15 DE JULIO

La mujer conocía algunos métodos para desaparecer. Podías estar a solas con ella en una habitación y olvidar su presencia. Se fundía con la calma, con lo que la rodeaba. A T-Jota le gustaba pensar que se trataba de un arte refinado durante muchos años.

T-Jota se detuvo junto a la ventana y comió uvas de una bolsa de papel con el lateral rasgado. Norfolk era una ciudad extranjera. Era allí donde los reclutas de la Granja practicaban las artes tenebrosas: allanamientos, caídas letales, ejercicios de vigilancia, audiopenetraciones. Newport News y Richmond también se consideraban extranjeras. Baltimore era y no era el extranjero. Sin embargo, T-Jota no se encontraba allí para supervisar un allanamiento y puntuar la técnica de los aprendices.

La mujer se sentó en la cama, repartió dos manos de cinco naipes y ella misma jugó ambas. Dijo que era de Formosa, y parecía lo bastante joven para hacer de huérfana de guerra en un anuncio de la administración pública. Era la tercera visita de T-Jota a la estrecha habitación. La mujer llevaba una camiseta en la que se leía USS Dickson, y él no se había dado cuenta de cuándo se la puso. Su desnudez no llamaba la atención, resultaba tan natural que parecía involuntaria. A T-Jota no le costaba creer que ésa era su forma de vida habitual.

La observó aplastar una revista contra la pared en su intento de golpear un tábano. Segundos más tarde volvió a olvidarse de la mujer.

Aquello que ronda todo secreto es la traición. Tarde o temprano alguien llega a una situación en la que quiere contar lo que sabe. Mackey no confiaba en Parmenter. Existían mil agentes de carrera como Parmenter. Su convicción más firme se refiere al almuerzo. Tampoco confiaba en Frank Vásquez. Por instrucciones de Mackey, Frank había espiado a los compañeros de exilio en los meses que precedieron a la invasión. Frank era difícil de evaluar. Tenía alma de chivato, un espía menudo, balador y con cara de cabra, pero también fríamente decidido en cuanto se fijaba un objetivo. Mackey no confiaba en David Ferrie. Éste estaba enterado de que las armas de la operación las proporcionaba Guy Banister. Probablemente también sabía que Banister se había ofrecido a enviar dinero de los negocios de Nueva Orleans para mantener el equipo de francotiradores. Cuanto más importante el secreto, menos a salvo estaba en boca de alguien como Ferrie. Habría que reclutar más gente. Al final, cualquiera de ellos llegaría a la situación de contarlo todo. Sabía cómo pensaban esos hombres que flotan por las tramas inventadas por los demás. Están dispuestos a entregarse, en medio de un susurro, a alguien que permanece entre bambalinas.

Acercó una silla a la cama y jugó una de las manos de póquer. ¿Por qué tenía la impresión de que le aguaba la fiesta? La mujer llevaba el pelo muy corto, tenía caderas estrechas y una actitud relajada, casi descuidada, una especie de jerga corporal que T-Jota interpretó como su libre adaptación del estilo local. Caminaba como una niña que lanza un carro por el pasillo del supermercado.

—Debería enseñarte a jugar al gin rummy. Para dos, es más divertido.

—¿Para qué? ¿Piensas volver?

—Podría.

—No podrías.

—No podría.

—¿Para qué aprender? —preguntó la mujer.

A T-Jota le gustaba pensar que las prostitutas eran profundas. Las respetaba. Tenían una percepción rápida —su negocio era rápido— y a veces extraía la conclusión de que serían capaces de decirle cosas de sí mismo que a él se le habían escapado. Tenían acceso a las verdades más descarnadas, lo que le hacía respetuoso y precavido.

La mujer le tomó la mano derecha y la puso contra la suya, haciendo que las palmas se tocaran. Al principio T-Jota no se percató de qué pretendía, y entonces vio que comparaba tamaños. La diferencia hizo reír a la mujer.

—¿Qué tiene de extraño?

Ella le respondió que lo extraño era su mano.

—¿Por qué la mía y no la tuya? Si la diferencia es tan grande, quizá la extraña eres tú, no yo.

—El raro eres tú —afirmó Lu Wan.

Comparó las manos izquierdas y se desplomó sobre la cama muerta de risa. Quizá pensaba que formaban parte de especies distintas. Uno de los dos era exótico… y no precisamente ella.

La cerveza estaba caliente. T-Jota agitó la botella y miró a la mujer.

—Las tiendas están a punto de cerrar —señaló Lu Wan.

El salto lo había dado Everett. Se apoderó de la idea antaño osada de asesinar a Castro y le dio vueltas y más vueltas, considerándola irrealizable y tosca. Encontró una contramedida que, a todos los niveles, tenía más sentido. Era original, factible y limpia. Quien realmente nos interesa es JFK. Mackey reconoció esta verdad. Everett era un individuo complejo y apasionado, capaz de economizar sus pensamientos. En Langley y en Miami aún elaboran planes para darle una sorpresa a Fidel. Era una industria como la de la pasta de madera o la del calzado. Everett había comprendido la conveniencia de quedarse en casa. La idea tenía fuerza y daba lugar a una segunda lectura. Claro que Everett no se proponía abatir a Kennedy en el sentido estricto de la palabra. Bastaba con disparar en plena calle. Quería un fallo quirúrgico.

El segundo en dar el salto fue Mackey. Lo hizo tras conocer el plan de Everett, y condujo en solitario hacia la frontera de Louisiana, con las gafas de sol en el salpicadero bajo la tenue luz del atardecer, justo dos años después de Bahía de Cochinos. Tuvieron que dar un paso más. La obsesión de Everett se difuminaba en aspectos técnicos. El plan se tornó demasiado tortuoso y profundo. Everett buscaba laberintos que se prolongaran al infinito. Era un plan angustioso, volcado sobre sí mismo. Carecía del calor de los sentimientos. Debían llegar a las últimas consecuencias. Resultó revelador el hecho de que en el momento en que comprendió lo que debían hacer y sintió el choque del aire contra el capó del coche, experimentara una profunda y extrañísima simpatía por el presidente Jack.

En la nevera había zumo de frutas. Bebió un trago y le pasó la botella a Lu Wan. Ésta se limpió la boca con la mano, bebió y volvió a secarse la boca. Desde el río llegó el sonido de la sirena de un barco. T-Jota cogió la botella y la guardó en la nevera; la mujer se quitó la camiseta. T-Jota apoyó una rodilla en el borde de la cama y la vio adquirir imperceptiblemente una segunda piel. Desapareció todo rasgo de personalidad. No había conocido a otra mujer tan capaz de fundirse absolutamente con su propio cuerpo. Poseía un cuerpo que se remodelaba, se convertía en una bola de paja, hacía del sexo un misterio de destellos solares y sombras. T-Jota tenía la mano apoyada en el pilar de la cama. Follaron sobre una revista, y las páginas se adhirieron a Lu Wan haciendo mucho ruido.

Por etapas, a lo largo de un matrimonio, de una especie de carrera como paramilitar errante y de su caída en desgracia oficial, T-Jota se había convertido en un hombre sin domicilio estable. Para cierto tipo de mentalidad, ésta era la materia de que se componía la suprema desesperación. Se acercaba a los cuarenta, andaba suelto por el mundo y nada en él demostraba el tiempo y los riesgos corridos. Pero ahí estaba, poniendo en marcha el coche para el largo viaje al sur mientras experimentaba un extraño filo de satisfacción, sintiéndose cargado de ventajas. Tenía la foto de Jack Kennedy incrustada en la mente y nadie sabía siquiera que estaba allí, un hombre al que solían pagar para que enseñara a otros los fundamentos de la fuerza letal.

Win Everett estaba en el dormitorio de su hija y la escuchaba leer un libro de cuentos con figuras que aparecían de repente. Mary Frances dejaba en sus manos las sesiones de cuentos. La alteraban las poses de artista de Suzanne y opinaba que la niña debía aprender a leer en lugar de a pronunciar frases. Win permanecía atento a cada palabra. Su rostro cambiaba con el de la niña, y variaba de emociones y papeles.

Esos relatos le afectaban de un modo extraño, le producían la sensación de lo que significaba volver a ser niño. Descubrió que podía perderse con el sonido de la voz de su hija. Escudriñaba su rostro, convencido de que podía ver lo mismo que ella, línea tras línea, en el desarrollo serio y decisivo de un relato. Se le iluminaban los ojos. Experimentaba una alegría tan intensa que podía medirse con el lenguaje de órdenes, poderes y dominaciones angelicales. Estaban solos en una habitación también aislada, una habitación que pendía encima del mundo.

Más tarde bajó y se sentó a pasar las páginas de una revista. Sabía que había tomado distancias con respecto al filo de la operación. Utilizaba a Parmenter para hablar con Mackey. Ambos usaban a Mackey para averiguar qué ocurría en el 544 de Camp Street. Desconfiaba de Oswald. Sólo quería conocer datos seleccionados. Ponía demasiada distancia entre sí mismo y los demás. ¿Acaso esperaba que todo se desarrollara por medios ultraterrenales? Cometía los mismos errores que había cometido el Senior Study Effort antes de invadir Cuba. No sabía si podría retirarse. Hasta cierto punto, deseaba perder el control. Buscaba escapar del miedo y las premoniciones.

Las tramas contienen su propia lógica. Tienden a derivar hacia la muerte. Estaba convencido de que la idea de la muerte se entrelaza con la naturaleza de cualquier trama, tanto la narrativa como la de una conspiración de hombres armados. Cuanto más hermética la trama de una historia, mayores probabilidades de que acabe en muerte. Consideraba que la trama literaria es nuestro modo de localizar la fuerza de la muerte fuera del libro, de oponernos a ella, de contenerla. Los antiguos organizaban falsas batallas para imitar las tempestades naturales y reducir su temor hacia los dioses que guerreaban en el cielo. Le preocupaba la lógica de su trama hacia la muerte. Ya había explicado con toda claridad que deseaba que los tiradores alcanzaran a un agente del servicio secreto, que lo hirieran superficialmente. Lo que le asustaba no era un disparo mal dirigido, una muerte accidental, sino algo más insidioso. Tenía el presentimiento de que la trama avanzaría hasta cierto punto y desarrollaría un desenlace lógico.

Lancer visitará Miami.

Mary Frances pasó junto a la puerta. Abrió un grifo en la cocina. La oyó buscar algo en la escalera trasera. Oyó la radio de la cocina. Esperaba que Mary pasara junto a la ventana del porche, regadera en mano. Era un viejo trasto metálico, gris y abollado. Esperaba oírla caminar por el porche. Aguzó el oído. Mary seguía en la cocina, lo que estaba muy bien. Mientras supiera dónde se encontraba… debía estar cerca y él tenía que saber dónde se encontraba. Eran dos reglas íntimas.

Oyó una voz antigua y conocida por la radio de la cocina, una voz de los viejos tiempos, no logró recordar el nombre del personaje, pero era famoso y conocido, con risas de fondo, y se quedó muy quieto, como si quisiera perpetuar el instante, sorprendido por las complejas emociones que despertaba una voz de otra época, tierna y estremecedora, un chiste de tres frases que lo recupera todo. Pasó otra página.

Aún no se había fijado la fecha para el viaje del presidente. Pero seguro que lo hará, se dijo Parmenter. Quiere visitar Florida porque en 1960 el Estado votó por los republicanos y porque todo el Sur se caga en su programa de derechos civiles. Cabo Cañaveral, Tampa, Miami. Habrá una caravana de automóviles en Miami.

Mary Frances estaba en la puerta, con guantes de goma y un cepillo de fregar en la mano.

—¿Pasa algo raro últimamente? No sé.

—¿Cómo dices? —preguntó Win.

—Con Suzanne. Probablemente no pasa nada.

—No te entiendo.

—Es preocuparse por naderías.

—La niña está bien, perfecta. Es muy sana.

—Tiene una vena morbosa.

—¿A qué te refieres?

—No sé decirlo con claridad. Últimamente parece tenerla.

—¿Cómo?

—Desaparece constantemente… con Missy Tyler. Hay momentos en que se ocultan de mí. No sé, creo que últimamente está muy preocupada, muy introvertida, y temo que haya algo malsano.

—Missy es la pelirroja flaca.

—Una niña adoptada. Se esconden en los rincones y susurran con solemnidad. Cada vez que Missy está de visita se produce una situación rara. Como si la casa estuviera encantada. Produce temor. Algo camina por los pasillos. Tengo la sensación de que soy yo. En esta casa soy una presencia muy sospechosa. Las niñas callan en cuanto oyen mis pasos.

—Tienen su mundo, y ella es muy soñadora —aseguró Win.

—Escucha a un pinchadiscos de Dallas llamado Barbarrara.

—¿Qué música pone?

—No se trata de la música, ya que pone Los Cuarenta Principales, sino de lo que dice entre un disco y otro.

—Por ejemplo.

—Es irrepetible. Se limita a decir aquí estoy, esas cosas. Emplea un lenguaje totalmente distinto. Y la niña se queda pegada a la radio.

—Creo que me temo que creo…

—Lo sé, yo no soy así. La mayor parte de mis inquietudes tienen sentido.

—Me leyó cuarenta minutos sin parar y fue extraordinario, extraordinario.

—«Por favor, papá, quiero seguir leyendo».

—¿Usas los guantes para manipular plutonio?

—«Papá, papá, por favor».

Win subió, con movimientos lentos, con su estilo ligero y callado. Miami posee fuerza, resonancia. Es una ciudad de exiliados, de heridas sin cicatrizar. El presidente quiere que haya una caravana de coches porque las encuestas demuestran que pierde popularidad por momentos. Se presentará en medio de las multitudes con su Lincoln largo y azul, con motoristas que contendrán al gentío y agentes con gafas de sol colgados de los laterales del coche de seguimiento. Lancer se pone en pie para saludar. Es imprescindible herir ligeramente a un espectador o a un agente del servicio secreto para dar validez a nuestras credenciales. Así les demostramos que es real. Tramas. Los antiguos compartían la naturaleza remedando la violencia de un huracán o de una sucesión de truenos. Compartir la naturaleza es la triquiñuela humana más antigua. Buen pensamiento para irse a dormir.

La regadera era de metal arenoso y tenía un horrible pico chato.

Se asomó a la habitación de Suzanne y vio que estaba despierta. A los pies de la cama reposaba un muñeco de trapo y vinilo, un jugador de fútbol americano al que habían llamado Willie Wonder, con hombreras y pantalones brillantes. Win giró la cuerda de la espalda de Willie y lo soltó en una accidentada carrera a lo largo de la cama. Transmitió la jugada con tono apremiante, describió placajes fallidos y bloqueos campo abajo, añadió el griterío de las gradas, se convirtió en el encargado de anunciar el touchdown cuando el juguete cayó sobre la almohada. Suzanne manifestó una alegría que parecía nacer en los dedos de los pies, reptar por su cuerpo y llegar a los ojos hasta volverlos grandes y encendidos.

Si se las ingeniaba para seguir sorprendiéndola, Suzanne tendría motivos para quererlo eternamente.

Mackey atravesó el puente levadizo del río Miami. Las ruedas chirriaron en el enrejado metálico. En medio de la oscuridad, un balandro blanco avanzaba río arriba, un suave misterio de gracia y sigilo. Dos manzanas al sur del puente vio el primer adhesivo de Volveremos[5]. Calles vacías, sus manos pegadas al volante.

Aparcó en una calle lateral y dobló en la esquina en dirección a un enorme depósito de coches. Tardó diez minutos en encontrar a Wayne Elko, ridículamente despatarrado en el asiento trasero de un Impala rojo. La capota estaba retirada y Wayne contemplaba la noche.

—¿Por qué no me ha costado entrar?

—Por algo eres T-Jota.

—Tengo entendido que eres el vigilante nocturno.

—¿De dónde has salido?

—Wayne, he conducido cerca de mil seiscientos kilómetros para verte.

—Y pensar que me había dado por vencido.

Mackey se apoyó en el Impala y contempló la calle como si la visión de un Wayne Elko manchado de barro, descalzo y rodeado de ropa y otras pertenencias, resultara un tanto sórdida para asimilarla instantáneamente.

—Vi a Raymo y como se llame el otro. Hombre, estuve un tiempo con ellos de instrucción en los Glades. Está infestado de gente de Alpha 66. Los adiestramos un poco. En ningún momento les di la espalda salvo para orinar.

—Alpha no nos molestará. Tengo contactos muy antiguos con gente de Alpha.

—T-Jota, ¿eres de la Agencia o algo por el estilo?

—Ya no, Bubba. Vendí mi modesta caravana por una nadería y aquí me tienes. ¿Cómo nos llaman? ¿Retirados?

—Hacemos instrucción con unas armas realmente de mierda.

—Pronto recibiremos armamento.

—Las estrellas son fantásticas. Me gustan los Glades por sus noches despejadas. En lo alto hay un mundo totalmente distinto. Fíjate cómo se encumbran los halcones. No me molestaría salir a dar una vuelta. Me duele la espalda de tanto dormir en el coche.

—Tenemos una amistosa fuente de fondos que pronto acudirá en tu ayuda.

—Mientras estuve en Interpen, teníamos dinero del hotel y del casino.

—Tenemos un tipo en Nueva Orleans.

Mackey no confiaba en Guy Banister. Guy ya se encontraba más allá del bien y del mal, era un hombre otrora capaz al que sus odios habían transformado en feroz e inestable. Entregaba dinero y armas, pero no estaba dispuesto a apoyar la operación a ciegas. Mackey tendría que decirle quién era el blanco o inventárselo. Hiciera lo que hiciese, se arriesgaba a una traición. Guy estaba profundamente metido en causas y asociaciones. Tenía influencia en múltiples direcciones. Era insensato esperar que un hombre de esas características se limitara a contemplar cómo se desarrollaban los acontecimientos. Querría participar activamente. Desencadenaría fuerzas que pondrían en peligro el sistema autónomo que Mackey deseaba crear.

No confiaba en Wayne Elko. No era probable que Wayne cambiara conscientemente de chaqueta. Se debía más bien a su temperamento, su imprevisibilidad. Wayne era famoso por meter la pata hasta el fondo. También formaba parte de su naturaleza violentarse en un abrir y cerrar de ojos. Tenía algo ligeramente viperino. Arrastraba las palabras, divagaba y parecía aletargado mientras se acariciaba el delgado mentón, pero de pronto se ofendía. Y era un individuo que se ofendía en serio. Astroso y desgarbado, con ojos enrojecidos que sobresalían, se consideraba a sí mismo hijo de la clase guerrera. Mackey tenía la certeza de que convencería a Wayne para que hiciera casi todo lo que él quisiese, siempre y cuando lo llevara a transgredir los límites.

—En los Glades practicamos con armas portátiles —le comentó a T-Jota—. Me hicieron usar una pistola contra un blanco fijo. Mentalmente deduje que es lo que tú les pediste.

La misión de Wayne no consistiría, ni remotamente, en acercarse al presidente Jack. Trabajaría con autonomía muy limitada. Se trataba de adaptar el hombre a la naturaleza de la tarea. Correspondía al tipo de asesino íntimo.