20 DE MAYO

Laurence Parmenter reservó una plaza en el vuelo diario a la Granja, la base secreta de instrucción de la CIA en Virginia. El vuelo funcionaba bajo cobertura militar y lo utilizaba, sobre todo, personal de la Agencia que tenía que cumplir breves tareas en la base.

Oficialmente, la Granja se conocía por el criptónimo ISOLATION. Los nombres de lugares y operaciones configuraban un lenguaje especial dentro de la Agencia. Parmenter se interesaba por la forma en que dicho lenguaje encontraba constantemente un nivel más profundo, un nivel secreto al que no tenían acceso los que estaban al margen de los cuadros. Era posible afirmar que, en la Agencia, la hermandad más estrecha correspondía a los encargados de las listas crípticas, a quienes diseñaban las claves y los grupos indivisibles de dos letras y conocían el verdadero nombre de las operaciones. Camp Peary era la Granja, y la Granja era ISOLATION, y probablemente ISOLATION tenía en algún lugar —en una caja fuerte cerrada con llave o en ordenador enterrado— un nombre aún más secreto.

Mostró su placa laminada al PM de la puerta. La placa estaba codificada a fin de que el ojo entrenado supiera qué nivel de autorización tenía su poseedor. Después de la carta de censura, asignaron a Parmenter a lo que jocosamente llamaban la junta de esclavos, una división de apoyo a servicios clandestinos, y le entregaron una nueva placa con menor cantidad de pequeñas letras rojas alrededor del borde. Su esposa solía decir: «¿Cuántas letras tienes que perder para desaparecer?».

T. J. Mackey lo esperaba en la casa del guarda. Llevaba pantalón de faena esmeradamente planchado y tenía la expresión de un portero con abrigo dorado a la entrada de un nuevo hotel. Evidentemente, no quiere que sus amigos lo vean.

Llevó a Parmenter hasta la zona JOT, donde los aspirantes a agentes recibían instrucción en todo lo habido y por haber, de artes paramilitares o contraespionaje. Se sentaron a solas en uno de los cuatro sectores de graderías que configuraban un anfiteatro alrededor del foso. Dos jóvenes luchaban cuerpo a cuerpo en el polvo. Un instructor daba rápidas vueltas a su alrededor y hablaba en una lengua que Larry no reconoció.

—Al principio la suerte nos sonrió, pero hemos llegado a una situación estática —explicó a Mackey.

—Me puse en contacto con Guy Banister.

—En Camp Street.

—Exactamente. Habló con el despacho de campaña del FBI en Dallas en relación con Oswald. Al final le dieron una respuesta. Abandonó Dallas el 24 o el 25 de abril.

—Está casado con una rusa.

—Salió de Dallas el 10 de mayo con el bebé.

—Nadie sabe adónde fue.

—Así es.

—Lo que nos deja en pelotas.

—Supuse que tenías una línea de comunicación.

—Sí, George de Mohrenschildt, pero está en Haití. Además, no quiero que sepa lo mucho que Oswald nos interesa.

—¿Tanto nos interesa?

—Parece adecuado, tanto políticamente como en otros aspectos. Win quiere un tirador con credenciales. Es un ex marine. Logré acceder a su boletín de calificaciones M-1 y a otros registros.

—¿Sabe disparar?

—No está muy claro. Cuanto más analizo los registros, más claramente percibo la necesidad de un analista. En líneas generales, sus clasificaciones dejan mucho que desear. Parece que lo hizo lo mejor posible el día que disparó para que le puntuaran. Lo clasificaron con un dos doce, lo que le convierte en tirador de primera. Sin embargo, le concedieron una denominación inferior. Por lo tanto, o la puntuación o la denominación está equivocada.

—O el chico mintió.

—Deberíamos discutir otro asunto, aunque le dije a Win que me parece prematuro. Me refiero a disparos accidentales.

—Quieres algo realista. Y eso significa ráfagas múltiples de diversas direcciones.

—Win aconseja que alcancemos la limusina presidencial, la calzada, a un hombre del servicio secreto, pero que no disparemos a nadie que vaya en el coche.

—Que alcancemos a un hombre del servicio secreto.

—He dicho alcanzar, no matar.

—No estamos hablando de un experimento controlado —advirtió Mackey.

—Si fuera posible, trataríamos de herir a uno de los hombres que viajan en el coche de la escolta. Tal como se organizan estas cosas, hay dos agentes en cada estribo del coche de la escolta, lo que significa cuatro hombres colgados. El vehículo se desplaza a veinte kilómetros por hora. Como sólo está a metro y medio de distancia del coche presidencial, parece totalmente factible que un agente reciba un balazo dirigido al presidente.

—¿Dónde lo hacemos?

—En Miami.

—De acuerdo.

—Win propone que lo hagamos allí, siempre que sea posible.

—Debe ocurrir en Miami.

—Por supuesto.

—Acordado.

—Tarde o temprano, el presidente se dará un garbeo por Florida. Todos los acontecimientos políticos señalan en esa dirección.

Otros dos jóvenes entraron en el foso. Mackey comentó que eran survietnamitas instruidos para colaborar con la policía secreta. Llamaban reclutas negros a los extranjeros que asistían a las sesiones de la Granja. Según Mackey, algunos reclutas que debían realizar misiones muy delicadas fueron trasladados a Estados Unidos bajo tales condiciones de seguridad que ni siquiera sabían en qué país se encontraban. Larry pensó que era una exageración. Basta mirar los condenados árboles para saber que estás en Virginia. Tuvo el buen cuidado de no comentarle nada a T-Jota. No convenía discutir con T-Jota sobre temas que pudieran afectar sus intereses.

Mackey comunicó a Parmenter que se mantendría en estrecho contacto con Guy Banister. La agencia de detectives de Banister era la Gran Estación Central de la aventura cubana. Renegados de las más diversas procedencias pasaban por allí. Guy les ayudaría a encontrar un sustituto del chico que justo ahora había desaparecido. Encontrarían a un experto con el rifle y la mira telescópica, un tirador capaz de volarle un dedo a un hombre agarrado a un coche.

Parmenter se fue y T-Jota continuó en las gradas, observando a los vietnamitas que repartían golpes. La nueva estación candente era Saigón. En la base no se hablaba de otra cosa. Meterían Cuba en una caja, lo que para él era perfecto. Que olviden, que encuentren un nuevo juguete. Así tendría aún más fuerza la operación en Miami.

Pocas horas después, Mackey estaba en su caravana, en un bosque de las afueras de Williamsburg. Las luces de los faros flotaron entre los árboles y en seguida oyó el estrépito del Bel Air del 57 de Raymo. Abrió la puerta de la caravana y vio apearse a dos hombres con los movimientos rígidos y pesados propios de quien ha pasado largo rato en un coche.

—Llegáis justo a tiempo para cenar, pero no hay nada —dijo Mackey.

Las palabras sonaron bruscas y diáfanas en la noche tranquila.

—Quizás un trago. Un buchito —sugirió Raymo—. Comimos en la carretera.

El otro hombre, Frank Vásquez, se dedicaba a retirar mantas y ropa del asiento trasero; retrocedió, se irguió, se dio la vuelta con las manos ocupadas, dio un violento empujón a la puerta con la cadera y remató la faena con una dulce patada para cerrarla. Raymo, que caminaba hacia la caravana, meneó la cabeza al ver cómo trataba Frank aquel coche que en otros tiempos fue maravilloso.

—Hay mucho café —ofreció Mackey—. Me alegro de verte. ¿Cómo va todo?

—Me alegro de verte. Ha pasado mucho tiempo. ¿Cómo va todo?

—Hola, T-Jota.

—Hola, Frank. Creía que te habrías hecho arreglar la dentadura.

—Jamás —declaró Raymo.

Se abrazaron y se palmearon la espalda entre topetazos distraídos.

—¿Cómo va todo?

—Ha pasado mucho tiempo.

—Demasiado, amigo.

De pie junto a la puerta de la caravana, mientras intercambiaban asentimientos, miradas y frases a medias, todo quedaba claramente delineado, sus palabras sonaban moduladas en el aire suave y ligero.

Mackey dispuso un espacio para que dejaran las cosas en la caravana. Se sentaron a beber café. Raymo, un hombre rechoncho de poblado bigote, estaba junto a la mesa plegable. Vestía un sombrero negro de vaquero, camiseta negra, pantalón de faena y botas de combate: su traje de calle. Sin lugar a dudas, Mackey quería que Raymo participara en esto. Raymo era incapaz de encender un fósforo, pasear el perro o rascarse la cabeza sin que su actividad revelara la resuelta energía de su cólera. Era una conciencia tácitamente compartida: Bahía de Cochinos, la batalla de Playa Girón, el nombre daba igual. Incluso su robustez, esa carne compacta, parecía un tipo de energía e intencionalidad. Su camiseta tenía grabado un flamenco. Era la única persona en la que T-Jota confiaba plenamente.

—Pasamos parte de abril en la cosecha.

—Recolectando naranjas en Florida —puntualizó Frank.

—Llenamos cubos de diez cajas. ¿Cuántos kilos crees que contienen?

—Se cayó de la escalera —añadió Frank.

—Hombre, te aseguro que es un trabajo pesado.

—Y después nos fuimos a Live Oak, cerca de la frontera con Georgia.

—Apilamos esos enormes fardos de tabaco —explicó Raymo—. Parecen sábanas descomunales. Acabas deslomado, T-Jota.

Mackey sabía que trabajaban en todo lo que podían, de noche, en su tiempo libre, que hacían cualquier chapuza con el propósito de ahorrar dinero y meterse en un negocio, quizás una estación de servicio o una pequeña constructora.

—Entonces mi esposa nos llamó desde Miami —prosiguió Frank—. Vinimos sin pensarlo dos veces.

Cruzaron Georgia y las dos Carolinas para enterarse de las noticias que T-Jota les tenía reservadas. Sólo podía tratarse de una operación cubana. Ninguna otra cosa haría que T-Jota se pusiera en contacto con ellos, y ninguna otra cuestión los habría llevado hasta allí.

Vásquez estaba sentado en la litera. Su cara era delgada y tristona y se habría sentido cómodo con un delantal de zapatero en una tienda estrecha y oscura de cualquier calle secundaria de la Pequeña Habana. Tenía dos hileras de dientes en la encía inferior, o quizá sólo fuera una, alineada a la buena de Dios, con zigzags y piezas cruzadas. Le daba aspecto de santo de los pobres. Un hermano y un primo perdidos en Red Beach, otro hermano al que dejaron morir en una huelga de hambre en la cárcel de La Cabaña. En Cuba, Frank había sido maestro. Ahora, entre un trabajo y otro, Raymo y él frecuentaban un campo de instrucción de Everglades con la única arma que poseían entre los dos: un Winchester cubano, montado con componentes de tres rifles y con recambios fabricados a mano. Entrenaban con algunos de los grupos allí reunidos y vivían en chozas abiertas construidas con troncos de eucalipto y diversas variedades de hiedra. Raymo disparaba el fusil, se colgaba de las lianas y meaba entre los altos pastos. Frank practicaba un poco de tiro al blanco pero, por lo demás, se quedaba quieto, el compinche eterno y silente, vestido como siempre, con un pantalón que le iba demasiado grande y una camisa sepia sin mangas que llevaba suelta.

Al principio, ambos habían estado con Castro en la sierra.

—Frank, ¿tu esposa y tus chicos están bien?

—Se apañan.

—Tres críos, ¿verdad? ¿Y tú, Raymo? ¿No ha aparecido la mujer de tu vida?

Éstos eran los únicos hombres con los que Mackey hablaba así, mediante prolongados y ceremoniosos saludos, pequeños trazos de noticias sobre la familia y otros detalles del ser. Era un prolegómeno imprescindible. Sabía que lo esperaban y había terminado por desearlo. Tenían que decirse algo. Entre ellos sólo existía un tema que no se ajustaba a la charla relajada. Fueron al grano. Mackey les proporcionó los antecedentes de la operación. La respaldaban hombres totalmente consagrados. El objetivo consistía en electrizar a la nación para que tomara plena conciencia del peligro de una Cuba comunista. La Dirección General de Inteligencia sería denunciada como una organización criminal dispuesta a adoptar medidas extremas contra importantes figuras opuestas a Castro.

Les comunicó que se estaba tramando un atentado destinado a implicar a la DGI. Quería que Frank y Raymo intervinieran y les dio algunos detalles operativos. Rifles de gran potencia, posiciones elevadas, una sucesión de pruebas colocadas adrede, alguien que soportara la caída. Habría quinientos dólares mensuales para cada uno, a partir de ese momento, y una bonita bonificación una vez cumplido el trabajo. Aseguró que los hombres que respaldaban el plan eran respetados veteranos de la Agencia que creían profundamente en una Habana libre.

No mencionó a Everett y a Parmenter con sus nombres y apellidos. Tampoco les dijo quién era el blanco ni dónde tendría lugar el atentado. Iría soltando detalles conforme pasara el tiempo, según surgiera la necesidad. No les dijo que se esperaba que fallaran.

Los Parmenter vivían en una pequeña casa de madera al final de una acera de ladrillo de Georgetown. La acera se combaba y ondulaba, y la casa antaño original había adquirido poco a poco un aspecto lamentable, una reliquia pardusca en la que nadie reparaba.

Fue Beryl quien insistió en vivir allí. Dijo que los suburbios municipales no iban con ellos. Cháchara privada mientras compartían copas y cenas con los colegas y sus ansiosas mujeres. Beryl quería vivir en la ciudad. Montantes de abanico, hierros forjados, ventanas emplomadas. La seguridad de una vivienda pequeña y oscura, salpicada de viejas cosas archiconocidas, libros, alfombras, polvo, la bodega para Larry, cierta pequeñez, cierta imperceptibilidad (si es que la palabra existe). Las casas largas, bajas y de espacios abiertos, con jardín y cobertizo para el coche, la hacían sentir espiritualmente atemorizada.

Vaso en mano, ahora Larry deambulaba por las pequeñas habitaciones vestido con un batín de enormes rayas. Beryl estaba en el escritorio y recortaba artículos de periódico para enviarlos a sus amistades. Era una pasión recientemente descubierta, semejante a la de alguien que, en mitad de la vida, descubre que ha nacido para exhibir perros de pura raza. Comparado con este hábito, nada de lo sucedido hasta entonces tenía significado. Sobre el escritorio se apilaban los periódicos de una semana. Enviaba recortes a todo el mundo. De pronto había una infinidad de cosas que recortar.

—Mira esto. ¿Debo enfadarme o reírme? —Se volvió en busca de su marido—. Larry, mira esto. La CBS ha prohibido a un cantante folk llamado Bob Dylan que interprete una de sus melodías en The Ed Sullivan Show. La consideran demasiado polémica.

—¿Qué tiene de polémica?

—Se llama Talkin’ John Birch Society Blues.

—¿Es blanco o negro? Los blancos no deberían meterse con los blues.

—Es inconcebible, han prohibido que suene en las ondas.

—Me lo pensaré, concédeme diez minutos.

—Chico, conozco muy bien las señales.

—¿Qué señales?

—Sé exactamente lo que significa cuando deambulas por la casa bebiendo ginebra: nostalgia de Guatemala.

Algunas personas creían que Beryl tenía dinero. Era una más de las falsas impresiones creadas a su alrededor. En realidad, tenía una tienda de marcos para cuadros pequeños en Wisconsin Avenue, simplemente un ingreso marginal: litografías, fotos, marcos. Otros la consideraban creativa. Consagrada a las artes más delicadas, a la fabricación de colchas de retazos, las acuarelas. Tenía una actitud y unos modales que, hasta cierto punto, la gente consideraba originales, una especie de aislamiento en medio de la muchedumbre. Llevaba prendas cómodas. Se vestía con ropa deportiva, una mujer menuda semienterrada en tonos pastel. Siempre daba la sensación de permanecer en un sereno retiro debido al miedo o al sufrimiento. Compraba mocasines descartados por la fábrica, nunca se ponía joyas y guardaba instantáneas de su madre en sus libros de cabecera. La gente opinaba que era una heredera de sopas enlatadas que pintaba marinas con pájaros. Se alimentaba a base de papillas y hablaba suavemente, con una ligera ronquera, con cierto atractivo sexual. A los cuarenta y siete era muy sexy. Aún había algo envolvente en ella. El balanceo erótico al andar, la voz oscura. Tenía un modo tajante de espetar amistosos insultos a la gente en la cara. Entraba en una habitación con un suave contoneo y se podía percibir las expectativas de los presentes. Estaban dispuestos a reír antes de que Beryl dijera esta boca es mía.

Se consideraba una característica de la sofisticación de los Parmenter el hecho de que Beryl despotricara contra la Agencia ante la compañía más diversa, mientras Larry permanecía sonriente.

Y no porque ella hablara en broma.

—No, te aseguro que no me burlo. Admiro lo que hiciste en Guatemala. Discrepo políticamente, pero en otros sentidos me parece admirable. Casi no hubo derramamiento de sangre, lo que me parece realmente loable.

—Fue una operación de manual.

—Claro que la operación habría estado de más si los guatemaltecos no hubiesen recuperado las tierras pertenecientes a la United Fruit.

—¿Eso fue lo que ocurrió? Ah.

—Adoro tu forma de decir «operación de manual».

Sí. También fue la experiencia cumbre en la carrera de Larry, instalado en una emisora de radio supuestamente dirigida por los rebeldes desde un puesto avanzado en la selva guatemalteca. En realidad, las emisiones procedían de un caserón de Honduras y los mensajes intentaban presionar al gobierno izquierdista y acrecentar la inquietud popular. Rumores, falsos partes de guerra, códigos carentes de significado, discursos incendiarios, órdenes destinadas a rebeldes inexistentes. Fue como un proyecto escolar encajado en la estructura de la realidad. Parmenter escribió personalmente el texto de algunas transmisiones y buscó imágenes vívidas, campos de cadáveres en vías de putrefacción, pilotos de cazas que desertaban con sus aviones. Un piloto de carne y hueso arrojó cartuchos de dinamita por la ventanilla de su Cessna. Una bomba de verdad cayó en una plaza de armas y levantó una agorera columna de humo. El gobierno cayó nueve días después de que transmitieran que una fuerza invasora de cinco mil efectivos avanzaba sobre la capital. La fuerza se hizo presente en ese momento: varios camiones y una furgoneta abarrotada, alrededor de ciento cincuenta reclutas andrajosos.

Después, a Larry le presentaron a Eisenhower y mejoró su situación en el estado mayor. Habían pasado nueve años desde entonces. Durante un tiempo, trató con propiedades, empresas legalmente constituidas en sociedad que, de hecho, estaban financiadas y controladas por la CIA. Cuando la Agencia quería hacer algo interesante en Kurdistán o en Yemen, solicitaba su constitución como sociedad en Delaware. En esa época estableció contacto con diversos activos de la Agencia que poseían holdings importantes en zonas sensibles del planeta. Un hombre de la United Fruit, otro del Oil Trust cubano-venezolano (de hecho, se trataba de George de Mohrenschildt). Bancos comerciales, empresas azucareras, traficantes de armas. Una extraña convergencia de motivos y holdings. Intereses en hoteles por aquí, intereses en el juego por allá. Hombres de pintorescas historias, que a veces incluían la cárcel. Comprendió que existía una afinidad natural entre los negocios y el trabajo de espionaje. También se dio cuenta de que las empresas que ayudaba a crear como cobertura para operaciones de la Agencia podían proporcionar beneficios legítimos… y, yendo un poco más lejos, enormes ganancias personales.

El contacto con hombres acaudalados e influyentes fue una experiencia tonificante para alguien acostumbrado a creer en el genio norteamericano para crear posibilidades de acceso a nuevos niveles de privilegio. Descubrió que se podía ser rico sin nacer como tal. La Agencia poseía ingentes caudales de información sobre las repúblicas bananeras y sus dirigentes. Larry cambió secretos por algunas actividades de apoyo. Pasó una temporada en Cuba, donde organizó transacciones entre el gobierno de Batista y los intereses norteamericanos. Contribuyó a organizar reconocimientos de minerales, acuerdos de urbanización, contratos para perforar, concesiones en los casinos. Viajó a la provincia de Oriente para conocer el alcance de la amenaza rebelde en los campos de caña de azúcar controlados por empresas estadounidenses. El alcance era enorme. Cuando los ejecutivos norteamericanos abandonaron sus calles resguardadas por palmeras y sus grandes casas blancas, cuando cocineros y jardineros buscaron nuevas colocaciones, cuando huyeron los guardias de la compañía, cuando fue invadido el puesto militar local, la fortuna de Laurence Parmenter seguía en el subsuelo de las propiedades petrolíferas inexploradas de Cuba.

—Larry, me gusta ese batín. Pareces Orson Welles en plena profundidad de campo.

Parmenter permaneció en el umbral y sonrió distraídamente ante la conocida monotonía de la voz de Beryl, sin prestar atención a lo que decía.

—Pensándolo bien, te diré a quién me recuerdas. Pareces uno de los barones corruptos de Iván el Terrible, deliciosamente envueltos en pieles. Prepárame un trago para hacerte compañía. Deberíamos hacernos compañía.

Después de la revolución surgió el plan de la invasión. Ayudó a crear la Double-Chek Corporation, tapadera para el reclutamiento de instructores de pilotos. A continuación se inauguró Gibraltar Steamship, una empresa cuyo director nominal era un ex funcionario del Departamento de Estado y ex presidente de la United Fruit. Parmenter no siempre sabía dónde acababa la Agencia y dónde comenzaban las corporaciones. Había hombres emparentados por sangre y por matrimonio; había directores de empresa que antaño habían sido agentes de información de alto rango; había asesores gubernamentales que otrora fueron directores de empresa. Se trataba de una sociedad a la que consideraba como una versión del ancho mundo pero con mejor funcionamiento, donde las cosas parecían estar relacionadas casi oníricamente. Ahora el plan era más estricto. Estos hombres creían que la historia estaba en sus manos.

Gibraltar Steamship sirvió de cobertura para las operaciones de propaganda contra Cuba. El dispositivo se llamaba Radio Swan, una emisora escondida en una enorme caravana en una isla perdida del Caribe occidental. La isla Grande del Cisne era producto de siglos de deyecciones de las aves. Albergaba tres cocoteros y veintiocho personas. Todos coincidieron en que se trataba de una cantidad perfecta, que indicaba aridez y aislamiento, los elementos del oficio que ponía el alma a prueba. Parmenter utilizó para la invasión las mismas técnicas de emisión que dieron buenos resultados en Guatemala. Mensajes enigmáticos extraídos de las películas de espías de los años cuarenta. «Atención, Eduardo, la luna está roja». Imágenes románticas que mencionaban los nombres de la fauna local. «La barracuda duerme al atardecer». «El tiburón deja una estela dorada». Más tarde, Mackey le comentaría a Parmenter que mientras esperaba en el transporte, cerca de Blue Beach, esos galimatías le parecieron el sonido de una mente que pierde el rumbo. Degradaron la operación, convirtieron a las tropas combatientes en una condenada ópera bufa.

Mientras se transmitían los mensajes, Larry estaba en Washington, en la sede central de la Agencia para la invasión, un edificio próximo al Lincoln Memorial. Comía un pastoso mejunje servido en un plato de papel cuando llegó a la sala de mandos la noticia de que JFK no autorizaba la cobertura aérea del desembarco. Al principio, nadie lo aceptó. Era inenarrablemente absurdo y cruel. Por la sala de mandos pasó un coronel vestido con ropa para jugar al golf. Los hombres gritaron a sus superiores, se tornaron muy violentos. Alguien vomitó parsimoniosamente en una papelera, agachado y con las manos apoyadas en las rodillas. Win Everett llegó de Miami, redactó su carta de dimisión, la rompió y regresó en avión a Miami para reunirse con los líderes exiliados encerrados en un barracón de Opa-Locka y convencerles de que no hicieran correr la voz del desembarco. Fue el primer velatorio importante en el sur de Florida durante aquella semana.

Nadie usaba la expresión «operación de manual». Larry pensó en los once millones de panfletos que nunca serían arrojados. Sus panfletos. Tres días más tarde, Radio Swan seguía con sus emisiones y prometía a las tropas abandonadas en la ciénaga de Zapata que pronto recibirían refuerzos. Larry dormía en un catre, vestido con ropa sucia, pero se ocupó de afeitarse todos los días. El afeitado influía en su moral, y necesitaba toda la ayuda que pudiera recabar. Varias semanas antes había pedido prestado mucho dinero para comprar acciones de Francisco Sugar a bajo precio. Azúcar era la palabra mágica. Los enterados aseguraban que se obtendrían beneficios abrumadores en cuanto las plantaciones volvieran a estar bajo control norteamericano.

—La gente piensa que somos el matrimonio más extraño que existe —comentó Beryl.

—¿Por qué? ¿Quién lo piensa? ¿Qué tenemos de extraño?

—Simplemente todo.

—Tengo la impresión de que la gente nos considera interesantes.

—Nos consideran extraños. No tenemos nada en común, ni motivos prácticos para estar juntos. Nunca hablamos de cuestiones prácticas.

—No tenemos hijos ni somos padres. Los padres hablan de cuestiones prácticas. Tienen motivos para ser pragmáticos.

—Con o sin hijos. Créeme, nos consideran raros.

—No creo que seamos raros, me parece que somos interesantes.

—En cierto sentido, somos interesantes, pero también raros. Se centran en mí. De los dos, yo soy la más rara.

—No me gusta este tipo de conversación, no sé sostenerla.

—Creo que no es constructiva.

—Entonces cambiemos de tema —propuso Larry.

—A decir verdad, amor mío, tú eres mucho más extraño de lo que yo podría llegar a serlo.

—¿Extraño en qué sentido? No tengo nada de raro. Esto me resulta chocante.

—Extraño como un hombre. Raro como alguien de quien jamás podré conocer el fondo, la verdad.

—Afortunadamente, lo que dices escapa a mi comprensión.

—Pese a vivir íntimamente con un hombre años y años, creo que jamás podré imaginar lo que significa ser como él.

—Sorprendente. Creí que eran las mujeres las insondables.

—No, no, no, no, no —replicó Beryl con suavidad, como si corrigiera a un niño quisquilloso—. Es la sabiduría que se transmite del hombre al niño, a través de los siglos, cien generaciones de conocimientos y experiencias. Pero sólo se trata de otra mentira de la Agencia.

Desde el momento en que la CIA interceptó la emisión rebelde del 1 de enero de 1959, en la que se anunciaba que el tirano Batista había huido del país a las dos de la madrugada y que Fidel Castro Ruz era el comandante supremo de la Revolución Cubana, desde aquel momento hasta éste de cuatro años y medio después, en que con su batín a rayas le preparaba una copa a su esposa, Larry Parmenter había estado metido en uno u otro complot para recuperar Cuba. Sigues adelante a pesar de todo, decía Beryl. A su esposa le gustaba recordarle que no era un hombre vengativo, que carecía de firmes convicciones políticas y que no odiaba a Castro ni quería que sufriera daños físicos. De hecho, Larry era famoso por haberse presentado en un baile de disfraces como Fidel Castro, incluidos barba, puro y ropa de faena color caqui, un mes antes de la invasión. En su momento pareció muy divertido.

Había algo que a Larry le desagradaba profundamente: el tipo de sujeto con el que a veces tuvo que tratar en los esfuerzos conjuntos por recuperar las inversiones en Cuba. Los intereses en el juego, los casinos y hoteles, los que por costumbre compraban funcionarios y enviaban un tráfico constante de mensajeros que, con los morrales llenos, se desplazaban por las Bahamas hasta el Banco Internacional de Crédito de Ginebra, hombres que añoraban los millones que antaño recogieran de las mesas de juego de La Habana. No quería tener nada que ver con esos cerdos.

Ese mismo día, algo más temprano, un joven entró en la antesala de Guy Banister Associates, en Nueva Orleans. Delphine Roberts, sentada ante su escritorio, mecanografiaba una lista corregida de las organizaciones de derechos civiles, destinada a los archivos de Banister. El joven, con los tejanos arremangados y con barba de dos días, esperó pacientemente. Delphine dejó de teclear por un momento para acomodarse el pelo cardado, una mala costumbre que estaba decidida a abandonar. Reanudó la tarea, consciente de que el joven observaba el calendario colgado en la pared para convencerse a sí mismo de que no le hacían esperar. Conocía el estilo. Era capaz de mecanografiar un texto complejo y al mismo tiempo examinar a una visita. Y este visitante esbozaba una sonrisilla que parecía decir: aquí estoy, soy precisamente la persona que estáis esperando.

—Quiero presentar una solicitud para ocupar un puesto en la empresa. —Delphine siguió tecleando—. Tengo entendido que aceptan personas para trabajos secretos, como mezclarse con los estudiantes o asistir a reuniones políticas. Me refiero a la recogida de información. Quiero presentar una solicitud para convertirme en agente secreto. Tengo un alias verificable. Serví en las fuerzas armadas. He vivido en el extranjero, en una situación que me ha proporcionado una profunda comprensión de la mentalidad comunista.

Delphine no se inmutó. Siempre se presentaba algún provocador sin cita previa en el 544 de Camp Street. Esta dirección parecía atraer a sujetos con las más variadas historias pintorescas.

Dejó de mecanografiar justo el tiempo necesario para entregar una solicitud al joven. El muchacho dijo que debía regresar a su trabajo en la empresa de cafés de la esquina, pero que llenaría el impreso y lo devolvería por la mañana. Abandonó el despacho.

David Ferrie salió de la pequeña trastienda.

—¿Quién demonios era? —preguntó, con su habitual susurro incrédulo.

—Tiene un alias verificable.

—¿Tenemos solicitudes para agentes secretos?

—No. Sólo hay formularios normales.

—En los que se pregunta estatura y peso.

—No tengo ni idea de lo que piden.

—También se pregunta si existen casos de locura en la familia, o el historial clínico.

—Me da lo mismo lo que pregunten, Dave. Estoy muy, muy ocupada.

—¿Es posible que una persona explique sus enfermedades en un impreso?

David Ferrie entró en el despacho de Guy Banister, que estaba vacío, y se asomó por la ventana de la calle lateral. Intentaba ver al joven cuya voz acababa de oír. ¿Había percibido algo familiar en el tono? ¿Lograría encajar un rostro con esa voz? Contempló el enjambre de seres que hormigueaban por la calle. Abundan los negros, pensó. Pero ni el menor rastro del chico de voz melodiosa que sueña con ser espía.