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5 de junio de 1997

Poco después de medianoche, parece que Loomis duerme profundamente al fin. Jonah distiende su presa y lo deposita poco a poco en su saco de dormir, dejando que su mano acaricie lentamente su suave mejilla, mientras Loomis emite un leve gemido staccato.

Shh -dice Jonah—. Shhhhh -susurra, como si estuviera expulsando aire.

Espera unos instantes para asegurarse de que Loomis está dormido y sale de la tienda para contemplar el fuego. Las cosas no han salido tan bien como esperaba y todavía se siente un poco agitado, un poco enervado por el disgusto de Loomis. Al principio, mientras recogían leña y hacían la fogata, parecía que lo estaba encajando bien, pero después, a medida que progresaba la tarde, Loomis se había abstraído cada vez más, y cuando Jonah le sugirió que era el momento de acostarse le temblaron los labios.

—Creo que no me quiero quedar aquí —dijo Loomis—. No me encuentro muy cómodo.

—Bueno —repuso Jonah—, tenemos que quedarnos por lo menos esta noche. Estamos de acampada. Creía que habías dicho que querías dormir en una tienda de campaña.

—He cambiado de idea —dijo Loomis, y a Jonah se le aceleró el corazón.

—Solo has de probarlo —insistió.

—¿Cuánto tiempo?

—Un poquito —le aseguró Jonah—. Estamos de vacaciones. Tu abuela no se encuentra muy bien últimamente, así que me pidió que te llevara conmigo unos días.

—Ni siquiera sabía que te conocía —objetó Loomis, frunciendo el ceño—. Me dijiste que no debía contarle que hablaba contigo.

Jonah intentó sonreír.

—Me parece que estás un poco confuso —dijo—. Sabes cuál la situación de tu padre, ¿no?

—¿Mi padre?

—Se ha metido en un lío —susurró Jonah—. Lo cierto, Loomis, es que no se lleva muy bien con tu abuela, así que no quería que le hablaras de mí porque creía que ella se enfadaría. Pero la situación ha cambiado. Necesitaba que alguien te cuidase, así que intervine yo. A petición suya.

—¿Por qué no me puedo quedar con mi padre?

Jonah se quedó sentado un momento, perplejo.

—Loomis —dijo al fin—, todavía... tiene algunos problemas. No quiero que te preocupes ni nada, pero tu padre no puede ocuparse de ti en este momento. Está en la cárcel. Por eso estoy aquí.

Se miraron el uno al otro. Al principio fue bien: una sola lágrima se derramó por la cuenca del ojo y Loomis se la secó en seguida.

—Creo que tengo miedo —dijo. Y entonces, sin previo aviso, empezó a llorar.

Cuando piensa en esos sollozos, Jonah sigue sintiendo la cabeza un poco ligera. No puede evitar acordarse del sonido del llanto de su madre y de cómo se le contraía el corazón cuando se plantaba ante su puerta con la mejilla pegada a la pared. Le hacía sentirse impotente.

Sabe que pronto tendrá que empezar a tomar algunas decisiones importantes; arroja un pellizco de tierra a la hoguera y observa cómo chisporrotea.

Seguro que ya han salido en su busca. Han transcurrido más de doce horas desde que traspusiera el término municipal de San Buenaventura con Loomis, y no cabe duda de que han llamado a la policía. Supone que es probable que estén todos muy preocupados, aunque esa no fuera su intención. Se pregunta si es posible que hasta puedan arrestarlo, aunque les explicase las circunstancias, aunque Loomis sea su sobrino de sangre y solo se hayan ido de excursión. Se imagina de nuevo en San Buenaventura, ante un tribunal, mientras el juez ordena que le pongan el mismo monitor que a Troy. Obligado a sentarse en aquella vieja caravana, lo que quizá fuese una especie de justicia.

Aún puede llamar a Troy, se dice. El fuego se está extinguiendo y Jonah lo atiza con un palo para remover las brasas. Había una cabina telefónica próxima al acceso al parque, y puede ir a pie hasta ella mientras Loomis duerme. Se hurga en el bolsillo: cinco monedas de veinticinco centavos, tres de diez y algunas de uno. Quizá. Remueve los rescoldos con el extremo del palo hasta que la punta de este adopta un tono anaranjado. Comprueba su reloj con los ojos entrecerrados, acercándoselo a la cara. Son casi las doce y media.

¿Estará acostado Troy cuando suene el teléfono? Intenta proyectarse hasta ese momento, imaginarse a Troy dándose la vuelta para descolgar el auricular; no estará completamente dormido, claro, habiendo desaparecido Loomis y con tantas preocupaciones arrastrándose por su cerebro como si fueran hormigas.

«¿Hola?» dirá, abruptamente; sin duda estará esperando malas noticias, y Jonah tendrá que hacer una pausa.

«Troy», contestará al fin. «Soy Jonah.»

O puede que diga, simplemente:

«Soy yo.»

Se incorpora y se encamina al poste contiguo a su campamento, arrastrando los pies por el camino de grava.

—Troy —dice, titubeando—. Eh, perdona por llamar tan tarde. Supuse que estarías preocupado, así que quería que supieras que Loomis y yo hemos decidido hacer un viajecito juntos. Sé que debería haberte llamado antes, pero no me había dado cuenta...

No, no, piensa. Vuelve a empezar.

—Troy, tenemos que hablar —dice con firmeza—. Loomis está aquí conmigo, y hemos estado discutiendo algunas cosas. Ya no quiere vivir con su abuela, esa es la cuestión. Quiere vivir contigo y conmigo. Así que se nos ha ocurrido este plan, verás...

No, piensa. No está bien.

—Troy —susurra, muy tranquilo y serio—, solo te llamo para que sepas que Loomis está conmigo. —Y entonces tendrá que interrumpirlo, diga lo que diga—. No te enfades. Solo escúchame, ¿vale? Necesito saber lo que quieres que haga, porque me parece que hay muchas opciones que a lo mejor debemos plantearnos. Pero de verdad me parece...

Avanza varios pasos por el camino de grava, internándose rápidamente en la oscuridad, consciente de una sensación hueca y temblorosa en el pecho y las piernas. Mira por encima del hombro a la sombra achaparrada de la tienda donde duerme Loomis, y dirige nuevamente su atención al sendero que conduce a la cabina telefónica. Son unos ochocientos metros, calcula.

—Me parece que puedo ayudarte —dice—. Sé que has perdido la custodia de Loomis, pero si me escuchas, si trabajamos juntos, todos podremos volver a empezar. Sé que parece una locura. Sé que las cosas no han ido muy bien entre nosotros, y que te he mentido en el pasado, pero te juro que puedes confiar en mí. Solo escucha, ¿vale?

Dejaremos que pase algún tiempo, murmura mentalmente. Pongamos un mes, incluso dos. A lo mejor piensan que se lo ha llevado tu ex esposa. Y después, cuando cumplas la libertad condicional, decidiremos un punto de encuentro. Creo que debería ser en México. Quizá cerca de la playa. Será bonito. Sé que piensas que no puedes volver a empezar, pero sí que puedes. Los dos podemos encontrar un empleo allí abajo... hay bares y restaurantes en todo el mundo, y somos buenos en lo que hacemos. Así que podemos instalarnos allí una temporada. Loomis, tú y yo. Sé que a lo mejor parece indignante, pero puede que sea lo que necesitas. Puede que solo necesites un cambio. Todos podremos volver a empezar, y tal vez haya algunos contratiempos al principio, pero creo que saldrá bien.

Se detiene en medio del camino, a dos o tres tiendas de la suya, y solo resplandecen las estrellas y las galaxias que se ciernen sobre él. Grillos. Cigarras.

—Es mejor que quedarse sentado y dejar que te aplasten —afirma—. Ahora estás metido en una situación en la que debes hacer algo radical. Es como si estuvieras conduciendo y tuvieras que parar y... abandonar el coche. Empezar a alejarte de las carreteras. ¿Comprendes?

Espera un momento y por último Troy suspira.

—¿Cómo puedo confiar en ti, Jonah? —murmura al fin—. Todo lo que sale de tu boca es mentira. Mientes cuando la verdad sería más sencilla.

Y Jonah guarda silencio unos instantes. No, no, piensa. Escucha el monótono zumbido de los insectos procedente de la oscuridad que lo rodea y los guijarros que rechinan de manera uniforme y acompasada bajo las suelas de sus zapatos. Apenas distingue por encima del hombro el fuego de campamento que se desvanece a lo lejos.

—Me doy cuenta —dice— de que he cometido algunos errores.

Luego vuelve a empezar.

—Troy —dice—, soy yo. —Y Troy inspira entre dientes hoscamente.

Hijo de puta desfigurado, te voy a matar. La policía ya te anda buscando y espero que te inflen a hostias cuando te encuentren. Vas a pasar mucho tiempo entre rejas.

—Troy —dice—. Escucha, ya sabía que estarías enfadado, pero...

¿México?, pregunta Troy. ¿Qué es esto, una especie de película cursi? ¿Crees que puedes cruzarla frontera por las buenas con un niño al que has secuestrado? ¿Y después qué? ¿Cuando estés en otro país simplemente dirás: «Por mí y por todos mis compañeros», y dejarás de ser un criminal de primera clase? ¿Crees que ser un fugitivo el resto de tu vida es una especie de juego?

—Bueno —farfulla Jonah. Mira en derredor. Las ramas de los árboles se balancean sobre su cabeza, atentas, y una criatura nocturna, una rana o algo parecido, emite un sonido percutivo, grave y gutural.

¿Y qué hará Loomis cuando crezca? ¿Qué clase de vida va a tener con este plan tuyo?

Jonah titubea. Vuelve a empezar, piensa, pero su mente busca a tientas sin encontrar nada. ¿Qué va a decir? Se adentra dando tumbos en un espacio cada vez más extenso.

Imaginaba que el conjunto de edificios anexo a la cabina telefónica se encontraba a unos ochocientos metros, pero le parece que ha estado caminando durante largo rato. Sostiene el reloj de pulsera ante su rostro, tratando de distinguir la forma de las agujas encima de los números. Piensa en la linterna que ha dejado en la tienda junto a Loomis y lamenta no haberla cogido. Está muy oscuro, y parece que la luna no se halla en ninguna parte en el firmamento. ¿Le estará buscando la policía a él concretamente?

Le recorre un escalofrío, porque se imagina la voz de Troy, se imagina a un agente de policía que toma notas a toda prisa con uno de esos lapiceros cortos que no tienen goma de borrar: «Tiene una cicatriz larga y prominente en el lado izquierdo de la cara que va desde el ojo hasta la garganta, por toda la mejilla. Tiene el pelo rubio castaño y no llega a los dos metros de estatura. Créame, la gente lo recordará si lo ve».

Se pone la mano en el pecho y siente que su cuerpo vibra como si hubiera un motor pequeño en su interior. ¿Y si llama a Troy y las líneas telefónicas están intervenidas? ¿Y si Troy le dice: «Oh, sí, me parece buena idea, creo que debemos reunimos», pero mientras tanto hay un policía con una maquinita conectada a su teléfono que está rastreando la llamada? Es descabellado, intenta decirse. ¿Por qué iba a pensar la policía que Jonah se ha llevado a Loomis? De hecho, ¿por qué iba a hacerlo Troy? Hace meses que no se hablan y que Troy sepa, Jonah continúa en Nueva Orleans o en otro sitio más lejano todavía.

Pero a solas en la oscuridad, en medio del camino de grava, no está seguro de nada. Más adelante, no hay ni rastro de los edificios donde vio la cabina telefónica. A sus espaldas, el campamento donde duerme Loomis tampoco es visible ya. Examina los árboles que jalonan el borde del camino y distingue el fulgor trémulo de una hoguera de campamento. A lo lejos, el foco de una linterna tiembla sobre las copas de los árboles y se apaga. Percibe el sonido de voces tenues procedente de las sombras, alguien que todavía está despierto y habla, pero no está seguro de dónde se encuentra.

Quizá no deba llamar a Troy, se dice. Esta noche no, al menos. Quizá deba estar a solas con Loomis durante algún tiempo. Unos días o unas semanas. Gira en redondo y comienza a desandar el camino.

La hoguera está casi apagada cuando regresa. Solo restan algunas brasas que emiten un resplandor anaranjado a través de una costra de negra ceniza, y Jonah busca el palo para removerlas de nuevo. No sabe dónde lo ha puesto, y se siente un poco mareado mientras lo busca ansiosamente. Es como si su cerebro se estuviera moviendo dentro de su cráneo mientras él trata de orientarse en el laberinto que de algún modo se ha creado. Se imagina sentado en una cafetería en una aldea mexicana, bebiendo limonada con Loomis. Alza la vista cuando Troy atraviesa la entrada. Loomis salta de su asiento y Troy le hace a Jonah un ademán con la cabeza, solemne pero respetuoso. Se imagina un control de carretera nocturno. Los coches que lo preceden aminoran y los agentes de policía inspeccionan su coche y su rostro con el haz de una linterna y Jonah intenta girar el volante y acelerar. Se imagina deteniéndose frente a la casa de Troy al romper el día, abriendo la puerta del coche para dejar salir a Loomis.

Algo se mueve más allá del contorno de la parrilla, y sus pensamientos se interrumpen. Distingue la silueta de un niño pequeño en la oscuridad.

—¿Loomis? —susurra, pero el niño es más bajo que Loomis. Un bebé, se dice, antes de vislumbrar sus ojos amarillos.

Un mapache. Observa a Jonah mientras se incorpora sobre los cuartos traseros, con las extremidades anteriores ante el pecho, y asiente de una forma pausada y vacilante, meneando la mandíbula frente a Jonah. Detrás hay otro que sale reculando de la bolsa de papel donde Loomis y Jonah han dejado los restos de su cena: platos de plástico, perritos calientes medio comidos y bolsas de patatas fritas arrugadas. Hay otros ahí fuera; cuatro o cinco, supone Jonah. Puede ver sus ojos.

—¡Fuera! —exclama ásperamente, pero en lugar de acercarse a ellos, de hacer aspavientos o patalear, retrocede un paso. Una sensación de entumecimiento, cosas en las que no piensa, una boca que se cierra sobre su rostro—. Fff -balbucea.

Ninguno de los animales huye, aunque el que ha salido de la bolsa también se incorpora sobre los cuartos traseros, sosteniendo el envoltorio de plástico vacío que contenía los perritos calientes, asintiendo.

Jonah apoya la mano en el costado de la tienda, buscando la entrada a tientas. Se propone recuperar la linterna que ha dejado dentro junto al saco de dormir en el que se había acurrucado Loomis. Los alumbrará directamente con el foco de la linterna. Eso los ahuyentará, se dice.

La cremallera de la abertura está abierta, y Jonah se agacha sin perder de vista a los mapaches y retrocede hasta el interior. La pequeña burbuja está casi oscura, y Jonah recorre con los dedos el reborde del saco de dormir de Loomis, buscando a tientas la linterna, pero esta no está en su sitio. Maldita sea, susurra, mientras palpa torpemente el resbaladizo piso de nailon, ciego en la oscuridad. No desea despertar a Loomis y pone mucho cuidado para no rozarlo ni toparse con él.

Pero cuando pone la mano cerca de su almohada, jadea de repente. La cabeza de Loomis no está allí, y cuando tienta el bulto del saco no encuentra sino aire en su interior. No está su cuerpo. No está Loomis. Incrédulo, golpea el saco y se escucha una risita metálica.

Je, je, je -dice una voz—. Hazlo otra vez. —Jonah se sobresalta y levanta el juguetito relleno de bolitas por el rabo.

—¿Loomis? —musita. Se vuelve describiendo un círculo alrededor del diminuto espacio, manoseando el contorno de la circunferencia, aferrando los sacos de dormir y las almohadas como si Loomis fuese algo diminuto, como una llave, que pudiera perderse en los pliegues. Fuera de la tienda, solo se escucha el rumor apacible del resuello de los mapaches que se ocupan de sus asuntos tranquilamente.