30
Cuando Jonah se marchó de San Buenaventura, no se proponía regresar. Se acabó, decidió. Se había puesto en ridículo, presentándose borracho en el umbral de Troy para decirle, ¿qué? No importaba. Estaba claro desde hacía largo tiempo que las cosas nunca resultarían conforme a sus deseos. Cualquier esperanza que hubiese abrigado para Troy ahora había desaparecido. Había vuelto a meter la pata.
Empaquetó pocas cosas antes de irse. Fue muy deliberado en ese sentido. Espartano, se dijo, y le gustó la resonancia de aquella palabra. Extendió toda su ropa encima de la cama: cinco camisetas; tres pares de pantalones vaqueros; siete pares de calcetines y otros tantos calzoncillos que introdujo en bolsas de papel que colocó en el maletero del coche. Metió las casetes en sus respectivas cajitas y las depositó en el asiento del copiloto. Metió los sobres con dinero en la guantera: fajos de billetes de diez, de veinte y de cincuenta dólares, todo cuanto había conseguido ahorrar, así como lo poco que restaba de los ahorros originales que había obtenido por la venta de la casa. Recordó aquel día de hacía tanto tiempo, cuando estaba deshaciéndose de las pertenencias de su madre; pensó en el subastador, ataviado como un anticuado cantante del Grand Ole Opry,
Pero eso le había reportado un extraño placer. Eso era lo que había comprendido. Le recordó a un suceso de su infancia, un día en que su abuelo y él estaban intentando volar una cometa en el campo de rastrojos que se extendía más allá de la casa. Después de haber intentado en vano repetidamente que remontase el vuelo, su abuelo recordó que las cometas precisaban una cola. Examinaron el campo un rato en busca de un jirón de tela y al cabo de un par de minutos su abuelo dijo:
—Bueno, qué demonios. —Y arrancó una larga tira del faldón de su camisa con una navaja. ¡Así de fácil! Jonah recordaba haberse escandalizado un poco.
—Pero, abuelo —se lamentó—. ¡No hagas eso! —Pero su abuelo se limitó a encogerse de hombros, y ambos hincaron la rodilla en la tierra para ponerse a trabajar en la cometa. Jonah pensó en aquella camisa durante una larga temporada desde entonces. La idea de que los adultos pudieran rasgar sus propias camisas a propósito, sin que hubiera repercusiones, lo había impresionado. Más adelante, sacó una de sus propias camisas detrás de la casa y la recortó con unas tijeras de su madre. Lo asustaba que lo descubrieran, pero al mismo tiempo estaba radiante. Enterró las cintas de tela en el jardín, con el semblante encendido y las manos, asesinas de camisas, temblorosas.
Recordó aquella sensación mientras repasaba sus posesiones: sus víctimas. Había considerado celebrar un rastrillo, pero bien mirado, resultaba más satisfactorio sentenciar a muerte a ese fragmento de su vida y pensar que aún quedaban cosas en ella cuya pérdida hubiera de lamentar. Se puso en pie con los brazos cruzados en el salón de la caravana, meditabundo, y se dispuso a introducir toda aquella morralla que había amado en bolsas de basura y cajas de cartón, llenando los recipientes uno tras otro y arrastrándolos hasta el contenedor comunal del callejón, tras el campamento de caravanas.
Le gustó. Rompió la base de una lámpara contra el lado metálico del contenedor. Desgarró un saco de harina y derramó el contenido en una espiral nebulosa sobre unos zapatos desechados. Apenas titubeó antes de embadurnar sus viejos y manoseados libros de texto universitarios y sus bienamadas novelas de bolsillo con el contenido del frigorífico: una botella de kétchup, un tarro de pepinillos, queso blanco y salsa de espaguetis. Adiós a los libros. Adiós a los trabajos que había escrito cuando asistía a clases en la universidad. Adiós a los diarios estúpidos, desesperados y autocompasivos que había escrito. Y por último, al cabo de una indecisión pasajera, adiós al paquete de información que lo había vinculado a Troy, a las fotocopias de su partida de nacimiento y los expedientes del juicio. Arrugó los documentos con ademán deliberado y los introdujo en una bolsa de basura de plástico de doble capa repleta de productos de limpieza que había adquirido al instalarse. Percibió un chisporroteo eléctrico entre los dedos. Bien, se dijo, mientras sacaba una bolsa tras otra a la luz del sol, arrastrándolas por el camino de tierra hasta el callejón. Con viento fresco.
Era un sábado por la mañana y al cabo de un rato Gafe, el muchacho del barrio, salió a sentarse en el capó de un coche. Gafe, que todavía no había recuperado a su perra, estaba reclinado sobre los codos, contemplando a su hermano pequeño, que jugaba con sus cochecitos en la tierra, y cuando Jonah pasó a su lado por tercera vez, levantó la cabeza.
—Hola, Jonah —dijo—. ¿Vas a tirar algo bueno? —Y Jonah esbozó una sonrisa tensa.
—La verdad es que no —contestó, pero en su siguiente paseo hasta el contenedor obsequió a Gafe con un equipo de música portátil relativamente nuevo que había adquirido en el Discount Mart—. Estaba a punto de deshacerme de esto —le explicó—. A lo mejor le encuentras alguna utilidad.
—Mola —comentó Gafe suavemente, y se acarició el parvo bigote con la mano—. ¿Te vas a mudar o algo así?
—Algo parecido —admitió Jonah. Volvió a sentir una leve punzada de culpabilidad por la muerte de la perra del chico—. Necesito empezar una nueva vida.
—¡Vaya, qué guay! —exclamó Gafe, y su mugriento hermanito levantó la vista hacia Jonah con aire solemne mientras estrellaba el parachoques de un cochecito contra su zapato.
—Sí —dijo Jonah. Palpó la pequeña fotografía enmarcada que llevaba en el bolsillo: la Polaroid instantánea de Loomis y Troy que le había regalado este. Había pensado en tirarla también, pero ahora decidió conservarla un poquito más.
»En fin —prosiguió, y le tendió la mano al muchacho—. Supongo que esto es una despedida.
Gafe esbozó una sonrisa soñolienta mientras observaba un instante la palma extendida de Jonah para finalmente insertar en ella su sudorosa mano adolescente.
—Buena suerte —dijo—. Que tengas una buena vida.
Jonah serpenteó por la autopista interestatal durante algún tiempo, deteniéndose de tanto en tanto para consultar un mapa de carretera. Resultaba extraño, pensaba, encontrar los lugares en los que había vivido antaño, los pueblos que había atravesado, representados solamente como puntos en el curso de largas carreteras sinuosas. Los mapas mostraban el mundo que irradiaba desde San Buenaventura, desde North Platte, desde Omaha, desde Chicago, desde todos los centros, como si fuera una telaraña, una urdimbre de venas que surcaban la pradera abierta. Recordaba el día de otoño que había entrado en San Buenaventura por primera vez, cuando abrigaba la estúpida fantasía de que su vida era una especie de película; la historia comienza, había pensado entonces. Ahora no sabía qué pensar. ¿La historia no termina nunca?¿La historia no tiene sentido?
Cuando se aproximaba al centro del estado se dirigió al sur, dejando atrás Red Cloud, donde antaño viviera Willa Cather,
En Wichita recaló en un club de estriptis al borde de la interestatal, donde una pelirroja con tacones altos bailaba en toples. Se tomó un gin tonic y descansó en el coche con los ojos cerrados. Recorrió la I-35, atravesando una sección de Oklahoma, y se detuvo a repostar en Broken Arrow. Se comió una hamburguesa con queso en Okmulgee. Se internó en la autopista de peaje de la nación india en dirección a Texarkarna hasta que se desvió en el camino en Luisiana hacia Nueva Orleans, donde planeaba establecerse una temporada.
Pero la odió. No era un lugar adecuado para empezar una nueva vida, se dijo. En una calle del barrio francés vio a una adolescente que ayudaba a una amiga a vomitar dentro un cubo de basura. Se topó con un desfile de turistas conducido por un hombre con una cabellera negra como una cola de caballo y las uñas arqueadas y afiladas como estiletes, de siete centímetros por lo menos. El guía llevaba capa, chistera y sombra de ojos, y lo miró a la cara con una expresión sugerente cuando pasó a su lado, como si fueran parientes, como si Jonah fuese otra curiosidad que pudiera indicarles a sus dóciles seguidores.
Jonah durmió en el coche la primera semana, intentando dilucidar si realmente deseaba alquilar una habitación. Por la noche se sentaba y encendía la luz del mapa para leer los diversos folletos que anunciaban las atracciones diseminadas por toda la ciudad, escuchando la radio y los sonidos de la calle. Cuando despertó una noche había una pareja practicando sexo gimnástico asiéndose a su coche. Se quedó sentado en el asiento de atrás, parpadeando, contemplando la sonrisa implacable del hombre mientras le propinaba empellones a su compañera, una mujer doblada por la cintura que apretaba la cara contra el capó. Jonah no sabía qué hacer. El hombre parecía mirarlo directamente; sus dientes apretados, con ribetes amarillentos, relucían al resplandor de la farola, y Jonah no se movió. ¿Acaso el hombre lo estaba viendo?, se preguntó. Por un momento sintió que estaba desapareciendo, dejando de existir, y por la mañana no estaba seguro de que hubiera sucedido de verdad.
Le recordó un poco a una madrugada del mes de marzo, después de su cumpleaños, a las cosas en las que había intentado no pensar. Se había despertado en el sofá de Troy. Al principio no recordaba gran cosa. Tenía resaca. Estaba demasiado confuso, le dolía demasiado la cabeza, y cuando trató de incorporarse sintió que su sentido del equilibrio fluctuaba a su alrededor, describiendo un círculo mareado y vacilante. Sus zapatos y sus calcetines se encontraban en la alfombra, junto a un cubo de plástico que le habían puesto cerca de la cabeza. Se sentó, restregándose la cara con las manos, y en ese momento rememoró un pequeño destello de la noche anterior. Recordó que había comprado una botella de burbon por su vigésimo sexto cumpleaños y que se había presentado frente a la puerta trasera de Troy. Se sentaron ante la mesa de la cocina, como siempre, pero no recordaba lo que le había dicho exactamente. Solo sabía que se había ido de la lengua. Le había confesado más de lo que debía: «No tengo esposa. No hubo ningún accidente de coche». Eso lo recordaba con seguridad. Había insultado a Troy: «Si yo hubiese tenido tu vida, no la habría cagado tanto como tú». ¿Le había dicho eso?
¿Qué había hecho? Había grandes lagunas desagradables que palpitaban en su memoria, pero no importaba lo que hubiese dicho en realidad. Estaba claro, incluso en su estado resacoso, que el daño era irreparable. Recogió los zapatos y los calcetines y se fue cojeando hacia su coche, hollando descalzo el cemento frío del camino de entrada de Troy.
Durmió durante los días que siguieron. Desconectó el teléfono y no se molestó en ir a trabajar. Se tendió en su lóbrego dormitorio y trató de recomponer la conversación que habían mantenido. El alcohol la habría fragmentado en docenas de jirones minúsculos, algunos casi límpidos, otros imprecisos y otros completamente oscuros. Se figuraba el rostro de Troy, sombrío, silencioso y atento. En suma, no tenía ni idea de lo que le había dicho, cuántas verdades, ni cuántas mentiras nuevas podía haber acumulado encima de estas. Pero sabía que había arruinado las cosas.
Durante varias semanas trató de proyectarse en Nueva Orleans, pero la idea le parecía cada vez más improbable, como una reposición mediocre de los primeros días que había pasado en Chicago, aunque desprovista de la certidumbre ansiosa y esperanzada de haberse convertido en otra persona. No sabía qué hacer consigo mismo. Marcó el número de Steve y Holiday en una cabina de teléfono de la calle Bourbon y escuchó la voz de Holiday en el contestador automático antes de colgar. Al cabo de una hora llamó a Crystal desde la misma cabina y escuchó apesadumbrado su tono de sorpresa nerviosa.
—¡Oh! Jonah —dijo—. ¡Qué amable por tu parte llamar!
—Estoy en Nueva Orleans —anunció Jonah, y Crystal profirió una exclamación como si estuviera impresionada.
—¡Debe ser emocionante!
—Sí —dijo Jonah. Percibió los movimientos de las personas que lo rodeaban en la acera mientras Crystal vacilaba torpemente—. ¿Cómo están todos? —prosiguió—. Os he echado de menos.
—Eres un amor —dijo Crystal. Y Jonah se tambaleó en la frágil cortesía de su silencio.
No tengo ningún sitio adonde ir, se imaginó diciendo. Quiero ir a casa, pero no sé dónde está. Torció el gesto ante el patetismo y la autocompasión que denotaban sus palabras. ¿Qué podía responder Crystal? ¿Qué podía hacer para ayudarlo?
—Bueno —dijo al fin—, ¿cómo está Troy? Ya debe estar a punto de acabar la libertad condicional.
Cuando al fin llegó a Little Bow, Dakota del Sur, mediaba el mes de mayo. Habían transcurrido más de cuatro años desde la última vez que estuviera en su pueblo natal, pero apenas había cambiado nada. La calle Main seguía siendo el mismo ramillete mustio de establecimientos. El cine donde había pasado tanto tiempo seguía en su sitio, al igual que el instituto, el campo de fútbol y la espesura de arbustos al otro lado de la alambrada metálica, donde seguía habiendo adolescentes que fumaban furtivamente cigarrillos y porros.
A escasos kilómetros del pueblo, la casita amarilla donde había crecido también seguía en pie. Jonah recorrió la extensa carretera de grava donde antaño lo dejaba el autobús escolar y vio el buzón metálico con la aldaba roja que se levantaba para indicarle al cartero que había correo saliente en el interior; el campo de rastrojo y la pradera; las ventanas de la cocina y la puerta blanca; la maleza que empezaba a crecer en los parterres de flores a ambos lados de la casa.
Se quedó un rato sentado en el coche al ralentí, hasta que salió de la casa una mujer sujetando a un bebé contra el hueco de la cadera, seguida de una niña de unos tres años con un vestido violeta.
—¿Hola? —dijo cautelosamente. Se trataba de una mujercita de la edad de Jonah, poco agraciada, con el cabello castaño y corto, y la nariz puntiaguda y brujeril—. ¿Le puedo ayudar en algo? —preguntó. Su tono era amable y musical.
Jonah bajó la ventanilla.
—Lo siento —se disculpó—. No he venido a molestarla. Yo solía vivir aquí.
—Oh, no me diga —respondió cortésmente la mujer. Echó una ojeada al asiento trasero del coche, donde había un cúmulo de ropa sucia cubierta por una manta y una almohada, y una vieja linterna embutida al lado de un revoltijo de libros y revistas desperdigadas—. ¿Solo está de paso? —le preguntó. No parecía haberse percatado de las cicatrices del rostro de Jonah; o cuando menos, no reaccionaba ante ellas—. ¿Quiere pasar? Está un poco desordenada, pero me encantaría enseñársela.
En el límite de su campo de visión, Jonah atisbó a Elizabeth, que recorría el costado de la casa con la pata levantada al haberse clavado una espina. Atisbó la cuerda donde su madre tendía la colada, cubierta de mantas ondulantes.
—Comprendo que uno quiera volver a su antigua casa —declaró afectuosamente la mujer—. Yo también pienso hacerlo. Crecí en Boise, y sé que algún día haré lo mismo que usted. Aparcaré en el camino de entrada y le echaré un buen vistazo. Me parece que es importante hacerlo.
—Sí —convino Jonah. La chiquilla lo miraba desde detrás de su madre: era una niña delgada, con el ceño fruncido y la mirada inexpresiva, cuyo rubio cabello se elevaba en el viento constante.
—Nos encanta esta casa —le aseguró la mujer—. Somos muy felices en ella.
Al cabo de un momento, Jonah le devolvió la sonrisa.
—Me alegro —dijo.
Ese mismo día, algo más tarde, encontró la lápida de su abuelo en el cementerio. Junto a ella había unas viejas flores de plástico: el color se había deslucido y el propio plástico estaba endeble y ajado. Las habían fabricado a imagen de las orquídeas, y Jonah las cogió y se las metió bajo el brazo. A su lado estaba la tumba de su abuela, Lenore, que había perecido en un accidente de coche cuando su madre era una niña. Debería haber habido otra lápida para su madre, supuso. Pero no la había, por supuesto.
Soñaba con ella últimamente. Soñaba con sus paseos, con su forma de andar cuando tomaba Torazina, con las pisadas deliberadas y espasmódicas de una persona que duda de la firmeza del suelo que se extiende frente a ella. Veía sus ojos contraídos, sus pupilas del tamaño de la cabeza de un alfiler. Recordaba haber caminado con ella en el supermercado cuando era un adolescente, temiendo el momento en el que viese a un bebé dentro de un cochecito y representara su número, su antigua broma amarga. «Oh, mira», decía, «¡ese es mi bebé!», y Jonah se estremecía cuando ella se inclinaba temblorosamente hacia delante, con su cabellera, que antaño fuera hermosa, apelmazada y despeinada, con un corte descuidado, esbozando una sonrisa caricaturesca para el bebé con sus labios enjutos y resecos. Jonah se quedaba quieto, agarrotado, mientras la mujer que empujaba el cochecito retrocedía ante su avance. «¡Ese es mi bebé!», canturreaba su madre. «¡Ese es mi bebé!». Solo tenía treinta y cinco años, pero parecía mucho mayor. Su cuerpo era nervudo como el de un mono, provisto de brazos correosos y piernas temblorosas y flacas. Llevaba ropa del departamento infantil de Sears: unos pantalones vaqueros de niña y una camiseta rosa, y a veces Jonah pensaba que si le aferraba la muñeca su mano se desprendería y sus dedos entecos se cerrarían en torno a su dedo pulgar y se marchitarían.
Soñaba que se inclinaba sobre él mientras dormía, alumbrando sus ojos con una linterna. Soñaba que le cantaba una canción de uno de sus discos, una tonada lenta y terriblemente triste: «Ojalá pudiera deslizarme sobre un río», murmuraba en la oscuridad con su voz ronca y quebradiza, de contralto, sobre su cama. Le acarició el rostro con las húmedas yemas de sus dedos, recorriendo las protuberancias de sus cicatrices, y cuando Jonah gimió y trató de apartarle las manos, ella hizo una mueca y sonrió.
—No te preocupes —dijo—. Me iré en seguida. Ya no volveré a molestarte.
—Estupendo —rezongó Jonah, y cuando intentó volver a cerrar los ojos ella se inclinó y lo besó firmemente en la boca.
—Nadie volverá a quererte nunca —susurró, como si hablara consigo misma—. Lo sabes, ¿verdad?
Y Jonah cerró los ojos con fuerza y apretó la cara contra la almohada, deseando solamente volver a dormir.
—Sí —respondió.
Y suponía que así era. Recorrió el pueblo una vez más, pasando frente al asilo donde había trabajado antaño y la granja avícola Armonía, donde su madre había pasado sus días empaquetando huevos, y a media tarde se dirigió incluso a la reserva. Leona, la hermana de su abuela, debía tener setenta y tantos años, suponía Jonah (si acaso seguía viva), y al cabo de recorrer varias veces las sendas de tierra roturadas, hostigado por una jauría de perros enfurecidos que restallaban las mandíbulas tras sus neumáticos mientras atravesaba su territorio, encontró al fin la casa rectangular prefabricada a la que su abuelo lo había llevado en una ocasión, años atrás. Había juguetes diseminados por el patio baldío y yermo (una bicicleta morada, un balón de baloncesto, una Barbie desnuda, bloques de construcción de plástico), y cuando llamó a la puerta de pantalla le respondió un muchacho lakota algunos años más joven que él. Llevaba pantalones vaqueros y una camiseta blanca y tenía el pelo muy corto, como si hubiera estado en los marines.
—¿Le puedo ayudar en algo? —preguntó.
Jonah se aclaró la garganta.
—Bueno —dijo—, a decir verdad, estaba buscando a Leona Cook. No sé si sigue viviendo aquí.
El chico guardó silencio, mientras examinaba el semblante y el cuerpo de Jonah con una mirada pesada y ecuánime. A sus espaldas, Jonah vislumbró a un chico y una chica de seis o siete años de edad sentados en un sofá, viendo la televisión. Oyó los bloincs y los xilófonos de los dibujos animados.
—¿Qué quiere de ella? —inquirió el muchacho.
—Bueno —dijo Jonah—, supongo que es mi tía abuela. Su hermana, Lenore, era mi abuela, así que pensaba que... bueno, yo solo...
—No está en muy buena forma —lo interrumpió el joven—. Sufrió otra apoplejía hace unas semanas. —No abrió la puerta de pantalla.
—¿Eres su hijo? —preguntó Jonah, y el otro pestañeó.
—Su nieto —contestó, sin modular la voz.
—Vaya —dijo Jonah—. Supongo que eso significa que soy tu primo. Tu... ¿primo tercero? Quizá. Me llamo Jonah.
—Ya —musitó el muchacho. Observó la mano de Jonah, que este había extendido como para estrecharle la suya, a través del velo de la puerta de pantalla.
»Sabes —prosiguió—. Es probable que no sea un buen momento. La verdad es que no puede hablar ni nada. Solo está sentada, ¿sabes? ¿Moviendo los dedos? No creo que le hiciera ningún bien que entrara un desconocido en casa. —Observó a Jonah con los ojos entrecerrados, indeciso, y sin duda debió preguntarse por ese rubio paliducho con cicatrices en la cara que aseguraba ser su primo. Quizá, pensó Jonah, Leona pudiera confirmar su relación, pero tal vez no lo recordara en absoluto. Quizá, se dijo, no quedaba nadie vivo que supiera realmente quién era.
Por último, retomó la ruta que había emprendido años atrás, siguiendo los confines de Dakota del Sur, Nebraska y Iowa. Allí estaba la antigua carretera de dos carriles que había recorrido antaño. Observó los postes de las alambradas que jalonaban los márgenes del asfalto, las malezas que medraban y el alambre de espino. Tuvo que pasar varias veces antes de ver el sitio al fin.
Milagrosamente, la urna seguía en su sitio, cabeza abajo sobre un poste, deslucida y oxidada, pero todavía presente. Habían pasado cuatro años. Nada quedaba del cuerpo de su madre, por supuesto.
Sintió la mano sobre la palanca de cambios, se dispuso a aparcar el coche, giró la llave en el contacto y el motor en punto muerto se apagó. Un peso se abatió sobre él. Incluso después de tanto tiempo, seguían estando los dos solos, tal como ella había predicho.
Falleció poco después de que Jonah cumpliera veintidós años. Jonah había estado trabajando en el asilo, fregando platos, y cuando entró en la casa todo estaba en silencio.
—¿Mamá? —dijo—. ¿Mamá? —Durante años había ensayado el momento de llegar a casa y encontrarla muerta. Sus hombros se endurecieron; los esqueletos de la expectación comenzaron a levantarse a su alrededor.
Apoyó la mano en la puerta de su dormitorio y sacudió el picaporte.
—¿Mamá? —repitió, y por alguna razón supo que esta vez era de verdad. Percibía su presencia en la habitación como el coletazo de una aleta, un espasmo muscular antes de que destripasen al pez, una boca que se cerraba en el aire seco e inservible. Empujó la puerta y allí estaba, tal como se la había imaginado en tantas ocasiones: con el camisón levantado por encima de los muslos, la boca entreabierta y las manos entumecidas. Se detuvo en la entrada, convencido de que había muerto.
»¿Mamá...? —dijo, y se le aceleró el corazón. La radio seguía encendida. Su madre tenía los ojos abiertos mientras un locutor anunciaba el tiempo y daba paso a una canción. Su cuerpo parecía yerto, y Jonah se dispuso a ponerle los dedos en los párpados para cerrárselos.
Nunca supo cuántas pastillas se había tomado, cuántos venenos distintos había ingerido. Probablemente existía un informe forense, pero nunca lo había visto. Solo recordaba que cuando le tocó los ojos con la yema de los dedos para cerrárselos su madre entreabrió la boca y el vacío manó de su interior. Sus labios intentaron formar palabras. Sufrió una arcada cuando los músculos de la garganta empezaron a funcionar de improviso. Uno de sus ojos se clavó en Jonah mientras el otro erraba.
Siempre se había dicho que no habría podido hacer nada en ese momento. Su muerte no sorprendió a los médicos; no pareció sorprenderles que no la hubiera salvado, pero ella había puesto los ojos como platos.
—No me obligues a marcharme —susurró, y cerró el puño alrededor de su dedo meñique, así como los bebés asen cualquier cosa que les pongan en la palma de la mano—. No quiero irme —dijo, y apretó sus labios húmedos contra su mejilla.
Por un momento, sentado al borde de la carretera, rememoró el contacto de sus dedos cuando lo estrujaron con energía y después, paso a paso, murieron. No sucedió como en las películas. La presa de su madre palpitó momentáneamente, contrayéndose y distendiéndose, pero no se interrumpió, sino que se prolongó durante algún tiempo, espasmódicamente, hasta mucho después de que dejase de emitir sonidos y respirar. La última parte de su cuerpo que se movió fueron las piernas, que patalearon de repente. Sus pies se doblaron para darse impulso, como si estuviera en aguas profundas y tratase de llegar a la superficie.