2 DE JULIO

David Ferrie condujo el Rambler hacia el sur, más allá de las industrias químicas en las que el gas residual ardía en llamaradas rojas y amarillas. Más adelante, en las ventosas distancias, divisó las chozas de los ostreros alzadas sobre pilotes entre las hierbas de la zona pantanosa. Llegó a un sitio llamado Wading Point, el coto de caza de patos de Carmine Latta. Dejó atrás el letrero que anunciaba Camino Particular y el de Prohibido el Paso, saludó con la mano a tres hombres que charlaban en el jardín y giró por un camino de tierra. En Wading Point siempre había hombres reunidos. Los había visto apiñados ante la puerta de una dependencia o sentados en un vehículo en medio de un camino lleno de baches: cuatro hombres corpulentos embutidos en el Volkswagen de algún sobrino, concentrados en una charla seria.

El porte encorvado, los gestos repetidos, las caras rígidas y la mirada fija, la economía del grupo, el aire formal de exclusión, cuerpos que se inclinaban hacia el centro.

Ferrie era consciente de la gestalt de las conversaciones serias. Había estudiado psicología por correspondencia con los maestros italianos. Fue mucho antes de que la Eastern Airlines lo despidiera por degradación moral y por su falsa afirmación de poseer estudios de medicina. Como si un título pudiera resolver el enigma del Camarada Cáncer. Le retiraron el uniforme para siempre.

Condujo hasta un viejo pabellón de caza de la zona pantanosa baja, donde Carmine gustaba de entretenerse con los chicos. Cuatro muchachos asaban una cabra en un espetón situado a las puertas del pabellón, derruido más allá de todo encanto rústico, con nidos de golondrinas adheridos con barro a los aleros. Ferrie aparcó a la sombra y entró en el pabellón. El hombre canoso, de ojos brillantes, con las venas marcadas y la piel llena de manchas, estaba sentado en el sofá, copa en mano. En su presencia, Ferrie experimentaba por momentos un respeto tan absoluto que notaba que se convertía en parte de la conciencia del otro y veía el mundo, la estancia y la dinámica del poder tal como Carmine Latta los percibía.

Carmine mandaba en el negocio de las tragaperras. Carmine tenía prostitutas desde allí a Bossier City, un sitio donde podías contraer una purgación si te apoyabas en una farola. También estaban los casinos, las salas de apuestas, el tráfico de drogas. Carmine manejaba un tercio de la droga cubana hasta que llegó Castro. En la actualidad poseía una flota camaronera que enviaba material desde Centroamérica. La suma de sus negocios producía mil millones de dólares anuales. Carmine poseía moteles, bancos, tocadiscos automáticos, máquinas expendedoras, construcciones navales, arrendamientos petroleros con opción de compra, autocares turísticos. Algunos funcionarios estatales bebían bourbon en su palco del hipódromo. Las malas lenguas afirmaban que canalizó medio millón en efectivo para la campaña de Nixon en septiembre de 1960. Lo que los chicos llaman un sobre descomunal.

—Mi amigo David W. Ferrie. ¿Qué significa la W?

—Whisky wagneriano —replicó Ferrie.

Carmine celebró la ocurrencia y señaló la licorera. El tercer ocupante de la habitación era Tony Astorina, chófer, guardaespaldas y correo ocasional, conocido por razones insondables como Tony Push. Carmine y él guardaban amargos recuerdos del ministro de Justicia. Robert Kennedy era un tema obsesivo aquí, en Wading Point, en la mansión de las afueras de Nueva Orleans, en la zona de pesca del lago Felicity, en el despacho de Carmine, en el Aurora Crown Motel. Carmine estaba resentido. Ferrie vio que el rencor contra Bobby Kennedy avivaba su mirada, una ira decidida, sutil y precisa, minuciosamente desarrollada, como si el rostro viejo y marchito ocultara un delicado secreto, un último y solemne cálculo.

—Sólo digo que todo se remonta a Cuba —insistía Astorina—. Basta con ver la presión que hoy por hoy ejerce el Departamento de Justicia. Si hubieran echado a Castro cuando correspondía, aquí y ahora no nos enfrentaríamos a esta situación.

—Eso es una verdad a medias —opinó Carmine—. Tendríamos un margen de maniobra si Cuba volviera a estar en la empresa. Usas el valor de Cuba para aliviar la presión en el continente. Lo cierto es que nunca nadie dedicó a Castro toda su atención. No jugamos muy limpio.

Todos rieron.

—Echar a Castro sólo fue una fantasía de la CIA. Los muchachos de Florida les siguieron la corriente. Pretendían quitarse de encima al fiscal público. En todo momento podían afirmar que prestaban un gran servicio a su país. Y dio resultado. La CIA los respaldó constantemente.

—Sigo creyendo que todo se remonta a Cuba.

—De acuerdo, pero somos realistas. No hacemos trucos con espejos ni con dobles fondos. Nuestros estilos no concuerdan.

A Ferrie no le sorprendió que hablaran sin tapujos en su presencia. Investigaba cuestiones legales por encargo de Carmine y sabía unas cuantas cosas sobre sus propiedades y operaciones. También conocía las respuestas a algunas preguntas difíciles.

¿Por qué Carmine sentía un odio tan personal hacia Bobby Kennedy, un odio que incluía el deje de su crepitante acento bostoniano?

En abril de 1961, Carmine acude a la oficina de inmigración del barrio, un ejercicio de rutina, su visita trimestral como extranjero. A continuación, sólo sabe que está esposado en el aeropuerto, delante de un avión de la patrulla de fronteras que aguarda en la pista. Lo arrojan en paracaídas sobre San Salvador, sin dinero, sin cepillo de dientes ni muda de ropa. Es su propia Bahía de Cochinos, y coincide temporalmente con el intento de invasión más conocido. Tras una serie de lamentables aventuras y de pasar unos días en un centro de detención de extranjeros de Texas, Carmine logra llegar a casa justo a tiempo para ser acusado de fraude, perjurio y nueva entrada ilegal. Le parece interesante recordar que, cinco años antes, pagó cien mil dólares por su partida de nacimiento salvadoreña. Necesitaba algún documento. Y eso proporcionó al ministro de Justicia la excusa para abandonarlo en aquel país y, a renglón seguido, acusarlo de utilización de un documento falsificado. También es interesante señalar que el cabrón de Bobby amenazó con expulsarlo incluso antes de que la nueva administración asumiera el poder. Pero jamás se refirió a un secuestro. Y aquello fue un verdadero rapto, pero aún más humillante y degradante: un hombre abandonado contra su voluntad en un país tropical, sin la cortesía de llamar por teléfono a sus abogados.

—La CIA presenta un veneno exótico tras otro —añadió Carmine—. Todos acaban en los retretes del sur de Florida.

—Pero… si queremos cortarle las alas a Castro… —observó Tony.

—Se trata de saber si es factible o no. Nosotros no nos lanzamos a empresas descabelladas. —Miró el vaso que tenía en la mano—. Existe otra teoría que explica los motivos por los que Castro sigue vivo. Uno de nuestros hombres en Florida hizo un trato con él.

Tony Astorina estaba apoyado contra la pared, al otro lado de la habitación. Ferrie percibió en él las ruinas de cierta elegancia. Era uno de esos tipos nerviosos y bien vestidos que a los cuarenta abren los ojos, pesarosamente apuesto, casado, con tres hijos y enfermo del hígado, perdidos el encanto y la suerte adolescentes en una montaña de grasa. Se había abierto paso desde el escalón más bajo de la sala de juego del Riviera de La Habana. Ferrie pensó que probablemente contaba con unos cuantos cadáveres en su haber para ocupar la posición en que ahora se encontraba.

—Hablando de Cuba, hace un par de semanas soñé que me encontraba en la piscina de la terraza del Capri con Jack Ruby —explicó Tony—. Al día siguiente caminaba por Bourbon Street y, ¿con quién demonios me encontré? Hablemos de coincidencias.

—Al no saber cómo definirlas, las llamamos coincidencias. Pero es más profundo —intervino Ferrie—. Eres jugador. Tienes tacto para los caballos, para las partidas de póquer. Existe un principio implícito: todo proceso contiene su resultado. A veces intervenimos. Lo vemos y lo sabemos. Antes solía toparme con Jack Ruby. ¿Qué hace en Nueva Orleans?

—Compras para bailarinas. Se le cae la baba por una chica del Sho-Bar.

—Con un avión ligero, yo hacía pasadas sobre los cayos y dejaba caer octavillas. Fue poco después de que llegara Castro. Una o dos veces vi a Ruby en Miami.

—Altos en el camino —comentó Tony.

—Llevaba dinero, armas o algo parecido.

—Compraba la salida de gente de las cárceles cubanas.

Ferrie bebía whisky con soda, igual que Carmine. Observaba a Carmine. Movieron al mismo tiempo los vasos, haciendo entrechocar los cubitos de hielo. Las manos del viejo eran largas y delgadas. Tenía mechones de pelo cano en las orejas. Ferrie percibió el olor de la cabra asada.

—Recuerdo que hace seis o siete meses vi en una revista fotos de cañones antiaéreos en las puertas del Riviera —añadió Tony Push—. Los habían dejado en la calle. Es muy distinto a lo que teníamos, toda una ciudad que podíamos desplumar como a un pollo.

—Todo un país —le corrigió Carmine.

—En aquellos tiempos, La Habana era un condenado paraíso. Las paredes del casino estaban revestidas con hojas de oro. Era realmente hermoso. Teníamos bellas arañas, mujeres con diamantes y estolas de visón. Los repartidores de cartas vestían esmoquin. En la puerta teníamos recepcionistas vestidos de esmoquin. Veinticinco mil dólares por el permiso de explotación de un casino, lo que supone un robo constante, más el veinte por ciento de los beneficios. Batista recibe el sobre, todo el mundo está contento. Dejamos que los cubanos girasen la rueda de la fortuna. Nosotros nos ocupábamos de las mesas de blackjack y de dados. ¿Cómo se llama…? Ah, sí, brocado, las puñeteras cortinas de brocado. Me gustaría ver una sala donde los repartidores de cartas vistan de esmoquin. Y la actividad bullía en toda la ciudad. Las peleas de gallos, los juegos de pelota vasca. En el hipódromo, jugabas a la ruleta entre una carrera y la siguiente. Me gustaría saber adónde fue a parar todo esto.

—Kennedy tendría que haberla reventado cuando pudo —opinó Ferrie.

—Si revientas Cuba, te metes con los rusos.

—Tengo preparadas las sábanas de goma y una cantidad ingente de comida enlatada. Me gusta la idea de vivir en un refugio. Vas al bosque y cavas tu letrina personal. El sistema de alcantarillado es una de las formas del estado de bienestar. Es el embudo del gobierno hacia el mar. Prefiero pensar que la gente va por libre, que cava letrinas en los bosques, en un millón de patios traseros. Cada uno se hace responsable de su propia mierda.

Carmine se acomodó en el sofá. Los cubitos de hielo tintinearon. Ferrie sabía que podía hacer reír a Carmine cuando se le antojaba. Conocía el momento, siempre sabía qué enfoque debía adoptar. Se debía a que compartía las percepciones de aquel hombre.

—Me gustaría decir algo más —intervino Tony—. No albergo resentimientos contra el presidente, pero creo que esa rata rompehuelgas de Bobby presiona demasiado. De acuerdo. Ellos tienen su trabajo y nosotros el nuestro. Y Bobby ha convertido el suyo en una especie de programa personal. Ha transgredido los límites.

—Los dos han transgredido los límites —puntualizó Carmine—. El presidente se excedió al hacer correr la voz de que quería ver muerto a Castro. Te diré una cosa.

—¿Qué?

—Algo que siempre deberás tener en cuenta. Si alguien te crea problemas una y otra y otra y otra vez, alguien con ambiciones, alguien ávido de poder, lo primero que has de pensar es en apelar a lo más alto.

—En síntesis, se toman medidas al máximo nivel.

—Es allí donde se han desmandado.

—En síntesis, se hace un desvío.

—Limpias el primer puesto.

—En síntesis, se organiza todo para que en el nivel más alto haya un hombre nuevo que reciba el mensaje y modifique su política.

—Si cortas la cabeza, no se mueve la cola.

David Ferrie adoraba los refranes. Le gustaba la sensación de dejarse arrollar por la aureola de otro hombre. Y la aureola de poder de un personaje como Carmine era un despertar peculiar. El hombre parecía un pope de los cuentos de hadas, capaz de mirarte y cambiar tu vida, capaz de pronunciar una palabra y cambiar tu vida. Ferrie había desarrollado una teología que se basaba en el anticomunismo militante. En otros tiempos había sido hipnotizador. Estudió idiomas, ciencias políticas, conocía íntimamente las enfermedades y guardaba documentos oficiales que certificaban su pericia como piloto. Todo eso palidecía en presencia de un ser como Carmine Latta.

Carmine tenía una columna de batalla integrada por cuarenta y seis abogados, y estaba dispuesto a gastar millones con tal de evitar una segunda expulsión. Había puesto a trabajar a varios hombres en conspiraciones por estafa, obstrucción de la justicia, derechos de retención de impuestos, mil puñetas detallistas y fastidiosas. Carmine había encomendado a Ferrie que investigara sobre inmigración. Varios funcionarios estatales y presidentes de banco presentaban alegatos en su nombre. Carmine y sus muchachos representaban la industria más importante del estado. Carmine poseía compañías financieras, gasolineras, concesionarios de camiones, flotas de taxis, bares, restaurantes, subdivisiones urbanizables. Carmine se hacía a la medida los bolsillos de los pantalones, tres veces más grandes que los normales, para poder llevar grandes sumas en efectivo.

Ferrie siguió a Tony Astorina por un pasillo flanqueado de dormitorios. Tras la última puerta aparecía una habitación distinta, larga y ancha, amueblada con una mesa de reuniones y doce sillas de piel negra. Sobre una de las sillas había una alta bolsa de lona cerrada con una cuerda. Ferrie distinguió las salientes en ángulo recto que dibujaban los fajos: la contribución de Carmine a la causa. Guy Banister se ocupaba de que los líderes exiliados supieran quién proporcionaba fondos para comprar armas y municiones. Era la donación de Latta a cambio de permisos de explotación de salas de juego en cuanto cayera Castro.

Ferrie regresó al salón.

—Carmine, la llevaré a Camp Street —anunció—. Del primero al último miembro del movimiento se sentirán muy felices, muy agradecidos.

—Todos esperamos que llegue el día —declaró Carmine serenamente—. Sólo queremos lo que es nuestro.

Ferrie estaba convencido de que ese hombre era genial. Carmine había nacido en el peñón de Gibraltar, era hijo de sicilianos y su signo era Tauro. Se trataba de una poderosa fusión de elementos. Ferrie admiraba a los Tauro. Eran personas de tierra, firmes y tolerantes, con dotes para levantar un imperio.

Acarreó la bolsa de paño hasta el coche. Se despidió de los muchachos y salió a la carretera principal. La astrología es el lenguaje del firmamento, del aspecto y la posición de las estrellas, la verdad al borde de los asuntos humanos.

Raymo enroscó el pañuelo azul y lo ató al cuello de su pastor alemán. El día era sofocante. Tenía una habitación en una casita de estuco coronada por antenas de televisión. No quedaba lejos de la casa de piedra de la Northwest Seventh Street, donde Castro vivió durante su estancia en Miami para recaudar fondos y reunir partidarios de la revolución. Raymo acarició la cabeza del can y murmuró algo en su oreja sedosa. Le puso la correa y siguió al perro escaleras abajo.

Caminó hacia el sur, rumbo a la Calle Ocho, la arteria principal de la Pequeña Habana. Unos perros se acercaron corriendo a las cercas para ladrar a Capitán. Un montón de perros asesinos, un montón de coches con adornos en el capó, que era lo único que valía la pena salvar. Coches viejos que se hundían en el alquitrán. Perros que avanzaban de lado junto a las cercas y ladraban bajo el brillante calor. Viejo y distante, Capitán siguió su camino.

Raymo giró a la izquierda por la Calle Ocho. Pasó ante la joyería, y en los escaparates de las pastelerías vio tartas nupciales de rosa y blanco. Cien hombres se apiñaban en un pequeño parque de la esquina y jugaban al dominó y a los naipes. Aún tenía tiempo de sobra. Compró fruta, y cada media manzana se detuvo para charlar con alguien. En la calle había un gran bullicio. Los hombres formaban grupos y las mujeres saltaban de tienda en tienda. En una ciudad habitada exclusivamente por cubanos, ¿cómo demonios se podía averiguar quiénes eran espías de Fidel?

Más arriba, en Flager Street, Wayne Elko se agachó para sortear las palmeras achaparradas. Llevaba unas botas manchadas de blanco por el agua salada y pensó en hacer un alto para beberse una cerveza Schlitz. Wayne no era muy listo. Había vagado durante casi dos semanas por Florida en busca de T-Jota. Pasó tres días como peón y pregonero de Ten-in-One Carnival, el espectáculo de feria de Jerry Lepke. Tenían una caseta de espadas, una escalera de espadas, un comedor de fuegos, el espectáculo con un bebé de dos cabezas y una encantadora de serpientes que aún usaba correctores dentales. Telefoneó a varias personas del movimiento que conocía. Al final, en Miami, recibió un mensaje en Elliot Bernstein Chevrolet, cuyo subdirector de ventas —un guerrillero anticastrista— le permitió dormir en un Impala de segunda mano.

Llega a tiempo, Wayne. Bajó por la Calle Ocho y vio al hombre que buscaba, Ramón Benítez, en la esquina acordada y en compañía de una bestia temblorosa. Conocía de vista a Raymo, de los viejos tiempos en que los exiliados hacían instrucción en orden cerrado en los jardines, bajo la mirada de niños amodorrados.

Se dieron la mano, etcétera.

Wayne se dijo: es un hombre duro. Raymo lo guio una manzana y media hacia el sur. La fachada cubana se convirtió en una versión de Estados Unidos suburbanos. Soleadas casitas de estuco con jardines de tarjeta postal. Entraron en una casa de una sola planta. En una habitación del fondo sonaba la radio. Salieron por una entrada lateral y tomaron asiento ante una mesa de madera, en un recinto de cemento en cuyo centro se alzaba una estatua de Santa Bárbara.

—Es la casa de Frank —señaló Raymo.

Brazos peludos. Uno de esos tipos macizos a los que no persuades con los argumentos al uso. Sólo piensa en dos o tres cosas y ya ha tomado una decisión con respecto a cada una. Wayne no sabía quién era Frank.

—O sea que aún hay movimiento —dijo—. Tengo un amigo que trabaja en un concesionario Chevy. Fabrica napalm en el sótano con gasolina y jabón para bebés. Duermo en un coche de la sala de exposiciones. Soy el vigilante nocturno oficioso.

T-Jota sólo quiere que des vueltas un par de días.

—Lo estuve buscando.

—Es un hombre muy ocupado —comentó Raymo, escéptico.

El perro jadeaba en la sombra.

Frank Vásquez apareció con su esposa, dos chicos y algo de comer. La esposa y los hijos observaron al visitante. Wayne esperaba que alguien dijera: «Mi casa es suya»[3]. Le entusiasmaban las gracias del viejo mundo. Pero la familia entró en la casa y lo dejaron con la sonrisa colgando como un trapo.

Los tres hombres comieron en medio del asfixiante calor del mediodía. Wayne no averiguó nada significativo de boca de los dos cubanos. Cuanto más banal la charla, más claro tenía que se estaba tramando algo importante. El almuerzo estuvo tan cargado de seriedad, con esas maneras y tácticas latinas tan severas, que Wayne quedó convencido de que no era una misión para hostigar la costa cubana, como había hecho tantas veces con los comandos de la pensión.

Habló con Raymo y con Frank de la operación en que había participado. Habían sufrido infinidad de contratiempos. Borrascas, cañoneras cubanas, persecuciones por parte de las lanchas de la policía. Describió cómo T-Jota había aparecido de la nada —ni siquiera sabían si era o no de la Agencia— para adiestrarlos en lucha nocturna y en armas. Necesitaban todo lo que pudieran conseguir.

En Interpen, Wayne aún se sentía inmerso en el ritmo agudo de sus tiempos de paracaidista. Se le acababa la juventud. El asunto que se traían entre manos parecía tener un cariz muy distinto. Era un plan oscuro y tétrico. Bastaba con mirar a Frank Vásquez. De ojos tristes, cariacontecido, aplicado, apenas hablaba salvo para contar lo mucho que había sufrido su familia, comentarios concisos, como en un documental sobre una guerra de hacía un siglo.

A Wayne Elko le sorprendió pensar que todo se parecía a Los siete samuráis. Se elige a los guerreros independientes, de uno en uno para llevar a cabo una misión peligrosa. Los que están al margen de la sociedad son llamados para evitar la destrucción de un pueblo desvalido. Y esgrimen la espada con las dos manos.

Win Everett estaba en su despacho del campus vacío de la Universidad Femenina de Texas. En medio de tanto calor y luz, le alegraba la penumbra del refugio del sótano. Aquí programaba con toda paciencia su amargura, la afilaba y pulía. Retornaba periódicamente a ello, como si se tratara de una leyenda de juventud, un momento dorado en un campo de fútbol o en un estanque congelado, una empresa de proporciones tan perfectas que sólo podía olvidar a costa de sufrir una profunda pérdida.

El despacho era el sitio al que acudir cuando Mary Frances y Suzanne no estaban en casa. Allí no le molestaba estar solo. Era un lugar donde pensar y buscar la implacable justicia en el recuerdo de lo que le habían hecho: un sitio donde pulir, purificar y aguzar su interpretación del pasado. El tubo fluorescente zumbaba y parpadeaba. Cuando empezó a hacer calor se quitó la chaqueta, la dobló a lo largo, luego por la mitad, y la dejó delicadamente encima de un armario.

Ya no era posible eludir el hecho de que Lee Oswald existía con independencia de la trama. T-Jota había forzado la cerradura del 4907 de Magazine Street, en Nueva Orleans. Resultó imprescindible al comprobar que la Guy Banister Associates no tenía una muestra de la letra del sujeto. El expediente sólo contenía un documento, su solicitud de trabajo, escrito en mayúsculas y sin firmar.

Verdaderamente, Lee H. Oswald era real. Lo que Mackey averiguó sobre él en su breve recorrido por el apartamento hizo que Everett se sintiera desplazado. Le produjo una sensación de profundo pánico y le permitió entrever la ficción que había imaginado, una ficción que existía prematuramente en el mundo.

Ya estaba enterado de lo concerniente a las armas. Mackey lo confirmó: un revólver calibre 38 y un rifle de cerrojo con mira telescópica.

También conocía la historia de las octavillas. Oswald repartía octavillas por la calle. El titular exigía: «¡Manos Fuera de Cuba!».

Estaba la correspondencia de Oswald con el director nacional del Comité por el Trato Justo con Cuba.

Por todas partes había bibliografía socialista. Discursos de Fidel Castro. Un folleto con una cita de Castro en la cubierta: «La Revolución debe ser la escuela del pensamiento liberado». Ejemplares del Militant y del Worker. Un folleto titulado La futura Revolución Norteamericana. Otro, Ideología y revolución, firmado por Jean-Paul Sartre. Libros y folletos en ruso. Fichas de papel brillante con caracteres cirílicos. Un álbum filatélico. Un manuscrito de doce páginas titulado: «Diario Histórico».

Estaba asimismo la correspondencia con el Partido Socialista de los Trabajadores. Y una novela, El idiota, en ruso.

Había un opúsculo titulado El crimen contra Cuba. En la contraportada Mackey vio unas señas estampadas con un sello: 544 Camp St.

Había una tarjeta de reclutamiento a nombre de Lee H. Oswald, y otra a nombre de Alek James Hidell.

Había un pasaporte expedido a nombre de Lee H. Oswald. Un certificado de vacuna sellado por el doctor A. J. Hidell. Y un certificado del servicio militar, Cuerpo de Marines de Estados Unidos, a nombre de Alek James Hidell.

Encontró solicitudes cursadas con los nombres de Osborne, Leslie Oswald y Aleksei Oswald. Y una tarjeta de socio del Comité por el Trato Justo con Cuba, sección de Nueva Orleans. El miembro es Lee H. Oswald, y el presidente de la sección, A. J. Hidell. En opinión de Mackey, las firmas no eran de la misma persona.

Había una foto de revista de Castro enganchada con celo a la pared.

Por no hablar de la habitación propiamente dicha. Mackey había encontrado casi todo el material en una especie de despensa situada a un lado de la sala. Era un sitio pequeño, oscuro, mísero y desesperado, el escondite perfecto del francotirador, con cucarachas desfilando por los zócalos.

Everett sólo había pedido una muestra de la letra, una foto. Con todo ese material podría dedicarse a la construcción de la historia ilustrada de su sujeto, comenzando por el falso nombre. Le gustaba inventar nombres, ni más ni menos que el nombre justo, ni más ni menos que la textura oral del paso de un vagabundo por la tierra.

Pero Oswald tenía nombres, sus propios nombres. Distintas versiones. Había falsificado documentos. ¿Para qué jugaba Everett en el sótano con la tijera y el pegamento? Oswald poseía su método personal de copiado, sus instrumentos de falsificación. Mackey comentó que había usado una máquina fotográfica, un pigmento opaco, había retocado negativos, empleando una máquina de escribir y un equipo de sellos de goma.

Opinó que el trabajo era una chapuza. Everett no se sintió dispuesto a responsabilizar al chico de los detalles técnicos (Hidell, Hideel). Evidentemente, el asunto era de mayor alcance. ¿Qué hacía con todo ese papeleo inventado, con una cámara Minox escondida en el fondo de un armario?

Everett estiró los brazos unos segundos para despegar la camisa de su piel sudada. Buscó cigarrillos. Pensó que en los últimos días parecía haber más preguntas que hechos y más amargura que preguntas. El quid de la amargura radica en que puedes trabajarla, depurar la angustia y el resentimiento. Es una experiencia que abriga promesas de perfección.

Lancer ha regresado de Berlín.

El afilado y pulido se estaba convirtiendo en puro encono. Aquel esfuerzo por afilar y pulir hasta qué punto había degradado el sentido de su propia valía. Era una cuestión de dimensiones. Se reducía a lo que le habían hecho. Se trataba de encerrarse en su despacho del Old Main y de elaborar su furia.

Lo último que Mackey vio al salir del apartamento fue una novela de James Bond en la mesa situada junto a la puerta.

Nicholas Branch tiene documentos estatales inéditos, informes del detector de mentiras, grabaciones de las frecuencias de radio de la policía correspondientes al 22 de noviembre. Cuenta con ampliaciones fotográficas, planos del edificio, películas filmadas por aficionados, biografías, bibliografías, cartas, rumores, espejismos, sueños. Ésta es la sala de los sueños, la sala donde ha pasado tantos años para aprender que su tema no es la política o el delito violento, sino hombres en habitaciones pequeñas.

¿Se ha convertido en uno de ellos? Frustrado, atascado, atento a sí mismo, a la búsqueda de un modo de conexión, de una salida. Después de Oswald, en Estados Unidos no se exige a nadie que lleve una vida de desesperación soterrada. Solicitas una tarjeta de crédito, compras una pistola, recorres las ciudades, los suburbios y los paseos comerciales, anónimo y más que anónimo, en busca de la ocasión de disparar a la primera cara hueca y abotargada de un famoso, sólo para que la gente sepa que allí hay alguien que lee la prensa.

Branch está atascado, de eso no hay duda. Ha consagrado su vida a comprender aquel instante en Dallas, los siete segundos que quebraron la columna vertebral del siglo en Estados Unidos. Tiene el informe detallado del patólogo forense, su análisis de activación de neutrones. También cuenta con el informe Warren, con sus correspondientes veintiséis tomos de testimonios y documentos, sus millones de palabras. Branch opina que el informe sería la novela oceánica que James Joyce habría escrito si se hubiera trasladado a Iowa y hubiese vivido hasta los cien años.

Allí está todo: partidas de bautismo, boletines de calificaciones, postales, peticiones de divorcio, cheques anulados, fichas diarias de entrada y salida del trabajo, declaraciones de renta, inventarios de pertenencias, radiografías postoperatorias, fotos de cuerdas anudadas, miles de páginas de testimonios, de voces monótonas en las salas de audición de viejos tribunales, una increíble cantidad de testimonios de hombres. Se hallan tan aplastadas sobre la página, penden tan inmóviles en el aire amodorrado, olvidadas la sintaxis y otras reglas, que semejan una especie de rocío mental, la poesía de existencias enfangadas y chorreantes de lenguaje.

Documentos. Está la gráfica dental de la madre de Jack Ruby, fechada el 15 de enero de 1938. Hay una microfotografía de tres pelos del vello púbico de Lee. H. Oswald. En otro sitio (en el Informe Warren todo te remite a otro sitio) aparece una descripción pormenorizada de esos pelos. No son rizados, sino suaves. Las ampliaciones no son muy grandes. Y hay mucho más.

Branch no sabe cómo abordar este tipo de datos. Quiere creer que los pelos corresponden a los archivos. Para su responsable obsesión, resulta vital que todo lo contenido en esa sala justifique un estudio minucioso. Todo corresponde, todo concuerda, el murmullo de oscuros testigos, las fotos de documentos ilegibles y restos personales sueltos y tétricos, cosas recogidas en la agonía: zapatos viejos, la chaqueta del pijama, cartas desde Rusia. Todo es una sola cosa, una ciudad arrasada de trivialidades donde las personas padecen verdadero dolor. Conviene recordar que éste es el libro joyceano de Estados Unidos, la novela en la que nada queda fuera.

Hace mucho que Branch ha perdonado sus fallos al Informe Warren. Se trata de un documento de angustia y confusión humanas demasiado valioso para desdeñarlo o descartarlo. Los veintiséis tomos lo acosan. En los memorandos del FBI aparecen hombres y mujeres que son rastreados a lo largo de varias páginas y que acaban por desvanecerse: camareras, prostitutas, adivinos, directores de motel, propietarios de campos de tiro. Parcas, inconclusas y a su manera perfectas, esas declaraciones persisten en el tiempo.

RICHARD RHOADS y JAMES WOODARD se emborracharon una noche y WOODARD dijo que JACK y él llevarían armas a Cuba. JAMES WOODARD tenía una escopeta, un rifle y probablemente una pistola. Afirmó que JACK poseía muchas más armas que él. DOLORES declaró que no había visto armas de ningún tipo en poder de JACK. Afirmó que en el garaje tenía varias cajas y baúles e ISABEL sostuvo que allí estaban sus pieles, estropeadas por el moho causado por la elevada humedad de la zona.

Fotos. Hay muchas sobreexpuestas, quemadas, borradas más allá de lo normal en el tiempo transcurrido, fotos que sugieren cosas apenas entrevistas pese a la sencillez de los objetos y los parcos comentarios. Barras de cortina encontradas en un estante del garaje de Ruth Paine. Ahí están. La foto no muestra ni más ni menos. Pero Branch tiene la sensación de que hay cierta soledad, una extraña desolación atrapada en el encuadre. ¿Por qué las fotos consiguen perturbarlo, entristecerlo? Monótonas, difusas, lavadas por el tiempo, suspendidas fuera de la esencia específica de esta o aquella época, sin discutir, sin aclarar, solitarias. ¿Es posible que una foto se sienta sola?

Esa tristeza lo ata a la silla con la mirada fija. Nota el alma de los lugares vacíos, regresa una y otra vez a las fotos del comedor del primer piso del Depósito de Textos Escolares de Texas. Vaciaron habitaciones, garajes y calles para tomar las fotos oficiales. Ahora estaban eternamente vacíos, atascados en el limbo fotográfico. Siente las almas de los que allí estuvieron y partieron. Percibe pesadumbre en los objetos, en las cajas de cartón de los almacenes y en las ropas empapadas en sangre. Respira soledad. Siente a los muertos en esa estancia.

W. Guy Banister, ex agente especial del FBI, especialista en recoger información anticomunista, aparece muerto en su casa de Nueva Orleans en junio de 1964, con su Magnum 357 con monograma en el cajón de la mesilla de noche. Se diagnosticó ataque cardíaco.

Frank Vásquez, el antiguo maestro que luchó a favor y en contra de Castro, halla la muerte delante de El Mundo Bestway, un supermercado de la West Flagler Street de Miami, en agosto de 1966, con tres balazos en la cabeza. Se informa de una pelea entre facciones de grupos anticastristas de la zona. Se redacta un informe sobre una discusión que tuvo lugar algo más temprano en un club. No se producen arrestos en este caso.

Diez años después, el mismo día y también en Miami, la policía encuentra el cadáver semidescompuesto de John Roselli, nacido Filippo Sacco, una figura del hampa que poco antes había prestado testimonio ante un comité del Senado que investigaba los intentos compartidos de la CIA y la mafia para asesinar a Castro. El cuerpo flota en un barril de petróleo en Dumbfoundling Bay, con las piernas aserradas. Tampoco hay arrestos en este caso.

Branch permanece sentado con la mirada fija.

La Agencia le paga el máximo que alcanzó a la edad del retiro, con actualizaciones periódicas de acuerdo con el aumento del coste de la vida. La Agencia pagó la habitación que él añadió a su casa, esta estancia, la sala de documentos, de las fotos amarillentas. También pagó para recubrir la sala con material antiinflamable. Pagó el ordenador personal que Branch utiliza para estudiar datos biográficos. Branch se avergüenza de pasarle la factura del material de oficina y a menudo presenta una cifra inferior a la que en realidad ha gastado.

Come casi siempre en la sala, limpia un trozo de escritorio y lee mientras come. Se queda dormido en el sillón y despierta sobresaltado, momentáneamente temeroso de moverse. Hay papeles por doquier.

Al caer la tarde se sentaron en las gradas de madera y contemplaron a los viejos que jugaban al softball. Los jugadores vestían camisa blanca de manga corta, pantalón largo blanco y lazo oscuro, amén de gorra de béisbol y zapatillas blancas. Los lazos consiguieron que Raymo se sintiera feliz. Pensó que eran fantásticos, el toque yanqui perfecto.

Frank se sentó una fila más arriba y un poco hacia un lado, y bebió naranjada.

—Aún pienso en los montes —dijo.

—Aún piensas en los montes. Mira al primera base. Te apuesto a que tiene setenta y cinco años, pero sigue moviéndose bien.

Raymo también pensaba en los montes. Estuvo con Castro en el Movimiento del 26 de Julio, con el famélico ejército de barbudos. Por aquel entonces, Fidel era una figura mágica. Resultaba indudable que tenía fuerza, que era mítico. Alto, fornido, de pelo largo, empapado en suciedad, mezclando teoría y exabruptos, se presentaba en cualquier parte, lo explicaba todo, formulaba preguntas a los soldados, a los campesinos, incluso a los niños. Convirtió la revolución en algo que la gente sentía con su cuerpo. Las ideas, las palabras sibilantes palpitaban en los sentidos de todos. Era un Jesús con botas, predicaba allá donde iba, ocultaba su identidad a los campesinos hasta que llegaba el momento espectacularmente oportuno.

—Me sentía mal por la enfermedad, el hambre y la lluvia —explicó Frank—. También porque nunca estuve seguro de mis motivos. Cuando pienso en los montes, recuerdo sobre todo mi propia confusión. Me sentía impulsado en dos direcciones. Todo me resultó muy difícil.

Era verdad. Frank siempre fue un poco gusano[4], siempre sintió una furtiva admiración por Batista. Y ahora todos eran gusanos, gusanos anticastristas según el lenguaje de la izquierda. Frank siempre fue un gusano a medias, un batistiano a medias, incluso cuando luchaba por Fidel.

A Castro le gustaba recordar los primeros días de la insurrección, antes de que Frank y Raymo escalaran la Sierra Maestra. Doce hombres con once fusiles. En la actualidad, Raymo sabe que no fue sólo el 26 de Julio lo que derrocó al régimen. Desde el primer momento, Castro inventó una historia conveniente de la revolución para fomentar sus ansias de poder, para convertirse en el Máximo Dirigente.

El tercera base se agachó y arqueó los brazos. El abuelo de la base del bateador lanzó la pelota hacia el centro izquierda y sus compañeros de equipo lo observaron, casi incorporándose en las gradas. El sol iluminaba las palmeras que había detrás de la parte posterior derecha del campo.

—En estos momentos pienso más que nunca en los montes —añadió Frank.

—Porque eres estúpido, hombre.

—Pero no pienso para nada en la invasión.

—¿Y a quién le interesa pensar en eso? Además, naufragaste.

—Querrás decir que encallé. Pero nuestra confianza seguía incólume.

—Eres estúpido hasta las últimas consecuencias. Desde la playa vi cómo se hundía la popa.

—Aún teníamos ilusiones —insistió Frank, con solemnidad.

—No me extraña que pienses en los montes. En la sierra ganamos.

Frank le pasó la naranjada a Raymo después de beber un par de tragos. Vieron que los viejos, con un lanzamiento, sacaban del campo a dos jugadores; eran más serios y despiertos que los chicos, mecánicamente correctos a los setenta, con sus lazos. Frank y Raymo recordaron que Fidel empleaba la jerga del béisbol cuando hablaba de operaciones. Los atraparemos en el recorrido completo. Ganaremos sin que los cabrones marquen un solo tanto. Bajaron por la escalera y caminaron hasta el coche. Capitán, despatarrado en el asiento trasero, parecía un abrigo robado.

Raymo llevó a casa a su amigo. Sin duda, Frank piensa constantemente en los montes. Estuvo veintitrés días en la sierra. Se quejó del primero al último y, cuando terminó con su rosario de lamentos, volvió a dar clases en la escuela. Impartió clases a los hijos de los hombres que cortaban caña para los amos del azúcar, a los niños que limpiaban y embalaban caña sin cobrar un céntimo.

El edificio donde vivía Raymo quedaba entre el río Miami y Orange Bowl. Aparcó el coche, llevó el perro hasta la boca de riego y entró. El calor era sofocante. Lo primero que oyó fue el quejido de los coches sobre el puente colgante de la Nortwest Twelfth Avenue, un sonido que superaba ligeramente el tono natural del mundo, el sonido de alguien que piensa en una habitación a solas.

Las tropas del régimen temían la cordillera. Para ellas los montes significaban la muerte. Para Raymo no existía ni la más remota posibilidad de morir. En la Sierra rica y exuberante se volvió intocable, incluso durante la última ofensiva importante, durante la cual los lanzamientos repetidos de napalm calcinaron la tierra y el aire. En su interior, todos se creían intocables. Era el sentido de haberse convertido en rebeldes.

Se tendió en la cama y empezó a pensar.

La marcha sobre La Habana llevó algo así como cinco días. Fueron recibidos con el respeto que los héroes merecen en los libros. La consigna era depurar el país. Raymo fue testigo de varias ejecuciones. Acabaron con los violadores, los torturadores del régimen, los que clavaban clavos en los cráneos. Se les pidió amablemente que se situaran al borde de una zanja que les llegaba a las rodillas. Todos acabaron de una manera distinta, cayeron de lado o hacia atrás, con un brazo extendido o contra el cuerpo, pero todos cayeron sin darse cuenta, murieron profundamente sorprendidos.

Entonces aparecieron los comunistas y entraron en los sindicatos y los comités rurales. Castro les dio la legalidad. Tenían Migs embalados a la espera de que los pilotos cubanos aprendieran a pilotarlos. La consigna era pensar en términos colectivos. El individuo debía desaparecer.

Habló de una revolución y nos dio otra. Algunas zonas fueron vedadas a los cubanos. Había técnicos rusos y checos, equipos de construcción rusos miraras donde mirases. Por la noche, en las carreteras, los estudiantes que se oponían al nuevo régimen divisaron camiones que transportaban largos objetos, envueltos en lona, de contornos definidos. Corría la broma de que las palmeras se vendían en el mercado negro. El cargamento estaba formado por los SA-2, los primeros misiles soviéticos que llegaron a Cuba. Estaban en la isla para defender los cielos de los aviones espía de gran altura.

En esos tiempos, Raymo se encontraba en la prisión de La Cabaña, un veterano de Bahía de Cochinos. Sí, así de simple, el héroe barbudo es un gusano. El patio estaba rodeado de depósitos y polvorines antiguos, de galerías con bóvedas de cañón que ahora se usaban como celdas, y él compartía una de éstas con ex guerrilleros castristas, oficiales de Batista, obreros, radicales, sindicalistas, dirigentes estudiantiles, hombres que fueron torturados por el viejo régimen y por el nuevo, el perfecto potaje cubano. El fondo de su celda daba al foso, donde tenían lugar las ejecuciones. Esperaba que John F. Kennedy lo sacara de allí.

Algunas noches oían hasta diez ejecuciones. En una ocasión, Raymo vio a un hombre delgado, iluminado por el foco, delante de los sacos terreros. Llevaba zapatos blancos, camisa oscura, corbata de lazo y un bonito panamá. Tenían tanta prisa por ejecutarlo que ni siquiera le proporcionaron el traje gris de la cárcel, y mucho menos una audiencia o un juicio. Cuando le dispararon, Raymo vio que el sombrero salía volando. Subió por los aires como el sombrero de un dibujo animado. El individuo debe desaparecer.

Otro coche se internó en el enrejado de hierro del centro del puente y se oyó un sordo gemido.

Quería creer que había salido de la cárcel. Ex combatiente de la Sierra y de Playa Girón, se veía reducido a escuchar las incesantes disputas entre Castro y Kennedy, disputas que determinan dónde vive, qué come y con quién habla. Fue un obrero cualificado en Oriente, mecánico en una explotación minera de níquel, propiedad de los gringos, y allí oyó hablar del Movimiento del 26 de Julio, en boca de estudiantes que se referían, con gran poder de convicción, a las injusticias sociales. Ahora colecta fruta subido a una escalera y espera a que los dos máximos dirigentes le digan adónde tiene que ir. Ambos hombres arrastran un halo de grandeza con sus visiones y su porte heroico. Cada uno se mueve como la sombra del otro, su sueño obsesivo. Uno compra lo que el otro vende. Mil cien veteranos de la brigada de asalto fueron puestos en libertad después de que Estados Unidos pagara cincuenta y tres millones de dólares al gobierno de Castro. Raymo estaba en un lateral de Orange Bowl, a tres manzanas de su apestosa cama, y oyó las promesas renovadas, la segunda oleada de vacuidad. Desde entonces habían transcurrido seis meses. Estaba convencido de que no se había librado de nada. Recibía instrucción en los pastos silvestres de Everglades. Sólo en esos momentos se sentía libre.

No podía olvidar el modo en que el sombrero salió disparado de la cabeza del hombre delgado. La sorpresa brusca y chocante, el insulto repentino. Cuando estás convencido de que has visto todas las formas en que la violencia puede sorprenderte, aparece algo nuevo que ni siquiera habías imaginado. ¿Con cuánta fuerza golpean las balas para alcanzar a un hombre en el pecho y hacer que su sombrero vuele un metro y medio por los aires en línea recta? Fue una lección sobre las leyes del movimiento y un recordatorio para la humanidad entera de que nada es seguro.