EN FORT WORTH

Vestía pantalones cortos como cualquier ama de casa norteamericana. Al principio creyó soñar mientras paseaba por la calle con las piernas al aire, con el pelo corto, y miraba escaparates. Veía cosas que en Rusia no podrías comprar aunque poseyeras riquezas ilimitadas, aunque el dinero no te cupiera en los armarios. Sabía que no llevaba suficiente tiempo en el mundo para hacer comparaciones, y que Rusia había sufrido espantosamente durante la guerra, pero resultaba imposible ver tantos muebles, tantos percheros y más percheros con ropa sin maravillarse.

Tenían muy poco dinero, casi nada. Pero a Marina le hacía feliz caminar por los pasillos del Safeway cercano a la casa de Robert. Los paquetes de alimentos congelados, los colores y la abundancia.

Una noche, cuando regresó de buscar trabajo durante todo el día, Lee se cabreó. Le dijo que se estaba convirtiendo en norteamericana en un tiempo récord.

Eran como personas de cualquier parte, personas que tienen una segunda oportunidad en la vida. Si se peleaban, sólo se debía a que en Estados Unidos él mostraba una naturaleza distinta y ése era el único modo en que podía amar.

Las luces de neón fueron todo un descubrimiento, esas luces de alegres colores en los escaparates y sobre las marquesinas de los cines.

Una noche pasaron frente a unos grandes almacenes, sólo habían salido a caminar, y Marina miró un televisor del escaparate y vio algo extraordinario, tan raro que tuvo que detenerse, fijar la vista y agarrarse a Lee. Era el mundo interior revelado. Se contemplaban embobados a sí mismos desde la pantalla del televisor. Marina salía en la tele. Lee salía en la tele, a su lado, con June en brazos. Marina los miró en carne y hueso y luego observó la pantalla. Vio que Lee sentaba a la niña en su hombro y vio a la gente que pasaba tras ellos. Se volvió para observar a la gente, para comprobar si eran los mismos que aparecían en la pantalla. Aunque tenían que ser los mismos, se sintió obligada a mirar. Jamás imaginó que pudiera ocurrir algo semejante. Caminó hasta salir de la pantalla y volvió a entrar. Contempló a Lee y a June al otro lado del escaparate y se volvió para verlos en la acera. Sus ojos saltaban de la pantalla a la acera. Volvió a salir de la imagen y a regresar. Quedaba aturdida cada vez que se veía retornar.

Lee se detuvo en la entrada de la casa de Robert y vio acercarse a su madre. Parecía más baja, más gruesa, con el pelo gris recogido en un moño. Trabajaba como enfermera sin título pero con práctica, y se presentó de uniforme, de punta en blanco, con gafas de montura oscura y el gorrito ladeado típico de las enfermeras. Era el uniforme oficial de la maternidad y semejaba el ángel del terror y los recuerdos que descendía desde los cielos. Marguerite lo abrazó llorando. Le cogió la cara con las manos y lo miró a los ojos. Buscó al hijo pródigo en el mentón afilado y la cabellera rala. Tanto amor y sufrimiento perturbaron a Lee. Un sangrante abismo de sentimientos. Lee experimentó pesar y compasión.

La madre le contó que estaba escribiendo un libro sobre su deserción.

Un día estaban viviendo con Robert y al siguiente con la madre de Lee. Él casi no pudo ni darse cuenta. Marguerite alquiló un apartamento en el que cabían todos, aunque ella tuviera que dormir en la sala. Fue como volver a crecer a su lado, con la cama en la sala, y una noche madre e hijo se quedaron despiertos hasta las tantas, después de que Marina y la pequeña se durmieran.

—A mí no me parece rusa.

—Madre, es rusa de la cabeza a los pies.

—Pues la encuentro hermosa.

—Te admira. Dice que la casa está muy limpia y ordenada. Dice que le gusta tu pelo sedoso. Pero nada de libros, madre.

—Fui a ver al presidente Kennedy. He investigado. Tengo un montón de atenuantes que explican tu deserción.

—Madre, no escribirás un libro.

—Es mi vida tal como me vi obligada a vivirla porque no sabía si estabas vivo o muerto. Lee, puedo escribir lo que me pertenece.

—Ella tiene parientes que correrían peligro.

—Así que correrían peligro. Y le has dado a una taquígrafa pública diez dólares para que pase a máquina las páginas de tu libro.

—Es otro tipo de libro.

—Trata de Rusia y de los males de ese sistema.

El Kolectivo es otro tipo de libro. Se refiere a las condiciones de vida y de trabajo. Cambiaré los nombres para proteger a las personas. Te aseguro que apreciamos que le hayas comprado ropa a la niña y que cocines, nos des de comer y todo eso.

—Entregaste a esa mujer los diez dólares que te di para que mecanografíe esas páginas.

—Madre, es un libro de observaciones. Debo dinero al Departamento de Estado por haberme traído. Robert pagó nuestros billetes de avión desde Nueva York. Sólo pretendo encontrar la forma de pagar mis deudas.

—Tengo derecho a escribir mi libro —insistió Marguerite—. Aunque en aquel momento el presidente estaba reunido, durante la tormenta de nieve hablé con figuras del gobierno que se comprometieron a investigar la cuestión.

—No es un libro, sino un artículo. He pasado las notas a máquina para convertirlas en un artículo. Son muchas páginas.

—¿Cuántas páginas pasó a máquina esa mujer?

—Diez. No tenía dinero para más.

—A dólar por página. Me parece un timo.

—Al abandonar Rusia saqué esas notas pegadas a mi piel.

—El otro día Marina vio conmigo una película de Gregory Peck y lo conocía.

—¿Y qué? Es famoso en todo el mundo.

—Tenemos que usar el diccionario para entendernos.

—Poco a poco aprenderá a desenvolverse.

—Creo que ella comprende más de lo que da a entender —opinó su madre.

Lee encontró trabajo como chapista; esclavitud, mugre, muchas horas y poca paga. Dejaron el apartamento de su madre y se trasladaron a una vivienda propia, a un minúsculo bungaló adosado, amueblado, frente a un aparcamiento para camiones y dársenas de carga y descarga. Era la entrada de expedición y recepción de una inmensa operación de Montgomery Ward. Marina iba a la tienda minorista. Caminaba por los pasillos. Le hacía comentarios a Lee sobre el refrigerado interior con hilo musical.

Todas las viviendas de su calle eran bungalós. Todos la llamaban Mercedes Street. En el contrato de alquiler decía Mercedes Street. En el mapa que Lee tenía de Fort Worth ponía Mercedes Street. Pero el letrero que colgaba del poste de la esquina decía Mercedes Avenue.

Lee se sentaba en los escalones de cemento de la entrada, junto a una yuca que aún debía crecer, y leía revistas rusas.

Su madre se presentó con una silla alta para la niña. Les llevó la vajilla. Lee le dijo que no quería la caridad de nadie. Marguerite apareció con un periquito en una jaula. Se trataba de la misma ave en la misma jaula que Lee le regalara en Nueva Orleans, en los tiempos en que trabajó como recadero.

Es la sombra de su vida anterior, que sigue apareciendo.

—Basta —le dijo a Marina—. Mantén la puerta cerrada.

—¿Cómo quieres que le haga eso a tu madre? Es amable con nosotros.

—Mantén la puerta cerrada o se nos echará encima. Impídele entrar por todos los medios. Viene con una cámara para hacerle fotos a nuestra hija.

—Es la abuela.

—Es la primera fase de la mudanza.

—Alek, sólo es una foto.

—Es su modo de insinuarse, de confabularse para instalarse en casa.

—No quieres que venga, pero al mismo tiempo siempre que puedes procuras aprovecharte de ella.

—Para eso están las madres.

—Eres cruel.

—Sólo era una broma. Deja de llamarme Alek. Ya no estamos en el país de Alek. Y June no es Junka. La gente pensará que no sabes los nombres de tu familia.

—Pues no parece una broma cuando le gritas.

—Aún no conoces el sentido del humor norteamericano. Nos hablamos así.

—Tu madre trabajó duro durante toda su vida.

—Te lo dijo con el diccionario. Mamuchka y tú.

—Lo sé, para mí es evidente.

—Lo que llamas evidente sólo es la mitad de la historia.

—¿Cuál es la otra mitad?

Lee le dio una bofetada. Un golpe con la palma que la hizo trastabillar hasta la cocina. Marina se quedó quieta, con la cabeza apoyada en el hombro izquierdo y una mano en alto como expresión de muda sorpresa.

Un hombre le habló desde el otro lado de la tela metálica de la puerta. Lee observó su rostro abotargado, que asomaba por encima de las credenciales que sostenía bajo el mentón: Freitag, Donald, FBI. Ojos oscuros y barba incipiente. Acordaron hablar en el coche del visitante.

En el vehículo había un segundo individuo, el agente Mooney. El agente Freitag se sentó delante, junto a Mooney. Lee se acomodó en el asiento trasero y dejó la portezuela abierta. Recordó que a los agentes del FBI les llamaban federales. Era la hora de la cena y hacía un calor sofocante.

—Simplemente queremos que nos hable de su estancia en la Unión Soviética —empezó el agente Freitag—. Y de su regreso, queremos saber si en algún momento alguien ha entrado en contacto con usted que nosotros debamos saber.

—De modo que si estoy enterado de algo estratégico, a ellos les gustaría saberlo.

—Ni más ni menos.

—Monto ventiladores, no se trata de una industria estratégica.

—Le sorprendería saber cuántas personas relacionan el apellido Oswald con las palabras renegado y traidor.

—Permítame manifestar que nunca abordé a funcionarios soviéticos ni les ofrecí voluntariamente información sobre mis experiencias mientras fui miembro de las fuerzas armadas.

—¿Por qué viajó a la Unión Soviética?

—No quiero revivir el pasado. Simplemente, fui.

—Es una respuesta corta.

—No estoy obligado a dar explicaciones.

—¿Es miembro del Partido Comunista de Estados Unidos?

—No.

El agente Mooney tomaba notas.

—¿Está dispuesto a hablar con nosotros conectado al detector de mentiras?

—No. ¿Quién le dijo dónde podía encontrarme?

—No fue difícil.

—¿Quién se lo dijo?

—Hablamos con su hermano.

—Y él les dijo dónde vivo.

—Así es —confirmó Freitag, satisfecho de sí mismo. Una hilera de gotas de sudor coronaban su labio superior.

—¿Me someterán a vigilancia?

—¿Qué diría si así fuera?

—En Rusia me vigilaron.

—Por lo que tengo entendido en Rusia vigilan a todo el mundo.

El agente Mooney rio quedamente al tiempo que ladeaba la cabeza.

—Mi esposa me espera con la cena servida —espetó Lee.

—¿Cómo consiguió sacar a su esposa? No basta con pedirlo para que la gente pueda salir.

—No hice ningún trato con ellos.

Analizaron varios temas. Freitag hizo una señal a su compañero, que guardó bloc y bolígrafo. Se produjo una pausa, un marcado cambio de actitud.

—Lo que básicamente nos preocupa es que, si se producen circunstancias sospechosas, nos informe de inmediato de cualquier contacto.

—Me está pidiendo que informe.

—Sólo le pedimos que coopere si aparecen individuos de tendencia marxista o comunista.

—Quiero que me diga si me están reclutando como informador.

—Sólo pedimos su colaboración.

—En el caso de que alguien intente contactar conmigo.

—Exactamente.

—Debo informar al FBI.

—Eso es.

Lee respondió que lo pensaría. Se apeó del coche y cerró la puerta. Miró la matrícula al pasar por detrás para cruzar la calle y dirigirse a su casa. Apuntó el número en su cuaderno, así como el nombre del agente Freitag. Buscó en la guía telefónica el número de la oficina del FBI en Fort Worth y lo apuntó bajo el nombre del agente y la matrícula del coche, simplemente para registrarlo, para acrecentar el historial.

Marina le avisó que la cena estaba servida.

Se sentó en un rincón de la amplia estancia y observó cómo hablaban y comían. Su conversación tenía un sonido ronzante. Rusos, estonios, lituanos, georgianos y armenios daban vueltas y escurrían el bulto. Era una velada con la colonia de emigrados, algunas de las veinte o treinta familias de la zona de Dallas-Fort Worth, angloparlantes, rusoparlantes, francófonas, que comparaban sin cesar orígenes y educación. La pequeña June estaba sentada en sus rodillas.

Marina siempre se ponía muy mona para asistir a esas reuniones La gente se apiñaba a su alrededor y la aguijoneaba para que diera noticias. Era una recién llegada, y algunos de ellos habían arribado hacía décadas, incluso treinta o cuarenta años atrás. Su ruso puro impresionó a la vieja guardia. Era una mujer menuda y frágil. En su imaginación ellos representaban a las soviéticas como lanzadoras de martillo, musculosos ejemplares de metro ochenta que trabajan en fábricas de ladrillos. Marina permanecía en pie, fumaba y bebía vino. Se vestía con la ropa que ellos le daban: vestidos, medias, zapatos cómodos. El libro cuyo mecanografiado Lee no podía pagar dormía en un armario dentro de un sobre impermeable y seguro, notas en trocitos de papel, en trozos de papel de estraza, y ellos le pagan el dentista y las medias. Todo se mide con dinero. Pasan la vida acumulando bienes materiales y lo llaman política.

Los vio estrecharse las manos y abrazarse. Se quejaron ante Marina de que Lee no los saludaba humanamente. Lo consideraban un espía soviético. Todo el que había regresado de Rusia y no compartía sus creencias era espía de los soviéticos. Ellos creían en los Cadillacs y los acondicionadores de aire.

Le regalaron camisas que Lee devolvió.

Algunos se dejaban caer de vez en cuando por su casa para llevar a Marina al dentista o al supermercado. Le enseñan a comprar. Esto es comida para bebés. Aquí tienes el queso suizo. Lee dejaba los libros de la biblioteca en una mesilla cercana a la puerta para que no tuvieran más remedio que verlos al entrar y salir. Había libros sobre Lenin y Trotski, así como el Militant y el Worker. Demuéstrales quién eres. No querían oír lo que él podía contar sobre Rusia a menos que fuera negativo. Sólo aceptaban lo malo.

George se acercó y se sentó a su lado. La única persona con quien Lee podía hablar era George de Mohrenschildt. Hombre alto, afectuoso y seguro, aficionado a conversar y con una voz que te rodea como un día calmo.

—Oye, Lee, prácticamente no me has hecho ningún comentario sobre Minsk.

—No es una ciudad interesante.

—Para mí lo es porque de pequeño vivía allí. En tiempos del zar, mi padre era mariscal de la nobleza de las provincias de Minsk. No creas que me aferro a esas tonterías. Pero formo parte de la nobleza báltica, característica que a alguna de mis esposas les chiflaba.

—A veces en Minsk teníamos que hacer cola para comprar verduras.

—¿Prefieres Texas?

—Yo no. Marina prefiere Texas.

—¿Quieres que te cuente cómo es Dallas? Es una ciudad que demuestra que Dios ha muerto realmente. Mira a esas personas, personas en verdad maravillosas, pero vienen por elección a este ambiente de derechas vacío y sórdido. La política municipal les resulta muy conveniente. Anticomunismo por aquí y anticomunismo por allá. Es verdad que algunos han sufrido de una manera espantosa. Sabes lo que opino sobre el marxismo. Sinceramente, la palabra marxismo me resulta muy aburrida. Me cuesta trabajo encontrar una palabra o un tema más aburrido que el marxismo. Sin embargo, tú y yo sabemos que la Unión Soviética existe. Lo aceptamos y aceptamos las realidades. Para la vieja guardia no hay tal sitio, no existe. No es más que un hueco en el mapa.

George era un cincuentón de pelo oscuro y pecho ancho, geólogo o ingeniero de petróleos, algo por el estilo. Al hablar con George, a Lee le gustaba pasar del inglés al ruso y viceversa. Era capaz de aceptar las bromas, las chanzas e incluso los consejos del otro. George te daba consejos sin hacerte sentir que tenías que agradecérselos por toda la eternidad.

—Marina dice que has escrito unas notas o algo sobre Minsk. No recuerdo exactamente qué dijo, me parece que mencionó impresiones de la ciudad.

—Todo lo que aprendí en la fábrica de radios más la estructura completa de su modo de trabajo y de vida.

Una mujer cogió en brazos a June y farfulló los mismos sonidos que emitían los parientes de Marina, balanceando a la pequeña y hablándole atropelladamente.

—Estoy aquí —prosiguió George—, miro a esa niña maravillosa y digo para mis adentros: lo siento mucho, pero es igualita a Jruschev. Es un Jruschev en miniatura, de cabezota redonda, calva, y ojillos almendrados.

—En lo que al aspecto se refiere, sí, prefiero a Kennedy.

—Admiro a Kennedy. Creo que es muy bueno para este país.

—En lo que al aspecto se refiere, Jacqueline.

—Y su esposa, Jacqueline, también. La conocí en Long Island cuando aún era una cría. Era realmente hermosa. Tengo entendido que este presidente es muy libertino. No es que lo considere un defecto, sería el último en afirmar semejante cosa. Te diré algo acerca de las mujeres: te aman por tus debilidades. Te aman precisamente por tus fallos. Y eso, amigo mío, crea problemas.

Lee volvió a encontrarse con la niña en sus brazos.

—Es muy importante lo que Kennedy hace por los derechos civiles —apuntó—. Tuvo un mal principio con el desastre de Bahía de Cochinos, pero creo que aprendió la lección.

—Ha cambiado.

—Vi cómo atletas norteamericanos negros alcanzaban la máxima gloria para su país y luego regresaron a casa.

—Para mí es una humillación encontrarme en una habitación en la que no hay un solo negro presente —comentó George.

—Y se encontraron con el odio ciego y la discriminación.

—Kennedy intenta introducir cambios. Va muy despacio, pero lo está haciendo. Me parece humillante no poder ser amigo de un negro sin sufrir las consecuencias entre mis amistades o en mi profesión. Vivo en University Park. Somos un término municipal. Si una familia negra intenta mudarse a nuestro barrio, el municipio compra la casa a un precio dos o tres veces superior al valor real. Y la familia desaparece como por arte de magia: si te he visto no me acuerdo.

—Allí hay muchos sentimientos contra Kennedy.

—Es nefasto. Las jóvenes matronas de Dallas cuentan los chistes más irritantes. Sus ojos se iluminan de una manera extrañísima. Para mí, está claro que les gustaría verlo muerto.

George atravesó la estancia para abrazar a una pareja de ancianos. Lee sonrió ante la escena. Observó a la gente que se paseaba por la estancia con un plato de comida en la mano. Un hombre ofreció a Marina un cigarrillo de una pitillera blanca y negra. Lee tenía una buena colección. Había escrito a una pequeña editorial de Nueva York solicitando, por veinticinco centavos, un folleto titulado Las enseñanzas de Leon Trotski. Le respondieron con una carta en la que decían que estaba agotado. Al menos le enviaron una respuesta. Guardaba esas cartas. La cuestión es que existen y están dispuestos a responder. Había iniciado una colección de documentos.

Marina jamás rechazaba un cigarrillo.

Pensaba escribir al Partido Socialista de los Trabajadores para pedir información sobre sus fines y programa. Trotski es la forma pura. Resultaba satisfactorio solicitar y recibir por correo material tan desconocido. Era una vía de comunicación con almas solidarias, secreto y poder. Le daba perspectivas más allá de la vida en el bungaló y la empresa de soldaduras.

Es el tipo de mujer que no rechaza nada. Le entusiasma que le regalen cosas. Te acepta cigarrillos, dinero, sujetapapeles, sellos, lo que quieras darle. Se trata de una mujer que resplandece ante el regalo más nimio.

Trotski se apellidaba Bronstein.

Un bungaló adosado en una calle sin pavimentar. Dormía junto a su Junie y en medio de la noche la abanicaba con una revista.

A su regreso, George hizo algo extraño: movió la silla y se sentó frente a Lee, de espaldas a la estancia. Llevaba un pañuelo que asomaba en punta por el bolsillo de la chaqueta. Su corbata era marrón.

—Lo que te decía es que me muestres tus notas, estén como estén, porque tratan de Minsk y me interesan.

—También hablo del sistema, de que el sistema corrompe el sentido general de las ideas históricas.

—Muy bien, fantástico, tienes que dejármelas.

—No están mecanografiadas —reconoció Lee.

—¿Mecanografiadas? Ya me ocuparé de que las pasen a máquina. Por favor, no te preocupes por eso.

—Se titulan El Kolectivo. Investigué a fondo. Leí publicaciones y analicé toda la economía.

—¿Tienes algo más? Me gustaría ver todo lo que hayas escrito en esa época. Observaciones inocentes, la ropa que usa la gente, muéstramelo todo.

—¿Por qué le interesa?

—Está bien, te lo diré. En realidad, es muy simple. En los últimos años me han abordado varias veces para que hable sobre mis viajes al extranjero. Es algo rutinario. En síntesis, señor De Mohrenschildt, estuvo aquí y allá y nos gustaría saber qué vio, con quién se reunió, cuál es el trazado de la fábrica que visitó, etcétera. Es información de rutina y todos los años miles de viajeros dicen está bien, esto es lo que vi. Se la conoce como División de Contactos Interiores, y hay un hombre de la CIA que me pidió que hablara contigo sin levantar la liebre, en términos amistosos. Y eso es lo que estoy haciendo. Es un buen tipo, un sujeto sensato. Siempre salgo de viaje, siempre regreso, y a mi vuelta encuentro en la puerta de casa al señor Collings y mantenemos una charla amistosa, copa en mano. He escrito comentarios sobre mis viajes, que le entrego voluntariamente, y, Lee, también he entregado cosas al Departamento de Estado porque según mi filosofía debo aceptar, digamos, el colorido del lugar donde vivo y me gano la vida en determinado momento. Para mí, un país es como un negocio. Paso de uno a otro según se presentan las oportunidades. En Yugoslavia aprenderé croata. Aprenderé francés dialectal tal como lo hablan los haitianos. Así sobrevive alguien que ha pasado por una revolución, una guerra mundial y unas cuantas vicisitudes más. Siempre estoy dispuesto a cooperar. Acepto el colorido. Es mi modo de hacerles saber que no soy el enemigo. Un gesto necesario. No estoy en el mercado para que me persigan. En síntesis: éste es mi itinerario, aquí están mis notas y mis impresiones. Tomemos una copa y seamos amigos.

—No está acabado de mecanografiar.

—Por favor, sabes perfectamente que tengo una empresa consultora en la que hay papel, bolígrafos y hasta una mecanógrafa. Te daré una copia, por supuesto, así como las notas originales.

—También entregará una copia al señor Collings.

—Por descontado. Acopian información y la analizan. La cooperación puede resultar útil a cualquier persona en tu situación. Hablemos claro, estás viviendo en la estrechez. Si yo soy una especie de señor Collings y percibo el afán de cooperar en un individuo capaz de apreciar y extraerle el jugo a un trabajo mejor pagado, me siento propenso a hacer una llamada telefónica. Ocurre constantemente.

Lee balanceó a la niña en sus rodillas para calmarla.

—George, ocurre que me gustaría publicar El Kolectivo.

—Te aconsejo que no lo hagas. Diría que no, que no es éste el momento idóneo para ti. Analicemos el trabajo y luego hablemos de su publicación. Te garantizo que, pase lo que pase, serás recompensado. Esas gentes tienen mil vías y llegan a todos los confines del universo. Resulta realmente asombroso. ¿Sabes cómo volviste a entrar en este país? Cuando alguien deserta se incluye su nombre en la lista de vigilancia del FBI. En esos casos preparan una tarjeta de búsqueda. Pero te devolvieron el pasaporte y dejaron entrar a Marina. Te concedieron un préstamo y te permitieron regresar.

—No dejaron de vigilarme.

—Aún te vigilan porque eres un individuo interesante. Estoy seguro de que les encantaría conocer los contactos que estableciste en la Unión Soviética. Tú y yo tendremos una animada charla en privado, en un sitio donde la pequeña no pueda oírnos.

George sonrió. Ambos rieron.

Primero Freitag y su compañero, y ahora el mentado Collings. Se apiñaban a su alrededor como hormigas en una cáscara de melón.

Lee contempló a Marina. Permanecía en pie con los hombros hundidos y escuchaba con atención a alguien. Incluso en medio del calor y del humo se la veía impecable y fresca. Deseó decirle: Nunca me ames por mis debilidades. Jamás cargues con mis culpas. No pienses que eres la responsable cuando el que falla soy yo. Siempre soy yo el que falla.

La golpeó en un lado de la cabeza y ella amenazó con devolverle el golpe. Lee se sentó y abrió una revista. Ella se dio cuenta de que pasaba las páginas sin mirar. Buscó algo que arrojarle. Cogió una hoja de papel, hizo una bola con ella y se la lanzó. Le alcanzó en el brazo, pero Lee no reaccionó. Marina se sentó a la mesa y comió parte de la cena, sin dejar de mirarlo. Quería que se sintiera incómodo, que le resultara difícil leer. Se sintió ridícula después de haberle arrojado un papel.

—Nada de cigarrillos —ordenó Lee—. No quiero que fumes. Y es definitivo, para siempre.

—A veces me agrada fumar.

—No es bueno para la niña. Es malo, malísimo. ¿Puedes llenar de agua la bañera? Parece que es mucho pedir que al volver a casa, después de una jornada de ruido y sudor, me encuentre con la bañera llena.

—No fumo mucho. Me parece que es una cantidad razonable.

—Perezosa, eres una perezosa.

—Preparo la cena. Friego el suelo de rodillas.

Yo friego de rodillas —puntualizó Lee.

Arrojó la revista, que chocó violentamente contra la pared. La pequeña se echó a llorar. Lee se levantó y se acercó a Marina.

Yo friego de rodillas —repitió.

Le asestó un bofetón. Marina permaneció en la silla, con restos de comida en el plato.

Yo friego de rodillas.

La mujer se cubrió la cara. Lee volvió a golpearla. Luego regresó a su asiento y cogió un libro. Marina llevó el plato con sobras al fregadero y lo dejó en el pequeño cubo sin vaciarlo. Lo dejó allí para que él lo limpiara. Y lo haría. Después de una pelea quedaban restos que Lee siempre limpiaba.

—Le hablas a esos rusos de nuestro modo de vida, nuestro modo de hacer el amor, nuestras vidas privadas.

—Así se comunican los amigos —respondió Marina.

—Para ti todo es público.

—Confío en que los amigos comprenden cómo son las cosas. ¿Con quién más puedo hablar? Necesito a esos amigos.

—No hace falta que les cuentes nuestra vida privada. No quiero que vengan aquí, no los dejes entrar.

—Debo impedir la entrada a tu madre. Debo impedir la entrada a mis amigos.

—Mi propio hermano habló con el FBI.

—No es un secreto para nadie el lugar donde vivimos. ¿Qué les dijo? La gente sabe dónde vivimos. No podemos ocultar que vivimos aquí.

Lee se puso a leer. Marina abrió el grifo y miró el agua que se escapaba en el sumidero. La pequeña lloraba.

—Te gusta el alcohol —le recriminó Lee, sin dirigirse realmente a ella.

—Enséñame inglés.

—Esperas a que vuelvan a llenarte la copa.

—Nunca te quise. Me compadecí de un extranjero.

—Y entretanto, cigarrillos.

—Le cuento a mis amigos cómo me pegas. No es que golpees fuerte, sino que tengo la piel muy sensible. Por eso ven los morados.

Marina estaba en pie ante el fregadero, de espaldas a la sala. Lo oyó levantarse y acercarse. Cogió una esponja y se puso a limpiar los bordes del fregadero. Lee le pegó en la mejilla. Se quedó inmóvil unos segundos, pensando si bastaría con esa bofetada. Luego volvió a su sitio y Marina mojó la esponja y fregó una mancha de la encimera.

Enfrente estaban descargando. Marina oyó los motores de los camiones, voces masculinas. Comió otro bocado de las sobras y limpió el alféizar de detrás del fregadero.

—Les repito que se ocupa de mi bienestar. Da golpes muy suaves. Pero tengo una piel muy sensible que se amorata fácilmente.

Lee se acercó y le aporreó los dos brazos. Marina cerró el grifo. Él siguió golpeándole los brazos con las manos abiertas.

—Les repito que él no tiene la culpa de que me cubra tan fácilmente de morados.

Marina se tapó la cabeza con las manos a modo de protección. Lee le iba golpeando los brazos como si se tratara de un juego infantil. Le pegaba rítmicamente, primero con la derecha y después con la izquierda. Se movía callada, acompasadamente a sus espaldas y respiraba por la nariz. Marina percibió su esfuerzo de concentración.

Permaneció acostada a oscuras mientras pensaba en el papel que había arrugado y lanzado. Era la séptima lección. Un anciano de la colonia rusa le enviaba hojas por correo para que mejorara su inglés. En la parte superior de la primera página, el viejo escribió en ruso, con unas letras muy grandes: Me llamo Marina. Esperaba que ella lo escribiera debajo en inglés. Segunda lección: Vivo en Fort Worth. Tercera lección: Los martes hacemos la compra. Cada lección ocupaba una página. Marina le enviaba el trabajo terminado, él lo corregía y se lo devolvía por correo, junto con las nuevas lecciones. La séptima lección estaba arrugada y el anciano se preguntaría qué había ocurrido.

Lee salió del baño y se acostó. Marina notó que se deslizaba entre las sábanas con cuidado de no molestarla en el caso de que estuviera dormida. Obviamente, le daba la espalda.

Volvió a pensar en Holanda. Era algo reciente, surgido de la nada, ese pensar en Holanda, en su viaje en tren a través de Europa y en la sorpresa que experimentó al ver los pueblos holandeses y oír el repique de las campanas de las iglesias. Es el país más limpio del mundo, inenarrablemente limpio, con casas cómodas, calles impecables y, en los prados, cercas absolutamente rectas.

No quería que su pequeña se amamantara con una leche nerviosa.

Pensó que llevarían una vida ordinaria en todos los sentidos. Simples momentos que se acumularían. Tenían cicatrices a juego en el brazo, lo que significaba que el destino los había marcado para que se conocieran y se enamoraran.

Pensó en recorrer los pasillos de Montgomery Ward. Dejaba el calor para internarse en un mundo de hilo musical y suaves tañidos de campana. Los suelos estaban pulidos. Los corredores eran larguísimos, bordeados de expositores de cosméticos y mostradores repletos de bolsos brillantes, por no mencionar los vestidos expuestos en otras salas. Percibía todo tipo de fragancias.

Lee deseaba asistir a la universidad por la noche y cursar estudios de política y economía, pero se interfería la necesidad de ganar el sustento.

Marina lo veía lejano incluso cuando la golpeaba. Lee nunca estaba presente de cuerpo entero.

Mamuchka le regaló unos modestos pantalones cortos, plisados, de grandes bolsillos. Ahí existía una diferencia de pareceres.

Sabía que Lee intentaba averiguar si ella aún no dormía. Estaba a punto de decir algo o de acercarse para tocarla. Probablemente la tocaría, se incorporaría sobre el codo y le tocaría la cadera con la mano suavemente curvada. En la oscuridad, Marina percibió su deseo como una corriente de aire. Estaba realmente presente. Lee aguardaba, pensando si sería el momento oportuno. Era su propia esposa y tenía que pensárselo.

Marina volvió a pensar en Holanda.

Recordó el desembarco en Nueva York. La noche en un hotel en medio de cataratas de neón, de ríos y lagos de neón.

Es alguien a quien ves desde lejos.

Aromas. Y los suelos extraordinariamente limpios. Se detuvo en un sector con televisores apilados a diestra y siniestra. Vio la tele durante media mañana, cinco programas distintos y simultáneos. Deambuló por los pasillos. Se estaba fresco y tranquilo. Nadie te dirigía la palabra a menos que hicieras una pregunta o compraras algo y Marina carecía de medios para hacer tanto lo uno como lo otro.

Lee salió a comprar alimentos, y ella se quedó sola con la niña en un viejo hotel de Nueva York; cogió una toallita húmeda y quitó el polvo de las persianas venecianas.

Presintió que él iba a tocarla, estaba a punto de tomar la decisión de tocarla después de la paliza y de todo lo que se habían dicho.

Aunque el destino los había unido, Marina no sabía a ciencia cierta quién era en realidad su marido. No estaba segura a pesar de que compartían el cuarto de baño. Cuando hacían el amor no sabía quién era él.

Cuando Marina supiera inglés, él se volvería menos distante. Era la pura verdad.

Los martes hacemos la compra.

Cuando hacían el amor, lo hacían con ternura, llenos de sincera piedad.

En una pared próxima al bungaló ven un cartel fijado de mala manera.

EL VATICANO ES LA PROSTITUTA DE LA REVELACIÓN.

Lee lo traduce para Marina.

Marguerite estaba tranquila. Se encontraba ante la tabla de planchar, ocupada en dejar impecable la blusa del uniforme. Planchaba de cara a la sala, amueblada con un sofá coronado por una montaña de alegres cojines, dos cómodos sillones, un escritorio, el televisor y un soporte decorativo con una maceta alargada de la que colgaba la hiedra. Planchaba el uniforme siempre que podía, y lo mantenía almidonado y níveo. Trabajaba en casa de otras gentes, de palabra, en algunos de los mejores hogares de Fort Worth, donde se encargaba de los hijos de los ricos.

Le comenté a la mujer que faltan dos semanas para el cumpleaños de Lee y que no tiene mono de trabajo, así que preguntó: «Señora Oswald, ¿qué talla tiene?». Le respondí que más o menos la misma que su marido. Sacó la ropa de trabajo descartada por su marido, varios pantalones en lamentable estado, y quiso que le pagara diez dólares. Vaya mujer, sabe que me gano la vida a duras penas, sabe que son un joven matrimonio que empieza a vivir en un nuevo país. Esto es lo que significa ser rico en Fort Worth, querer que una enfermera te pague la ropa de segunda mano. Hoy estoy tranquila, señoría, pero todo esto perdura en mi mente, es otro caso de una situación turbulenta. Desde el primer momento en que le miré a los ojos vi a otro muchacho. Fue como preguntar: ¿qué le han hecho allá a mi chico? Su piel ya no era clara y tersa, como antes. Su cara estaba tensa, un matiz de arena que pasa a un matiz gris ceniza. Su pelo estaba ensortijado de manera incomprensible. Se le caía, él mismo lo dijo, de una melena completa a tan rala en la frente que casi se le veía el cuero cabelludo. Robert y yo le hicimos inclinar la cabeza para mirarle la coronilla a la luz, señor juez, en esta familia los hombres siempre han tenido una buena melena, y él aún es un chiquillo. Dijo que es a causa del frío de Rusia. Pensé para mis adentros que se debía a los tratamientos de choque. Ésta es mi conclusión, después de que fuera agente de nuestro gobierno y estuviera perdido un año. Hay muchas explicaciones si recordamos el incidente ocurrido cuando mirábamos la tele en mi apartamento de West Seventh Street, después de que ella volviera con unas enaguas de cancán y unas medias que Lee le compró con los pocos dólares que le dimos Robert y yo. Estábamos viendo la tele y ella me dijo: «Mamá, es Gregory Peck». Miré la película y ahí estaba Gregory Peck montado a caballo. Vayamos a mis sospechas, ¿qué sabe una extranjera sobre las estrellas de cine? Sinceramente, creo que es algo que conviene analizar. Reconozco que no he viajado por el extranjero, pero cuando pienso en Minsk y en el frío glacial me pregunto: ¿en qué lugar de esa ciudad están las revistas sobre cine? ¿Dónde están la salas en las que muestran nuestro Oeste? Soy una persona que se sumerge de lleno en las cosas y este incidente muestra las características de lo que intento expresar. ¿Quién es esa chica y qué hace aquí? ¿La han entrenado para que se dé cuenta de más cosas de las que demuestra? Intento preguntarle a Lee si es feliz, si ella lleva correctamente la casa, porque tienen un montón de amigos rusos que se han asentado, con coches y casas, y que han intervenido públicamente. No quieren permitir que esta rusa se arregle sola. Se imaginó cómo era Estados Unidos y esa gente está decidida a no desilusionarla. Hoy me lo tomo con calma, pero soy la que le compró los pantalones cortos un poco más largos. El Señor me llamaría mentirosa si afirmara que dejé de llevarles cosas después de que él me dijera se acabó, pero sólo fueron los pantalones cortos y el periquito. Llevé el periquito para dar un toque de color, ya que era verde brillante, para animar ese hogar en un nuevo país.

Él liberó al periquito. Abrió la jaula y lo dejó marchar. Señor juez, era un chico que adoraba los animales.

Con los pantalones cortos la respuesta fue: «No, mamá, mí no quiere». Le dije: «Marina, eres una mujer casada y lo correcto es que lleves unos pantalones cortos algo más largos que los que usan las más jóvenes». Replicó: «No, mamá, no bueno». Sostengo firmemente que esa chica no era hogareña. Y el hombre trabajaba. Vi con mis propios ojos que ese hombre volvía a casa y no tenía la cena lista. Ese matrimonio no cuenta con una criada que le prepare la cena al hombre que trabaja. Somos una familia que se ha esforzado por mantenerse unida. Su papá cobró primas de seguros hasta que cayó fulminado en el jardín, cuando cortaba el césped en medio de un calor asfixiante. Desde entonces hemos sido Marguerite y Lee.

La familia espera que seas una cosa cuando en realidad eres otra. Te deforma. Tienes un hermano con un buen trabajo, una esposa simpática e hijos agradables, y todos quieren que seas una persona a la que puedan reconocer. Tienes una madre de uniforme blanco que te sujeta de los brazos y llora. Estás atrapado en sus mentes. Te moldean y cincelan. Tienes que irte para verte a ti mismo con claridad.

Era domingo, y estaba en el vestíbulo vacío del Republic National Bank Building de Dallas. Mármol castaño por todas partes. Esperaba a De Mohrenschildt. Era la segunda vez que se reunía con George. Llevaba una camisa blanca y los pantalones de confección de tela tosca que había comprado en la tienda estatal de Minsk.

George apareció con un manojo de llaves. Las agitó a modo de saludo y caminó hacia los ascensores. Subieron hasta el piso dieciséis y recorrieron pasillos desiertos. La atmósfera estaba cargada y densa, con olor a moqueta, a mala ventilación. George vestía pantalones cortos de jugar al tenis y una camisa con el emblema de un caimán. Tenía un amplio despacho con varios diplomas colgados de la pared.

—Has estado leyendo historias sobre ese general tocado del ala.

—Conozco su existencia desde que estaba en Rusia —replicó Lee.

—Ahora se ha liado con Cuba. Siéntate. Tengo tus notas.

—Sólo refleja las opiniones de lo que piensa la mayoría. Walker representa lo que dice y hace la Norteamérica blanca.

—Existen misiles preparados para aniquilarnos y basta abrir el periódico para ver a ese hombre.

—Es Mississippi, es Cuba, dondequiera que se le presenta la oportunidad.

—Se está metiendo con Cuba. Se lanzará de cabeza sobre Cuba. Ya lo veremos.

—Preguntan por mi correspondencia —dijo Lee.

—¿A qué te refieres?

—Un inspector de correos habló con el casero sobre el tipo de correspondencia que recibo.

—¿Qué tipo de correspondencia?

—Cosas que algunos considerarían subversivas.

—¿Por qué lees ese material? Es realmente aburrido. Me lo sé de memoria sin necesidad de leer una sola palabra. Es la definición misma del aburrimiento.

—Me asedian desde diversos ángulos —añadió Lee, y soltó una ronca carcajada nasal.

George le entregó una copia del texto mecanografiado. Le devolvió el manuscrito original, fragmentos de páginas, notas azarosas, notas autobiográficas, notas para discursos.

—Lee, no me siento nada decepcionado. Es un buen trabajo, sobre todo el ensayo principal. Creo que sin duda tienes posibilidades de trasladarte a Dallas para realizar un nuevo trabajo, algo más conveniente. Vendrás a mi casa. Estarás cerca, para que resulte fácil visitarte. Te diré algo muy interesante sobre la casa en la que vivo: está a menos de tres kilómetros de la vivienda del general Walker.

George le apuntó con el índice y levantó el pulgar.

Se abrió la puerta y entró un hombre alto con el pelo canoso muy corto. Estaba muy bronceado, vestía traje marrón con camisa azul y tenía que ser Marion Collings. George los presentó. Collings poseía una figura estilizada, la delgadez y el buen estado físico de un hombre mayor que quiere hacerte saber que está decidido a vivir más que tú.

George se retiró.

—El ensayo que ha escrito es impresionante, muy minucioso —empezó Collings—. Le agradezco que nos haya permitido leerlo. Captó cosas que normalmente sólo percibe un observador cualificado. Muchos datos interesantes sobre la fábrica de radios y los obreros. Un trabajo bien organizado, con una comprensión profunda de la interacción social. Diría que no podíamos haber empezado mejor. Contamos con un sólido punto de partida.

—Le dije a George casi todo lo que recordaba y que no incluí en El Kolectivo.

—Sí, George y yo hemos tenido una charla a fondo. Pero diría que la principal omisión es profundamente reveladora.

—¿A qué se refiere?

—Lee, si me lo permite, es realmente inconcebible que permaneciera más de dos años y medio en la Unión Soviética como desertor y no tuviese ningún contacto con el KGB.

—Tuve una entrevista con Asuntos Internos, MVD, a fin de conseguir el permiso definitivo para salir del país.

—¿Quién autorizó su entrada? Solicitó un visado en Helsinki y se lo dieron en dos días. Por lo general tarda una semana. Casualmente sabemos que, en aquella época, el cónsul soviético en Helsinki era agente del KGB.

—Quizás ustedes lo supieran, pero yo no. Están por todas partes. Pero eso no significa que negociara con ellos. Me fui para buscar una vida mejor.

—Lee, si me lo permite, le diré que en cuanto supimos que quería dejar el país, le allanamos el camino. Es usted una persona interesante. Ha vivido mucho tiempo en el corazón de la URSS. Nos gustaría relacionarnos con usted. Somos muy pragmáticos. No nos preocupa qué tipo de tratos hizo con el Segundo Directorio Central. Tuvo un idilio y rompió la relación. De acuerdo, ocurre todos los días. Lo único que queremos es que nos proporcione algunos detalles. No somos del FBI. No buscamos venganza, ni detenerlo y juzgarlo. Sólo pretendemos relacionarnos con usted. Un toma y daca, ¿entiende?

—¿Me vigila el FBI?

—No lo sé —respondió Collings—. ¿Cómo quiere que sepa semejante cosa? —Fue como si le preguntaran el punto de fusión del titanio—. Escúcheme, es muy sencillo. Sólo queremos saber cómo lo trataron. A quiénes vio, dónde y qué dijeron. No es preciso que sea ahora mismo. Hemos esperado deliberadamente varias semanas para entrar en contacto con usted. Nos desagrada atosigarlo. Comprendemos la deserción, el desencanto, las presiones mentales. Sus escritos demuestran que sabe con exactitud el tipo de material que merece la pena consignar. Entiéndame bien, no pedimos confesiones ni disculpas. No es nuestro estilo. —Se apoyó en el borde del escritorio de George—. Todo dato es inocente hasta que le interesa a alguien, momento en que se convierte en información. Estamos en un edificio de cuarenta plantas cuyo exterior es de aluminio ligero y repujado. ¿Qué pasa con esto? Datos tan aburridos pueden resultar muy significativos para determinados individuos en un momento dado. Un viejo que come un melocotón es información si corre el mes de agosto, ocurre en Ucrania y usted es un turista con la cámara fotográfica a cuestas. Dicho sea de paso, cuando quiera puedo conseguirle una Minox. Aún queda un espacio para la información humana. George, sin ir más lejos. George nos proporciona material que analizamos rápidamente y entregamos a otros organismos.

Lee se mantenía impertérrito.

—¿Puedo llamarle Lee?

—Bueno.

—Lee, no tiene el diploma de instituto, sino un simple título de equivalencia. No tiene título universitario. Tiene una licencia deshonrosa. Ha pasado casi tres años en la URSS, lo cual significa un vacío en su historial laboral o tres años en la URSS. Elija lo que prefiera. Ahora bien, me bastará con hacer una llamada telefónica para que tenga un puesto en una empresa de Dallas que hace trabajos muy interesantes, tareas confidenciales, donde empezará desde abajo pero tendrá posibilidades de aprender un oficio con futuro.

Marion Collings se apoyaba en el escritorio, bien bronceado, sincera y correctamente bronceado, tan esbelto y en forma que podía chasquear los dedos y hacer caer al suelo cualquiera de los cuadros que colgaban de la pared.

—Le garantizo que se trata de un trabajo para el que se encuentra usted preparado y que podrá empezar en cuestión de días. Muy bien, dígame qué quiere hacer.

Minox es la cámara espía famosa en todo el mundo. Hidell ha visto esa marca en varios libros.

Caminó por el centro vacío de Dallas, en un domingo vacío en medio del calor y la luz. Sintió la soledad que siempre le desagradaba reconocer, un aislamiento más vasto que Rusia, sueños más extraños, un resplandor blanco y mortecino que escuece. Deseaba comportarse con una clara percepción de su papel, hacer por una vez una jugada que no fuera frustrante. Avanzó entre las sombras de las torres de las agencias de seguros y de los edificios de los bancos. Pensó que el único modo de poner fin al aislamiento consistía en llegar al extremo en el que ya no estaba separado de las auténticas luchas que lo rodeaban. El nombre que damos a esa encrucijada es historia.