EN NUEVA ORLEANS

Un compañero de clase, Robert Sproul, lo observó al cruzar la calle. Llevaba los libros colgados del hombro, atados con un cinturón de tela verde y hebilla de bronce: infantes de marina. Tenía la camisa rasgada a lo largo de una costura. Vio manchas de sangre en la comisura de los labios y un moretón verdoso en la mejilla. Sorteó los coches y paso junto a Robert, que corrió a su lado y lo miró con persistencia en espera de algún comentario.

Caminaron por North Rampart, en el límite del Quarter, donde aún se alzaban unas pocas casas de balcones con barandillas de hierro forjado en medio de las fábricas de metal laminado y los solares de aparcamiento.

—¿No vas a contarme qué ha pasado?

—No lo sé. ¿Qué ha pasado?

—Nada, que te sale sangre de la boca.

—No me han hecho daño.

—Basta de bravuconadas. Lee, eres mi héroe.

—Sigamos andando.

—Te han hecho sangrar. Parece que te hayan restregado enérgicamente la cara.

—Creen que hablo de una manera muy rara.

—¿Y por eso te han pegado? ¿Qué tiene de raro tu modo de hablar?

—Dicen que hablo como un yanqui.

Parecía sonreír. Era típico de Lee sonreír cuando no venía al caso, suponiendo que fuera una sonrisa y no un tic de bizco o algo así. Resultaba imposible saberlo.

—Vayamos a mi casa —propuso Robert—. Tenemos once tipos distintos de antisépticos.

A los quince años, Robert Sproul parecía un universitario en miniatura. Vestía zapatillas blancas, pantalón caqui y camisa de cuello abierto. Era la segunda vez que se encontraba con Lee en la calle después de que a éste le dieran una paliza. Unos muchachos le habían atizado en la terminal del transbordador por viajar con los negros en la parte trasera de un autobús. Lee se negó a explicar si lo había hecho por ignorancia o por principios. Era característico de él hacerse el mártir y dejar que le tomaran por tonto, o exactamente lo contrario, siempre y cuando supiera la verdad y tú la ignoraras. Robert pensó que, en realidad, había indicios de graznidos norteños en el modo de hablar de Lee, pero no se le podía culpar por ello, sobre todo si uno estaba al corriente de su vida itinerante.

Pasaba muchas horas en la biblioteca. Primero acudió a la sucursal situada frente a la Escuela Secundaria Warren Easton. Se trataba de un edificio de dos pisos, con una librería para ciegos en la planta baja y arriba una sala de lectura normal. Se sentaba en el suelo con las piernas cruzadas y durante horas estudiaba los títulos. Buscaba libros más avanzados que los textos escolares, libros que lo distanciaran de sus compañeros de curso, que cerraran el mundo a su alrededor. Tenían clases de educación cívica y de economía doméstica. Lee quería temas e ideas de alcance histórico, ideas que conmovieran su vida, su verdadera vida, el remolino de tiempo que se agitaba en su interior. Había leído panfletos y visto fotos en Life. Hombres con gorras y chaquetas gastadas. Mujeres gruesas con la cabeza cubierta por un pañuelo. El pueblo ruso, el otro mundo, el secreto que abarca la sexta parte de la superficie terrestre.

La sucursal se le quedó pequeña y empezó a ir a la biblioteca principal de Lee Circle. Columnas corintias, ventanas altas y arqueadas, una hilera de cuatro bibliotecarias ante el mostrador, a la derecha de la entrada. Tomaba asiento en la sala de lectura semicircular. Allí había todo tipo de personas, distintas clases sociales, modales y formas de leer. Viejos con la cara pegada a la página, medio dormidos, metidos allí para escapar del mundo exterior. Viejos que cruzaban la sala, hombres con migas de pan en los bolsillos, extranjeros, cojos.

En el catálogo encontró nombres que le hicieron detenerse con un extraño entusiasmo contenido. Nombres que parecían susurros oídos durante años, hombres de la historia y de la revolución. Buscó los libros que ellos escribieron y los que sobre ellos se escribieron. Libros con los bordes gastados, libros cuyos títulos se habían borrado de los lomos, perdidos en el tiempo. Allí estaba Das Kapital, tres volúmenes de lomos combados y páginas desteñidas, subrayadas con letra obsesiva. Encontró fórmulas matemáticas, teorías radicales sobre el capital y la mano de obra asalariada. Descubrió El manifiesto comunista. Estaba en alemán y en inglés. Marx y Engels. El proletariado, la lucha de clases, la explotación de la mano de obra asalariada. Había biografías y densas historias. Se enteró de que, durante el exilio, Trotski vivió en una zona obrera del Bronx, no lejos de los sitios donde Lee viviera con su madre.

Trotski en el Bronx. Y Trotski no era su verdadero apellido. Y el apellido de Lenin tampoco era Lenin. Stalin se apellidaba Yugachvili. Nombres históricos, pseudónimos, nombres de guerra, nombres de partido, nombres revolucionarios. Esos hombres vivieron aislados durante largos períodos, al borde de la muerte durante largos inviernos en el exilio o la cárcel, palpando la historia, aguardando el momento en que superaría las cuatro paredes y los arrastraría. La historia era una fuerza para esos hombres, una presencia. La percibían y la esperaban.

Los libros eran la lucha. Tuvo que combatir para extraer el sentido esencial de lo que leía. Los libros eran expresión de la lucha. Hubo luchas para escribirlos, para vivir. A Lee le parecía adecuado que, a menudo, esos textos inflexibles fueran masas de densa teoría. Cuanto más difíciles eran los libros, con mayor firmeza establecía la distancia entre sí mismo y los demás.

Encontró suficientes elementos que pudo comprender. Vio a los capitalistas y a las masas. Estaban ahí, a su alrededor, día tras día.

Marguerite tostaba harina en una cacerola de fondo grueso. Se miraban mientras comían. Ella siempre estaba presente, con las manos atareadas y los ojos encendidos tras las gafas de montura oscura. Lee podía ver la tensión y el envejecimiento de su rostro, la piel estirada en la línea del nacimiento del pelo, y sentía una mezcla de compasión y desdén. Veían la tele en la habitación contigua. De la pared colgaban cestas de mimbre en miniatura. El cabello de Marguerite raleaba y se le veía el cuero cabelludo.

—Lillian asegura que te malcrío, que crees que me dominas.

—Soy tu hijo, y tienes que hacer lo que yo quiero.

—Lo admito, aunque no debería decirlo, pero tus hermanos fueron una carga para mí. Exigían una atención que humanamente no era posible darles. En este punto interviene el elemento humano. Cuando recuerdo todas las tragedias… Tu papá sintió un dolor en el brazo mientras cortaba el césped y a continuación cayó muerto.

—Ahora se han alistado para escapar de ti.

—Cada vez que pienso en ser una de esas abuelas a las que se niega el cariño… Los lunes comíamos judías rojas y arroz. Te llevaba a pasear por Godchaux’s en cochecito.

Hasta donde la memoria de Lee alcanzaba a recordar, habían compartido siempre espacios minúsculos. Era el recuerdo básico de los Oswald. Podía oler el aire por donde se movía su madre, oler su ropa colgada detrás de una puerta, una fragancia tropical a corsés y agua de colonia. Entraba en el baño inundado del hedor de Marguerite. La oía mascullar en sueños, apretando los dientes de su calavera. Sabía lo que iba a decir, veía sus gestos con anticipación.

—Tengo derecho a algo mejor.

—Y yo. Yo soy el que tiene derechos —insistió Lee.

Le ayudó a colgar los estantes semicirculares. Encontraría una célula comunista y se afiliaría. Era una ciudad con cien clases de extranjeros, ideas e influencias. Algunas personas publicaban anuncios en la prensa para pedir favores a un santo patrón. Había personas que llevaban boina y no sabían más de diez palabras en inglés. En el puerto vio obreros explotados que descargaban racimos de plátanos de cincuenta kilos procedentes de Honduras. Encontraría una célula, permitiría que le encomendaran tareas para probarse a sí mismo.

—Lillian espera un agradecimiento eterno. Vive a base de muchas-gracias y de no-hay-de-qué.

—Cree que somos poco más que pordioseros.

—Cree que debemos estarle agradecidos —repitió Marguerite—. De joven fui muy popular. Estoy dispuesta a insistir en esto.

Habían vivido en French Street, en casa de Lillian, la hermana de su madre. Alquilaron un apartamento en St. Mary Street, y luego se mudaron a una vivienda más barata del mismo edificio. Más adelante se trasladaron al Quarter.

Lee es un chico tranquilo y estudioso que, como cualquier otro, reclama sus comidas.

—Los Claverie eran pobres pero muy felices. Los lunes comíamos judías rojas y arroz. Aunque permitió que nos quedáramos una semana, sé lo que decían a mis espaldas. Hablan y se inventan cosas, lo cual no me sorprende. Tienen motivos ocultos para no decirme qué opinan. Dicen que siempre salto como leche hervida, que no soy sociable. No se les ocurre pensar que los equivocados son ellos, que con ellos es imposible razonar. Ella dice que me aferro a una palabra y creo problemas, lo cual nos distancia hasta que nos vemos en la calle y entonces todo son saludos y no tardes en hacernos una visita.

—Cree eso porque me da dinero para alquilar una bici.

Vivieron en un edificio de tres plantas en un callejón que desembocaba en Canal Street, con los cuerpos escondidos y los escaparates hirvientes. El edificio tenía una entrada de arcadas decoradas con cumbreras. Era lo que más le gustaba a Marguerite. En todos los demás sentidos era un sitio lamentable. Lee disponía del dormitorio y ella usaba el sofá cama.

En el St. Louis Cemetery Number One, Lee ve a un viejo negro que ronca con los pies cubiertos por los calcetines y el cuerpo recostado en una de las cámaras del crematorio, mientras el sol azota las astillas de cristal ambarino.

Se observaban mientras comían. Lee estudiaba jugadas de ajedrez en la mesa de la cocina. Marguerite describía casas, patios y muebles que se remontaban a las primeras décadas del siglo en Nueva Orleans, donde se crio felizmente. Lee sabía que eran cosas importantes, no negaba el valor de lo que decía su madre ni la fuerza de las imágenes que llevaba consigo. La familia, el dinero, el pasado eran importantes, pero no afectaban su vida real, el yo que giraba hacia dentro, y dejó que la voz de Marguerite se perdiera en el aire.

Ve que un mexicano, o lo que sea, de aspecto rudo adopta de pronto una postura femenina a las puertas de un bar, lo que arranca carcajadas de sus compinches.

Tenía una enciclopedia en un solo volumen que, según su tía Lillian, leía como una novela de piratas. Energía cinética. La gran presa de Coulee. Se afiliaría a una célula comunista. Hablarían de teorías hasta la madrugada. Le encomendarían tareas, misiones nocturnas que demandaran inteligencia y sigilo. Llevaría ropa oscura, cruzaría los tejados bajo la lluvia. ¿Hay mucha gente que sepa que un frailecillo es un pájaro?

Recibió una carta de su hermano Robert, su hermano de padre y madre, que aún estaba en los marines. Arrancó una hoja de su cuaderno de espiral y respondió de inmediato, sobre todo para contestar a sus preguntas. Aunque su hermano le caía bien, estaba convencido de que Robert no le conocía. Era el eterno misterio familiar. No sabes quién soy. Robert recibió su nombre del padre de ambos, Robert E. Lee Oswald. Y de ahí provenía su propio nombre, Lee. Su padre estaba al final del camino de Lakeview, convirtiéndose en polvo.

—Te llevé a Godchaux’s a ver la bandera, para que los dos la viéramos. La guerra no había terminado, vivíamos en Pauline Street y en la fachada de Godchaux’s, donde compré el traje gris claro que llevo en la foto con el señor Ekdahl, tomada poco después de nuestro matrimonio, colgaron una bandera de siete pisos. Una bandera norteamericana de siete pisos. Fue cuando provocaste un altercado con la señora Roach por arrojar un juguete de metal.

Lee quería escribir un relato sobre uno de los usuarios de la biblioteca para ciegos. Era el único modo en que podía imaginar su mundo.

Marguerite tenía ojos azules y pestañas oscuras. Era vendedora y cajera, y trabajaba cerca de la tienda de géneros de punto de Canal Street, de la que había sido encargada unos doce años atrás, antes de que la despidieran. Adujeron que no era capaz de sumar ni restar. Marguerite sabía que no era verdad, sintió las vibraciones, oyó los susurros desagradables, las quejas contra el mundo, lo que no fue tan malo como cuando la echaron de Lerner’s, en Nueva York, alegando que no usaba desodorante. No era verdad, porque todos los días utilizaba la barra desodorante y, si no daba el resultado que anunciaban en la tele, ¿por qué la aislaban como inadaptada social? Nueva York no podía decir mucho sobre olores extraños.

Lee hacía los deberes en la mesa de la cocina, preguntas que sólo querría responder un idiota. Marguerite le despertaba con insistentes palmadas para que fuera a la escuela, golpeando con los dedos de una mano la palma de la otra. Al verla, algo en su interior sentía la tentación de matarla, a veces incluso en la calle, cuando aparecía inesperadamente. Oía sus pasos, oía sus llaves que giraban en la cerradura. La voz lo llamaba desde la cocina, sonaba el agua de la cisterna del retrete. Conocía sus modulaciones y sus pausas, sabía qué diría, palabra por palabra, antes de que empezara a hablar. Batía palmas en el umbral de la puerta. Levántate y resplandece.

«Es evidente que la definición del valor del capital invertido en mano de obra en tanto capital variable es secundaria, ya que durante el proceso de producción pierde su diferencia específica», leyó Lee.

Intentó hablar de política con la hermana de Robert Sproul, aunque sólo fuera por hablar de algo. Jugaban al ajedrez en el porche de la casa de los Sproul. Robert estaba cerca, redactando una monografía sobre la historia de la fuerza aérea.

La chica, que tenía un año más que Lee, era rubia, de piel tersa y boca fruncida. Lee sospechaba que hacía esfuerzos por no parecer bonita. Había chicas así, ocultas tras una coraza de pulcritud y reserva.

—Eisenhower se libró fácilmente —decía Lee—, y puedo darte un buen ejemplo.

—Lo dudo, pero te escucho.

—Fueron Eisenhower y Nixon los que mataron a los Rosenberg. No hay duda. Ellos son los responsables.

—Me parece que sueñas despierto.

—Te aseguro que no.

—A menos que esté muy equivocada, se celebró un juicio —objetó ella.

—Ike es un tonto redomado. Podría haber impedido la ejecución.

—¿Como en las películas?

—¿Sabes quiénes fueron los Rosenberg?

—Sólo he dicho que se celebró un juicio.

—Pero hay factores secretos, cosas que no salieron a la luz.

La muchacha le miró con severidad. Tenía la estatura adecuada, pues no era demasiado alta. A Lee le gustaba su aire comedido, la forma en que desplazaba las piezas por el tablero, casi tímidamente, sin denotar las ganancias o las pérdidas durante el juego. Lee se sentía entusiasmado y temerario, un genio del ajedrez con las uñas sucias. El señor o la señora Sproul se movían por el interior de la casa.

—En Nueva York leí todo lo que publicaron sobre los Rosenberg. Después de encarcelarlos bajo falsas acusaciones, los ejecutaron en la silla eléctrica. La idea era que todos los comunistas aparecieran como traidores. Ike podría haber hecho algo.

—Y lo hizo: jugó al golf —intervino Robert.

—¿Sabéis que el senador Eastland visitará Nueva Orleans? ¿Sabéis por qué?

—Te está buscando —le respondió Robert—. No sabe qué hace un chico como tú en la Patrulla Aérea Civil.

—Ve rojos hasta debajo de las camas —dijo Lee.

—Le llama la atención un chico sano.

—Lo más importante del comunismo es que los obreros no producen beneficios para el sistema.

—Ha visto tu bonita sonrisa y le preocupa que haya un adolescente comunista en la Patrulla Aérea Civil.

La broma agradó a Lee. Miró a la hermana de Robert para ver cuál era su reacción, pero los ojos de la muchacha permanecían fijos en el tablero. Era una chica bien educada. Solía verla en la biblioteca. Formaba parte de las animadoras de la escuela y actuaba en la última fila, donde pasaba casi desapercibida.

—¿Y qué si eran espías? Sólo lo hicieron porque consideraban que el comunismo es el mejor sistema. Es el sistema que no explota, y por eso te atan a la silla eléctrica.

Lee percibió que uno de los padres, aunque no sabía cuál de ellos, se había acercado a la puerta. Estaba allí, al otro lado de la pared, escuchando.

—Si te fijas cómo se escribe Trotski en ruso, verás que es totalmente distinto —explicó a la hermana de Robert Sproul—. Te diré algo que nadie sabe: Stalin se apellidaba Yugachvili. Stalin significa hombre de hierro.

—Hombre de acero —puntualizó Robert.

—Es igual.

—Qué terco eres.

—Lo importante es que nos mienten con respecto a Rusia. Rusia no es lo que ellos dicen. En Nueva York los comunistas no se esconden, salen a la calle.

—Deprisa, Henry, el insecticida —se burló Robert.

—En primer lugar, produces beneficios para el sistema que te explota.

—Mátalo antes de que escape.

—Siempre intentan venderte algo. Todo se basa en obligar a la gente a comprar. Y si no puedes comprar lo que venden, para el sistema eres un cero a la izquierda.

—No lo encuentro —dijo la hermana.

—¿Dónde se ha metido? —le preguntó Robert.

En la puerta apareció el padre, un hombre alto con una manta a cuadros colgada del brazo. Parecía buscar un caballo. Habló de tareas escolares y de recados, se refirió confusamente a obligaciones familiares. El alivio de la hermana era patente. Podía sentirse y medirse. Se coló junto a su padre y se perdió tranquilamente en el oscuro interior.

El padre acompañó a Lee hasta la entrada y abrió la puerta de par en par. No se dirigieron la palabra. Lee volvió a casa a pie, por el Quarter, y se cruzó con cientos de turistas y asistentes a la convención que se apiñaban bajo la llovizna como la gente que aparece en el noticiario.

Guardaba los libros de marxismo en su habitación, los llevaba a la biblioteca para renovar el préstamo y volvía a traerlos a casa. Si mostraban curiosidad, permitía que sus compañeros de escuela leyeran los títulos, sólo por ver cómo arrugaban sus caras estúpidas, pero no se los enseñaba a su madre. Los libros eran privados, como algo que se encuentra y se oculta, un elemento de suerte que guarda el secreto de lo que eres. Los libros mismos eran secretos, prohibidos y difíciles de leer. Modificaban la habitación, la dotaban de significado. Esos libros explicaban y transformaban la monotonía de su entorno, sus ropas raídas. Lee se veía como integrante de algo inmenso y arrollador. Era producto de una historia radical, su madre y él encerrados en un proceso, en un sistema de dinero y propiedad que día a día disminuía su valía humana, como si de una ley científica se tratara. Los libros le convertían en parte de algo. Algo condujo a su presencia en esa habitación, en esa piel específica, y algo se desencadenaría. Hombres en cuartuchos. Hombres que leían y esperaban, que se debatían con ideas secretas y febriles. Trotski se apellidaba Bronstein. Lee necesitaría un nombre secreto. Se afiliaría a alguna célula que se reuniera en los viejos edificios próximos al puerto. Evaluarían teorías hasta las tantas, pero también actuarían. Organización y agitación. Se movería por la ciudad bajo la lluvia, ataviado con ropa oscura. Sólo era cuestión de dar con una célula. No le cabía la menor duda de que existían. El senador Eastland lo había dicho claramente por la tele: rojos clandestinos en Nueva Orleans.

Entretanto, leía el manual del Cuerpo de Infantes de Marina de su hermano, a fin de estar preparado para el día en que se alistara.

Antes de que abandonara los estudios, en la escuela había dos chicos que no dejaban de llamarlo yanqui. Lo perseguían por los pasillos y le gritaban desde el otro extremo del comedor. Lee sonreía y estaba dispuesto a liarse a puñetazos, pero ellos nunca lo provocaron en serio.

Los nombres que figuraban en las órdenes de pedidos le entusiasmaban: Lisboa, Manila, Hong-Kong. Pronto le dominó la rutina y se dio cuenta de que barcos, cargamentos y destinos no tenían nada que ver con él. Era recadero. Llevaba papeles a otras empresas de transporte y compañías navieras o cruzaba la calle hasta la Aduana, que parecía un templo del dinero, gris e imponente, con sus altas columnas de granito. Debía mostrarse entusiasta y listo. La gente parecía depender de su alegría. Cuanto menos importante eres en una empresa, más esperan tu sonrisa feliz. Desaparecía horas enteras en el cine o se sentaba en un despacho abandonado del segundo piso, donde pasaba largos ratos leyendo el manual del Cuerpo de Infantes de Marina.

Memorizó el uso de la fuerza letal. Estudió principios de instrucción en orden cerrado y el uso de insignias y galones. Efectuó llamadas telefónicas sin autorización a Robert Sproul para leerle fragmentos espeluznantes sobre la lucha con bayoneta calada. La rotación, la cuchillada, el culatazo. La cantidad de fragmentos del manual que podía citar era infinita. Estaba escrito precisamente para él. Leyó las reglas con gran minuciosidad, impresionado por su severidad y precisión, por el torrente de pormenores temibles, misteriosos, meticulosos, perfectos.

Robert Sproul se enteró de que había un rifle en venta, un 22 de cerrojo, un arma salvaje. Aquel frío enero, en la hora libre que Lee tenía para almorzar, se encaminaron a un hotel barato de la zona comercial, emplazado entre tiendas donde vendían bufandas y mueblerías de saldo. El vestíbulo parecía uno de esos pasillos que conducen a los aseos. Las habitaciones estaban en el primer piso, encima de una tienda tapiada en la que había un letrero que decía Formal Rentals. Robert sabía el número de la habitación que ocupaba el vendedor, pero ignoraba cómo se llamaba. Al parecer, se trataba de un conocido de David Ferrie, piloto de una compañía aérea e instructor de la Patrulla Aérea Civil. Ferrie estaba al mando de la unidad en la que Robert y Lee se alistaron aquel verano, aunque Lee sólo asistió a tres sesiones, las necesarias para conseguir el uniforme.

Los chicos se sobresaltaron cuando el capitán Ferrie en persona les abrió la puerta. Aquel hombre próximo a la cuarentena, cariacontecido, amistoso, estaba en el umbral en albornoz y con calcetines de rombos que le llegaban a las rodillas. Hizo ademán de que pasaran y observó atentamente a Lee. Las cortinas estaban echadas. Había ropa por todas partes, comida china que asomaba de unas cajas blancas, y varios billetes y monedas salpicaban el suelo. La habitación se alzaba entre una especie de estupor, en un espacio temporal propio.

—¡Muchachos, qué alegría volver a veros! Me dijeron que vendrían visitas. Tengo entendido que Alfredo quiere vender su rifle. Asegura que con él mató a un hombre, a un gringo millonario. En sus fantasías, todo latino se ha cargado a un gringo. Comprenderéis que esta vivienda es provisional. Vuestro as de vuelo está en la zona muerta entre una misión y otra.

Ferrie se dejó caer en un sillón, en medio de una montaña de ropa. Robert dirigió una rápida mirada a Lee, con una mueca estrangulada.

—Veamos —añadió Ferrie—. A Robert lo conozco de las clases en el hangar de la Eastern en Lakefront. Parece que ha pasado un siglo. ¿Quién es el tímido peinado con la raya perfecta?

—Asistí a varias clases, pero después lo dejé —respondió Lee.

—De modo que asististe. Lo sospechaba. No, en realidad, estaba seguro. Ibas de uniforme. El uniforme marca la diferencia. Conozco a mis chicos. Jamás olvido a un cadete. ¿Conocéis al cadete Dennis Rumsey? Me visita al salir de la escuela. ¿Conocéis a Warren van Zandt, el gordito? El cáncer de pulmón está devorando al padre de Warren.

—¿Qué hay del rifle? —quiso saber Robert.

—Está por aquí. Es un Marlin calibre 22 de cerrojo. Va con cargador y podréis comprarlo barato porque el percutor se ha roto. Pero tiene fácil arreglo. Llevadlo a un soldador y lo reparará en un santiamén.

—Nadie dijo que estaba roto —se quejó Robert.

—Nunca lo dicen.

—En ese caso, señor, no sé si comprarlo…

—Yo tampoco.

—Si no se puede disparar el rifle tal como está.

—El soldador añadirá una prolongación en un santiamén.

—Pero es un inconveniente.

—Tal vez el placer de usarlo merezca el esfuerzo. ¿Sabéis algo de armas? Las armas forman parte de las cosas que me interesan.

Robert miró a Lee como si quisiera decirle «larguémonos». Parecía haber algo vivo en un rincón. Lee avanzó en esa dirección. Percibió que una especie de mirada bien intencionada estaba adherida a su cara, una sonrisa desconectada de las cosas. Sobre el aparador había una jaula, en cuyo interior correteaban unos ratones blancos.

Se volvió hacia Ferrie y exclamó:

—Ratones.

—¿No te parece que la vida es fabulosa?

—¿Para qué sirven?

—Para investigaciones. Aquí estamos, once años después de la guerra, es una nueva época, una era de esperanza, y nos encontramos en la misma situación que hace mil años en lo que se refiere a poner fin a la plaga del cáncer. He dedicado toda mi vida al estudio de las enfermedades. Incluso de pequeño le dediqué tiempo. Supe qué era el cáncer mucho antes de oír la palabra. ¿Cómo te llamas?

—Lee.

—Lee, concédete el tiempo que necesites.

Robert Sproul se acercó a la puerta.

—Capitán Ferrie —dijo—, señor, realmente tengo que…

—¿Qué?

—Tengo que irme. Dejaré correr lo de la compra del rifle.

—He estudiado los modelos de coincidencia. —Ferrie se dirigía a Lee—. La coincidencia es una ciencia que aún no ha sido descubierta. Cómo surgen los modelos más allá de los límites de causa y efecto. Estudié geopolítica en Baldwin-Wallace antes de que se llamara geopolítica.

—¿Vienes, Lee?

Aunque Lee quería irse, se sorprendió a sí mismo al quedarse allí con una sonrisa estúpida dirigida a Robert, que le miró extrañado y salió, mejor dicho, se alejó de puntillas. Tal vez Lee pensaba que no era correcto retirarse bruscamente. En ese caso, era Robert quien tendría que haberse quedado. Él era el estudiante de honor, bien educado, el que vivía en una casa con porche techado en medio de azaleas, robles y palmeras.

—Háblame de ti —pidió Ferrie—. En primer lugar, no hagas caso del desorden. Pertenece básicamente a Alfonso, Alfredo, o como demonios se llame. Dondequiera que se instala, aunque sólo sea un minuto, la atmósfera se carga de intenciones criminales. Trabaja en un remolcador de Port Sulphur. Un trabajo que no puede interesar a un chico de mirada inteligente como la tuya. Háblame de tus ojos.

Ferrie se había repantigado en el sillón. En ese ángulo, bajo la luz difusa, parecía un octogenario de ojos desorbitados por el miedo. Se hallaba realmente distante. Lee tuvo la sensación de que llevaba un paso de ventaja por haberse quedado, de que Robert se había largado demasiado pronto, de que este asunto era demasiado bueno para perdérselo, y el resto del tiempo que pasó allí experimentó lo que ocurría y, al mismo tiempo —aunque algo separado—, se lo relató a Robert. Tuvo una fugaz visión de sí mismo. Se vio narrándole los hechos a Robert Sproul, y saboreó su estilo descriptivo incluso mientras el instante se desplegaba en el presente, proyectado hacia delante, agitando los brazos como un loco, un dibujo animado, y se sintió ligeramente superior durante la narración. Se quedó hasta el último momento. No había nada más horrible y cobarde que poner pies en polvorosa, pensar que la seguridad es lo más importante, volver a casa con la familia perfecta y la manta a cuadros, y que todo vaya sobre ruedas.

—Si te concedes tiempo, puedes lograr cosas fantásticas. A tu edad aprendí latín. Me quedé entre cuatro paredes y aprendí una lengua muerta por temor a que fuera de allí repararan en mí, me hicieran pagar por ser lo que era.

El capitán Ferrie olvida que estoy presente.

—Cleveland —dijo, como si se tratara de una civilización extinguida—. Mi padre era poli. Me acosa constantemente la idea de los polis, los polis del gobierno, los federales… el FBI. Te persiguen como la peste. En cuanto figuras en sus archivos, no te dejan en paz. Se te pegan como el cáncer, para siempre.

Ese hombre es un desconocido incluso para sí mismo.

—¿Qué pasa con el rifle? —preguntó Lee—. Quizá lo compre. ¿Cuánto quiere ese tipo?

—Quiere veinticinco dólares, pero puedes darme quince. Tratándose de ti, quince. Eres uno de mis cadetes. Cuido de mis muchachos. Llevas uniforme, lo que marca toda la diferencia. Mírame. Me pongo la chaqueta de capitán y esta mierda borrosa desaparece. Me convierto en capitán de la Eastern, hablo como un capitán. Transmito confianza a los viajeros preocupados. Piloto realmente el condenado avión.

Sabe que es extraño, pero no puede evitarlo.

—Si decidiera comprarlo, ¿cómo lo llevo a casa?

—Eso está chupado. Lo envuelves con una manta, puedes usar aquélla. El conserje no dirá nada.

A todo lo demás se sumaba el hecho de que tendría el rifle. Saldría con el rifle. Podría decir que había paseado un rifle envuelto en una manta robada por la ciudad de Nueva Orleans. Ferrie observó los ratones enjaulados y emitió unos silbidos. Todo esto se incorporó sin fisuras a la narración de Lee a Robert Sproul, el futuro dentro del presente, el dibujo animado en el seno de los acontecimientos.

—Cabría preguntarse si es posible curar la enfermedad antes de que te liquide. En cuanto te decides conscientemente a curar la enfermedad tal como hice incluso antes de conocer la palabra cáncer, corres el riesgo de contraerla. ¿Comprendes? Lo que te mata es aquello en lo que fijas tu mente, tu obsesión personal y absoluta. Si eres poeta, la poesía te mata, y así sucesivamente. Se sepa o no, cada uno elige su propia muerte.

—Si encontramos el rifle del 22 y lo envolvemos… Debería irme —dijo Lee.

—Pronto será carnaval —le comunicó David Ferrie—. Adiós, pichón.

Grita para pedir la comida. Se desgañita. Estoy en el piso de abajo, visitando a Myrtle Evans y le oímos llamar a su madre; pego un brinco y subo a prepararle su comida, como a cualquier chico.

Nadie sabía lo que sabía él. La vorágine del tiempo, la verdadera vida en su interior. Era su ventaja, su único control. Observaba a su madre mientras tostaba harina, levantando las manos pegajosas y blancas de la cacerola de fondo grueso. Llevaba recados para las compañías navieras. Al borde del sueño caía en el ensueño: el poderoso mundo del héroe Oswald, con armas relampagueantes en las penumbras. El ensueño del dominio, la perfección de la ira, la perfección del deseo, la fantasía nocturna, las calles resbaladizas por la lluvia, las sombras alargadas de hombres de abrigos oscuros como los de los pasquines de las películas. La oscuridad tenía poder. Llovía en las calles vacías. Siempre aparecían los hombres con sus sombras largas y después el rifle en sus manos, el Marlin con cargador, la idea de disparar a la barriga para prolongar la agonía.

Existe un mundo dentro del mundo. El nombre de partido de Stalin era Koba. Inventaría un nombre secreto, encontraría una célula en los edificios próximos al puerto. Memorizó la matrícula, el color y el modelo de un coche. Hojeó un libro que contenía fotos de los revolucionarios tomadas por la policía. Foto policial: Trotski a los diecinueve. Foto policial: Lenin de frente y de perfil. Richard Carlson como Herb Philbrick, ciudadano corriente, miembro del Partido Comunista, agente secreto del FBI. Ella golpeaba los dedos de una mano contra la palma de la otra. Levántate y resplandece.

Vio a un tipo sentado del revés sobre la moto, con un cigarrillo en la mano y la mirada perdida, cubierto de tatuajes que le recorrían todo el brazo hasta el dorso de la mano.

El ensueño de la chica de falda escocesa. Está tendida sobre la cama y sus pies rozan el suelo. Zapatos marrones y blancos, calcetines blancos, blusa blanca, falda escocesa diez centímetros por encima de las rodillas. El ensueño de la quietud, la perfección del deseo, la perfección del control, las pálidas piernas de la chica ligeramente separadas, los brazos a lo largo del cuerpo, los ojos cerrados. Lee hace que su imagen aparezca y desaparezca. Es lo que sabe de ella, su modo de controlarla, a solas por la noche, observándola inmóvil sobre la cama, por encima de las calles resbaladizas por la lluvia. Tiene la estatura adecuada, labios delgados, y es tímida y estúpida. Lee observa pero no está presente.

En un montón de películas se dice que el hombre que recibe un balazo en el vientre tarda mucho en morir.

Sus manos se alzan blancas y pegajosas. Tostó la harina en grasa hasta que se volvió oscura y barrosa, del mismo color que quería la salsa. Añadió jugo de carne, cebollas, especias. Comieron en la mesa de la cocina. El sonido de su boca al masticar los alimentos. Los ruidos de la calle. Ella estaba siempre allí, vigilándolo, midiendo mentalmente el destino de ambos. Lee tenía dos existencias, la propia y la que ella sustentaba. No logró disparar el 22. Se lo mostró a un mecánico de automóviles, que lo tuvo cinco semanas sin siquiera echarle un vistazo. Discutieron por este asunto. Lee no se amedrentaba a la hora de defender sus derechos. Por último, vendió el rifle a Robert Oswald por diez dólares, ya licenciado de los marines y siempre dispuesto a hacerle un favor, lo supiera o no, a su hermano pequeño Lee.

Marguerite estaba sentada en el sofá y miraba la tele.

A Lee le dolió trasladarse a Nueva York, trayecto que hicimos en un Dodge de 1948, pero allí estaba destinado John Edward, con su esposa y su bebé, y a fin de cuentas somos una familia que nunca ha podido mantenerse unida. Existen algunas mujeres en esta situación que ignoran la historia. Pero Lee ha viajado con el señor Ekdahl y conmigo, y ha viajado solo en tren desde Forth Worth hasta Nueva Orleans cuando tenía once años para visitar a mi hermana, una distancia de más de ochocientos cincuenta kilómetros. Ahora bien, ¿lleva una saludable vida norteamericana? Señoría, respondería que a nuestro alrededor viven muchos ciudadanos correctos y ricos, pero en el French Quarter hay vagabundos y gentes de esa ralea. Hay cierto tipo de bares, aparte del hecho de vivir encima de una sala de billar, y negocios y apuestas en la calle. También diría que pululan las rameras. En defensa de mi posición de madre, diré que en su último curso en Beauregard faltó sólo nueve días mientras yo trabajaba en Kreeger’s, en el ochocientos y pico de Canal Street. Su futuro y sus sueños están en el Cuerpo de Infantes de Marina de Estados Unidos, y hemos reñido porque usó una falsa declaración jurada para alistarse, pero esa vez fracasó. Sólo es cuestión de que cumpla los diecisiete, si bien ya ha dejado los estudios para siempre, según dice. Este chico sonríe mientras le dan una paliza y le gusta ver las noticias nacionales por la tele. En cuanto al lugar que ocupa su madre en su corazón, ha trabajado de mensajero y de recadero, y con la primera paga me compró un abrigo de treinta y cinco dólares, entrega dinero a su madre a cambio de casa y comida, y me regaló un periquito en una jaula de pie con un macetero. En la maceta había una hiedra, estaba la jaula, estaba el periquito, había un juego completo de alimentos para el periquito. Se trata de adaptarse, señoría, y él siempre se esfuerza. No hace falta que diga lo difícil que es criar niños sin un padre. Estaba cómodamente instalada, trabajaba como encargada en Princess Hosiery, cuando el señor Ekdahl me propuso matrimonio en el coche. Le hice esperar durante un año, y eso que era de Harvard. A pesar de tenerlo todo en contra, siempre me las arreglé para llevar adelante la casa. A menudo me han felicitado por mi aspecto y mis toques de color aquí y allá, y ahora creo que volveremos a Texas para quedarnos con su hermano Robert, para ser de nuevo una familia en Fort Worth, para que el chico pueda estar con su hermano. Y no quiero que me digan que llamo constantemente a las empresas de mudanzas. Nuestro siglo se caracteriza por las mudanzas. Soy una madre de tres hijos que vendió agujas, hilos y algodones en su tienda, instalada en la sala de estar de la casa de Bartholomew Street, una casa de madera con patio trasero, cuando Lee era un bebé de pecho. De joven tenía éxito, señoría. Me crio mi padre, con otros cinco hijos, para que fuéramos felices y patriotas. He hecho lo posible por educar a mi hijo de la misma manera, al margen de todo lo que ha pasado. Digan lo que digan, y nunca dejan de hacerlo, él sabe perfectamente quién ha sido su apoyo principal desde el momento en que lo llevé a casa al salir del Old French Hospital de Orleans Avenue. No soy la madre chalada de las pesadillas de un niño.

George Gobel apareció en la pantalla, rechoncho y con el pelo al rape, con una sonrisa ufana y burlesca y la mano derecha a la altura de la frente en un saludo fraternal y pueblerino.

Lee estaba en su habitación y leía sobre la conversión de la plusvalía en capital, siguiendo el texto con el índice, palabra por palabra.