EN ATSUGI
El oscuro avión descendió y recorrió un arco de cielo brumoso hacia el este de la pista. Poseía la ligereza de la madera balsa, cierto zigzagueo, alas extraordinariamente largas, y sobrevoló los postes del tendido eléctrico que se extendían sobre los arrozales, subió hacia las colinas y se perdió de vista. Un sonido extraño y agudo recorrió el aire, y las personas que vivían en los alrededores de la base abandonaron sus casas; los hombres se acomodaron con las piernas arqueadas para seguir el perfil del descenso; un sonido como el grito de una gaviota infinitamente prolongado, que hacía carambolas en las profundas cuevas que rodeaban la base, las guaridas de los kamikaze de la Segunda Guerra. Los soldados se asomaron a las ventanas del cuartel para contemplar el aterrizaje. Un hombre permaneció junto a la burbuja del radar y miró cruzado de brazos. Dos hombres con gorras de una empresa de servicios públicos hicieron un alto junto al rancho cuando el avión planeó sobre los campos y las alambradas de espino, para posarse suavemente; las puntas plegadas de las alas soltaron chispas al rozar la pista, como en un dibujo animado, en medio del resplandor cretáceo del mediodía.
—El muy cabrón alcanza una altura increíble.
—Lo sé, lo he oído —dijo Heindel.
—Y va rápido; se esfuma antes de que te enteres. Ni te imaginas lo alto que vuela.
—Sé qué altura alcanza.
—Estaba en la burbuja —intervino Reitmeyer.
—Veinticuatro mil pies.
—El muy cabrón preguntó qué vientos soplan a veinticuatro mil pies.
—Se supone que es una pregunta imposible —opinó Heindel.
—Yo trazaba interferencias cuando lo oí. Habla el hombre misterioso.
Donald Reitmeyer tenía una figura corpulenta y fornida, y un paso desgarbado que hacía que pareciera como si se estuviese hundiendo. Vio el tractor que se acercaba para remolcar el avión hasta el lejano hangar. Efectivos con armas automáticas escoltarían el avión y rodearían el hangar. Reitmeyer se quitó la gorra y la agitó para saludar a alguien que se acercaba por la pista derretida y humeante, un hombre menudo que avanzaba con la cabeza inclinada y un hombro caído, el mismo marine que había observado el aterrizaje del avión desde el cobertizo del radar.
—Es Ozzie. Está mirando, como de costumbre.
Heindel gritó:
—Oswald, muévete.
—Un poquitillo más —exclamó Reitmeyer, con una típica expresión macarrónica.
—Anímate, hombre.
—Muestra lo mucho que te interesa.
El trío echó a andar hacia el cuartel.
—Como ya sabemos qué altura alcanza, falta saber cuán lejos llega y qué hace cuando llega a donde tiene que llegar —dijo Reitmeyer.
—Se interna en China —aseguró Oswald.
—¿Y tú cómo lo sabes?
—Por lógica y sentido común. Y en la Unión Soviética.
—Lo llaman avión de servicio público —añadió Heindel.
—Es un avión espía, y se llama U-2.
—¿Cómo lo sabes?
—En este caso, por sabiduría popular —respondió Oswald—. Se oyen cosas, y resulta fácil averiguar lo que no oyes. Has visto los edificios que hay tras los hangares del extremo este. Los llaman Grupo Asesor Técnico Conjunto. Pero no es más que un nombre falso en el que se refugian los espías.
—Estás tan endiabladamente seguro… —comentó Reitmeyer.
—¿Qué crees que es, el dormitorio del equipo de lucha libre?
—No diremos nada.
—Asisto a las sesiones de información. Sé cuándo tengo que callarme.
—¿Has visto a los guardias armados?
—A eso iba, Reitmeyer, nadie se acerca a esta base sin autorización.
—Intenta que todos cierren el pico.
—Imagina lo que sería sobrevolar China —observó Heindel—. Sobrevolar la inmensa China.
—China no es tan inmensa —replicó Oswald—. ¿Qué me dices de la Unión Soviética?
—¿Es tan grande?
—Me gustaría recorrerla en tren a lo largo y a lo ancho, y hablar con toda la gente con que me cruce. Más que su magnitud física, es la idea de Rusia lo que me impresiona.
—¿Qué idea? —quiso saber Reitmeyer.
—Coge un libro y léelo.
—Siempre dices lo mismo, como si leer un libro fuera la única respuesta.
—Tal vez lo sea.
—Tal vez no.
—¿Es por eso que soy más listo que tú?
—También eres más tonto —opinó Reitmeyer.
—No es tan tonto como un oficial —intervino Heindel.
—Nadie es tan tonto como un oficial —declaró Oswald.
Lo apodaban Ozzie el Conejo por los labios fruncidos, los hoyuelos y la rapidez con que se movía cuando estallaba una reyerta en el cuartel o en cualquiera de los bares cercanos a la base. Medía metro setenta y cinco, tenía ojos azules, pesaba sesenta y dos kilos, pronto cumpliría los dieciocho, presentaba calificaciones por capacidad y conducta que aumentaron, cayeron, volvieron a aumentar y a caer, y sus puntuaciones en el campo de tiro eran contradictorias.
A Heindel se lo conocía como Hidell, pero no había una razón especial para ello.
Asistía al cine y a la biblioteca. Nadie conocía las dificultades que tenía para leer frases sencillas. No siempre lograba tener una imagen clara del mundo ante sus ojos. Escribir le resultaba aún más penoso. Si estaba cansado, apenas conseguía interpretar cinco palabras correctamente, escribir una palabra sencilla sin confundir las letras.
Se trataba de un secreto que jamás revelaría.
Tenía una tarjeta de permiso, una chillona camisa hawaiana que le hacía sentirse extranjero en su propia piel, y un asiento de ventanilla en el tren de Tokio.
Fue Reitmeyer quien organizó la cita y le explicó a Lee que bastaría con que se presentara a la hora y en el lugar adecuados y mostrara su conmovedora sonrisa norteamericana. Un millar de placeres prohibidos serían suyos.
Bienvenido a Japón, tierra de puertas correderas y zorras de ojos oblicuos. Deambuló como si fuera invisible por las capas del caótico Tokio crepuscular. Caminó durante una hora viendo los neones que atravesaban la niebla del tráfico, con palabras en inglés que le agredían, FANTÁSTICO, FANTÁSTICO, bajo los cables del tranvía, delante de las tiendas de pasta y los bares. Vio chicas japonesas que paseaban del brazo de seis militares norteamericanos, los cocineros de otras tantas bases, ataviados con chaquetas con dragones bordados. Aunque corría 1957, para Lee aquellos hombres poseían el estilo de guerreros jactanciosos, veteranos de combate que aceptaban todo lo que quedaba al alcance de los ganchos de colgar la carne.
Deambuló por laberintos de callejas repletas de compradores. Se sentía extraordinariamente sereno. Había algo en el hecho de abandonar la base, de encontrarse lejos de sus compatriotas, fuera de Estados Unidos que atemperaba su cautela, aliviaba su piel irritada.
Consultó el trozo de papel donde figuraba el nombre de la chica.
En los callejones había farolas encendidas. Advirtió la presencia de un hombre sin piernas con un acordeón, el pecho apoyado en extraños soportes de metal, como una máquina de coser Singer, y un letrero escrito con ideogramas que aleteaba en su torso.
Encontró a Mitsuko, una muchacha con cara de bebé, algo informe, vestida con falda y blusa blancas y un pañuelo en la cabeza, aguardando junto a un letrero que decía ACCESO A LOS SOLDADOS, el lugar de la cita organizada por Reitmeyer, en una calle de soportales baratos.
Mitsuko lo condujo a un salón de pachinko, una sala larga y estrecha atiborrada de gente que se apretujaba contra unas máquinas verticales. Intentaban meter una bola de acero en un reducido agujero. Las máquinas producían un estrépito febril, semejante al de un taller de estampación. En cuanto vio una máquina libre, Mitsuko accionó la palanca que liberaba la bola. Era la señal del nirvana, o como quiera que llamaran al estado absoluto. La muchacha clavó los ojos en el círculo gris y observó la bola que giraba y giraba. Estudiantes, viejas en kimono, hombres que parecían educados y con trabajos bien remunerados, se apiñaban en el salón a la espera de que se desocuparan las máquinas. Delante de algunas, había una cola de tres personas, que esperaban pacientemente en medio del torbellino y del humo como si nada las rozara salvo la veloz bola metálica.
Lee comprobó el papel con el nombre de la chica.
Dos horas después estaban en una habitación de puertas correderas y alfombras de mimbre. Algo le dio a entender que no era la casa de Mitsuko. No parecía un auténtico lugar japonés. En la pared colgaba un tapiz de seda, aunque probablemente no fuera de seda. Sobre el tocador, Lee entrevió un calendario con chicas ligeras de ropa y algunas pastillas de jabón Lifebuoy. La chica se quitó las sandalias. Le costaba trabajo creer que estaba a punto del legendario polvo. Tema de un millón de palabras, sonidos, risas y gritos en los descampados y los barracones de su experiencia. Se sintió paralizado al ver por primera vez una chica adulta y desnuda fuera de una revista. Había algo serio en la desnudez de una mujer. Se sentía distinto, serio, paralizado. Formaba parte de algo que recorría el mundo. Entonces, la mano de Mitsuko se acercó prosaicamente a sus pantalones, como si fuera a abrir un grifo. Lee se desnudó y dobló la camisa con las palmeras mecidas por el viento. El momento con el que había soñado. La habitación había existido desde el día en que nació, simplemente esperaba a que él franqueara la puerta. Sólo se trataba de franquearla, de hundirse en el torrente de las cosas.
¿Debía pagarle? Reitmeyer no le había dicho nada. Se vio haciendo el amor con ella. Estaba parcialmente fuera de la escena. Copuló con Mitsuko y controló la escena, a la espera de que el placer lo dominara, lo cubriera como la rompiente, inclinara los árboles. Más que verlo, pensó en lo que ocurría; aunque también lo vio.
El siguiente fin de semana estuvo de guardia, pero regresó a Tokio tan pronto como pudo. Mitsuko sólo aceptó dinero para jugar al pachinko. Era una fanática del pachinko, adicta total, aguantaba durante horas cubierta con un impermeable que no le pertenecía. Lee salía, regresaba, volvía a salir, recorría los locales de striptease y los bares de vaqueros. Se quedaba cerca de la entrada y la observaba mientras jugaba. La gente se apretujaba en el salón. De vez en cuando alguien obtenía un premio: un paquete de caramelos en forma de hoja. Lee la veía levantar el pie derecho y rascarse distraídamente el tobillo izquierdo.
Días extraños en el fabuloso Oriente.
En otra ocasión lo llevó a una habitación de una enorme casa de apartamentos situada cerca de las fábricas y los depósitos de combustible. Olía a azufre y a espuma marina. Desde la ventana podía ver un río, pero ignoraba su nombre. Mitsuko le dijo que tenía treinta y cuatro años. Días y noches extraños. Un rato después de que se vistieran apareció un hombre que se movió entre las penumbras, un hombre joven y delgado que conocía la estancia, que pareció no reparar en Lee y se comportó como si supiera todo lo que Lee había dicho y hecho. Buscaba su impermeable.
Lee no llegó a comprender la relación que el hombre mantenía con Mitsuko. Podía ser su hermano, primo, amante, tratante o protector, pero no su chulo (Mitsuko no aceptaba dinero). Durante la quincena siguiente Lee lo vio varias veces. Era un tipo interesante, llamado Konno, de pelo ondulado y gafas oscuras. Fumaba un Lucky Strike detrás de otro y conocía el jazz norteamericano, algunos nombres que Lee era incapaz de identificar. Hablaron de política. Bebieron cerveza con ginebra, que Lee llevó consigo a la habitación, aunque luego él sólo dio unos sorbos por cortesía. Konno hablaba un buen inglés, superior al elemental. Siempre vestía ropas y zapatos gastados, y llevaba un pañuelo de seda negra tanto dentro como fuera del apartamento.
La humedad otoñal persistió. La luz de las farolas relucía en el laberinto de callejones atestados de casas y tiendas de madera. Le habían quitado su espacio norteamericano. No es que importara demasiado. Su espacio no había sido más que vagabundeo, una mentira que ocultaba habitaciones reducidas, el televisor, la incesante voz de su madre. Louisiana, Texas, puras mentiras. Lugares sin propósito que giraban en torno a los cuartuchos en los que siempre acababa. Aquí la pequeñez adquiría sentido. Las ventanas de papel y las habitaciones como cajas eran estados mentales claros, formas de bienestar.
Mitsuko lo guio al territorio del nũdo. Carteleras, fotos, panfletos, letreros en las farolas, desnudos en reservados y salas, desnudos de neón y de papel, modelos a fotografiar, desnudos expuestos en medio de luces de colores, extrañamente pálidos bajo el falso resplandor rosado. Calles resbaladizas por la lluvia, como las de sus ensueños, sombras cinematográficas y hombres de abrigo oscuro, la boquita enfadada de Mitsuko, su lenguaje de suspiros e insinuaciones, el ensueño de la quietud, la perfección del deseo, las piernas de ella ligeramente separadas, con los brazos a lo largo del cuerpo.
Mitsuko no hizo nada de lo que Reitmeyer había dicho, y Ozzie tampoco se lo pidió.
En el interior de la burbuja, trabajaba bajo un ardiente resplandor: trazaba rutas de intercepción y vigilaba el osciloscopio en busca de indicios del movimiento de electrones que significaba tráfico aéreo en un sector determinado.
Durante las guardias nocturnas hacía hablar a los oficiales y les preguntaba cosas sobre acontecimientos internacionales. Así se enteró de que sabía más que ellos. Ignoraban las cuestiones elementales: nombres de dirigentes, sistemas políticos. Los oficiales más jóvenes eran los peor informados, universitarios típicos, lo que le sirvió para confirmar una vieja sospecha de cómo funciona el mundo.
Una voz crepitante pregunta por la velocidad de los vientos a veinticuatro mil pies de altitud, una voz que suena fuera de la cúpula de la noche, más allá de los límites conocidos.
Aunque cerca de la base había bares y chicas de alterne, prefería ir solo a Tokio, donde visitaba a Konno en la inmensa urbanización próxima a las fábricas. La contaminación cobriza era tan densa que ocultaba el sol poniente. Konno fumaba Lucky Strike e insistía en que la lucha existía. Trabajaba sólo media jornada como ascensorista porque el país estaba plagado de universitarios. A veces aparecía Mitsuko, y Ozzie y ella hacían el amor mientras escuchaban los discos de Thelonious Monk, rasguidos extraños y blues melancólicos, pensándolo bien, con un toque japonés. Otras veces Konno lo llevaba al Queen Bee, un club nocturno con rebuscadas atracciones y maravillosas mujeres que aparecían y desaparecían en medio de la humareda como un centenar de versiones de falda con abertura de una presentadora de Howard Johnson. A Lee se le ocurrió preguntarse qué hacían un ascensorista y un soldado de primera en un lugar como aquél.
Konno entraba con los hombros hundidos y arrastrando los pies, se quitaba el impermeable y lo paseaba por el suelo mientras los guiaban hasta una mesa de la zona elevada, más allá de los turistas, los hombres de negocios japoneses, la oficialidad norteamericana y los pilotos contratados (reconocibles por sus camisas pardas de manga corta y sus ridículas gafas de sol, hiciera el tiempo que hiciese). Konno se guardaba las cuentas en el bolsillo sin mostrar la menor intención de pagar, y una noche le presentó a una animadora llamada Tammy, una mujer con vestido plateado y brillante maquillaje.
Konno creía en los disturbios.
Konno creía que Estados Unidos había empleado la guerra bacteriológica en Corea y que aquí, en Japón, experimentaba con una sustancia llamada ácido lisérgico.
Konno creía que la vida es hostil. La lucha consiste en fundir tu vida con la gran marea de la historia.
Para alcanzar el verdadero socialismo, dijo, primero establecemos total y despiadadamente el capitalismo, y luego lo destruimos paso a paso, lo enterramos en el mar.
Era miembro de la Sociedad de Amistad Japonesa-Soviética, del Consejo Japonés para la Paz y de la Asociación Japonesa-China de Intercambio Cultural.
El capital extranjero y las tropas extranjeras dominan el Japón moderno, dijo.
Todas las tropas extranjeras son norteamericanas. Todo occidental es norteamericano. Todo norteamericano está al servicio del capital monopolista.
Tammy llevó a Lee a un templo budista.
Una noche, en el Queen Bee, Konno anunció que MACS-1, la unidad de Lee, pronto partiría a Filipinas. Fue una novedad para el joven marine. Japón comenzaba a gustarle. Le gustaba ir a Tokio. Esperaba una perspectiva histórica más que puramente personal, desde las cenizas, los restos reconstruidos de un paisaje y una economía dinamitados.
¿Por qué lo trasladaban ahora, justo ahora, cuando para variar las cosas iban bien, cuando había cosas que le gustaban, de vez en cuando una mujer con la que meterse en la cama, personas con las que podía hablar y que no lo consideraban una figura en las sombras?
Acudieron al piso cercano al río. Konno deambuló por la estancia, sin dejar de tironear las puntas de su pañuelo de seda. Dio a entender que había otras personas que conocían al soldado de primera Oswald y admiraban su madurez política. Dijo que algunas cosas podían conquistarse con personas de ideas afines sobre los acontecimientos internacionales, personas situadas en ciertos lugares, con las que era fácil contactar. Regaló a Lee una pistola pequeña y plateada, una maravilla de bolsillo, de cañón corto y doble carga, y le pidió que le consiguiera Lucky Strike en la base.
Reitmeyer intentó alzarlo y ponerlo boca abajo, sujetándolo por las asentaderas y por el cuello de la camisa, una diversión primitiva y sin propósito, para tocar los cojones, pero la lio y acabó por sujetar con una mano el bolsillo lateral de la camisa de Ozzie y con la otra la axila, mientras la víctima aguantaba más o menos paralela al suelo, agarrada a la jamba de la puerta. Al principio Ozzie reaccionó afablemente, pensando que daría un paseo por los aires; al ver que Reitmeyer lo maltrataba y lo tironeaba, negándose a aceptar que no conseguiría nada y sin cejar en su intento de hacerle dar una voltereta, se quejó con impetuosos susurros, con ultimátums y amenazas inconclusas. Luchó por soltarse, al borde de las lágrimas a causa de la frustración, como un crío que se debate en la trampa, verde de ira; al final se relajó por completo, lo que le produjo una satisfacción oculta, conocida, pérfida y desagradable.
Una noche entró por casualidad en un bar de Tokio que parecía un local de maricas, de espectáculos de kabuki o una mezcla de ambos. Los parroquianos eran todos hombres, y los camareros o camareras —a medida que sus ojos se adaptaron a la oscuridad tuvo cada vez más claro que se trataba de hombres— llevaban vivos kimonos, pelucas revueltas y rizadas, la boca perfectamente pintada y la cara cubierta de tiza. Muy pedagógico. Alguien pasó a su lado, un hombre disfrazado que quería acompañarlo hasta una mesa, pero Ozzie se encaminó tranquilamente hacia la puerta, sintiéndose observado, extraño, peculiar, rarillo. En cuanto abrió la puerta, vio en la calle una figura conocida: un marine de su unidad, Heindel, que paseaba por ahí. El terror dominó por unos instantes a Ozzie. No quería que le vieran salir de semejante local. Si se corría la voz, en el cuartel se reirían de él. Se revolcarían como cerdos en una burla horrorosa. El solitario excéntrico que salía sigilosamente de un bar de maricones. Retrocedió a las penumbras y pidió una cerveza, mientras vigilaba la puerta. Hidell, con una chaqueta oscura y un tigre estampado en relieve en la espalda. Ozzie bebió la cerveza y se orientó. La oscuridad le ponía los pelos de punta. De las paredes salía una música gimiente.
Cogió un taxi y se dirigió al barrio de Konno. De los astilleros y las fábricas manaba humo químico. Por los callejones salían disparados chicos de cabeza rapada montados en bicicletas que recorrían a velocidad de carrera las calles cubiertas de baches.
Hidell significa no digas nada.
No encontró a nadie. Perdido, caminó varios kilómetros hasta conseguir otro taxi. Se dirigió al Queen Bee, donde le recibió una mujer cuya única tarea consistía en saludar a los que entraban. Konno estaba solo en una mesa del fondo. Hablaron largo rato. Por el escenario desfilaban chicas en bañador que giraban la cadera hacia el público, formado por hombres de negocios y oficiales norteamericanos. Era un local enorme y un grupo bullicioso. Konno estaba cansado y ronco, parecía a punto de enfermar. Reinó el silencio en la mesa. Después, Lee dejó caer que un día, en Atsugi, había visto algo interesante, un avión llamado U-2.
Hizo una pausa para percibir qué sentía. Ocupaba un remanso de paz en medio de la música y los aplausos ensordecedores. No estaba conectado con nada de lo que le rodeaba ni tampoco consigo mismo, y hablaba no tanto para Konno como para la persona a quien éste transmitiría la conversación, alguien que se encontraba ahí fuera, en el mundo flotante, un coleccionista de comentarios sueltos, un especialista que vivía en la oscuridad, como los hombres de labios pintados y pelucas de seda hilada.
Añadió que el avión superaba el alcance de las pantallas de radar. Dijo que alcanzaba una altitud de casi ocho mil metros, superior al récord conocido. Sugirió que iba provisto de cámaras sorprendentes y que se dirigía a territorio hostil.
Apenas se dio cuenta de qué estaba hablando. Eso era lo más interesante. Cuanto más hablaba, con mayor fuerza sentía que estaba imperceptiblemente escindido. Todo sonaba tan lejano que sus palabras no podían tener importancia. Ni siquiera miró a su compañero. Permaneció inmerso en una blanca serenidad y dejó flotar las frases. Konno, lo observaba y escuchaba atemorizado, barbudo, oliendo la nicotina que teñía sus dedos, costumbre que parecía sugerir que nunca había lo suficiente… lo suficiente de aquello que anhelabas. Lee siguió hablando serenamente. Diez mil años de felicidad o lo que signifique cuando gritan banzai.
Dejó caer que había calculado la velocidad de ascenso del U-2. Aunque no la mencionó, se explayó en otros detalles sobre cuestiones menores, puso a prueba los conocimientos técnicos de Konno pronunciando una conferencia, señaló los fallos en el sistema de seguridad de la base.
Un hombre con esmoquin blanco presentó por sus nombres y apellidos a las bellezas en bañador. Aplausos entusiastas. Konno y Lee saltaron al frío de la noche. Era tarde y reinaba la calma, y Lee se cerró la cazadora. Konno se detuvo a fumar, al amparo del viento, con las rodillas dobladas y la mirada puesta en una desierta calle de neones.
Hidell significa no digas nada.
Ideogramas blancos. Letras romanas que laten en la oscuridad. Konno dijo que esperaban a Tammy, una de las presentadoras, y se mostró algo desanimado, quizá porque necesitaba dormir. La muchacha asomó por una salida lateral envuelta en ropa impermeable, incluidos sombrero y botines blandos, y parecía dispuesta a disfrutar de un bien merecido descanso. Conocía un salón de pachinko que probablemente estaría abierto. Quería jugar al pachinko.
El operador de radar, Bushnell, subía por la escalera exterior del cuartel cuando oyó un ruido agudo, un solitario golpe seco como el de una regla al golpear una mesa. Lo pensó mejor y decidió que no se trataba de ese tipo de sonido. Parecía un chasquido, tal vez un petardo potente. Pero tampoco era eso. Se había equivocado. En realidad, parecía un portazo.
Entró y vio a Ozzie sentado sobre un baúl, a solas en el sector reservado de su unidad, exhibiendo su extraña sonrisa. Tenía una minúscula pistola en la mano y un hilillo de sangre en el brazo izquierdo, por encima del codo.
—Parece que me he disparado —dijo.
Bushnell estudió la perfecta escena. Pensó que el comentario de Ozzie sonaba histórico y encantador, salido de una película o de una serie de televisión.
—Sólo me preocupa de dónde sacaste el arma, ya que soy el oficial de guardia y estoy de ronda.
—¿Le molestaría hacer algo?
—¿Qué quieres que haga?
—Le agradecería que avisara a un miembro del cuerpo de sanidad.
—¿Qué pasa? ¿Estás sangrando? Me parece que te has cortado al afeitarte.
—Tengo un agujero en el brazo.
—¿Ya te afeitas, Ozzie? Me han dicho que tu madre se afeita y que tú no. ¿Qué pasará cuando vean el arma?
—Fue un accidente.
—Y un huevo. Tenías que haber utilizado tu 45.
—Me habría arrancado el brazo.
—Pero es propiedad del gobierno, imbécil. ¿Qué les dirás, que encontraste el arma en una acera a plena luz del día?
—Es que la encontré.
—Por todos los santos, Ozzie, deja de decir tonterías. Estás solo aquí. ¿Qué habría ocurrido si yo no hubiese entrado? ¿Te habrías quedado esperando? Si algo me molesta, es la mala planificación.
—Entretanto estoy herido de bala.
—Es un truco muy manido.
—Estoy sangrando, Bushnell.
—Te lo mereces. Mereces ponerte cada vez más pálido y morir. Es un truco, la artimaña más conocida del mundo. ¿Esperas que entren y digan de acuerdo, Oswald, está herido de bala, quédese aquí mientras los demás salen a navegar?
—Es lo que espero que digan porque estoy herido de bala.
—Pasas totalmente por alto el hecho de que es una herida superficial, al menos así me lo parece. En cuanto vean que se trata de un arma no reglamentaria, lo considerarán un delito de consejo de guerra.
—Saqué el arma del baúl para devolverla y se disparó.
—Y así nos contarás que es pequeña y perfecta.
—Estoy sangrando.
—Pase lo que pase, te acusarán de comportamiento ilegal, como si tuvieras un arma de asalto.
—Se disparó al caerse. La recogí del suelo, me mareé, pensé que estaba conmocionado, así que cerré el baúl para intentar sentarme sobre él, y así es como me encontró.
—A mí no me digas nada, habla con ellos, imbécil.
—Bushnell, llame a un miembro del cuerpo de sanidad. Alguien tiene que atenderme. Soy un marine herido.
DIAGNÓSTICO: HERIDA POR PROYECTIL, BALAZO EN EL BRAZO IZQUIERDO, NO FUE PARTICIPACIÓN EN 8255.
1. Dentro del comando, en el trabajo.
2. El paciente dejó caer una automática del 45, la pistola se disparó al chocar contra el suelo y el proyectil dio en el brazo izquierdo del paciente, provocando la herida.
SÍNTESIS NARRATIVA:
Este varón de dieciocho años se disparó accidentalmente en el brazo izquierdo con un arma de mano, se supone que del calibre 22. El examen reveló el orificio de entrada en la parte media del brazo izquierdo, por encima del codo. No hubo pruebas de lesión neurológica, circulatoria u ósea. Se dejó cicatrizar el orificio de entrada y el proyectil se extrajo por otra incisión realizada cinco centímetros por encima del orificio de entrada. El proyectil parecía una bala del 22. La herida curó bien y el paciente fue dado de alta para que cumpliera con sus deberes.
QUIRÓFANO: 5-10-57: EXTRACCIÓN DE CUERPO EXTRAÑO DE LAS EXTREMIDADES, BRAZO IZQUIERDO #926.
Tarjeta postal #1. A bordo del Terrell County, en el mar de la China Meridional. Ozzie está en la cubierta de popa con Reitmeyer, cuenta los días de maniobras fantasmas bajo un calor abrasador y se pregunta si volverá a ver tierra firme.
—¿Quieres que te enseñe a jugar al ajedrez?
—Vete a la mierda.
—Es por tu bien, Reitmeyer. Además, de alguna manera hay que pasar el tiempo.
—Cómprate un desierto y piérdete.
—Los mejores ajedrecistas del mundo casi siempre son rusos.
—A la mierda con ellos, vamos a picas.
Los hombres se sienten aturdidos bajo la luz cegadora.
Tarjeta postal #2. Corregidor entre las ruinas de guerra. John Wayne interrumpe el rodaje de una película que está filmando en el Pacifico y visita a los nostálgicos soldados de infantería de marina del MACS-1. Ozzie está a cargo del rancho, ahora siempre le toca el rancho, pero logra echar un vistazo al famoso actor que almuerza con un grupo de oficiales: rosbif con salsa, que él ha ayudado a preparar. Le gustaría acercarse a John Wayne, decirle algo auténtico. Mira hablar y reír a John Wayne. Es extraordinario y sorprendente ver la risa de la pantalla en carne y hueso. Ozzie se siente bien. Este hombre es doblemente real, no engaña ni decepciona. Cuando John Wayne ríe, Ozzie sonríe, se ilumina, casi se pierde en su propio brillo. Alguien hace una foto de John Wayne con los oficiales y Ozzie se pregunta si aparecerá en último plano, sonriendo en el pasillo. Aunque es hora de regresar a los fogones, observa unos segundos más a John Wayne y piensa en el transporte de ganado de Río Rojo, la gran escena expectante que da inicio a la película. Quietud, novillos nerviosos, jinetes al alba, la silueta de las colinas, la voz grave y segura del envejecido John Wayne, la voz con tantos matices de sentimiento y tranquilidad, John Wayne que ordena con decisión a su hijo adoptivo: «Matt, llévalos a Missouri». Después las monturas se encabritan, los guías sueltan alaridos, la música y los cantos estimulantes, las caras honradas y barbudas (hombres que cree conocer), toda la gloria y el polvo de la gran travesía hacia el norte.
Lee a Walt Whitman en las ruinas del hospital.
Otra cuestión acerca de Konno. Nunca se dirigió a Lee en tono personal. Parecía recitar, hablarle al dictáfono. Su tono carecía de flexibilidad. No percibía al individuo.
Algo más: técnicamente hablando, no distinguía tres en un burro. Ignoraba la terminología, las expresiones y calificativos de la electrónica de aviación, del reconocimiento a gran altura. Vaya ascensorista. Ja, ja.
Lee no dijo que se había autolesionado con la pistola que le proporcionó Konno. En primer lugar, porque la estrategia no sirvió para permanecer en Japón. Y, en segundo, porque no quería que Konno supiera que había caído bajo su influencia.
Nada de hablar.
Permaneces en posición de firmes hasta que te nombran.
En ningún momento pisas las rayas blancas. Algunos fragmentos del suelo están pintados de blanco. El blanco no se toca. Los pasillos están recorridos por rayas blancas. No puedes tocarlas ni cruzarlas. Cada urinario se encuentra detrás de una raya blanca. Tienes que pedir permiso hasta para mear.
Recibes palizas en la zona que abarca del pecho a la entrepierna, para que los morados no se noten. Así es la tradición. O un guardia te tapa la cabeza con un cubo y lo golpea con la porra.
Si te consignan en una celda, el guardia la limpia a manguerazos contigo dentro.
Existen lugares específicos para castigos llamados el agujero, la caja, la jaula… nombres sugerentes con una historia que resulta conocida por las películas.
Nunca caminas si hay espacio suficiente para correr. Sales y entras a la carrera de tu caja de almacenamiento. Te detienes ante cada raya blanca y esperas hasta que te autoricen a cruzar. Corres por el recinto, con la azada en posición de presenten armas.
Te procesan desnudo, con los brazos estirados sobre la cabeza para sostener el saco de marinero; gritas sí, señor y no, señor al más mínimo sonido. Sólo te permiten que apoyes el saco en la nuca cuando te agachas para que registren tu cavidad anal en busca de material impreso, estupefacientes, bebidas alcohólicas, herramientas para excavar, televisores, utensilios con los que puedas suicidarte.
Así era el calabozo de Atsugi, un extenso edificio de madera con suelos de cemento, varios almacenes, despachos y compartimentos, la zona del llavero y un amplio recinto alambrado que contenía veintiuna literas. El recinto estaba lleno a tope. Los nuevos presos se alojaban en seis celdas de cemento situadas a lo largo de un pasillo señalizado con rayas blancas. Aunque las celdas fueron diseñadas para un solo ocupante, el verano era época de inadaptados, desertores, bebedores agresivos, perdedores natos, rateros, desesperados, hombres con todo tipo de temperamento delicado, y Oswald tenía por compañero a Bobby Dupard, un negro delgado y de ojos tristones, con un tinte cobrizo en el pelo y en la piel.
Como fue el primero en llegar, a Oswald le tocó la cama fija. Dupard tuvo que conformarse con un catre plegable y un colchón infestado de bichitos picadores de cuerpo chato, cosas que podías aplastar entre las uñas y que se dividían en dos, en cuatro y luego en ocho, para arremolinarse de nuevo en sus nidos algodonosos a fin de seguir reproduciéndose. Según Dupard, intentar exterminarlos carecía de sentido.
Por la noche hablaban en voz baja.
—¿Quieres decir que cuando los matas se multiplican?
—Sólo digo que es imposible matarlos. Son demasiado pequeños.
—Duerme encima de la manta —le aconsejó Oswald.
—Pasan igual y te taladran.
—La hemos jodido, son termitas.
—Oye, tío, he vivido años con estos bichos.
—Pon la manta en el suelo. Duerme en el suelo.
—La mitad del suelo está cubierta de rayas blancas, como si lo hubieran previsto. De todos modos, los piojos saltarían sobre mí.
Era un sitio casi vacío, de objetos sencillos y necesidades básicas. Oswald tenía los sentidos profundamente aguzados. Su lengua sabía a hierro. Oía voces del alambrado, guardias que gruñían como perros corpulentos. Cuando regaban el suelo del bloque de las celdas, olía la tierra combinada con el cemento: guijarros, gravilla, escorias y piedras trocadas, lejanamente mezclados con amoníaco, descuidadamente combinados.
Dupard era de Texas.
—Ocupa el primer puesto nacional en homicidios —comentó Oswald.
—Tú lo has dicho.
—¿De dónde eres?
—De Dallas.
—Yo soy de Fort Worth, pero no siempre viví allí.
—Somos vecinos, que coincidencia. ¿Cuántos años tienes?
—Dieciocho —respondió Oswald.
—Eres un crío. Meten a un crío en la cárcel. ¿A cuánto te han condenado?
—A treinta y ocho días.
—¿Bajo qué acusación?
—Primero me disparé accidentalmente en el brazo y me sometieron a un consejo de guerra, pero dejaron la condena en suspenso.
—Si fue accidental, ¿por qué te castigaron?
—Dijeron que usé un arma no registrada. Tenía un arma personal.
—Que nadie te proporcionó.
—Me la encontré, pero a sus ojos eso no importa si se trata de un arma no registrada.
—Dejaron en suspenso la condena. ¿Qué pasó después?
—Formaron un segundo consejo de guerra.
—Parece que alguien tentó su suerte.
—Se basaron en un incidente, eso fue todo.
—Te creo.
—Hay un sargento, un tal Rodríguez, que me asigna constantemente el rancho. No le caigo bien, y te aseguro que es mutuo. Discutimos más de una vez, y le expliqué lo que sentía por meterse conmigo. Dijo que el consejo de guerra es lo que me mantenía alejado del cobertizo del radar, y luego lo de siempre, que no me visto ni me comporto de acuerdo con las reglas. Lo vi en un bar local y enfilé hacia él. Le dije que me sacara de esos trabajos domésticos. Estábamos cara a cara. Respondió que hablaría en mi nombre y que me largara, pero yo seguí allí. La gente se amontonaba a nuestro alrededor. Mi mente era un torbellino. Testigos potenciales. Le dije lo que pensaba, eso fue todo. No me pasé de listo, fui claro y transparente. Dije que quería un trato justo. No lo hostigué. Dijo que le estaba presionando. Dijo que no lograría convencerle de que se liara conmigo a puñetazos, que no valía la pena, que así perdería un galón. Algunos tipos nos azuzaron. Insistieron en que Rodríguez debía darme una buena paliza, pero mi intención no era pelear con él. Sólo quería darle mi opinión. Me llamó maricón en español. Me dijo maricón en voz baja, con una sonrisita. Aseguré que conocía el significado de esa palabra, que se la había oído a los portorriqueños. Conozco ese tipo de palabras. Rodríguez replicó que él no era portorriqueño, y le pedí que no usara palabras portorriqueñas. La discusión subió de tono. Estábamos rodeados. Alguien me empujó y derramé mi cerveza sobre Rodríguez. La derramé accidentalmente. Como te lo cuento: me empujaron. Se lo dije, no me disculpé porque no era culpa mía, todo el mundo empujaba. Sólo quería defender mis derechos militares.
—Baja la voz —murmuró Bobby.
—Así se formó el segundo consejo de guerra. Esta vez me defendí. Interrogué a Rodríguez en la tribuna. Demostré que no era culpable de haberle arrojado la cerveza, lo que técnicamente se considera agresión.
—¿Entonces porqué estamos aquí, teniendo esta charla?
—Dijeron que era culpable de un cargo menor: uso ilegítimo de palabras irritantes con un suboficial de estado mayor. Artículo uno diecisiete. Se acabó.
—Cierra el pico —pidió Bobby.
Vestía una desteñida ropa de faena en la que aún quedaban huellas de los desaparecidos galones de sargento, y trabajaba en los campos, quitaba piedras y quemaba basura. El guardia lucía una 45 y no permitía que ningún preso se acercara a ella. Hablaban o descansaban. Trabajaban bajo la lluvia. La primera semana hubo fuertes tormentas encrespadas, lluvia en extensiones abiertas, lenta y cadenciosa. Los hombres quedaban cubiertos por un humo que olía a basura húmeda y medio quemada. Su inútil trabajo les permitía pasar el día. Pensó que tenía muchas posibilidades de ingresar en la escuela de oficiales. Había aprobado el examen eliminatorio para cabos antes de embarcar. De no ser por el incidente del balazo y el de la cerveza derramada, estaría en buena forma. Tal vez aún estaba en forma. Era lo bastante listo para ser oficial. Pero no era ésa la cuestión, todo radicaba en saber si se lo permitirían. Cortaba matorrales y quitaba piedras pesadas. La cuestión consistía en si esgrimirían esos incidentes en su contra.
—Aterricé aquí como en un sueño —susurró Dupard aquella noche—. Creo que ya estoy muerto. Sólo falta que me arrojen tierra en la cara.
—¿De qué te acusaron?
—Hubo un incendio en mi dormitorio, y me acusaron de haberlo provocado. Mentalmente, podría decir que fue más o menos así. En otras palabras, las pruebas fueron insuficientes.
—Pero lo provocaste.
—No es tan simple. Podría decir que fue así o que fue asá y estar convencido mentalmente.
—En realidad, no estabas seguro de querer hacerlo, sólo pensabas en hacerlo.
—Fue más bien: ¿y si dejo caer este cigarrillo?
—Pareció ocurrir mientras lo pensabas.
—Como si sucediera por su cuenta.
—¿Se quemó el dormitorio?
—Sólo se chamuscaron unas cuantas sábanas. Como si te quedaras dormido una décima de segundo con el cigarrillo.
—¿Por qué querías provocar un incendio?
—Se trata de algo que estaba en mi cabeza, la razón exacta por la que lo hice. Hay algo psicológico en juego.
—¿Qué pasó después?
—Sólo una cosa: deserté.
—¿Por qué?
—Porque quiero salir de aquí —respondió Bobby—. No soy un marine, así de sencillo. Deberían darse cuenta y poner fin a este embrollo. Cuanto más dure, menos capaz seré de hacer frente a esta mierda.
En la literatura que leía en la prisión, Oswald siempre encontraba un estafador viejo e ingenioso que avisaba al más joven, le daba consejos prácticos, hablaba con abrumadora filosofía sobre las cuestiones trascendentales. La prisión te lleva a pensar en ese tipo de cuestiones. Te hace desear una perspectiva experimentada, los conocimientos de una figura entrada en años y mirada amable y cansada, un consejero, alguien enterado. No sabía a ciencia cierta qué podía ser Bobby R. Dupard.
Al día siguiente, cuando regresó del destacamento de trabajo, encontró en la celda dos guardias que aporreaban a Dupard. Se desquitaron. Al principio parecía otra cosa, un ataque de epilepsia, un ataque al corazón, pero en seguida se dio cuenta de que se trataba de una paliza. Bobby estaba en el suelo e intentaba protegerse mientras los dos guardias se turnaban para pegarle en los riñones y en las costillas. Un guardia permanecía sentado en el catre de Oswald y se agachaba para lanzar ganchos cortos de izquierda, como quien intenta arrancar un fueraborda. El otro se apoyaba en una rodilla, se mordía el labio y se detenía para apuntar los puñetazos a fin de no golpear los brazos cruzados de Bobby. Bobby ponía cara de esto se va a acabar algún día. Hacía lo indecible por no darles el gusto.
Le llamaban Brillo Head. Esbozaba una sonrisa, como si únicamente la palabra hablada pudiera despertar su interés. Los guardias siguieron aporreándolo.
Oswald se detuvo en la raya blanca del exterior de la celda. Pensó que si se quedaba inmóvil, miraba distraído a derecha o a izquierda y esperaba con paciencia a que acabaran a fin de pedir permiso para cruzar la raya, los guardias le permitirían entrar sin pegarle.
Detestaba a los guardias, interiormente se ponía de parte de ellos y contra algunos presos, ya que los detenidos estúpidos y crueles se merecían lo que recibían. Sentía que sus rencores mudaban constantemente, experimentaba satisfacciones íntimas, odiaba la rutina carcelaria y despreciaba a los incapaces de adaptarse a ella aunque supieran que estaba destinada a derrotarlos a todos.
Cuando un preso pasaba del recinto alambrado a su unidad, un hombre de las celdas ocupaba su sitio.
Cuando un tío del alambrado la liaba, obtenía su propia celda, un rancho vomitivo y una atención espantosa.
Cuando un hombre de las celdas la liaba, lo arrojaban al agujero, una celda de reducidas dimensiones con suelo de tierra y una gatera para cagar.
A causa de la superpoblación, los presos estaban en movimiento constante, había muchos ceremoniales en las rayas blancas, inspecciones, cacheos, sacudidas y jodiendas.
La noche de la paliza, Dupard no dijo nada, pero Ozzie sabía que no dormía.
Intentó percibir la historia de la celda. Era una historia digna de George Orwell, el territorio de la no elección. Se percató de que se había dirigido en esa dirección desde el día de su nacimiento. Inventaron el calabozo para él. Era otro modo de nombrar las minúsculas habitaciones en las que había vivido.
En una ocasión comentó con Reitmeyer que el comunismo era la única religión verdadera. Hablaba en serio y para causar buena impresión. Lograba enfurecer a Reitmeyer al afirmar que era ateo. Reitmeyer opinaba que tenías que cumplir los cuarenta para colgarte esa etiqueta. Era una posición que ganabas con años de experiencia, como la antigüedad entre los camioneros.
Tal vez el calabozo también fuera un tipo de religión: prisión pura. Algo que llevabas contigo toda la vida, la contrapartida de la política y las mentiras. Esto era más profundo que lo que podían predicarte desde el púlpito. Contenía una verdad que nadie estaba en condiciones de desmentir. Había avanzado en esta dirección desde el principio. Era inevitable.
Trotski en el Bronx, a pocas manzanas de distancia.
Quizá lo que sucediera fuese que el individuo tenía que dejarse llevar, encontrarse inmerso en el torrente de la no elección, de la dirección única. Es esto lo que vuelve inevitables las cosas. Aprovechas las limitaciones y castigos que ellos inventan para volverte más fuerte. La historia supone fundirse. El fin de la historia consiste en superar tu propia piel. Sabía que Trotski había escrito que la revolución no nos saca de la oscura noche del yo aislado. En la historia vivimos eternamente, más allá del yo y del ser. No estaba convencido de saber exactamente qué era el ser, pero sabía que se ocultaba en Hidell.
En el pasillo había una bombilla desnuda encendida. Vio a Dupard en la oscuridad, sentado en el catre infestado, con la mirada perdida. Sus muñecas huesudas asomaban por la camisa desteñida. Era tan larguirucho que parecía un chico de dieciséis años, retozón y desmañado, pero corría bien: corría por el recinto, corría hasta el retrete, sin perder de vista las rayas blancas. Cara larga, avergonzado, compungido, y pelo cubierto de polvo, castaño rojizo. Ojos recelosos y dolidos que miraban y pronto se desviaban. Oswald permaneció inmóvil, consciente de un sonido monótono en el bloque, una respiración jadeante, algo lúgubre, un sueño profundo. Dupard se desvistió, se cubrió con la manta y empezó a masturbarse de cara a la pared. Oswald vio cómo contorsionaba los hombros. Se volvió hacia la pared, cerró los ojos y procuró dormir.
Hidell significa no digas nada.
Oswald se había detenido en la raya blanca frente al urinario. Un guardia se desplazó a lo largo de la pared con mirada inquisitiva, con cara de qué hemos encontrado aquí para pasar el rato.
Oswald solicitó permiso para cruzar la raya.
—Te estoy mirando el pelo, imbécil. ¿Cuál debe ser la longitud del pelo en la zona del cuello?
—Longitud cero.
—¿Qué estoy viendo?
—No lo sé.
El guardia le obligó a cruzar la raya a trompicones. Cuando se volvió para volver a franquearla, Lee lo miró a los ojos. Era un tipo de cabeza alargada, medio inteligente, de ojillos brillantes.
Oswald se dio la vuelta para quedar frente al urinario y solicitó permiso para cruzar la raya.
—Te estoy mirando las patillas. ¿Qué estoy mirando?
—Mis patillas.
—El pelo de tus patillas no puede superar cuántos centímetros cuando están totalmente estiradas.
—Dos centímetros.
El guardia estiró los pelos con el pulgar y el índice, retorciéndolos para enfatizar sus palabras. Oswald inclinó la cabeza en esa dirección, no tanto para aliviar el dolor, que era suave, como para demostrar que en esas circunstancias no aceptaría estoicamente el sufrimiento. El guardia lo soltó y le golpeó la cabeza con el filo de la mano.
Oswald solicitó permiso para cruzar la raya.
—La longitud del pelo de la coronilla no debe superar un máximo de cuántos centímetros.
—Un máximo de siete centímetros y medio.
Esperaba que el guardia lo agarrara de los pelos.
—La bragueta debe permanecer en qué tipo de línea y no debe hacer qué cuando está cómo.
—La bragueta debe permanecer en línea vertical y no debe abrirse cuando está desabrochada.
El guardia se agachó y le asió por los cojones.
—Conozco este tipo de gente.
—Sí, señor.
—Lo detecto a varios kilómetros a la redonda.
—Sí, señor.
—El tipo de gente que no soporta el dolor.
—Sí, señor.
—Marines falsos y lloriqueantes.
Un preso se detuvo ante la segunda raya blanca y solicitó permiso para cruzarla. El guardia lo miró de arriba abajo. Soltó la entrepierna de Oswald. Llovía otra vez. Sacó la porra del cinturón y se acercó al segundo preso.
—¿Cómo te llamas?
—Diecinueve.
—Diecinueve, ¿no conoces el código?
—Solicité permiso para cruzar la raya.
—No pediste permiso para hablar. —Lo golpeó ligeramente en las costillas—. Los presos guardan silencio. En este retrete respetamos las reglas internacionales de guerra. Es mi retrete. Nadie habla sin mi autorización. —Golpeó al preso con la porra—. Los presos corren en silencio. Cuando se les golpea, caen al suelo en silencio. Diecinueve, ¿sabes caer?
El guardia le dio dos porrazos, y luego otros tres más enérgicos, hasta que Diecinueve se dio cuenta de que debía caerse. Se deslizó lenta y cautelosamente hasta el suelo. Su hombro derecho rozó la línea blanca. El guardia lo apartó de una patada.
—En este retrete respetamos los principios del movimiento nocturno. Diecinueve, ¿cuál es el primer principio del movimiento nocturno?
—Por la noche sólo se corre en caso de emergencia.
El guardia agitó la porra sin tomarse la molestia de inclinarse hacia el preso y aplicó un revés displicente que raspó el codo del recluso. El guardia ni siquiera lo miró. Era una de las características del estilo local.
El guardia se dirigió a Oswald.
—¿Por qué lo golpeé?
—Porque recitó el segundo principio.
El guardia agitó la porra y golpeó al hombre en el brazo.
—En este retrete conocemos el manual de memoria —espetó al hombre caído; luego le dio la espalda—. En este retrete conocemos el manual palabra por palabra. Matamos en silencio y con el factor sorpresa. —Oswald tenía una desesperante necesidad de orinar—. En el ataque final, es el marine individual, provisto de su fusil y de su qué, el que cae sobre el enemigo y lo destruye.
—De su bayoneta —respondió el preso.
—Un enérgico ataque con bayoneta, ejecutado por marines deseosos de hundir el frío acero, puede hacer qué, dónde y a quién.
El hombre tendido en el suelo guardó silencio. Se tensó en posición fetal segundos antes de que el guardia retrocediera media zancada y trazara un amplio arco con la porra, que le alcanzó en la rodilla. Oswald deseaba que el guardia le prestara atención.
El guardia dirigió la vista a Oswald, quien se apresuró a responder.
—Un enérgico ataque con bayoneta, ejecutado por marines deseosos de hundir el frío acero, puede sembrar el terror entre las filas enemigas.
El guardia echó la porra hacia atrás, y alcanzó a Diecinueve en el hombro. Oswald experimentó una ligera satisfacción. El guardia tenía la vista perdida a lo lejos mientras repartía porrazos.
Oswald percibió que el guardia se concentraba en él. Estaba preparado para responder a la pregunta.
—Principio número uno.
—Clavar el acero al enemigo.
—Principio número dos.
—Ser despiadado, violento y rápido durante el ataque.
El guardia avanzó medio paso, sujetó la porra con la mano izquierda y golpeó con fuerza la clavícula de Oswald. Éste quedó realmente sorprendido. Suponía que habían llegado a un entendimiento. El golpe le hizo retroceder tres pasos y caer sobre una rodilla. Confiaba en que ya estuviera cumplida la cuota de golpes de la jornada.
—Las respuestas correctas no existen —advirtió el guardia, con la mirada en la distancia.
Oswald se puso en pie, se acercó a la raya blanca, y clavó la mirada en el urinario. Solicitó permiso para cruzar.
—Qué se hace para ejecutar la cuchillada.
—Primero, adoptar la posición de defensa.
—Sigue.
—Segundo, adelantar cuarenta centímetros el pie izquierdo manteniendo el derecho en su sitio.
El guardia balanceó la porra y le golpeó en el brazo. Oswald sudaba, desesperado como estaba por mear, y tenía el pecho húmedo y frío.
—En este retrete no existen respuestas correctas. Es estúpido y arrogante dar una respuesta que consideras correcta.
El guardia le atizó en las costillas con la parte rígida de la porra. Diecinueve seguía tendido en el suelo.
El guardia sacudió la porra y alcanzó a Oswald en un hombro. Era como si quisiera transmitir la impresión de que las preguntas carecían de importancia. Oswald tomó la decisión de mearse. Fue por cólera y como compensación. Sintió que la meada fluía por sus piernas y experimentó un profundo alivio, liberación, buena salud, larga vida para todos.
El guardia preparó la porra y golpeó a Oswald en el cuello. Lee se protegió la nuca. El último porrazo puso en extremo nervioso al guardia. Tenía la mirada perdida, pero no como antes; boquiabierto y como si estuviera ciego; Oswald se dio cuenta de que se encontraban a sólo una palabra de una carnicería personal de las que se habla de vez en cuando, una matanza anónima y sin explicaciones.
Con los brazos cruzados en la nuca, Lee contempló el charco que adquiría forma a sus pies. Necesitaba pensar.
Respiró hondo y pisó la raya blanca. Miró hacia delante y lentamente bajó las manos hacia los costados del cuerpo. Confiaba en que si se movía lenta y abiertamente y no manifestaba terror, el guardia le dejaría en paz. Pero debía tomar en consideración el estado mental del guardia. Estaban todos presentes para ocuparse de que el guardia saliera airoso. Oswald suponía que el hombre tendido en el suelo lo tenía tan claro como él. Percibió que Diecinueve era consciente de lo que ocurría. Debían permitir que el momento adquiriese cohesión, se reconviniera en algo que todos pudieran reconocer como un miércoles lluvioso en Japón.
Pisó la raya blanca y esperó.
Dupard susurró en la oscuridad.
—Sospecho que quieren devolverme a casa en una caja. Desde que me puse el uniforme verde parezco muerto. Es un traje de ataúd para un imbécil, lo vi en el acto.
—A mí el uniforme me gustó —reconoció Ozzie—. Me daba un aspecto inmejorable. Me sorprendí de lo bien que me sentía. Lo conservé limpio y sin polillas, y no guardé objetos pesados en los bolsillos. Me miré en el espejo y pensé, ése soy yo.
—Vaya broma. Le dijeron a mi madre: señora Dupard, meta a su hijo en las fuerzas armadas. Hay cada vez más locura en las calles de Estados Unidos. Con nosotros su chico estará a salvo.
—Es lo mismo que le dijeron a mi madre.
—Me destinaron a Japón para salvarme de los negros de West Dallas. ¿Se puede creer en semejantes paparruchas? Me metieron entre rejas para que nadie se largara con mi cartera y mis zapatos.
—Todo es responsabilidad del sistema. Para el sistema somos un cero a la izquierda.
—Te aseguro que me prestan toda su atención.
—Nos vigilan constantemente. Es como el Gran Hermano de 1984. Y esto no es un libro sobre el futuro, somos nosotros, aquí y ahora.
—En otros tiempos leía la Biblia —dijo Bobby.
—Yo leía el manual. En vez de estudiar los textos escolares, leía el manual del Cuerpo de Marines.
—Así te haces hombre.
—Entonces descubrí de qué va la cosa. Cómo convertirse en instrumento del sistema, en una pieza manipulable. Es el libro de cabecera del capitalista perfecto.
—Hazte marine.
—Orwell se refiere a la mentalidad militar. El Estado policial no es Rusia. Lo es cualquier Estado donde exista una mente capaz de pensar manuales llenos de reglas para matar.
—¿Dónde está Stalin? ¿Está vivo o muerto?
—Muerto.
—Creo que ya lo sabía.
—Pero Eisenhower no está muerto. Ike es nuestro Gran Hermano, nuestro comandante en jefe.
Permanecieron tendidos en la oscuridad, pensando.
Por culpa de lo que nos hicieron. Por cómo ella tuvo que trabajar, dejarlo, ocuparse de mí, ser despedida, trabajar, dejarlo, recobrar el ánimo y abandonar. Liemos el petate y vayámonos. Juntemos dinero para la próxima mudanza. Toda su vida soportó humillaciones. Así es como te machaca el sistema. Pero ella jamás lo pone en duda. Sólo se debe a las condiciones específicas. La culpa es del señor Ekdahl y de su miserable acuerdo de divorcio. Son los cotilleos a sus espaldas. Son los vecinos, con sus lavadoras Hotpoint y sus Ford Fairlane, con quienes ella compite lo mejor que puede.
—A mi Lee le encanta leer.
Su inefable madre.
Tres días corriendo, sin motivo concreto, cada comida era a base de guiso de conejo, lechuga, zanahorias, agua.
Oswald corrió a lo largo del recinto alambrado, giró en el bloque de celdas y se detuvo en la raya blanca. Dupard estaba en la celda, en calzoncillos, sentado en la cama de Oswald. Su colchón humeaba. Oswald observó las pálidas bocanadas de humo que se apiñaban en el aire. Su compañero de celda estaba tranquilo, triste y pensativo, y se rascaba los pies.
—Bobby, ¿qué ha pasado?
—¿Quieres que deje libre la cama?
—Quédate donde estás.
—No deberíamos hablar.
—Estás esperando las cosas.
—Sólo estoy expulsando los piojos que me taladran la piel. Tío ha llegado la hora de abandonar este sitio.
—¿Solicitaste un colchón nuevo?
—Despedí éste. Me cubrirán la cara de puñetazos.
Bobby estaba tranquilo, algo taciturno, pero más que nada pensativo y resignado.
—Te alargarán la condena.
—Considero que no tienen porqué. No hay culpa alguna por la cual deba ser castigado. Estoy fumigando los piojos para expulsarlos. Dicho de otra manera, estoy haciendo el trabajo que ellos deberían realizar.
—Es tu segundo incendio.
—Baja la voz.
—Sinceramente, no le encuentro sentido a incendiar el colchón.
—Cierra el pico, Ozzie, o te darán por culo.
Dos guardias bajaron por el pasillo, empujaron a Oswald y entraron en la celda. El incendio era tan poca cosa que dejaron pasar cinco minutos antes de buscar agua, minutos que dedicaron a azotar a Dupard.
Oswald permaneció ante la raya blanca y desvió la mirada.
Los trasladaron al recinto alambrado. No sólo guardias, sino compañeros de prisión, un montón de cuerpos que esquivar, esos ojos y esas melodías interiores: terror, pesimismo, violencia psicológica. Dentro del recinto, el truco consistía en mantenerte en tu zona, evitar el contacto ocular, el roce accidental, ciertos gestos, todo lo que apuntara a que había una personalidad tras la unidad teledirigida. La única seguridad estaba en el anonimato.
Desarrolló una voz que le mostró el camino a lo largo de los días. Algo eterno, incesante, idéntico. La prisión era tan irracional que, a la larga, expulsaba el miedo. Corrían los pasillos, corría sin moverse de su sitio. Fregaba el enladrillado del retrete, ordenaba su zona, tendía la cama. El fin de la prisión consistía en limpiar la prisión. Iba a buscar el cubo al almacén y se detenía ante la raya blanca. Habían construido la prisión para mantenerla limpia. Era allí donde instalaban las rayas blancas. Todo, absolutamente todo, dependía de las rayas. La prisión era el sitio donde todas las rayas pintadas en la mentalidad castrense se volvían definitivamente brillantes y limpias. En cuanto lo entendió, supo que les había cogido el punto.
Estaba en la sala de televisión, donde pasaban reposiciones de American Bandstand, de Dick Clark. Reitmeyer entró para estrecharle la mano. Se presentaron seis chicos más para preguntarle por su estancia en la prisión. Vestía su camisa hawaiana, y sonrió presuntuoso mientras respondía que había superado todas las pruebas. Una gran preparación para vivir en Estados Unidos. Te proporciona un matiz competitivo. Ése es nuestro Ozzie, dijeron los compañeros de cuartel. Es el Conejo, es Bugs; salieron uno tras otro y dejaron solo a Ozzie, que miraba a los chicos y chicas de instituto que se arrastraban perezosos por una pista de baile de Filadelfia.
Dos semanas después siguió las instrucciones que le habían dado para llegar a una casa del barrio de Sanya, en Tokio. Cruzó una aldea de traperos edificada con materiales recogidos en otras zonas de la ciudad. Las viejas recorrían lentamente los callejones cargadas con botellas vacías, patas de sillas rotas, restos indefinibles de basura. Las casas te llegaban al hombro, y estaban construidas con viejas cajas de embalaje y tiras de metal laminado; las paredes las rellenaban de trapos y cartones. Había colas de personas para vender su sangre en las unidades móviles, personas cuyos cuerpos parecían huecos, tan menudas, en un colapso tan absoluto. Jamás tocaría fondo. Por mucho que te hundieras en el mundo, siempre quedaban distancias por recorrer, cosas peores que ver y experimentar. Prefirió atravesar con calma ese sector. Quería ver lo que allí había.
Entró en una vivienda y, por una puerta abierta, miró el interior de un piso donde un joven intentaba reparar un mimeógrafo. Konno le había dicho que subiera a la cuarta planta, pero no le facilitó el número del apartamento. El pasillo estaba a oscuras y olía mal. Un crío gemía en alguna de las plantas superiores.
Hidell sube por la escalera antigua y crujiente.
En la cuarta planta encontró dos puertas abiertas. Los estudiantes se movían en el interior de los apartamentos, pasaban de uno a otro. Un joven miró a Ozzie, que se había detenido en el umbral y sonreía con la camiseta y los tejanos cubiertos de polvo. El muchacho le devolvió la sonrisa y señaló una puerta del final del pasillo. Oswald llamó y alguien respondió que pasara. Vio un tatami y una mesa baja. Una mujer se movía por la estancia. Rondaba la cincuentena, tenía cara redonda y peinado de hada, y llevaba un kimono de algodón ligero. Se presentó como la doctora Braunfels. Daba clases particulares de alemán y ruso a los alumnos de la Universidad de Tokio. Tenía entendido que Lee quería aprender ruso. Ozzie respondió que así era y esperó. La mujer se sentó sobre la esterilla, con las piernas cruzadas, al otro lado de la mesa. Le pidió que se quitara los zapatos. Eran gestos amables que coincidían con el escenario.
La doctora llevaba los ojos pintados de azul claro, color que hacía juego con el kimono. Lee no esperaba encontrar una europea. Resultaba alentador, positivo, confirmaba que su decisión había sido oportuna, que se adaptaba a circunstancias favorables. Probablemente ella era importante, una asesora de estudiantes radicales y una agente de reclutamiento o tratante de agentes. Le hizo señas para que se sentara en la esterilla. Lo observó mientras adoptaba una posición incómoda, y luego comieron pastelitos de arroz envueltos en algas.
—Y tú eres Oswald, Lee —dijo por fin, como si quisiera corregir un desequilibrio y añadiera una última nota majestuosa a un comentario diplomático.
Tras la mujer había unas persianas de bambú y, a un lado, un biombo. El techo era bajo, de madera oscura. La estancia estaba salpicada de pequeños objetos lustrados. Tenías que apreciar la casi desnudez, la disposición de los objetos. Ramas en un florero, encima de la mesa lacada.
Lee le comunicó que quería desertar.
—Estuve pensando que éste es el paso que quiero dar, que nunca podré vivir en Estados Unidos. Quiero una vida como la de los estudiantes, política e inmersa en la lucha. No soy un crío inocente convencido de que Rusia es la tierra de sus sueños. Lo analizo fríamente, a la luz del bien y del mal. Creo que en la Unión Soviética existe algo singular que me gustaría comprobar personalmente. Es la gran teoría hecha realidad. Antes de los quince, empecé a adoctrinarme a mí mismo en la biblioteca de Nueva Orleans. Estudié marxismo. Bastaba con que apartara la mirada de los libros para ver ante mis ojos el empobrecimiento de las masas, incluido el de mi propia madre en su lucha por criar tres hijos con todo en contra. Los escritos socialistas me proporcionaron las claves para entender mi entorno. Las tesis eran correctas. El capitalismo está próximo a morir. Adopta medidas desesperadas. El aire se carga de histeria, con el odio a los negros y a los comunistas. Con los militares he conocido la plena fuerza del sistema. El sistema contiene un elemento que desencadena el odio. Me sería imposible vivir en Estados Unidos. Tendría que elegir entre ser obrero de un sistema que desprecio o estar sin trabajo. Nadie sabe lo que siento. Sinceramente, éste es el ideal que deseo alcanzar. No se trata de algo intangible. Estoy dispuesto a soportar sufrimientos y penurias para abandonar definitivamente mi país.
Esa noche estuvo solo en el Queen Bee, y pensó que había abordado con demasiada prisa la cuestión principal. La doctora no se mostró muy complacida con esas noticias y replicó con otras novedades. Le informó de que un par de semanas después su unidad embarcaba rumbo a Formosa, el punto crítico del momento. Le dijo que, por ahora, quería que descartara toda idea de desertar y se concentrara en obtener acceso a fotos y documentos secretos. Ocupó un buen rato en analizar esta cuestión. Le habló de su trabajo, no de su vida. A la doctora le interesaban sintonías tácticas, códigos de identificación, frecuencias de radio. Quería fotos de los U-2 tomadas por aviones de observación.
Cobraría por todo eso, si bien ella se dio cuenta de que Lee no lo hacía por dinero. Concertó un segundo encuentro en Yamato, cerca de la base, y le dio instrucciones precisas. Habló de manera pragmática sobre procedimientos y aparatos, sobre lo necesaria que era la disciplina, en referencia probablemente al arrugado traje de paseo de Lee y a su barba incipiente. Añadió que admiraba a los japoneses porque eran capaces de pasar toda la vida intentando hacer bien una cosa.
La doctora tenía labios llenos y manos regordetas. Poseía un falso aniñamiento, varias capas de algo astuto y burlón. Lee aseguró que quería aprender ruso.
En el Queen Bee, esperó a que Tammy acabara de trabajar y pasó la noche con ella en el piso que compartía con dos de sus hermanas. Hicieron el amor más o menos furtivamente mientras las hermanas miraban la tele. Enroscado en un ángulo de la estancia, incapaz de conciliar el sueño y con la cabeza apoyada en el pliegue del brazo de su amante, Lee pensó en varias cuestiones que la doctora Braunfels no conocía. No sabía que lo habían asignado a la cocina desde el primer consejo de guerra. Deberes de rancho, deberes de guardia, una sucesión de destacamentos de mierda… cualquier cosa menos controlar pantallas de radar. No sabía que después del segundo consejo de guerra Lee se había quedado sin identificación de seguridad. Ni siquiera sabía que se formó un segundo consejo de guerra; si vamos al caso, ni tan sólo estaba enterada del primero, y menos aún de los incidentes que los provocaron. Había algo más que ella no sabía: lo mucho que Lee estaba dispuesto a arriesgar para sustraer documentos de una zona restringida sin disponer de autorización.
Al recordar su cara tersa y redonda, su voz con fuerte acento, se preguntó en la oscuridad: Oswald, Lee, ¿qué tipo de jodienda tenemos aquí?
Al regresar a Atsugi le dio por ir al cine. Vio dos veces cada película, se mantuvo alejado de todos y pasó horas y horas en la biblioteca de la base estudiando los verbos rusos.
Ozzie pensó: ¿y si lo único que le interesa es exprimirme?
Se encontraron en un piso situado encima de la tienda de bicicletas. En el pasillo había un paraguas abierto puesto a secar. La mujer vestía ropa occidental y llevaba un impermeable sobre los hombros. Se estrecharon las manos como compañeros de habitación en un hospital. La doctora tenía una copiosa e irregular mata de pelo que la hacía parecer demasiado joven y que le indujo a pensar que era una persona poco fiable, incapaz de sobrevivir sin dobles sentidos o diciendo algo que significaba exactamente lo contrario.
—Serás mucho más valioso si sigues cumpliendo tus deberes y te comunicas regularmente conmigo —puntualizó—. Acude a donde te envíen. ¿Por qué no? Queremos que sigas adelante. Y avanzarás aquí, no en Moscú o en Leningrado.
—¿Y si estoy decidido a largarme?
—No es el momento oportuno.
—¿No pueden adiestrarme allá y enviarme de regreso?
—Ya estás de regreso.
Era una broma. Lee le comunicó que no tenía documentos interesantes, aunque cabía la posibilidad de que, en un futuro próximo, se hiciera con ellos. Dependía de varios factores. Entretanto, manifestó su buena voluntad mencionando la cantidad y tipo de aparatos con que contaba su pelotón y los códigos de los aviones que entraban y salían de la zona de identificación. No le contó todo lo que sabía sobre el U-2. Mencionó algunos datos técnicos, tanteando su reacción ante esas palabras. Le dijo que en la base se comentaba que las cámaras del avión exploraban a través de rendijas múltiples.
—¿Cuál es el ancho de la pista?
Lee lamentó tener que contestar que no lo sabía. La doctora preguntó los nombres de los pilotos de los U-2. Quería manuales técnicos, hojas de instrucciones. Lee dio a entender que dispondría de más información si no se torcían las cosas, aunque todo dependía de algunos factores.
Indudablemente, Lee quería aprender ruso. Incluso había llevado un diccionario de inglés-ruso. Al verlo, la doctora Braunfels se tapó con el impermeable. Le dijo que no volviera a hacerlo. Ella traería los libros que necesitaran.
Se sentaron a la mesa, bajo una tenue luz, para corregir la pronunciación. La doctora pareció quedar impresionada por los esfuerzos de Lee. Si él estaba dispuesto a seguir estudiando por su cuenta, sin llamar la atención, la mujer le proporcionaría toda la ayuda que pudiera. Habló largo y tendido del idioma, aparentemente en contra de sus deseos, conmovida ante la sincera decisión de aprender por parte de Lee.
Al trabajar con ella, emitir nuevos sonidos, observar sus labios, repetir palabras y sílabas, y comprobar que su tono llano adquiría textura y dimensión, Lee casi creyó que se estaba rehaciendo, que daba pie a una versión más grande y profunda de sí mismo. Esa lengua poseía magnitud, una profunda honradez. Pensó que la mujer era una profesora competente, firme y severa, y tuvo la sensación de que intercambiaban un sincero gozo.
—Dentro de un milenio —le dijo Lee—, la gente consultará los libros de historia y sabrá dónde se trazaron los límites, quién eligió bien y quién se equivocó. La dinámica de la historia favorece a la Unión Soviética. Está clarísimo para todo aquel que crece en Estados Unidos y mantiene una mentalidad abierta. Tampoco ignoro los valores y las tradiciones. Lo cierto es que existe el potencial para sentirse atraído por esos valores. Todos desean amar a Estados Unidos. Sin embargo, ¿cómo es posible que un hombre honrado olvide lo que ve en las concesiones mutuas y cotidianas que se parecen a un millón de guerras en tono menor?
Reitmeyer escuchó los saludos, acompañados de diálogos titubeantes y ademanes, entre su intermitente compañero Oswald y el cabo Yaroslavsky. Le llamó la atención que un par de marines se presentaran todos los días a la revista parloteando en ruso. A Reitmeyer le olió mal. Sinceramente, le molestaba que lo convirtieran en una broma secreta, que se rieran al pronunciar ciertas expresiones, que se llamaran camaradas entre sí. A ellos les parecía divertidísimo. Siete, ocho, nueve días corriendo. Era una ridícula jerigonza extranjera. Sólo puede pasar en América, como suele decirse. Pero estamos en Japón, se recordó, y todos los días son extraños en el fabuloso Oriente.
Vio que Tammy se pintaba los labios con lápiz para cejas, la moda de aquel año entre las adolescentes japonesas. Era más joven que Mitsuko, pero no mucho más. Mitsuko se había esfumado en el mundo flotante y cabía la posibilidad de que Tammy la siguiera en cualquier momento. Ahora posaba para él con una blusa vaporosa y pantalones de torero. A Ozzie ya no le daba vergüenza que otros marines le vieran en compañía de una mujer tan acicalada. Los chicos del MACS-1 no entendían ni jota.
Tammy lo llevó a un local llamado Loneliness Bar, donde las camareras lucían trajes de baño tratados con una sustancia química. El juego consistía en raspar una cerilla en el trasero de la chica que pasaba junto a la mesa. Cuatro soldados negros que hacían el tonto jugaban a encender cerillas en los brillantes traseros. De la falange de cada dedo asomaban fósforos. Chillaban y reían, y no lograban dominar su asombro. Eran negros jóvenes del sur, torpes y espigados, con una simpática actitud bufonesca. Lograron que Lee se preguntara qué habría sido de Bobby Dupard. Ese recuerdo le aguó la velada. Bebió cerveza en medio del hedor de las cabezas de cerillas quemadas y, con frases sencillas, contó su pasado a Tammy. Una noche en la vida del Loneliness Bar.
Tres días después experimentó un ardor insoportable al orinar. Le quemaba por dentro. Dos días más tarde reparó en una densa supuración en el mismísimo órgano. En mitad de la noche se encaminó al retrete para estudiar el líquido, ese horrible goteo amarillento. Le hicieron una serie de pruebas de laboratorio, le aplicaron novecientas mil unidades de penicilina, por vía intramuscular, en el transcurso de tres días, y lo destinaron a tareas ligeras.
Ozzie tenía gonorrea.
El piloto llega en ambulancia, escoltado por guardias armados. Lleva un casco blanco adosado a su traje hermético y se acerca sin tardanza al avión sin identificar. El personal de tierra y los guardias retroceden a medida que el motor emite la aguda señal que siempre provoca que un puñado de hombres salga del cobertizo del radar para contemplar cómo vuela por la pista del reactor bandido-negro. Todo acaba casi en el acto: el sonido agudo aumenta, los artilugios de ruedas y montantes mantienen a nivel las largas alas hasta que el aparato alcanza la velocidad de vuelo. El avión ya cruza el aire, todo está en su sitio, los hombres intentan seguir el rastro de ese ascenso rápido e inclinado, el salto brillante hacia otra piel. Fruncen la cara y contemplan la bruma. El objeto ya ha desaparecido, forma parte de la quietud de las alturas, del cielo llano e implacable, dejando a su paso una serie de maldiciones lentas y cansinas y de murmullos de incredulidad.
Quienquiera que sea, al margen de cuál sea su base o su misión, tarde o temprano el piloto piensa en los artículos almacenados en la mochila del asiento. Agua, raciones de campaña, cohetes de señales y un botiquín de primeros auxilios; cuchillo de caza y pistola; una jeringa, con su aguja, cargada con una toxina letal y oculta en un falso dólar de plata. («Chicos, preferimos que no tengan ocasión de interrogaros, aunque sabemos que no soltaríais ni una palabra»). También contiene la delicada carga de ciclonita que pulverizará la cámara y el equipo electrónico en una cantidad indeterminada de segundos, después de que el piloto active el cronómetro y encaje los pies en los estribos del asiento eyectable, en el caso de que surgiera la remota posibilidad de que dicha maniobra fuera necesaria. («Supongo que sabéis que el asiento eyectable puede provocar la amputación de las extremidades si las cosas no funcionan a la perfección, por lo que tal vez deberíais pensar en dejaros caer lentamente, como si no quisierais despertar a los niños»). Tarde o temprano, el piloto no puede dejar de pensar en la posibilidad de que ocurra lo peor. Una pérdida de velocidad a altitudes extremas. O un cohete SA-2 que por mala leche estalla cerca y se carga un estabilizador. («No es que los muy cabrones posean los conocimientos técnicos para alcanzar tanta altura»). A continuación se encuentra en la estratosfera, de paseo por los cielos con una mochila en la espalda, e intenta convencer a una mano perezosa para que tire de la anilla. A quince mil pies ocurre automáticamente, paf, el penacho naranja se despliega desde sus omóplatos. Se convierte en un descenso solemne. El piloto flota por el azul infinito, al tiempo conmovido por la belleza de la tierra y la necesidad de pedir perdón. Es un desconocido envuelto en una máscara, y cae. Entrevé gente, obreros agrícolas, niños que corren hacia el sitio donde el viento lo posará. Han echado hacia atrás sus toscas gorras. Está lo bastante cerca para oír sus llamadas, las palabras que rebotan se desvían y son conducidas por los contornos de la tierra. El terreno huele a fresco. Desciende hacia la primavera en los Urales y comprueba que esta visión privilegiada de la tierra induce a la verdad. Quiere decir la verdad. Quiere vivir otro tipo de vida, más allá de los secretos, las culpas y la influencia de graves acontecimientos. En esto piensa el piloto mientras se balancea y desciende suavemente hacia los campos rojizos de un paisaje tan delicado y acogedor que casi podría ser su tierra.