19 DE JUNIO

Mary Frances aparcó bajo un roble en la calzada circular del College of Education, u Old Main. Le gustaba que el despacho de Win estuviera en el edificio más antiguo del campus. Le agradaba aquel edificio, con sus arcadas de entrada y sus columnas de dos plantas. Denton tenía calles ocultas, exhalaba una sensación de historia lánguida, una vieja quietud norteamericana, melancólica e inmutable, y también esas huellas más viejas, ideas y valores más antiguos escritos en piedra caliza y en mármol, en volutas en lo alto de una columna o en los detalles de un friso en forma de billete de banco. Old Main, el palacio de justicia del condado, las casas de amplia fachada, los hogares de porches profundos y umbríos, los árboles, las calles con nombres de árbol… todo eso la colmaba, le hacía pensar que la felicidad vivía minuto a minuto en lo que ella veía y oía. Ser feliz era una tenue conciencia, la suma de las tenues conciencias, día tras día y minuto a minuto, y ahora lo sabía, con el pelo y con la piel tanto como con el corazón.

Suzanne estaba sentada junto a su madre, con los brazos a lo largo del cuerpo y las piernas blancas y delgadas extendidas en una muestra de falsa sumisión. No se dirigían la palabra.

Ahora se podía ser feliz. No hacía falta experimentarlo en retrospectiva, según creía Win, tal como solía explicarlo con sus suaves modales, con la expresión de lo que él llamaba un profesor fracasado ligeramente inclinado hacia la derecha. No se trataba de un brillo ni de una meditación de brazos cruzados. Ahora podía sentirla, acopiarla en los nombres de las cosas que le rodeaban, en los jaboncillos, en los robles y en los delicados olmos. Le gustaba vivir aquí, después en Miami, La Habana, Ciudad de México, Guatemala, alojamiento provisional en el sudeste de Virginia (ISOLATION), huellas polvorientas de casas idénticas cercanas a la costa de Carolina (ISOLATION TROPIC). Irían a la steak house de South Locust a comer gambas gigantes con ensalada, patatas fritas y panecillos calientes; después Win propondría que tomaran un helado en Lane’s.

Cielos brillantes y ardientes.

Silencio en el coche, en los jardines abrasados.

Suzanne contenía la respiración.

En su despacho del sótano del Old Main, Win Everett hablaba por teléfono con Parmenter.

—¿Cómo es que Mackey está enterado de todo si no he establecido contacto?

—Todo lo que T-Jota sabe procede del despacho de Banister. Oswald confía en una de las personas de Banister.

—Sigue.

—En enero encarga por correo una calibre 38 de cañón corto a una empresa de Los Ángeles. En marzo pide a Chicago una carabina italiana con mira telescópica.

—Armado y peligroso —le comentó Win, en voz baja.

—Y aquí no acaba la cosa. ¿Estás preparado? Reparte octavillas pro castristas por la calle. Hace dos o tres días estuvo en el puerto y entregó octavillas a los marineros que desembarcaban de un portaaviones.

Everett contemplaba el vacío.

—¿Cómo encaja lo que cuentas con el hecho de que dispone de un despacho en el mismo edificio donde se encuentra la agencia de detectives de Banister, justo encima de su oficina, que es el puñetero eje de la cruzada anticastrista en Louisiana?

—No encaja —replicó Parmenter.

—Me alegra oírtelo decir. Creía que se me había escapado algo.

—Sólo sé lo que me cuenta T-Jota, que es lo siguiente: el sujeto entra en el despacho de Banister y dice que busca trabajo de agente secreto. Banister lo instala en una especie de armario de escobas que hay en el piso de arriba. Este cuartucho se convierte en la central en Nueva Orleans del Comité por el Trato Justo con Cuba. Y el sujeto sale a la calle con camisa blanca y corbata y se dedica a repartir octavillas.

Hablaban de Oswald como «el sujeto» del mismo modo que se referían al presidente como Lancer, su nombre cifrado para el servicio secreto. Era una costumbre. Se busca la menor superficie posible a la que puedan aferrarse el sufrimiento y el pesar… el sufrimiento de cualquiera, el de todos. Un buen pensamiento para la hora del crepúsculo.

—Necesito comprender bien la secuencia —insistió Win—. El sujeto abandona Dallas. Desaparece, se esfuma de nuestras vidas, una parte prometedora de nuestra operación se pierde definitivamente.

—Y reaparece en el único sitio donde jamás lo habríamos esperado.

—Reaparece, caído del cielo, en Nueva Orleans, en la agencia de Guy Banister, en busca de una misión secreta. El mismo fulano que desertó a la maldita Unión Soviética, que utilizó su rifle comprado por correo para disparar al general Walker. Y se mete de lleno en medio del campo enemigo.

—Mackey iba a pedirle a Guy Banister que encontrara un sustituto de nuestro chico. ¿Y qué pasó? Pues que el original apareció en la calle.

Everett rebuscó un cigarrillo en sus bolsillos.

—Tendrás que abordar al sujeto —señaló.

—Oh, no.

—Tendrás que hacerlo, Larry.

—Amigo, el contacto personal me interesa tan poco como a ti. Pídele a Mackey que se haga cargo de esto.

—¿Dónde está?

—Por lo que sé, sigue en la Granja.

—Muy bien. Escúchame, tienes que conseguir una muestra de la caligrafía del chico.

—Hablaré inmediatamente con T-Jota.

El pasillo estaba vacío. Win subió la escalera hasta la planta baja. En recepción no había nadie. Salió. Terminado el curso escolar, a lo lejos algunas figuras se desplazaban a cámara lenta, cursillistas de verano, encargados del mantenimiento, y el sistema de riego trazaba arcos superpuestos de rocío, la perezosa brillantez del césped cubierto de telarañas.

Antes del intento de asesinato toca la provocación.

Había ideado un memorándum confidencial del subdirector de Planes para miembros selectos del Senior Study Effort, fechado en mayo de 1961. Aludía al asesinato de dirigentes extranjeros desde una perspectiva filosófica. También incluía un fragmento del oratorio, desconocido para el mundo exterior. Concluir con daños extremos. Parmenter se ocupaba de la producción material del memorándum con una máquina de escribir y un papel de carta adecuados.

Dos. Por medio de sus contactos en la Pequeña Habana, Everett había insertado un enigmático artículo en una revista para exiliados publicada en New Jersey. El artículo, procedente de una fuente que no se mencionaba, se refería a una operación organizada en julio de 1961 por la Oficina de Inteligencia Naval de Guantánamo, la base norteamericana próxima al extremo oriental de Cuba. Aunque el artículo era falso, el plan existía y pretendía el asesinato de Fidel Castro y de su hermano Raúl. Este artículo aparecía entre los efectos personales del sujeto después del fracasado intento de asesinato contra el presidente.

Tres. Estaba elaborando un plan que incluía recados telefónicos apuntados en papel de la División de Servicios Técnicos. Garabatos, números de teléfono, abreviaturas de los nombres de complejos venenos producidos por una unidad especial de dicha división, jocosamente llamada Comité de Alteración de la Salud. Cualquiera que rastrease la secuencia de los números de teléfono sería conducido, por un sorprendente y tortuoso sendero, hasta una serie de paradas corrientes (la floristería, el supermercado), así como a la casa de un líder exiliado en Miami, un motel de Cayo Biscayne en manos de la mafia y un yate amarrado en un puerto deportivo de Miami, residencia del jefe de estación de la CIA.

Echó a andar hacia el coche.

Localismos, historias, conexiones que los investigadores deberían evaluar. Tenía otros planes, otros documentos —auténticos— relacionados con atentados contra Castro en los que había participado personalmente durante la fase de planificación. A Parmenter le correspondería hacer llegar indirectamente este material de lectura a periodistas, miembros de subcomités y cualquier otra persona dispuesta a sacarlos a la luz. En cuanto la gente considerara el atentado contra el presidente como la respuesta cubana a los intentos constantes de asesinar a Castro por parte de los servicios de información de Estados Unidos, estaríamos a mitad de camino de recuperar la isla.

Las vio sentadas en el coche. Empezó a sonreír, mientras se protegía los ojos del sol. Se acercó a la puerta de la derecha. La hierba húmeda parecía adornada con lentejuelas en medio del calor y del resplandor. Se aproximó de puntillas, con una sonrisa de oreja a oreja, a la espera de que Suzanne lo viera.

Guy Banister estaba solo en el Katz & Jammer Bar. Tenía su sitio reservado en un extremo, donde la barra se curva para unirse con la pared. Le gustaba sentarse de espaldas a la pared y mirar hacia la calle, contemplar las cabezas de neón que se balanceaban más allá del letrero de Falstaff colgado de la ventana elevada.

El médico le había aconsejado que no bebiera. Y bebía. Que no fumara. Y fumaba. Que dejara la agencia de detectives. Y trabajaba más horas, preparaba listas más largas, transportaba armas, almacenaba municiones, dirigía una red de muchachos sanos que espiaban en las universidades locales.

Dave Ferrie insistía en lo del tumor que crecía en su cerebro, pero era Banister quien sufría pérdidas de conocimiento y mareos, quien sentado ante su escritorio veía cómo le temblaba la mano, allá lejos, como si perteneciera a otra persona.

Tenía sesenta y tres años, y había pasado veinte en el FBI; un agente condecorado que bebía a solas en un bar.

Bajo la chaqueta llevaba un Colt de acero azul, preparado para admitir cartuchos Magnum 357. Guy creía sinceramente que la vieja y fiable 38 especial con cargas estándar de la policía no era arma suficiente para el tipo de situación con que podía toparse un hombre de su posición a cualquier hora del día o de la noche. Amén. El fondo del vaso despedía bellos reflejos castaños. Bebió el último trago de bourbon y miró al hombre que avanzaba hacia él.

—Lo cogimos cuando salía del Biograph de Chicago, en julio del treinta y cuatro, y lo abatimos a balazos en un callejón, a tres puertas de la sala.

—De modo que ahora hablamos de ése —dice el orejudo barman.

—Del señor John Dillinger. De ése hablamos. Llena mi puñetero vaso.

—¿Con o sin hielo?

—Un famoso final. Los forofos del viejo Dillinger podrían decirle qué película echaban cuando lo derribamos a tiros.

—Vale, jefe, me rindo.

Manhattan melodrama, con Clark Gable.

El barman le llenó el vaso sin inmutarse.

—Siempre que tiene lugar un final famoso cerca de un cine, uno necesita saber qué película ponen.

—No me cabe la menor duda, señor Banister.

—Es una historia condenadamente aparente.

Transportó municiones a los cayos para bombardear las refinerías, para Bahía de Cochinos. Tenía tanta artillería guardada en el despacho que tuvo que pedirle a Ferrie que se llevara una parte a su casa. Ferrie almacenaba minas terrestres en la cocina. Pronto ocurriría algo, ya que un montón de facciones estaban a la espera de una segunda invasión. El gobierno estaba al corriente. Las redadas y los incautamientos se habían convertido en algo habitual. Todo salía al revés.

Vio al chico, Oswald, pasar junto a la ventana, retornaba a su casa después de trabajar en la William Reily Coffee Company. Otra cabeza que salía a flote en el gran torrente de Nueva Orleans.

La mano empieza a temblar allá lejos, no tiene nada que ver con él.

Trabajaba más horas, preparaba listas más largas. Constantemente se presentaban investigadores que le proporcionaban nombres. Quería listas de subversivos, de profesores izquierdistas, de miembros del Congreso con dudosos expedientes electorales. Quería listas de negros, de amantes de negro, de negros armados, de negras embarazadas, de negros de piel clara, de negros casados con blancas y a la inversa. Resultaba imposible fotografiar a un negro. Jamás había visto la foto de un negro en la que pudieran distinguirse las facciones. El que no despidan luz es sólo un hecho de la naturaleza.

El Times-Picayune venía lleno de artículos sobre el programa de derechos civiles de JFK. A los Kennedy sí que podías fotografiarlos. En eso eran insuperables. El hombre de los secretos despide un resplandor.

Entregamos la Europa Oriental. Entregamos China. Entregamos Cuba, situada a menos de ciento cincuenta kilómetros de nuestra costa. Nos disponemos a entregar el Sudeste Asiático. Después entregaremos Estados Unidos. Se lo daremos a los negros. Algo que Guy no soportaba de las sentadas y las marchas era el momento en que los condenados blancos se ponían a cantar. Se pierde el espíritu celebratorio. Hace que todos se sientan fatal.

Llamó al barman.

—¿Sabes que Kennedy se hace acompañar de diez o quince personas iguales a él? ¿Lo sabías?

—No.

—¿Nunca has oído ningún comentario al respecto?

—Jamás oí que existieran.

—Pues existen —insistió Banister.

—Tampoco me extraña.

—Son unos quince y, dondequiera que va, lo acompañan. Maldita sea, están siempre listos. ¿Sabes por qué? Se trata de una maniobra de camuflaje. Porque sabe que ha cabreado a un montón de gente.

Banister era viejo como el siglo, veinte años en el FBI y luego en la policía municipal hasta que disparó su arma al techo de un bar para turistas.

Acabó el bourbon y se levantó para irse.

El enemigo público número uno. Era una sofocante noche de julio. Lo atrapamos en un callejón próximo al Biograph.

Su despacho estaba junto al bar, pero no usó la entrada de Camp Street, donde le esperarían para liquidarlo cuando llegara el momento, ahora o más tarde, de día o de noche. Se dirigió a la entrada de servicio de Lafayette y subió penosamente la escalera.

Delphine estaba frente a su escritorio en la antesala. Le miró con cara de pocos amigos, lo cual significaba que sabía que había estado bebiendo. Con semejante querida no necesitaba una esposa.

—Hay algo que considero que deberías saber —dijo Delphine.

—Probablemente ya lo sé.

—Esto no lo sabes.

Guy se sentó en el sofá de vinilo que según Ferrie contenía sustancias cancerígenas y se entretuvo en sacar un cigarrillo del paquete y encenderlo. Tenía un Zippo con el que había hecho la guerra y que aún funcionaba de maravilla, con su piedra y su llama.

—Se trata de Leon, o como se llame el que está arriba, el que trabaja en la habitación vacía.

—Oswald.

—Después del almuerzo subí en busca de unos expedientes que se han volatilizado. En el despacho no había nadie, sólo unas pequeñas pilas de octavillas sobre una mesa. ¿Sabes qué dicen? Manos fuera de Cuba. Trato justo con Cuba. Todo ese material castrista está en una mesa, encima de nuestras cabezas.

Guy Banister sacudió ligeramente la mano que sostenía el cigarrillo.

—Adelante, ¿qué más? —inquirió, con expresión socarrona.

—Guy, no se trata de un chiste. En ese cuartucho hay material de lectura incendiario.

—Ocúpate de que esas circulares no vuelen y vengan en esta dirección. No las quiero aquí abajo. Él tiene su trabajo y nosotros el nuestro. Equivalen a lo mismo.

—Entonces estás enterado.

—Ya veremos cómo se resuelven las cosas.

—¿Qué sabes de él?

—En lo personal, poca cosa. Fundamentalmente trabaja con Ferrie. Ferrie lo recomendó. Es un proyecto de David Ferrie.

—Me gustaría saber adónde apunta —observó Delphine.

Banister sonrió y se levantó. Dejó el cigarrillo en el cenicero del escritorio. Se detuvo detrás de la silla de Delphine y le masajeó la espalda y la nuca. En el escritorio había un ejemplar reciente de On Target, la hoja informativa de los Minutemen. Una frase en cursiva llamó su atención. Incluso en este momento el retículo se centra en su nuca. Algo se estaba tramando. En el éter había fuerzas que algunos hombres perciben en el mismo momento histórico. Lo sientes en tu piel, en las yemas de los dedos.

—¿Qué hay del hombre que telefoneó esta mañana a primera hora? —preguntó Delphine—. Sonaba lejos en más de un sentido.

—¿Le enviaste un giro de cincuenta dólares?

—Tal como me pediste.

—Es un hombre de Mackey, alguien nuevo para mí. Le expliqué cómo podía contactar con T-Jota.

Delphine se llevó las manos a los cabellos y dirigió la mirada al cristal ahumado de la puerta del despacho.

—¿Veré esta noche a mi agente del FBI?

Guy se inclinó por encima de los hombros de Delphine para recuperar su cigarrillo.

—Antes de irte, quiero que abras un nuevo expediente: Trato Justo con Cuba. Adjudícale una bonita carpeta rosa.

—¿Qué quieres que guarde en ella?

—Delphine, cuando se abre un expediente, basta esperar para que aparezca material a raudales. Notas, listas, fotos, rumores. Todos los fragmentos y chismes del mundo que no tienen vida hasta que alguien se presenta a recogerlos. Resulta que todo ese material te estaba esperando.

Aquella gélida mañana, Wayne Elko, limpiador de piscinas en paro, se encontraba sentado en un largo banco de la sala de espera de la Union Station de Denver.

Wayne pensó que, desde hacía algún tiempo, siempre llegaba o partía. Jamás estaba en un sitio al que se pudiera llamar hogar. No estaba ni aquí ni allá. Parecía un problema filosófico.

A su lado, sobre el banco, tenía su mochila caqui y una manoseada bolsa de la compra de un supermercado A & P de la costa. Llevaba sus bienes materiales en esos tristes sacos.

Wayne era un hombre que ofrecía grandes posibilidades. Por veinte dólares retrocedía treinta mil kilómetros el contador de tu coche. Tardaba un cuarto de hora. Por cien dólares colocaba una carga plástica y enviaba el coche al cielo si tal era la necesidad de cobrar el seguro. Pero también era capaz de hacerlo gratis, simplemente por el aspecto científico.

La luz del alba se colaba por las ventanas altas y arqueadas. Los bancos medían nueve metros de largo, tenían un respaldo alto y curvo y estaban lustrados. Sobre su cabeza pendían gigantescas arañas de luces. La sala de espera estaba vacía si exceptuamos los dos o tres habituales de la estación, los dos o tres hombres en sombras que veía en cada parada, que moraban en las paredes como las lagartijas. El silencio, las ventanas arqueadas, los bancos de madera y las arañas le indujeron a pensar en una iglesia, una iglesia a la que uno viajara en tren, para luego abandonar el ruido y el vapor y dirigirse a esa estancia alta y vacía en la que podría elaborar sus más serenos pensamientos.

Llevaba diez minutos durmiendo en el banco cuando un policía golpeó con la porra su rodilla levantada. Sonó como la madera hueca. Bienvenido a las Rocosas.

Wayne se levantó, recogió sus pertenencias, cruzó la calle y se quedó inmediatamente dormido en una plataforma de cemento de carga y descarga de un almacén. Este vez lo despertaron los camiones. Deambuló hasta una zona de almacenes refrigerados con viejas vías de doble ancho que cruzaban el empedrado. En el cruce de la Veinte y Blake vio a un hombre que limpiaba un camión de basura. Había un centenar de coches destrozados al otro lado del alambre de espino y mil añicos de cristal por metro cuadrado. Era el barrio de los vidrios rotos de Denver. En la Veinte y Larimer vio algunos hombres que trastabillaban al andar. Borrachos madrugadores que salían a dar un paseo. La Misión Baptista. Préstamos. Por la calle bajó un tipo con un sombrero Crazy Guggenheim; podía ser indio, mexicano, mestizo o Dios sabe qué, y maldecía en una lengua inventada. Hizo pensar a Wayne en los rostros que vio en Everglades y en Cayo Sin Nombre durante su instrucción en la brigada Interpen. Todos los hombres que habían luchado con Castro y que después se cambiaron de bando. Cólera profunda en cada rostro. Fidel traiciona la revolución.

Había convivido con una población cambiante de pícaros comandos en una pensión de Southwest Fourth Street de Miami. Estuvieron varias semanas seguidas entrenándose en los manglares y realizaron incursiones por la costa cubana en una lancha de diez metros, principalmente para desembarcar agentes y disparar contra siluetas. Por lo demás, permanecían cerca de la casa de chilla y limpiaban las metralletas en el patio trasero. Instructores de judo, capitanes de remolcadores, cubanos sin casa ni hogar, ex paracaidistas como Wayne, mercenarios de guerras de las que nadie había oído hablar, libradas en Nigeria o en Malasia. Parecían tipos salidos de la película preferida de Wayne, Los siete samuráis, guerreros sin jefe, dispuestos a unirse para salvar una aldea de los merodeadores, para recuperar un distrito y, al final, para verse traicionados. Primero fueron los reactores de la marina que dieron unas pasadas de reconocimiento sobre Cayo Sin Nombre, desbaratando las brújulas de los muchachos embarrados de la cabeza a los pies. A continuación, por cortesía del sheriff del distrito de Dade, detuvieron a cinco comandos de Interpen acogiéndose a la ley de vagos y maleantes. Después golpearon los agentes de aduanas de Estados Unidos y arrestaron a doce hombres, incluido Wayne Elko con equipo de combate y la cara negra de humo, en el preciso momento en que partían hacia Cuba en la lancha bimotora.

JFK había llegado a un acuerdo con los soviéticos para dejar en paz a Castro. Increíble. Precisamente el candidato al que Wayne habría votado si se hubiera tomado la molestia de inscribirse en el censo. Creía en la nación, la lealtad, las montañas y los ríos. Todo estaba relacionado.

Buscó una cabina y llamó a cobro revertido al número de Nueva Orleans que T-Jota Mackey le entregara un año antes. Dijo a la mujer que contestó que deseaba hablar con el señor Guy Banister.

—Wayne Elko al habla. Parece que me he quedado sin blanca en Denver, Colorado, dígaselo a T-Jota. Estoy buscando trabajo.

Win Everett estaba en el sótano de su casa, inclinado sobre la mesa de trabajo. Tenía delante herramientas y materiales, sobre todo cosas de la casa, pequeñas y baratas: instrumentos cortantes, recubrimientos de acetato, gomas y pegamentos, una goma de borrar blanda, una plancha de viaje.

Se sentía fabulosamente atento y seguro de sí mismo mientras creaba un hombre con tijeras y celo.

Su francotirador aparecería y se esfumaría en un laberinto de nombres falsos. Los investigadores encontrarían la solicitud para alquilar un apartado de correos; el certificado del servicio militar cumplido en el cuerpo de Marines; la cartilla de la Seguridad Social; la solicitud de pasaporte; el carné de conducir; una tarjeta de crédito robada, y unos seis documentos más… bajo dos o tres nombres distintos, cada uno de los cuales llevaría por un sendero que acabara en el Directorio Cubano de Información.

Se esmeró con la tarjeta del Diners Club y quitó la tinta de las letras moldeadas con un rotulador mojado en resina de poliéster. La radio transmitía una música tranquilizadora. Apretó la tarjeta con la plancha tibia y la calentó lentamente para aplastar las letras. Con ayuda de una hoja de afeitar, alisó las protuberancias y salientes que quedaban. Más adelante recalentaría la tarjeta y estamparía nombre y número nuevos con la ayuda de una placa para estampar direcciones.

En sus primeros años como agente de operaciones, Win aprendió diversos trucos de los bajos fondos. Con anterioridad, había dado clases en una serie de pequeños centros de artes liberales del Medio Oeste, lugares como Franklin, en Indiana, donde un colega inteligente y asociado de alguna manera con la CIA lo reclutó para que lo adiestraran como agente secreto. Al instante, la idea le pareció acertada, una respuesta posible al desasosiego interior que experimentaba, la sensación de que necesitaba arriesgar algo importante, poner a prueba sus convicciones morales, para verse a sí mismo íntegramente. Poco después recibía instrucciones prácticas en Cartas y Sobres, o cómo leer la correspondencia ajena sin que nadie se enterara, y de vez en cuando recordaba aquellas tardes de modorra en el pequeño Franklin College. Tras unos años en La Habana y Centroamérica, incluido el puesto de jefe de estación en Guatemala, fue uno de los varios hombres a los que se encomendó la coordinación del adiestramiento de una brigada de exiliados cubanos. A partir de entonces corría de un lado a otro. Demolición submarina en Puerto Rico y Carolina del Norte, maniobras de paracaidista en las afueras de Phoenix, organización de equipos en Nicaragua, Miami, Cayo Hueso.

Ahora se sentía lúcido, mejor que desde hacía bastante tiempo, en la cresta de la ola, despierto.

Luego se ocuparía de la libreta de direcciones del joven, un proyecto importante. En cuanto dispusiera de la muestra caligráfica, Win incorporaría a las páginas en miniatura las pistas suficientes, pistas falsas, abundancia de vida, misterios persistentes, suficientes personas reales e inventadas para que los investigadores estuvieran ocupados durante varios meses.

Desenroscó la tapa del pegamento multiuso. Empleó la navaja para cortar una tira de la hoja de papel opaco en la que estamparía la nueva firma. Cotejó el largo y el ancho de la tira con el espacio vacío del reverso de la tarjeta de crédito. Esparció pegamento sobre la tira de papel y la presionó con suavidad sobre la tarjeta. Escuchó la radio mientras esperaba que se secara.

Entonces siempre tenía prisa. Fort Gulick en la Zona del Canal. Trax Base en Guatemala. Ahora todo estaba más tranquilo. Tenía tiempo para pasar las páginas de los libros que se había propuesto leer.

Después de la libreta de direcciones le tocaba el turno a los nombres falsos. Le gustaba inventar nombres. Quitó el sobrante de pegamento del reverso de la tarjeta con una de las gomas de borrar de Suzanne. Desconectó la radio, apagó la luz y subió la vieja escalera de tablones.

Su francotirador aparecería detrás de una espectacular tira de gasa. Tienes que enfrentarlos a la coincidencia, al misterio persistente. Así es como se vuelve real.

Comprobó que la puerta principal estuviera cerrada. Los días pasaban volando. De nuevo era la hora de acostarse. Ahora siempre era la hora de irse a la cama. Dio vueltas apagando luces, comprobó que estuviera echado el cerrojo de la puerta de servicio, se cercioró de que el horno estaba apagado. Eso significaba que todo marchaba sobre ruedas.

Algún día esta operación sería estudiada en los máximos niveles de la inteligencia de Langley y del Pentágono.

Apagó la luz de la cocina. Empezó a subir la escalera y se sintió impelido a comprobar de nuevo el horno, pese a estar seguro de que estaba apagado. Se sorprenderían. Crearía coincidencias tan inverosímiles que tendrían que aceptarlas. Crearía una soledad cargada de deseos violentos. Ese tipo de hombre. Una detención, un nombre falso, una tarjeta de crédito robada. Acechar a la víctima puede ser el modo de organizar la propia soledad, de convertirla en una red, una trama de conexiones. Los desesperados dotan de un propósito y destino a su soledad.

El horno estaba apagado. Hizo un esfuerzo para registrar este hecho. Subió y oyó una música suave procedente de la radio del dormitorio.

Ese tipo de hombre. El que se observa a sí mismo, el que vive en un espacio azaroso. Si el mundo es el lugar donde nos ocultamos de nosotros mismos, ¿qué hacemos cuando el mundo deja de ser accesible? Inventamos un nombre falso, inventamos un destino, compramos un arma de fuego por correspondencia.

Lancer se va a Honolulú.

A cierto nivel, actuaba bien. Se sentía alerta, deliciosamente lúcido, en la cresta misma de la ola. A continuación tocaba la libreta de direcciones. Queremos un fallo espectacular.

Por la KDNT, una voz informaba que un comité de la Organización de Estados Americanos, formado por ocho naciones, había acusado a Cuba de fomentar la subversión marxista en nuestro hemisferio. La isla es el centro de instrucción de agentes. El gobierno ha iniciado una nueva fase en la que estimula la violencia y el malestar en Latinoamérica.

Esos recordatorios no le molestaban. No le hacía falta que los locutores le contaran en qué se había convertido Cuba. Se trataba de una lucha silenciosa. A Win le dominaban una ira y una decisión calladas. No quería compañía. Cuanta más gente creyera en lo mismo que él, menos pura sería su ira. La nación estaba llena de idiotas que degradaban su cólera. Se puso el pijama. Tuvo la sensación de que ahora llevaba el pijama constantemente. El día no había concluido y otra vez era la hora de acostarse. Mary Frances dormía. Apagó la radio y la luz. Habló en su interior con la fuerza que acechaba fuera, el poder que regía el cielo, las infinitas espirales de hidrógeno, la región de la noche eterna, de todas las almas. Simplemente dijo: Por favor, déjame dormir sin soñar.

Los sueños destacaban terrores imposibles de explicar.