Por falta de espacio, este chico durmió conmigo hasta poco antes de cumplir los once años, y ambos hemos vivido en las habitaciones más pequeñas que quepa imaginar mientras sus hermanos se hallaban en el orfanato, en la academia militar, en los marines y en el servicio de guardacostas. Casi todos los chicos creen que su padre colgó la luna. Pero el pobre hombre cayó redondo sobre el césped y ése fue el fin del único período dichoso de mi vida adulta. Desde entonces sólo hemos sido Marguerite y Lee. Somos madre e hijo. No se trata de negligencia. Tal como afirman, hace novillos. Me dicen que él se queda en casa todo el día delante de la tele. Hablan de ingresarlo en un hospital bajo la tutela del tribunal. Proponen que trabaje con los Hermanos Mayores Protestantes. El chico ya tiene hermanos mayores, ¿para qué quiere más? También hablan del Ejército de Salvación. Quitan las envolturas de las chocolatinas que le llevo a mi hijo. Vacían mis bolsillos. Es un trato degradante. Yo no tengo la culpa de que vista por debajo de la media. ¿Por qué arman tanto jaleo? En Texas, un chico que hace novillos no es considerado como un delincuente al que hay que encerrar para que estudie. Han convertido a mi hijo en un punto del orden del día. Esperan que les pida permiso para llevármelo a casa. No somos los vagabundos por los que nos quieren hacer pasar. En nombre de Dios, y soy cristiana, ¿cómo es posible que una madre negligente tenga un hogar tan decente, que estoy dispuesta a presentar como prueba, con alegres toques de color, un lugar para cada cosa y cada cosa en su lugar? No me da miedo estirar la comida. No es una desgracia cocinar judías y pan de maíz y hacerlos durar. El roñica era el señor Ekdahl, en Granbury Road, en Benbrook, cuando empezaron los adulterios. Pero fue a mí a quien acusaron de excesos y de ataques de ira. Recuperé mi apellido, Señoría. Marguerite Claverie Oswald. Entonces nos trasladamos a Willing Street, junto a las vías del ferrocarril.

Lee dibujó unas figuras humanas, que juzgaron pobres.

El psicólogo llegó a la conclusión de que se encontraba en el nivel superior de inteligencia, de normal a brillante.

La asistenta social escribió: «Del cuestionario se obtuvo la información de que se siente como si existiera un velo entre él y las demás personas, motivo por el cual no pueden llegar a él. De todos modos, el joven prefiere que el velo continúe intacto».

La maestra informó que lanzaba aviones de papel en el aula.

Retornó al séptimo curso hasta que acabaron las clases. En el crepúsculo estival, las chicas remoloneaban cerca de los bancos del Bronx Park South: judías, italianas de falda ceñida, chicas con pulseras en los tobillos, sus voces llenas del susurro de los nombres de los chicos, de las letras de las canciones, comentarios que Lee no siempre entendía. Le hablaban cuando pasaba junto a ellas, lo que le llevaba a sonreír interiormente.

Oh, una mujer que apestaba a cerveza, en el autobús que le conducía a su casa desde la playa. Lee nota en sus ojos el escozor cansino y salobre de un día de mar y sol.

—Mi hermana tenía demasiados hijos para dejarte con ella —dijo Marguerite—. Eso sin contar las peleas normales de la familia. De modo que cuando tenías dos años tuve que emplear a la señora Roach, en Pauline Street. Pero un día, al volver a casa, vi que te había azotado, cubriéndote las piernas de verdugones, y nos mudamos a Sherwood Forest Drive.

El calor entraba en el piso por las paredes y las ventanas, se colaba desde la azotea alquitranada. El domingo, los hombres llevaban pasteles en cajas blancas. En la confitería asesinaron a un italiano, le dispararon cinco veces y sus sesos salpicaron la pared próxima al expositor de tebeos. Los chicos del barrio entraron en la tienda atropelladamente para contemplar los vestigios de salpicaduras grisáceas. Su madre vendía medias en Manhattan.

Una mujer corriente, de unos cincuenta años, con gafas y vestido oscuro, le entregó una octavilla al pie de la escalera de la estación del metro. La octavilla decía: Salvemos a los Rosenberg. Lee intentó devolverla, pues supuso que tendría que pagarla, pero la mujer ya no estaba. Regresó andando a casa, oyendo una perezosa voz radiofónica que transmitía un partido. Amigos, hay muchos asientos vacíos. Venid a ver el resto de la primera parte y la segunda completa. Era domingo, el Día de la Madre, y dobló con sumo cuidado la octavilla y se la guardó en el bolsillo para leerla más tarde.

Existe un mundo dentro del mundo.

Tomó el metro hasta Inwood, y salió a la Sheepshead Bay. Allí vio hombres serios que se balanceaban bajo la luz cobriza. Vio orientales, mendigos, hombres que hablaban con Dios, seres que vivían día y noche en los trenes, heridos, con el pelo enmarañado, que dormían arropados en los asientos de mimbre. En una ocasión saltó los torniquetes. Viajó entre dos vagones, sujeto a la gruesa cadena. Notó en sus dientes la fricción de las ruedas. A veces iban rapidísimo. Le gustaba sentir que iban al límite. ¿Cómo sabemos que el maquinista no se ha vuelto loco? Los viajes le producían un extraño cosquilleo. Las ruedas despedían chispas blanquiazules, imponentes ráfagas de silbidos, al borde del descontrol. La gente se apiñaba, veía todas las formas en el libro de los rostros. Empujaban para entrar, se aferraban a las abrazaderas de porcelana. Él sólo viajaba por viajar. El ruido era potente y poseía una fuerza humana. La oscuridad tenía poder. Se situaba en la parte delantera del primer vagón, con las palmas de las manos apoyadas en el cristal. La vista de las vías era una forma de poder. Era secreto y poder. Las vías captaban cosas secretas. El ruido alcanzaba un furia que Lee localizaba en la mente, una satisfactoria oleada de cólera y dolor.

Nunca más en su corta vida, nunca en este mundo, volvería a sentir esa potencia interior que crecía hasta convertirse en un chillido agudo, esa secreta fuerza del alma en los túneles del subsuelo de Nueva York.